13
Estamos en el asiento trasero de un taxi, un Prius plateado. El taxista nos espía por el retrovisor. El puto pervertido va a chocar. No mira por dónde va.
—Oye, vigila la carretera, hijo de puta.
Ya sé que es un comentario digno de mí, pero es Rain quien lo ha gritado.
En la radio suena rap italiano, reconozco algunas palabras. Fica, cazzo, vaffanculo. Me apetece cantar la canción, pero tengo a Rain sentada en las rodillas con la mano dentro de mi top de cuero y la lengua en la boca.
Ahí también lleva un piercing del que aún no me había percatado. Dios mío, cómo me pone. Esta pava no es genial, sino lo siguiente. Exploro el piercing plateado con la lengua: de atrás adelante y dando vueltas y vueltas. Suave y redondo y diminuto y perfecto. Rain sabe a vodka y a limones. Creo que estoy enamorándome. Respiro hondo y me aparto. Es la primera vez que beso a una chica, pero es como en la canción de Katy Perry. ¿Sabes qué? Me ha gustado.
Rain me mira a los ojos y sonríe. Tiene las pupilas dilatadas. Tira el chicle por la ventanilla y vuelve a besarme. Tiene los labios suaves, me mete la lengua. Le acaricio el pelo, fresco y sedoso. Me encanta cómo sabe. Su olor. Es tan distinta de Nino… Besa mejor y es mejor persona (aunque eso no es difícil, porque él es un gilipollas).
Entonces Rain se aparta. Baja hacia mis pechos, y yo cojo aire. Me pongo tensa. Me desabrocha el top.
Hablo con la cara enterrada en su melena.
—¿Nos hará falta un arnés o algo así?
Calla ya, Alvie. Deja de decir tonterías.
—No, no es necesario. Ya lo verás.
Me baja el sujetador y se mete un pezón en la boca. Noto la calidez de sus labios en la piel, cierro los ojos y suspiro. Me apoyo en el reposacabezas. Me recorre el muslo con la mano y me la mete por dentro de los pantalones. La hostia. Le acaricio la espalda. Tiene la piel suave. La cintura estrechísima.
—Tienes un cuerpo alucinante —le digo.
—Tú también —responde.
Estoy mojada. Me arde el clítoris, me palpita. Me duele el coño. Me mete los dedos por dentro de las bragas.
—Hemos llegado —dice el taxista.
Observo mientras Rain sirve cuatro dedos de un licor verde chillón. En la etiqueta de la botella pone «La Fée. Absinthe Parisienne». Coge una cuchara de plata para absenta y un terrón de azúcar moreno, vierte la bebida encima y lo enciende con una cerilla. Huele a azufre quemado. A anís dulce. El azúcar se carameliza y la llama dorada titila. El azúcar derretido gotea y gotea a través de la cuchara hasta el vaso. Rain añade un chorrito de agua. Unos cubitos de hielo. La contemplo mientras los remueve. Su muñeca estrecha. Sus dedos finos. Me da uno de los vasos y brindamos.
Le doy un sorbo. Está fuerte. Delicioso. Miro a mi alrededor. Luz tenue, suave, baja. Rain ha encendido un par de velas que producen un resplandor cálido y ámbar. Huele a ella y a especias exóticas. Es intoxicante, embriagador. En la pared hay un póster enmarcado de Brigitte Bardot posando desnuda. Orquídeas rosas y blancas en jarrones. Todas las flores parecen vulvas.
Rain enciende el equipo de música. Pone una canción italiana, canta una mujer de voz potente.
—Guau, ¿quién es? —le pregunto—. No la conozco.
—Elisa —responde Rain—. Eppure sentiré. Es mi canción favorita.
Me bebo el resto de la absenta de golpe.
—La mía también.
—Ven aquí —me dice, y se inclina hacia mí.
Cuando nos tumbamos, el colchón cruje. Me mira a los ojos con tal intensidad que me sacude como una corriente eléctrica. Bebe un trago de absenta y me besa debajo de la mandíbula. Me desliza un hielo desde la garganta hasta la nuca y, mientras se deshace, no sé distinguir si está frío o caliente. Solo sé que la sensación es magnífica. El agua gélida gotea. Se me endurecen los pezones. La agarro y me la acerco para notar su cuerpo. Quiero ir hasta el final, notar su sabor cuando se corra.
Me muevo para besarla en la boca. El hielo ha desaparecido, y ella tiene la lengua helada, extraña. El corazón me late deprisa y respiro con urgencia. Todo me resulta muy nuevo.
—Quiero oírte gritar, Beyoncé.
—Sí, joder —contesto—. Y yo a ti.
Tiro de la tela elástica de algodón de la fina camiseta porque quiero verla desnuda. Estoy la hostia de excitada.
