17

Una intentona más y el cartílago de la oreja hace crac.

—¡AU!

Menuda mierda… Es injusto. Se me van a quedar las orejas como las de un jugador de rugby hecho polvo. No me lo creo. No puedo ni moverme. ¿Qué hago? Respira, Alvina. Respira. Respira. Si has entrado, puedes salir. Es una cuestión física muy básica. Una ley universal. Venga, Alvie. VENGA, CHICA, TÚ PUEDES. Tiro de nuevo: DUELE. No va a haber manera. Apoyo la barbilla en el muro y lloriqueo un poco.

En mi cabeza, Beth se ríe con auténtica histeria. Se lo está pasando de maravilla.

Trato otra vez de hacer pasar el cráneo entre los barrotes, pero ahora parece más ancho y estoy más atascada que nunca. Empiezo a hiperventilar. ¿Y si me ve Nino? Soy un blanco fácil, tengo que salir de aquí. No hay tiempo que perder. Necesito lubricación. Ojalá llevase un bote de lubricante… Entonces me acuerdo de lo que llevo en el bolso: el Durex Play que compré en la farmacia, por si acaso. A ver si llego… Alcanzo el asa con los dedos de los pies y la levanto con el pie derecho. Me acerco el bolso. Meto la mano y busco el tubo. Sí. ¡Sí! Tiene que funcionar, esta es una de mis ideas brillantes. Me embadurno la mano y me froto el lubricante por las orejas. Es húmedo y resbaladizo. Es perfecto. Respiro hondo, uno, dos, tres, estiro y saco la cabeza de entre las barras.

Soy libre. Por fin.

Me dejo caer al suelo y recupero el aliento. Entonces ocurre algo extraño: una sensación caliente. Hostia, me arden las orejas. ¿Por qué narices me queman las orejas?

Quema, quema, quema. ¿Qué pasa? Agito las manos a los lados de la cara, pero necesito hielo. Necesito agua. Corro a la orilla, me arrodillo y me echo agua en las orejas. El bote está en el suelo: Durex Play Calor. Vale, ya lo entiendo. Se me había olvidado. No es fuego, solo sensación de calor. Sobreviviré.

Me tumbo en el suelo y cierro los ojos bien fuerte. Pero no soy Beth, no voy a echarme a llorar. Puede que me haya empapado de agua apestosa, pero estoy libre y soy Alvina Knightly. Pienso levantarme de nuevo. No necesito la ayuda de nadie y mucho menos de esos cromañones. Voy a encontrar a Dinamita yo sola. Pero primero necesito ruedas.

Subo los escalones y oteo la calle. ¿Taxi? ¿Autobús? ¿Helicóptero? No hay nada. Necesito coche propio, pero no de alquiler. No voy a darle mis datos a Enterprise. De todas maneras, tampoco tengo carnet; o sea, que no me prestarían nada. Necesito desaparecer antes de que vuelva el trío. No creo que mis orejas pudieran soportarlo.

Doblo la esquina y entro en una calle tranquila. Un hombre obeso está parado junto a su coche. La puerta del Fiat Cinquecento está abierta de par en par. Es de un azul celeste muy bonito, el coche más minúsculo que he visto en la vida, como un bote viejo de pintura. Seguro que lo hicieron en los cincuenta o en los sesenta. Tiene el capó curvado, el parachoques cromado y un par de faros que parecen ojos saltones. Oigo el rumor del pequeño motor. Lo quiero. Es mío. El tipo se agacha para sacar un periódico de un dispensador de la calle y regresa hacia el coche.

—¡Me lo llevo! —digo corriendo hacia él.

Le arranco el periódico de las manos, lo aparto de un empujón y me meto en el coche. Lanzo el periódico al asiento de atrás y cierro las puertas con el seguro.

—No. Aspetta. Aspetta! —dice.

Su cara aparece en la parte inferior de la ventanilla. Agarra la manija y tira.

—Lo siento, lo necesito. Mi dispiace.

Dios mío, esto es una lata de sardinas. Es más pequeño de lo que parece. Tengo la cabeza pegada al techo. ¿Está hecho para Ninos? ¿Para elfos? ¿Cómo demonios se embute él aquí dentro? Tengo su tripa al nivel de los ojos, un flotador bien gordo de grasa que sobresale por encima de la cintura del pantalón. Dentro del Fiat huele a cerrado, a humedad. El hedor de varias décadas de conducción me inunda la nariz y me provoca arcadas. El asiento está roto y lleno de bultos. Es duro. Se me ha clavado un muelle metálico en el culo. Ahora el tipo ha pegado la cara a la ventanilla, está como un tomate. Intento marcharme, pero se me cala el motor.

