7
La anestesia me ha dado hambre, así que voy a llevar a mi nariz nueva a comer algo. Este parece un buen sitio: Taverna Trilussa, un restaurante italiano tradicional. La hiedra trepa por las paredes pintadas, hay una terraza bonita con toldo. Contraventanas de madera y farolillos con velas. Voy a probarlo. Empujo la puerta y entro. El comedor está lleno de clientes que comen, beben y hablan. Gritan. Discuten mientras comen boloñesa. Los olores sensuales que salen de la cocina hacen el aire más denso. Dios mío, se me hace la boca agua. Me comería cualquier cosa; me lo comería todo. Se me acerca un camarero sonriente; es guapo, como un Matt LeBlanc joven.
—Buona sera, signorina —dice, y me mira de arriba abajo.
—Chau —digo—. ¿Mesa para uno?
—Por supuesto. Acompáñeme, por favor.
Dejo que vaya él primero. Pantalón negro estrecho. Glúteos tersos. Podría partir nueces con ellos.
Atravesamos el restaurante atestado esquivando mesas hasta llegar a un rincón. Saca la silla para que me siente y me coloca la servilleta en el regazo. Me roza la cara interior del muslo con los dedos. ¿Ha sido intencionado o sin querer?
—¿Le apetece un aperitivo, bella? ¿Una copa de prosecco o un Aperolspritz?
—Tomaré un vodka, solo.
Él asiente y se humedece los labios.
—Si, bellissima.
Cojo la carta, que es larga, y estudio la lista interminable de platos. No tengo ni idea de qué escoger. Normalmente pido pizza margarita del Dóminos de Holloway.
Lo dejo y observo el comedor. Este lugar es antiquísimo: hay vigas de madera oscura en el techo y cuadros al óleo enmarcados en las paredes. Hay barriles, lámparas y murales renacentistas, rejas de hierro forjado y estantes llenos de libros. Es acogedor. Auténtico. Tradicional. No tiene glamur como el sitio de Taormina adonde me llevaron Ambrogio y Beth, pero es guay. Anónimo.
El camarero regresa con una bandeja y mi copa.
—El vodka —dice, y me guiña el ojo.
Bebo un trago con la pajita. Frío y vigorizante, con un buen golpe al final. Me gusta. Qué refrescante. Me echo al gaznate unos cuantos analgésicos más.
—¿Qué tenéis que esté bueno?
Lo miro a los ojos color amaretto.
—El restaurante es conocido por el cacio e pepe, pasta con queso y pimienta.
—Genial. Me gusta el queso. Voy a pedir ese plato.
—Una elección excelente. Fantástico.
Me sonríe y, al coger la carta, me roza la mano con los dedos. La muñeca. ¿Ha sido sin querer? No lo creo.
Lo miro alejarse. Está bueno: ocho sobre diez. Definitivamente es el mejor de todo el restaurante, porque el resto de los camareros son aprobados justos. Entonces caigo en la cuenta: sé por qué me gusta. Se parece un poco a Nino. Pelo negro, ojos oscuros. Magro. Malo. Fibrado. Puede que Nino tuviera el mismo aspecto hace veinte años, cuando era un joven sicario.
Bueno, eso: Nino. ¿Cómo lo mato? Tengo que planteármelo y urdir un plan. Voy a hacer una lista. Dibujar un diagrama. Necesito hacer un brainstorming o algo, apuntar cualquier idea, aunque sea una locura. Pensar sin restricciones: todo lo que se me ocurra cuenta. No hay nada prohibido. Meto la mano en el bolso y saco un bolígrafo rojo, pero no tengo papel. Miro a mi alrededor buscando una servilleta o algo así, pero no: son todas de tela. Da igual, son blancas. Me sirven. Extiendo una sobre la mesa de madera y escribo en mayúsculas arriba del todo:
Dibujo a Nino en el centro. Es un monigote, porque las artes plásticas no se me dan bien. La verdad es que no se parece nada a Nino, más bien parece Tom Hiddleston. Le dibujo una soga al cuello y, después, el resto de la horca, como si estuviera jugando al juego. Entonces, en un montón de burbujas que lo rodean, escribo una lista muy exhaustiva: disparo, puñalada, atropello, despeñamiento por un acantilado, artes marciales, llave mortal de kárate, porrazo en la nuca, estrangulamiento, asfixia por monóxido de carbono en un coche, combustión espontánea por trifluoruro de cloro.
