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Viernes, 4 de septiembre de 2015

Ostia, Roma, Italia

Me despierto en el coche, junto al bosque, con la frente pegada al volante. Intento incorporarme y hago sonar el claxon sin querer.

MEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEC.

¿Qué hago en un bosque? Me acuerdo de la vez que dormí en la copa de un árbol, cuando tenía solo ocho o nueve años. Casi se me había olvidado. Me desperté entumecida y con mucho frío, con hojas enredadas en el pelo y hormigas hasta en las bragas. Estaba apostada en la rama más alta. Es asombroso que no me cayese. Por la mañana, mi madre se puso como loca conmigo; nunca la había visto así. No estaba enfadada porque hubiera pasado la noche fuera, sino porque había vuelto.

La monja está tirada en el asiento del copiloto con la cara aplastada contra el salpicadero. Le doy un par de toquecitos con el dedo, pero no se mueve. Está fría y no respira. Sigue muerta. No quería matarla ni mucho menos y ahora no sé qué hacer con el cadáver. Ha sido un accidente, un error, y me siento mal. Casi me siento culpable, como cuando me comí diez pastelitos de chocolate de una sentada en el apartamento de Archway. No debería haberlo hecho. La apoyo en el respaldo, le cierro los ojos y le acaricio la cara.

—Lo siento mucho —me disculpo—. Esto no entraba en los planes. Por si la consuela, no tendrá que compartir el cielo con mi hermana.

Pero ella no contesta.

Tengo la boca seca y la garganta dolorida. Me arden los hombros y la nuca, los tengo a mil grados. El sol está muy alto y sus rayos láser atraviesan el cristal, que los magnifica, los intensifica. Dios mío, hace un calor de muerte; yo misma podría prender. Otra vez como lo del Durex Play… Debo de haber dormido demasiado rato al sol. ¿Qué hora es? ¿Las doce? Miro el reloj de cuco, que todavía va mal. Me hago un repaso de los pies a la cabeza y veo que no tengo nada roto. No me duele nada (aparte de la nariz, que aún la tengo sensible. Me la miro en el retrovisor: la bomba). Estudio la grieta del parabrisas: una tela de araña que se extiende por todo el cristal. No podía ir a velocidad suficiente para causar daños mayores, ha sido más bien un golpecito. Sin embargo, el coche está encajado en un ángulo peculiar, inclinado cuarenta y cinco grados. Me mareo como si estuviera en un barco y no tuviera equilibrio. Necesito salir de aquí.

¿Qué mierda es esta? Una monja, un bosque… ¿Qué demonios hago aquí? Estoy rodeada de ramas y follaje. Árboles y setos. Flores silvestres. Olor a tierra. Descomposición. Esto no es el centro de Roma. ¿Cuánto tiempo conduje ayer? ¿Habré llegado a Umbría? ¿A la Toscana? Giro la llave en el contacto e intento mover el coche marcha atrás.

Pero no arranca. Genial. Fantástico, joder. Hace cinco minutos que tengo el coche y ya lo he dejado siniestro total. Compruebo la gasolina, pero el depósito no está vacío. Puede que se haya calentado el motor. Se habrá derretido el metal al sol. No es una gran pérdida; era una antigualla que estaba en las últimas. A juzgar por el interior anticuado y decolorado (volante de plástico color crema, asientos de cuero beige, esferas cromadas, espejo diminuto y un velocímetro pequeño y redondo muy retro), este cacharro tiene al menos cincuenta años. Intento abrir la puerta del conductor, pero está pegada a un árbol. Me inclino por encima de la monja y pruebo con la puerta del copiloto, pero tampoco se mueve ni un centímetro. Dios mío, estoy atrapada. Soy una prisionera: un hámster o un pececito. Tuerzo el gesto sin poder salir. Hace un calor del infierno, casi más que en un burdel de Hanoi.

¿Qué recoños pasa?

Trepo por los asientos hasta el maletero, donde hay una lata metálica. La cojo, la agito y huelo: es gasolina. Tal vez sea diésel. La tiro adonde estaba, y el líquido se revuelve en el interior. Busco algún tipo de manija, pero el maletero no se puede abrir desde dentro. Sudo, jadeo y reniego hasta que se me ocurre mirar hacia arriba. Hay un techo solar. ¡Qué suerte! Una gota de sudor me cae por el cuello. Abro una rendija, aire fresco. Necesito beber, me vale vodka o algo así; me estoy marchitando como una planta en una maceta. Salgo por el hueco con algo de esfuerzo y una brisa fresca me airea el pelo húmedo. Sí. Sí, por fin soy libre. Ahora sé cómo se sintió Mándela en 1990.

Me muevo a cuatro patas por el techo ardiente pensando en lo sugerente de la pose, salto al suelo y le echo un vistazo al coche. Hay sangre en el parachoques, ¡ups! Trato de limpiarla.

