30
Domingo, 6 de septiembre de 2015
Mar Tirreno
La lancha da un salto y me despierto al aterrizar en la cubierta. Me siento y me froto los ojos. ¿Dónde estamos? ¿Qué pasa? Debería haber aguantado despierta toda la noche, no tendría que haberme dormido: ahora podría estar descansando con los peces. Pero he tenido suerte. Me acuerdo de la primera noche que dormí al raso y sola en Leicester Square. Paralizada por el terror, no pegué ojo. El frío me calaba hasta los huesos y la humedad se me aferraba a la piel; todos los ruidos eran depredadores, todos los hombres asesinos. Estaba convencida de que aquella noche sería la última, y el amanecer fue un milagro.
Observo a Nino conducir la lancha hasta una playa de guijarros. Es diminuta, no mide más de cien metros de ancho y está rodeada de acantilados altos. Está oscuro, así que distingo las rocas y poco más.
—¿Dónde estamos? —pregunto.
—En Castiglione, Ravello. La Costa Amalfitana. Venga, levanta —me dice.
Bostezo y me estiro. Tengo la espalda entumecida. Dejo la manta en cubierta, cojo el bolso y sigo a Nino. Saltamos de la lancha y caemos al agua gélida, que nos llega hasta la cintura. Pero, bueno, al menos me ha despertado. Está tan fría que apenas puedo respirar. El fondo es blando, está salpicado de rocas y algas resbaladizas. Llegamos a la orilla caminando con dificultad.
—Coge rocas —me dice.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Hay que hundir la lancha.
—¿Por qué narices vamos a hacer eso? A mí me gusta, podemos usarla.
—No queremos que nadie la vea.
—Pues yo quiero quedármela —insisto—. Déjala ahí, en la playa.
Así podré usarla si necesito escapar.
—Creía que no te gustaba. Tú querías el otro yate.
—Una barca de mierda es mejor que nada.
Se agacha para coger piedras.
Dejo el bolso en la playa mientras oigo el crujido de las conchas y los cantos rodados. Nino para y se vuelve hacia mí.
—Madonna… Oye, la lancha es robada y la buscarán. Igual que nos buscan a nosotros por asesinato múltiple. Por matar a un puto puñado de policías. Toda Italia está pendiente de nosotros, así que tenemos que borrar nuestras huellas.
—Vale, de acuerdo. Si lo dices así…
Qué melodramático.
Me tambaleo playa arriba y agarro un puñado de piedras.
—¿Vale?
—Más.
Cojo más y las lanzo a la cubierta.
—¿Basta con esas?
—Necesitamos todavía más.
Me hago con otro puñado y las tiro.
—Vale, con eso será suficiente.
—Más. Más. Mannaggia… Tiene que hundirse, joder.
—Uy, pues no quedan de las grandes. Ya está. Se han acabado.
Nino se vuelve y estudia la playa.
—Allí hay alguna más.
Madre mía, menudo negrero. ¿Por qué tengo que hacer yo todo el trabajo?
Me acerco al lugar que me señala, me agacho y agarro unas cuantas.
—Ya basta, que me duele la espalda. He dormido en mala postura —digo, y suelto las piedras en la cubierta.
—Va bene. E basta. E basta —contesta—. Ahora hay que empujarla.
—¿Estás seguro de que tenemos que…?
—Uno, due…
—Estamos desperdiciando una lancha muy guay.
—Uno, due, tre.
Vadeamos en el agua helada de la orilla y empujamos la embarcación hacia el mar. Las olas me salpican en los ojos y tengo el sabor de la sal y el yodo en la boca. Enseguida dejo de hacer pie. Hacemos oscilar el barco de lado a lado, hasta que el agua pasa por encima de la borda e inunda la cubierta. Hace un vaivén y, al final, zozobra y se hunde, se hunde, se hunde. Primero salen burbujas y luego nada. Nos ha costado un par de minutos. Antes había una barca y ahora solo hay mar. DEP Ofelia. Prefiero que hayas sido tú y no yo.
Regresamos a la playa a nado. A nuestro alrededor rompen olas salvajes y las algas se me enredan en las piernas. Se me hunden los pies en la arena, como si la tierra quisiera absorberme hacia el submundo.
