DIEZ AÑOS ANTES
Sábado, 7 de mayo de 2005
Lower Slaughter, Gloucestershire
Beth aporrea la puerta del baño.
—¿Alvie? ¿Estás vomitando otra vez?
—No.
Tiro de la cadena.
Ella sigue aporreando la puerta.
—Déjame entrar.
—Lárgate, joder.
—Me preocupas.
Entorno los ojos con incredulidad.
—Vale, ya voy.
Hermana idiota. Mocosa metomentodo. Ahora que ella lleva ortodoncia y sujetador deportivo, se cree que es la jefa, la muy mayor.
Hago gárgaras con enjuague bucal y lo escupo: sabor a hierbabuena extrafuerte. Me pica la boca.
Me seco la cara con la toalla y me examino en el espejo. Dos granos nuevos. Ni rastro de vómito, así que abro la puerta. Comienza el espectáculo.
Beth entra dando empujones y cierra la puerta con pestillo.
—Siéntate —me ordena.
Frunzo el ceño. Lleva la preocupación grabada en la cara, como si yo le importase una mierda.
Señala el váter.
—Siéntate, por favor.
Bajo la tapa y me siento en el plástico frío y duro. Genial. Vamos allá…
—Alvie… —dice.
—Antes de que empieces: no estaba vomitando.
Cruzo los brazos y estiro la espalda. No hay pruebas, han desaparecido.
Elizabeth enarca una ceja perfecta y después coge el ambientador y pulveriza el contenido en toda la habitación con meticulosidad. Se me llena la cara de gotitas diminutas y los productos químicos me sofocan. Se pone de puntillas y abre la ventanilla del baño. Entra una ráfaga de aire frío.
—Vale, lo pillo.
—Alvie —dice con su vocecita quejumbrosa—, he visto tres tubos vacíos de Pringles y cinco paquetes de pastelitos de fresa en el cubo de basura de fuera.
—¿Y qué?
—Ayer pasó el camión a vaciar los de toda la calle.
—¿Y?
—Que todo eso te lo has comido hoy.
Maldita sea, qué buena es. Ni que fuera espía o algo así. Podría trabajar para el MI5.
—¿Y por qué tengo que haber sido yo? ¿Y si mamá ha comido patatas?
—Las de queso y cebolla solo te gustan a ti.
Beth me mira a los ojos, y yo le leo la mente: cree que me tiene calada.
—¿Sabes que tu problema tiene nombre?
—No me digas. Lo que tú eres también tiene nombre —respondo.
—Alvie, se llama bulimia. Y no tiene gracia.
—No es tu vida. Es la mía.
—¿Qué significa eso? —Me mira y ladea la cabeza antes de morderse el labio con preocupación—. Alvie, por favor, tienes que parar. En serio, te puedes morir de eso.
Apoyo la cabeza en los azulejos blancos y frescos de la pared del baño.
Si me quedo aquí sin hacer ruido, a lo mejor se va.
—¿Por qué no te abres a mí? —pregunta—. Soy tu hermana, te quiero. Ayer hablé con la psicóloga del instituto y…
—¿Que has tenido los cojones de hacer qué?
¿Cómo se atreve? ¿Cómo ha podido hablar a mi espalda con la gilipollas cuatro ojos de Lorraine?
—He tenido que hacerlo, Alvie. Estás muy delgada. —Me mira de arriba abajo—. No sé qué hacer.
Pero ¿qué coño dice? Ella está más flaca que yo.
—¿Por qué tienes que hacer algo al respecto? Mejor métete en tus asuntos.
—La situación es ridicula. Te oigo después de cada comida y es asqueroso.
—Lo siento mucho si te da asco. No es culpa mía que la comida de mamá me dé arcadas.
—Te he seguido en el instituto —continúa—. Allí haces lo mismo.
—La comida de la cantina es aún peor —le contesto al suelo.
Beth adopta entonces un tono más amable, más suave.
—Así no cambiarás nada, ¿sabes?