La voz grave de un hombre me sobresalta.

Ciao, come stai?

Durante un segundo me parece que es Nino, pero esa voz no es la suya. Es un tipo cualquiera.

—Ay, chau —contesto.

Me vuelvo y resulta que no es un hombre, sino una mujer. O eso creo. No me aclaro.

Tutto bene? —pregunta.

La observo: alta, de manos grandes y mandíbula ancha; tiene nuez y barba de un día. Lleva un sujetador y una falda corta de color rosa. Tacones (que no son adecuados para el bosque) y demasiado maquillaje. Uy, me encantan esos pendientes brillantes. Me gustaría saber de dónde los ha sacado. Se ha arreglado mucho para salir a pasear por el bosque, quizá se haya perdido como yo.

—Ehm… No hablo italiano —explico.

¿Qué hará aquí?

—No te preocupes, chata —contesta ella—. ¿Buscas algo, cariño?

—No. La verdad es que no. Nada —respondo. Aparte de vodka, claro. Y a Nino—. Pero no me arranca el coche. ¿Sabes algo de mecánica?

—Se lo has preguntado a la chica equivocada.

Me mira a los ojos unos segundos más y se encoge de hombros.

Ciao. Que vaya bien el día.

Da media vuelta y, mientras se aleja, sus nalgas se contonean en la estrechez de la falda y se le hunden los tacones en el barro.

—Oye, espera. Vuelve —le pido.

Pero anda por la carretera hasta que se planta más allá y se queda mirando la nada, el lugar donde debería estar la acera. ¿Por qué espera ahí? No hay una parada de autobuses ni nada, qué raro estar en un lugar así. A menos que esté haciendo autostop… Le echo un vistazo al Cinquecento y está tan jodido que yo también pienso hacer lo mismo.

Ostras, no, ya lo pillo. Es prostituta.

Estoy a punto de acercarme a ella, pero me detengo.

Mierda, la monja.

No quiero que la policía encuentre el cadáver y he dejado huellas por toda la carrocería. Hay sangre de la anciana en el parachoques. No quiero que su muerte me atormente (ya tengo suficiente con mi hermana gemela). ¿Es posible que el dueño del coche me viera bien y les haya dado una descripción detallada de mí? ¿Y si la otra monja me vio la cara y me han hecho un retrato robot de esos que favorecen tan poco? Solo hay una salida: pegarle fuego a esa lata. Tengo que deshacerme de esa monja en un caos de ceniza, humo y llamas. Meto la mano en el bolso de Prada y remuevo el contenido buscando el Zippo lila: condones, pintalabios, el móvil de Nino, el reloj de cuco, el anillo de placer, el mechero… Me dirijo al coche, salto al techo, se me chamusca la piel de las rodillas cual filete a la plancha y me descuelgo por el techo solar. Cojo la lata del maletero y salgo de nuevo. Me dan varios tirones en los abdominales.

Me acuerdo de la última vez que incendié un coche; era el del director de mi antigua escuela. Aún siento el calor de las llamas en la cara, huelo el humo tóxico. A posteriori, creo que tenía razón al no querer casarse con mi madre; de todos modos, me encantó destrozarle el coche. Como ensayo, fue excelente. Abro la lata y huelo; me escuecen los ojos. Perfecto, debería servir. Echo un vistazo a la mujer, pero no me mira. Está a cien metros o más.

Vierto un poco de gasolina por el techo solar: GLUG, GLUG, GLUG. Menuda peste. Derramo un poco sobre la monja, sobre la toca, el pelo y el hábito largo y negro.

—Lo siento mucho —me disculpo.

Me pregunto si me perdonará. Imagino que sí, cómo no; para eso es cristiana. El perdón es el pilar del cristianismo.

Sacudo la lata para aprovechar las últimas gotas y la tiro dentro. Me agacho a coger una rama partida y enciendo una hoja con el Zippo. Otra hoja. Otra ramita. Unas cuantas más. Están secas como una piedra y las llamas arden rojas y naranjas. Es un olor conocido. Se me empiezan a chamuscar las cejas. Lanzo la rama dentro, me bajo del techo y echo a correr. Se oye el ruido de la gasolina al prender y el fuego se extiende por todo el Fiat oxidado. Me agacho y miro a través del cristal. Los asientos arden de maravilla, las llamas se extienden por los respaldos y consumen el cuero agrietado. Llegan hasta el techo y abarcan todo el interior. Adiós, Fiat. Hasta nunca, hermana. Otra hermana, genial. Ahora sí que necesito esa copa. Un batido de chocolate con Baileys o Kahlúa, o un té helado de Long Island bien cargado.