—Rápido —dice.
Tiemblo, estoy empapada y tengo una piedra puntiaguda en el zapato. Me quito las algas que se me han pegado a las piernas.
—Sí, sí, ya voy.
Busco el bolso a tientas en la oscuridad y sigo la silueta de Nino. Subimos la escalera que sale de la playa.
—No hables, no hagas ningún ruido.
—No hago ruido, no he dicho nada.
—Ten cuidado con las vipere —recomienda.
—¿Cuidado con qué?
—Vipere. Ssssss. En los escalones —explica, y mueve la mano como si fuera una serpiente.
—¿Víboras? ¿De qué hablas?
—Vigila dónde pisas. Las víboras son venenosas.
Voy dando traspiés en la negrura.
—¿Qué coño hacen en los escalones?
—Durante el día se ponen al sol, pero a veces se quedan dormidas. Si las molestas, te morderán. Te llenarán la pierna de veneno.
Saco el móvil de prepago del bolso y lo uso para iluminar la escalera. Es vieja y hay hierbajos y plantas con flores medio marchitas por todas partes. Pasamos junto a muchísimos limoneros, tomateras y olivos, huele a cítricos y a tierra. Los escalones son empinados, llevan tiempo desmoroñándose y no parecen conducir a ninguna parte. El acantilado es interminable; estiro el cuello, pero no alcanzo a ver la cima. Desaparece en la oscuridad. Piso una piedra suelta, resbalo y se me cae el teléfono.
CRAC.
—Mierda, creo que se me ha roto.
Lo recojo y paso el pulgar por la pantalla, que está hecha añicos. Me clavo una esquirla. Esto no hay quien lo arregle.
—Nino, ¿me dejas tu móvil? El mío está jodido.
No quiero usar el otro, seguro que también lo rompo.
—Lo tienes tú. ¿No te acuerdas de que me lo pinchaste?
—No te lo pinché.
—Sí.
—No se dice así. Te bajé una aplicación para hacer un seguimiento de tu ubicación a través del GPS.
—Me lo pinchaste —insiste él.
—Lo que tú digas.
Seguimos subiendo a oscuras. Nino se niega a dejarme su teléfono, quiere que seamos invisibles. Según él, la oscuridad es algo bueno. Y esta mierda de escalera es interminable. No soy partidaria de la excursión de alpinismo. ¿Quién soy? ¿Su sherpa? ¿Un yak? Se oye el ladrido de un perro y me llevo un susto de tres pares de narices. Un maldito perro escandaloso, un chucho del infierno. Se lanza contra una valla de alambre con los ojos encendidos. Pensándolo bien, no me gustan los perros, y mucho menos los dachshund. Ni este.
Veo algo largo, fino y sinuoso con el rabillo del ojo.
—NINO, MIRA. UNA VÍBORA.
Él se detiene, se vuelve y corre escaleras abajo hacia mí.
—¿Qué? ¿Esto? Es una manguera.
—Ah… Parecía una serpiente.
Continuamos subiendo durante una eternidad, hasta que empieza a faltar oxígeno en el aire y me ataca el mal de altura. Respiro con dificultad, me silba el pecho. Enciendo un cigarrillo. Oigo el grito de mis glúteos y mis muslos: «¿QUÉ COÑO TE CREES QUE HACES? ¿SE TE HA IDO LA CHAVETA O QUÉ?».
Siento una punzada en el tobillo.
—Ayayay… Algo me ha picado. La puta me ha picado.
—¿El qué? ¿Dónde? —pregunta Nino.
—Aquí, aquí. En el pie.
Se vuelve, corre de nuevo hacia mí y se agacha para echar un vistazo.
—Ay, no, espera. Es una ortiga.
Se levanta.
—¿Una puta planta…?
—Necesito hojas de acedera. Tiene que haber por aquí.
—Te he dicho que no hagas ruido.
Sigo a Nino hacia arriba. No está siendo muy cariñoso conmigo y me siento atacada por todas partes. Me vendría bien algo de empatía.
Me pongo a cantar Poison de Rita Ora para pasar el rato.
—¡CHIS! —dice.
—Madre de Dios… ¿Cuánto falta? ¿Cuántos escalones?