—La pasta, signorina —me susurra el camarero al oído. Me apresuro a quitar la servilleta de la mesa y me la pongo en el regazo. Espero que no sepa leer en inglés. Le sonrío y pregunto:
—¿Sabes dónde hay una ferretería? Un Leroy Merlin o algo así.
—No, lo siento. Por aquí no hay.
—Necesito comprar cuerda y un martillo…
Miro el plato.
En general, siempre prefiero que todo sea extragrande, pero… Dios mío, esto es gigantesco. Aunque la mesa es pequeña, el camarero me pone delante una sartén. Una sartén llena de una masa cremosa de espaguetis con una salsa que huele al cielo de los quesos. De pronto, saca un molinillo de pimienta que es casi tan alto y tan ancho como él. (No se me escapa que el cacharro es del todo fálico).
—¿Quiere un poco?
—Ajá —jadeo—. Me gusta muy picante.
El camarero se planta a mi lado y me muele pimienta en el plato. Me roza el brazo con la cadera y tengo su polla a la altura de los ojos. Es obvio que tiene un bulto donde debería estar el pene. Diría que son unos veintitrés centímetros. Me abruma el olor a Axe Apolo. El molinillo hace GRRRRR…
—¿Así está bien? —pregunta.
Yo contesto:
—Sí.
—Buon appetito.
Me meto el tenedor lleno en la boca. Es mejor que el sexo. La pasta está al dente, firme y con textura. La salsa es cremosa y salada y peligrosa. «Joder, qué bueno está esto. Dios, es genial». En cuestión de dos minutos, ya me he terminado el plato.
«Ay, qué cerda eres —se queja Beth—. ¿Ahora qué? ¿Vas a vomitarlo todo?»
Mi hermana pensaba que el gluten era el demonio y los hidratos de carbono el anticristo.
—No, quiero más —le contesto.
Yo como para sentirme mejor. Denúnciame si quieres. Necesito tener algo cálido y viscoso dentro, algo que sea como un abrazo. Antes comía para olvidarme de mi padre, para distraerme de Beth y de mi madre. Sonrío y miro al camarero.
—Otro, por favor.
Él me mira con los ojos muy abiertos.
—Ay, y otro vodka.
Recoge la sartén.
—¿Otra de tonnarelli con cacio e pepe?
—Otra igual.
Lo veo correr a la cocina y me arrellano en la silla de madera. Me acabo la copa y me lamo los labios sin prisa. Ese plato estaba increíble. Food porn puro y duro. Me acuerdo de los macarrones con queso instantáneos que comía cuando estaba en Archway y no hay punto de comparación (aunque los de sabor a Bomba de Bombay eran mejores. O los de curry).
Golpeo la mesa con los dedos. No soy Beth, puedo comer lo que quiera. A lo mejor pido postre y todo.
El camarero regresa con la bebida en una bandeja.
—El vodka, signorina.
Bebo un buen sorbo, y él se fija en cómo trago.
—¿Sabe? Hace siete años que trabajo aquí, y usted es la mujer más guapa a la que he servido.
—¿Ah, sí?
Estoy segura de que lo dice todas las noches, pero ¿sabes qué te digo? Se lo compro.
—Y también es la única que ha pedido dos sartenes de cacio e pepe.
No me cabe la menor duda.
—Ya, es que está muy bueno.
—Me gustan las mujeres de buen apetito.
—¿Ah, sí? Pues mírame bien.
Me lo comería vivo, ni se te ocurra impedírmelo: labios de fresas silvestres, piel cremosa como la patina cotta. En lugar de llevarme las sobras, quizá debería llevármelo a él a casa.
Se marcha a por mi comida, y yo le doy sorbos al vodka. ¡No veas cómo me ha subido! Me río sin motivo.