Levanto la cabeza de golpe, la miro con odio. Lleva una camiseta nueva de color rosa con purpurina y la leyenda: 90% ÁNGEL. Tengo que buscar una para mí que diga: 90% DEMONIO.
—¿Qué es lo que no va a cambiar? —le suelto.
—Vomitas, estás adelgazando mucho… Mamá no te querrá más por eso. Papá no va a volver.
Se me llenan las mejillas de sangre caliente. Eso ha sido muy cruel. Un golpe bajo. ¿Cómo se atreve a mentar a nuestro padre así como así? ¿Qué derecho tiene? Ese tema está prohibido, es una regla tácita: nunca jamás lo mencionamos. Me dan ganas de darle un puñetazo. O, mejor, podría coger la tapa del váter y partírsela en esa cabecita bonita.
Pienso en la foto que tengo guardada en la cartera de Primark, la única que tengo de mi padre. La robé del álbum de la boda, pero mi madre no se dio ni cuenta. Tiene las esquinas dobladas y está desgastada, pero al menos puedo verle la cara siempre que la saco. La miro y fantaseo con lo diferente que habría sido mi vida si mi padre se hubiera quedado en casa en lugar de largarse. Yo no tenía ni un año y, de repente, ¡puf! Se desvaneció como Houdini. Desapareció de la faz de la Tierra sin dejar ni rastro ni una dirección de email. La única prueba de su existencia somos yo (y mi hermana), mi nombre de mierda y esa foto descolorida.
Mi madre me dijo que se mudó a San Francisco a trabajar de contable o algo así, pero yo sé que no es cierto. Se lo inventó todo. He buscado por todo San Francisco; no en el lugar mismo, porque nunca he visitado Estados Unidos, pero sí en internet. Todo el mundo tiene presencia en internet; todos existimos en el éter. No hay ningún Alvin Knightly en San Francisco ni en toda California. Lo comprobé y lo volvía a comprobar cada par de meses, por si aparecía en un equipo de bolos o en la página de alguna compañía o en Linkedln o en una cuenta para jugar a póquer. Pero nunca más se supo.
No me di por vencida, así que extendí la búsqueda a otros países. Me puse muy en plan Lisbeth Salander. Alvin Knightly no es un nombre muy común. Si buscaba lo suficiente, tarde o temprano tenía que aparecer. Llamé al colegio oficial de contables, pero no habían oído hablar de él. Pensé en contratar a un detective privado, pero no podía pagarlo.
Al final, con mucha pena, llegué a la conclusión de que no había ni un Alvin Knightly de las narices en todo el mundo. La única posibilidad, aunque muy remota, era que se hubiera cambiado el nombre a Alvin Knightley. (Encontré uno en 2003, pero la verdad es que no era un candidato probable, porque el tipo de la foto era negro). Llevo buscando desde que tenía once años, desde la primera vez que pude usar un ordenador, y nunca he encontrado ni rastro de mi padre. Tampoco soy tonta: sé qué significa. Quiere decir que está muerto, joder. O que, si está desaparecido, es adrede. Para eso hace falta astucia. Planificación. Tienes que tomártelo más en serio que todas las putas cosas. Tienes que querer desaparecer. Una vez se me pasó por la cabeza que tal vez fuese espía, como Austin Powers o como John le Carré (cosa que explicaría de dónde lo ha sacado Beth, Miss Inquisición Española), y que quizá el gobierno le hubiera cambiado el nombre por un código, como 007. Pero entonces pensé: «No seas idiota. Esto es la vida real, no una película. No es Jason Bourne, es contable».
Beth me toca el brazo e interrumpe mis pensamientos.
—¡NI TE ATREVAS A TOCARME, COÑO!
Me levanto de un brinco e intento abrir la puerta del baño, pero el pestillo se encalla. Me pellizco la piel. Lo fuerzo y, al salir, doy un portazo. Bajo los quince escalones a la carrera.
Me persigue la voz de mi hermana.
—Alvie, lo siento. Vuelve, por favor.
Sí, lo que tú digas, hija de puta.
Demasiado tarde.