La goma despide un humo negro y feo que huele muy tóxico. El fuego crepita, chisporrotea, sisea. Respiro hondo y me da un ataque de tos.

Me acerco a la mujer.

—¡Oye!

Se vuelve hacia mí y ve el Fiat.

—Tu coche está ardiendo.

—Ya lo sé.

Mira hacia la carretera. Lleva sombra de ojos dorada, demasiado colorete. Me gustan las pestañas con pedrería, son muy guais. En un claro del bosque diviso una tiendecita de campaña para dos; es de las modernas, de las que tienen el techo bajo. Vientos, una puerta morada. Estamos junto a una carretera de dos carriles, qué lugar tan extraño para una acampada.

—¿Sabes dónde puedo tomar algo?

«¡Cucú!», dice mi reloj. La mujer niega con la cabeza.

Nop.

—Quiero vodka o un bar o algo así.

—Aquí no hay nada.

Se oye el rumor de un coche que se acerca y un Lancia se detiene en el arcén. Veo a un hombre de mediana edad salir del coche. Es de constitución y altura medias, bastante anodino. La mujer se le acerca meneando el derriére y se van juntos a la tienda.

Me llega el olor del fuego del Fiat y el rugido y el crepitar de las llamas. La boca me sabe a crematorio. La ceniza flota en el aire y se posa sobre el asfalto como si fueran copos de nieve. Las llamas empiezan a extenderse a los árboles, y me quedaría mirándolo durante horas, pero no me puedo pasar aquí todo el día (a pesar de lo maravilloso que es el fuego). Tengo la hostia de cosas que hacer, gente a la que matar. Tengo que volver a Roma y buscar a Dinamita. Ahora mismo. Antes de que lo consiga Domenico. Encontraré a Nino antes que él.

Miro el móvil: no tengo internet. No hay cobertura, joder. No puedo pedir un taxi ni caminar desde aquí. Quizá ese tipo podría llevarme cuando, ya sabes, cuando estén.

Me vuelvo y contemplo el incendio. El Cinquecento ha desaparecido tras un resplandor incandescente. Hay diez o veinte árboles ardiendo. A estas horas, la monja es barbacoa. La tienda se mueve de lado a lado, supongo que aún tardarán un rato. Saco el pulgar y oteo la carretera. Un Maserati. Un Prius. Un SEAT. Otro Fiat. Noto el calor del fuego, que se extiende. Hace que me escueza aún más la piel quemada por el sol.

Camino por la carretera y me alejo de ese horno abrasador. Tengo alucinaciones: un mojito con su luquete de lima, un poco de hierbabuena, azúcar moreno y el parasol de papel. Enseño el pulgar, pero nadie para; todos pasan volando sin hacerme ni caso. Se oye un ruido sordo cuando cae al suelo una rama llena de hojas al rojo vivo. Miro la tienda de campaña, que todavía se mueve y se balancea. El fuego está a tan solo unos metros de distancia. Muevo el pulgar.

Al final se me acerca un Mazda de color azul celeste conducido por un joven. Detiene el vehículo y baja la ventanilla.

Quanto? —pregunta.

—¿Inglés?

—¿Cuánto por una mamada y un polvo?

—Vete a la mierda. Yo no soy puta, aunque me alucina que hables inglés tan bien. ¿Me llevas a Trastévere?

Sube la ventanilla y se larga a toda velocidad.

—¿Adónde vas? —le grito.

Puede llevar algún tiempo salir de aquí.

Se acerca un Alfa Romeo. Esta vez no se me escapa. Saco el pulgar y agito el brazo como si fuera un molino (aunque yo no pararía para recogerme a mí). El vehículo frena y se detiene, corro hacia allá. Dentro hay una mujer de mediana edad que me mira con cara de susto y los ojos muy abiertos.

Señala el incendio descontrolado.

Mamma mia! Unfuoco?

Yo miro la tienda.

—Ay, Dios. Espera un momento.

Los vientos han prendido y las llamas suben centímetro a centímetro.

¿Por qué tengo que ocuparme yo de todo? Van a quemarse vivos.

Corro a campo través hacia la tienda con las llamas en los talones. Toso, toso y toso entre llamaradas.

—Oye, salid. ¡Fuera!

Abro la cremallera de la tienda y abro la puerta. Me quemo el meñique.

—Tenéis que salir.

Están los dos desnudos y es obvio que están follando. Salen corriendo y los tres nos alejamos deprisa de las llamas y salimos a la carretera.

La mujer del Alfa Romeo nos contempla con incredulidad y la boca abierta: «Oh». (Debemos de parecer un cuadro. Yo soy la única que no está desnuda, lo que no es habitual tratándose de mí). Pisa el acelerador y se marcha dando un volantazo. Genial. Ahí va mi transporte.