—Es aquí arriba. Y luego a la vuelta de la esquina.
En cualquier caso, no puedo cantar más, me falta el aliento. Me conformo con cantar mentalmente mientras seguimos subiendo escalones. Doblamos una esquina: sombras, demonios, tierra, árboles, rocas y más escalones.
—¿Seguro que es aquí adonde vamos? No estamos en ninguna parte.
—Claro, de eso se trata.
Ojalá nos hubiéramos quedado en la fiesta de la playa. Allí no nos habría encontrado nadie. De hecho, ¿qué hacemos aquí? Es un acantilado muy alto. Caída libre. Rocas y olas que rompen a lo lejos. ¿No estará…? ¿Va a tirarme?
Se detiene y da media vuelta. Se acerca a mí. Está oscuro, no le veo la cara. Mierda, ¿ahora qué? ¿Quiere matarme? Lo sabía, es Satán.
Corro hacia él, atacaré yo primero. Más vale prevenir que curar.
—¡YAAAAAAAAAA!
Le doy un rodillazo en las pelotas, mi táctica infalible.
Nino me agarra de la cintura.
—Pero ¿qué haces?
—Nada. Au. Suéltame.
Me retuerce el brazo y me lo sujeta detrás de la espalda.
—¿Por qué lo has hecho?
—No lo sé. Creía… creía que…
Miro hacia abajo.
—No voy a empujarte. Si quisiera matarte, ya estarías muerta.
Suspira y me suelta.
Me siento y enciendo otro cigarrillo.
—Estoy cansada. Ya no puedo más. —Me niego a participar en una puta tortura mental—. Quiero saber qué pasa y dónde estamos.
—Ya te lo he dicho, en Ravello —contesta, y me da un puntapié—. Levanta.
—No puedo. Me rindo.
Me van a estallar los pulmones y el corazón me va a cien. Tengo la ropa empapada de agua de mar y de sudor. Me tumbo y miro las estrellas. Anda, mira, ¿eso es Orion?
—Déjame morir a solas.
—Si alguien te ve, estamos jodidos. Saldremos en todas las noticias: los criminales más buscados de Italia. Se supone que no hay que matar policías.
—Pues tengo las piernas para el arrastre. Esta montaña es demasiado empinada.
—Minchia. Que te muevas, coño.
Saca la pistola y me pega el cañón al cuello.
—Tampoco hace falta ponerse así.
—Te he dicho que te levantes.
Me coge del brazo, tira de mí, y yo tropiezo con él.
—O sea, que sí es un secuestro.
—No.
—O sea, que me proteges. Qué galante, qué romántico.
En serio, qué tío. Acabará volviéndome loca. Lo que pasa es que, cuando se enfada, Nino me pone muy cachonda. Y me encanta su pistolón.
—Si te pillan a ti, me encuentran a mí. Eres un problema.
Me clava el cañón en la nuca. El metal está frío.
—Camina, joder, antes de que se haga de día.
Siento su mano en la cintura. Me gusta cuando se enfada.
—Pero ¿adónde vamos?
Más vale que merezca la pena…
—¿Ves el balcón de ahí arriba, el de las estatuas blancas? Pues ahí es adonde vamos.
Villa Cimbrone, Ravello, Italia.
Tengo tirones en todos los músculos de las piernas y creo que me ha salido una hernia discal, pero me detengo ante la verja de hierro forjado y miro.
—Ostras, ¿qué es esto?
—Un hotel —contesta Nino.
—Dios mío, es alucinante —digo, y entro.
—Ya lo sé. Intenta no hacerlo saltar por los aires.
Unos faroles de los de antes iluminan el jardín con su luz dorada; las palmeras arrojan sombras increíbles desde las alturas y la fachada está cubierta de hiedra. Hay una torre antiquísima de muros desgastados y unos escalones que conducen hasta una puerta de madera. Sigo el camino que atraviesa un jardín precioso y voy acariciando los pétalos suaves y las hojas de las plantas tropicales con la yema de los dedos. Es como un cuento de hadas. Es irreal. Hay una fuente con querubines alados. Lirios y rosas y jazmín. El aire huele a dulce, como una tienda de caramelos. Un pájaro canta en un árbol.