Se la quita. Madre mía… No me equivocaba con lo de los piercings, tiene las tetas pequeñas pero perfectas, los pezones atravesados por un par de barras. Las areolas, oscuras. La piel, del color del chocolate. Me acerco y le beso los pechos, me meto una de las barras en la boca. Describo un círculo con la lengua a su alrededor y chupo. Ella me aprieta la cabeza. Gime. Me cuesta creer que esté haciendo esto, pero ¿sabes qué? Es la hostia. Que te folien, Nino. En tu cara. No pienso dejar que me partas el corazón.
Rain me acaricia la piel con dedos ligeros como la lluvia de verano. Me quita el top de cuero y lo tira al suelo. Nos tumbamos una al lado de la otra, le oigo la respiración, rápida y superficial. Estoy alerta. Muy despejada. Como si hubiera tomado demasiada cocaína. Le beso la piel desnuda del hombro y le lamo el cuello. Sabe a corazones de picapica.
Me acaricia el culo, y ya no aguanto más: le palpo la bragueta de sus vaqueros rotos mientras busco los botones. Me pregunto si lleva ingles brasileñas. O la depilación hawaiana. Le abro los pantalones y se los bajo con las manos, con los pies. Tiene una orquídea tatuada en el pubis, pequeña y rosa, la puta perfección. Es mejor que mi tatuaje. Se lo toco con cuidado, acaricio los pétalos antes de bajar la mano hacia el coño.
—Mmmm… —dice Rain.
Aprieta la cabeza contra la almohada, veo cómo arquea la espalda.
Pelo oscuro. Un destello plateado. ¿Otro piercing, en el clítoris? Me fijo mejor.
—Dios mío, esto es épico.
Se lo toco con la yema del dedo. Es diminuto. Brillante. Reluciente. Le beso el conejo, sabe diferente. Ácido. Se lo lamo una y otra vez. Me recuerda a las ostras que comí en el yate de Ambrogio. Su cuerpo se curva y ondula en la cama haciendo olas.
—Mmmm…
Le meto los dedos hasta el fondo y le busco el punto G. Ella gime y tiembla. Se corre ante mis ojos.
Rain se sienta y me mira, yo no puedo apartar la mirada. Me desabrocha los pantalones y me los baja despacio. Joder. Estoy ardiendo.
—Espera —me dice—. No te muevas.
Se levanta de la cama y se dirige a una cómoda.
—¿Adónde vas? Ven aquí —digo.
¿Qué hace?
Saca unos guantes negros de textura brillante, lustrosos. Se los pone, le llegan hasta los codos. PVC.
—Póntelo, pónselo.
—Creía que era una metáfora.
Regresa a la cama, desnuda salvo por los guantes.
Fija su mirada en la mía.
Estira el brazo y me acaricia la mejilla. El guante está frío, como gotas de lluvia, y es como si me ardiera la cara. Cierro los ojos, la cabeza me da vueltas. Estoy como colocada. Tengo las terminaciones nerviosas a flor de piel. Rain se coloca entre mis piernas.
—¿Te gusta? —me pregunta.
Me acaricia el vientre con las manos. Sus labios suaves contra mi coño. Bajo la mirada y veo su melena negra como una cortina que le cae sobre los hombros. Gimo y gimo. Floto. Gimo. Algo duro hace presión contra el clítoris. ¿El piercing?
—Ay, Dios. Sí…
Me hace cosquillas con las yemas de los dedos y después me los mete.
—¿Te gusta, cariño? —pregunta.
—No pares. No pares, joder.
Me lame el coño de abajo arriba y viceversa, chupa, mesa, da vueltas con la lengua. Me mete otro dedo. ¿Qué narices…? ¿El pulgar? Y, Dios mío, el puto punto G. Gimo. Aúllo. Me va a explotar el cerebro. Estoy en éxtasis, joder. Soy incapaz de pensar o respirar o ver. Siento sus dedos en lo más profundo y aprieto el cuerpo hacia abajo, abajo, abajo. Las sábanas se arrebujan debajo de mí. La agarro del pelo.
—Nino. Nino…, follame —digo.
Me corro una y otra vez, una y otra vez.
—Nino. Nino. Nino.
Rain le da una calada a un vaporizador con sabor a cereza y me sopla el vapor a la cara. Me tapo el cuerpo, desnudo y pegajoso, con las sábanas.
—¿Quién coño es Nino? —pregunta.
—Pero habías dicho que me enseñarías cómo peleas…
—Ah, sí. Mira esto.
Me empuja con fuerza por el pasillo y me estrello contra la puerta.
—No está mal —contesto—. ¿Me das mi ropa?
Me visto y salgo corriendo del piso con un portazo.
¡BAM!
Dios mío, cómo son los estadounidenses. Son unos putos irascibles.