El tipo aporrea el techo del vehículo.

Esci dalla mia macchina.

—Vete. Búscate otro.

Giro la llave en el contacto. El motor petardea, pero no arranca. Esto tiene que ser una broma de mal gusto. De entre los millones de vehículos… este es el peor que podría haber escogido para escapar. Lo intento de nuevo y piso a fondo. El Cinquecento resopla y gime. El motor se ahoga, no arranca.

Joder, es una antigüedad. No funciona. Voy a intentarlo una vez más. Piso a fondo y giro la mierda de llave. Al final, el motor cobra vida. Por fin, joder. Desapareo y le doy fuerte al acelerador, pero el tipo sigue aferrado a la puerta. Lo arrastro por la calle como la mujer al dachshund. Dios mío, suéltate ya.

—Te lo devuelvo cuando acabe.

Meto segunda. El motor suelta un gruñido rabioso, pero el coche no parece ir más deprisa. Es como ir montada en un ratón mecánico. Voy a veinticinco kilómetros por hora: puedo caminar más rápido. El corazón me late más deprisa que eso. Al final, el hombre da un alarido y se suelta. Me sigue unos metros dando tumbos, agita los brazos y grita:

TORNA INDIETRO.

Lo veo alejarse por el retrovisor, resoplando con el brazo en alto. Me asombra que haya corrido tanto, no parece estar en forma.

¿Adónde voy? ¿Vuelvo a la discoteca? Rain me contó que era adonde iban los mañosos. Eso, iré y preguntaré. Seguro que alguien conoce a Dinamita.

Cojo el periódico del asiento trasero mientras traqueteo por una callejuela polvorienta y lo hojeo. Miro a ver si hay novedades sobre el caso de mi hermana. Busco «Alvina Knightly» y «Elizabeth Caruso»; leo los titulares, pero no hay nada. Echo un vistazo a las imágenes, pero no salgo en ninguna foto. Lo tiro atrás y miro por el parabrisas.

Uy, mira, ¿qué es eso?

Un gladiador subido a un Segway que rueda por la calle a cinco por hora. Hostia puta, este tío está como un tren. ¿Es Russell Crowe? Pues no, no lo es. Torso desnudo, pectorales esculturales, bronceado intenso del sol veraniego. Lleva un casco plateado con una pluma roja, un escudo y una espada relucientes. Unos abdominales de la leche. Falda de cuero. Una capa genial que ondea a su espalda. Sandalias antiguas atadas a la altura de las rodillas, por encima de un par de pantorrillas prominentes. Dios mío, me encantan los italianos, sobre todo los antiguos romanos. Mira cómo se desliza ese culito… Sí, ya lo sé. Lo sé. He jurado que paso de los hombres, pero por este haría una excepción. Quiero llevármelo a casa y tenerlo de esclavo sexual. Lo encadenaría a la cama y… No, no, no. No puedo hacer eso. Mira qué grande es: darle de comer sería demasiado caro. El gladiador dobla la esquina y yo estiro el cuello para despedirme del culo perfecto. La faldita casi no le cubre nada, ondea al viento. Podría seguirlo un rato, ¿no?

No. Dinamita.

Miro al frente y veo una monja. ¿De dónde demonios ha salido? Dios, esto parece Piccadilly Circus. Quiere cruzar la calle. Hago sonar el claxon, pero ella no se aparta; está en mitad de la calzada y su paso es lento e inestable. Va encorvadísima, camina con la ayuda de un bastón. Me recuerda un poco a la madre Teresa de Calcuta, pero vestida de negro como Darth Vader, Marilyn Manson o Simón Cowell. Es guay, me mola su look.

Bajo la ventanilla y grito:

—¡Aparta! ¡Sal de en medio!

No pienso frenar. Ahora no. No puedo. He tardado mucho en coger velocidad y a duras penas paso de cuarenta por hora. En cualquier momento podré meter tercera.

—¡Aparta!

Le doy al claxon e intento esquivarla.

PUM. CLONC.

—Maldita sea…