—Nino, me encanta… Pero ¿por qué hemos venido aquí?
—Pietro trabaja aquí. Es un viejo amigo y nos alojará sin decir nada.
—¿Habías venido antes?
—Es un buen escondite.
Nino abre con una ganzúa y nos colamos en la zona donde viven los trabajadores. Por un pasillo encontramos un cuarto, entramos y encendemos la luz.
—Oi, stronzo. Sono io.
Hay alguien durmiendo en la cama.
—Che cazzo? Nino? Vaffanculo, mamma mia. Che vuoi?
Pietro se despierta cegado, medio desnudo.
—Una camera —responde Nino.
Pietro se incorpora y se fija en mí antes de mirar a Nino. Se abrazan. Pietro se frota los ojos.
—Per due persone?
—Si, si. E’per la mia luna di miele —explica Nino.
—Perché non puoi prenotare una stanza come tutti gli altri?
Pietro se levanta y se dirige a mí con la mano tendida. Se la estrecho.
—Ciao. Piacere. Auguri —me dice antes de darme dos besos.
—Ah, chau, chau, chau.
Se pone una camiseta y unos pantalones y nos lleva a una habitación. Dice que es la más grande y la más bonita. Abre la puerta y entro. Aguanto un grito. Jesús bendito: es mejor de lo que me imaginaba. Amplia y palaciega, asombrosa. Un espléndido techo cóncavo pintado de azul, una chimenea enorme de mármol. El suelo es de baldosas de cerámica pulidas. En la pared del salón cuelga una fotografía en blanco y negro de Greta Garbo.
—Es de ensueño.
Pietro hace una reverencia y sale.
—¿Qué significa auguri? —le pregunto a Nino cuando ya estamos solos.
—Auguri quiere decir «enhorabuena».
—Ah, vale. Muy bien. —Estudio los cuadros—. ¿Y por qué me ha felicitado?
¿Porque sigo viva, quizá?
—Le he dicho que nos hemos casado —responde Nino—, que estamos de luna de miel.
—Ohhh, ¡qué bonito! —Me siento en la cama—. ¿Pietro también es de la Cosa Nostra?
—No, él trabaja en el hotel y ya está. Pero es el único que conozco que no quiere matarme.
—Yo tampoco quiero matarte.
Al menos ya no. Ahora que estamos aquí, me siento más segura. Quizá antes estaba paranoica, preocupada sin motivo. Es evidente que le gusto y que esta semana me ha echado mucho de menos. ¿De verdad era solo una prueba de la mafia? ¿Una iniciación o penitencia? Como las doce pruebas de Hércules, para ver lo chunga que soy. Suelto un suspiro hondo y largo de alivio y me tumbo cual estrella de mar en la cama.
Nino pone las noticias en la televisión.
Me siento y parpadeo.
En la pantalla aparecen imágenes de Domenico esposado y rodeado de agentes de policía italianos. Camina entre una muchedumbre de gacetilleros, cámaras y fogonazos de luz. Hay una comisaría. Una reportera. Nino sube el volumen.
—¿Qué dicen? —pregunto.
Me mira y niega con la cabeza.
—El puto idiota… La poli lo ha pillado con el coche de Ambrogio. Han encontrado la maleta del dinero, nuestros dos millones de euros. Su ADN coincide con muestras encontradas en la tumba de Salvo y en la de tu hermana.
—Entonces ¿qué? ¿Creen que fue él? Genial.
—No tienen ni idea. Han arrestado a Domenico por triple homicidio.
Beth, Salvatore, Ambrogio…
—Fabuloso. Estupendo.
Nino y yo chocamos los cinco.
Dios mío, le daría un beso ahora mismo.
Me detengo y lo miro a los ojos.
—¿Tienes coca? —pregunto—. Deberíamos celebrarlo.
—Si, deberíamos.
Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca una bolsita transparente. Está llena de polvo blanco como la nieve.
Frunzo el ceño.
—¿Quieres decir que tenías toda esta cocaína mientras yo me moría ahí fuera? ¿He subido un montón de putos escalones y no me has ofrecido nada?
Lo mato. Lástima que la policía me haya robado la pistola.