Es la última vez que le hago un favor a alguien. Nino tenía razón: no es propio de mí. No sé qué me ha pasado, debo de estar en shock.

Observo a la pareja. Están en pelota picada: dos pollas duras y un par de tetas.

—¿Me lleváis a Roma?

El que no tiene tetas dice:

—Sí.

Cojea hasta el Lancia que ha dejado aparcado un poco más arriba y, cuando abre el maletero, le observo el culo: blando como la masa de pizza. Saca una bolsa, cierra el maletero de golpe y se tapa las partes con ella.

—Puedes esperar en el coche —me dice.

Abro la puerta y me subo. El Lancia es espacioso, bonito; un modelo completamente nuevo. Miro a la prostituta alejarse en bolas por la carretera y me pregunto adonde va. Quizá tenga alguna compañera por ahí que pueda prestarle algo de ropa. El otro hombre se adentra en el bosque y desaparece entre unos árboles mientras yo lo vigilo por la ventanilla del copiloto. ¿Ha ido ahí a cambiarse? Miro el contacto: maldita sea, no hay llaves. Tendré que esperar.

Las llamas se extienden con rapidez. Contemplo el incendio un par de minutos más y entonces un cura emerge del bosque en llamas. Durante un instante creo estar alucinando. No será… ¿Moisés? Lleva sotana y alzacuellos y una capa larga y negra que le llega a los pies. Atraviesa las llamas en dirección al coche, abre la puerta y entra.

—¿Eres cura?

—Sí.

No me lo puedo creer, otro cura. Ya tuve que matar a uno la semana pasada…

—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunta.

—Es que… No, nada. Da igual.

Arranca el motor y sale a la carretera.

—Vamos, no seas ingenua. ¿Crees que a los curas no les gustan las prostitutas transexuales? Estamos en 2015.

—Bueno, sí, supongo, claro.

—Los curas son sus principales clientes.

Vamos a toda velocidad por una carretera flanqueada por pinos que lleva al centro de Roma. Tuve que recorrer el camino inverso por la noche, pero no me acuerdo. Me debí de quedar dormida.

—Gracias —dice— por salvarme la vida.

—Sí, bueno. Da igual.

No sabe que el incendio lo he provocado yo, y supongo que es mejor así.

Miro unas ruinas antiquísimas por la ventanilla: villas romanas y viejos ladrillos marrones. Un cartel que hay junto a la carretera dice: «Ostia Antica». Pensaba que todas las carreteras conducían a Roma, ¿no?

—Bueno, ¿estás aquí por negocios o por placer? —quiere saber el cura.

—Ambos —contesto—. De hecho, no. Por ninguno de los dos.

No tengo ganas de contárselo, es demasiado complicado.

—¿Y estás disfrutando del viaje?

—No, la verdad es que no —admito.

—¿Es la primera vez que vienes a Italia?

Suspiro. Genial, tiene ganas de conversar. Quiere que seamos amigos. Escribámonos cartas.

—He estado en Pompeya, Milán y Taormina.

Quizá no debería haber mencionado Taormina…

—Maravilloso. Me encanta Sicilia. ¿Qué has visitado en Roma?

Reprimo un bostezo, ojalá se callase. Quiero aprovechar para descansar.

—La fontana di Trevi, la escalinata de la piazza di Spagna, el río Tíber…

—Tienes que ver el Vaticano. Es el lugar más hermoso de Roma.

—No está en Roma —protesto—. Es una ciudad-Estado rodeada por Roma.

Un cura católico debería tenerlo más claro.

—Yo voy allí ahora, te llevo. Acabo de cambiarme para trabajar.

Recorremos calles polvorientas mientras hago lo posible por dormir, pero el cura no calla. Después de mucho, mucho rato, llegamos al Vaticano.

—Esta es mi parada —dice—. Esa es la basílica de San Pedro. Hoy habrá mucha gente, llegamos justo a tiempo de ir a misa.

Suspiro y me apeo. No quería venir aquí, sino a Trastévere. Hay cientos de personas entrando en una piazza con un obelisco en el centro. La conozco de Ángeles y demonios, es donde estaba el helicóptero. Me gusta cuando explota el cielo, es una escena genial.

El cura pulsa el botón de la llave y las luces del Lancia parpadean para indicar que está cerrado.

—No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

Me mira fijamente a los ojos y se muerde el labio inferior.

—¿A quién voy a chivarme? ¿Al Papa?

Ni siquiera sé cómo se llama.

Él asiente con la cabeza con aparente alivio. Está convencido y suelta un suspiro.

—Ya que me has salvado la vida —dice—, voy a hacerte un favor.

—¿Ah, sí? ¿Qué vas a hacer? ¿Salvarme? No quiero que me bauticen…

—Te colaré. Tienes que ver la basílica.

—No, da igual. De verdad. Soy judía.

—Insisto.