—No has preguntado —contesta.
Deja la bolsa de farlopa en la mesilla de noche, hace un par de rayas largas con la tarjeta y enrolla un billete de cien.
Dios mío, cuánto lo he echado de menos.
Entonces me acuerdo de lo pequeña que tengo ahora la nariz. Aún no la he puesto a prueba porque sigo convaleciente de la operación. No hace ni una semana. El mañoso rumano me dio un puñetazo en la cara. O sea que, a decir verdad, mi nariz las ha pasado canutas. No sé si podré. ¿Qué pasa si la coca se me queda atascada? ¿Y si tengo el tabique roto?
—Nino, ¿puedes soplarme la coca por el culo, como en la escena esa de El lobo de Wall Street?
—¿Cómo? No, ni hablar. Métetela por la nariz como los demás.
—Jo, qué aburrido —me quejo, y suspiro.
—¿Aburrido yo?
—Pues sí. Uy, Alvie, no les tires una bomba a los polis.
Ay, Alvie, no robes un Ferrari. No vayas a la fiesta de la playa, no hagas ruido, no te metas coca por el culo. Bla, bla, bla…
Esnifamos las rayas. Mmmm, genialidad en polvo. Se me enciende el cerebro como una bombilla de megavatios en la cima de un árbol de Navidad.
—¿Crees que soy aburrido? —me pregunta Nino.
—Sí.
—Ven conmigo.
—¿Qué quieres ahora? —pregunto, y me levanto.
Tengo la cara adormecida, como si estuviera en el dentista. Al menos ahora sé que la nariz me funciona.
Me coge de la mano, salimos de la habitación y me lleva al jardín, hasta una piscina de color turquesa que hay en la parte trasera.
—Ostras, es preciosa. Mejor que la de Beth.
Tiene una bonita forma de riñón y está iluminada. Rodeada de jardín y de palmeras y flores. Da a un acantilado con vistas mediterráneas. Es superguay y muy glamurosa: la portada de un disco de Hedkandi.
Nino se arranca la ropa y salta al agua. Espalda bronceada, nalgas blancas. Una polla como una anaconda. Se sumerge hasta el fondo y sale a la superficie.
—¿Esto te parece aburrido?
—Es increíble.
Me gusta más desnudo.
Somos Steve McQueen y Ali MacGraw en el lago de La huida.
—Venga, métete —dice.
Me quito la ropa y me acerco a la escalerilla. El metal plateado reluce, centellea como si fuera una joya de platino. Meto un dedo. Está fresca. Bajo los escalones hasta el agua. Doy unas brazadas y la sensación es estupenda. El agua me acaricia el cuerpo como si fuera el roce de una sábana de seda. Siento las pulsaciones que la droga me manda por el torrente sanguíneo. Dibujo una sonrisa cada vez más amplia.
Nino me observa desde el otro lado de la piscina. Siento su mirada. Nado hacia él y ahora lo deseo muchísimo, nunca había deseado tanto a nadie. Siento un cosquilleo en el estómago, como si tuviera trece años. ¿Sabes qué? Me alegro de no haberlo matado. Habría sido una pena.
Nino se zambulle y su silueta oscura cruza la piscina, amenazante y peligrosa, como un tiburón o un pez que come carne humana. Se ven burbujas en la superficie y, de pronto, aparece ante mí. Lo miro a los ojos, los tiene oscuros y luminosos. Me aprieta contra el borde de la piscina y por fin nos besamos. Saboreo su lengua, sus labios salados. Le cojo la cabeza. Él me agarra el pelo. Su boca tiene ansia de mí, me come, y yo le muerdo el labio inferior. Me desliza una mano cálida por la cadera y me toca el clítoris. Gimo. Ha pasado una semana.
De repente se separa.
Da media vuelta y me agarra desde atrás. Me muerde la parte trasera del cuello. Un escalofrío me recorre la espalda. Siento el coño caliente y húmedo. Apoyo la cabeza en su hombro mientras él me sujeta los pechos; tengo los pezones duros, erectos. Gimo mientras él me desliza las manos por el vientre y siento sus dedos ásperos dentro de mí.
—¿Esto te parece aburrido? —pregunta.