Vamos a ver cómo iba el plan. Me quito la servilleta del regazo y la extiendo sobre la mesa. Leo las diferentes ideas y añado otras: dosis letal de fármacos (¿ricino?, ¿heroína?, ¿cianuro?). Me pregunto si Nino también estará cenando. Podría estar en algún otro pequeño restaurante de la zona. El pobre cabrón no lo sabe, pero se ceba para alimentar a los gusanos. Le echo otro vistazo a la servilleta. La lista es bastante exhaustiva. Dibujo otra burbuja: ahogamiento en una piscina/bañera/lago.
—La pasta —dice el camarero con una sonrisa.
Tiene algo raro en la mirada, ¿es miedo o admiración? Creo que estoy asustándolo. Aparece otra sartén con una montaña de espaguetis. Parece que digan: «Cómeme, cómeme».
«Glotona de mierda», dice Beth.
Cojo el tenedor, lo hinco en la pasta y me meto un montón en la boca.
—¿No quiere pimienta? —me pregunta el camarero.
—Sstabien así.
Tengo la boca llena de comida.
Me falta tiempo para acabarme el plato. Engullo cada vez más deprisa, un enorme bocado tras otro. Está demasiado caliente, pero me da igual. Quiero hartarme. Remuevo la salsa caliente dentro de la boca. La hostia en vinagre, qué bueno…
No tenía ni idea de lo hambrienta que estaba hasta que he probado la pasta.
—¿Sabe? —dice mientras me mira a los ojos y se inclina hacia mí—, yo acabo de trabajar dentro de cuarenta minutos.
¿Qué tendrán de postre?
—Podríamos ir a mi casa. A beber vino, escuchar música. Vivo a la vuelta de la esquina.
La verdad es que estoy muy llena.
—Ya no puedo comer más —contesto—. ¿Me traes la cuenta?
—Vale, nada de vino. ¿Y música? ¿Romance?
Respondo que no con la cabeza. Me miro la tripa. Entonces se me ocurre algo mejor, ladeo la cabeza y sonrío.
—Ven aquí, a mi apartamento.
Le doy la dirección.
—Quiero que te abalances sobre mí y me des un puñetazo.
Diego me mira con cara de póquer.
—Quiero que intentes asaltarme. Que me ataques. Pero sin tocarme la nariz.
Él menea la cabeza.
—No te entiendo.
—Mira, Diego —le digo—: esto son los preliminares. Es muy sexi, me pone mucho.
Entorno los ojos, pero él sigue sin pillarlo.
Abro YouTube en el móvil y le enseño «Cinco grandes técnicas de autodefensa».
—Ah, ¿quieres hacer lucha?
—Sí, eso. Quiero hacer lucha.
Aparto el sofá y muevo el sillón y la mesita. El roce de las patas de la mesa chirría en el suelo cuando la pego a la pared. Genial, mucho mejor. Ahora tenemos espacio para revolearnos. Necesito practicar llaves mortales y no puedo hacerlo sola. Dos no se pelean si uno no quiere.
—Yo me pongo aquí y miro hacia allá, y tú me atacas por detrás.
—Ok, va bene —contesta Diego—. Non ce problema.
Me gusta que hable en italiano, así es más auténtico. Nino hablaría así. Y su acento es muy mono, como el de Nino. Tal vez también sea siciliano.
—¿Preparado? —pregunto, y me vuelvo hacia la pared.
—Uno, due, tre…
—No, no, no. No quiero que hagas una cuenta atrás. Lo importante es que me sorprendas.
—Pero ya sabes que voy a por ti.
—Sí, pero no sé cuándo.
Me planto ante la pared del salón y la examino. El papel es de un bonito color magnolia. Repaso el dibujo con el dedo, flor de lis. Silencio. Nada. No me ataca. Al cabo de un rato, me doy la vuelta.
—¿Vienes o qué?
Diego coge carrerilla, se abalanza sobre mí y se me sube al pecho como un perro labrador cachondo. Nos desplomamos en el suelo. Me sujeta y me aplasta con el cuerpo. Dios mío, tengo el estómago a punto de reventar. Demasiados espaguetis, necesito Gaviscon. Rodamos por el suelo y me pega; me da un buen golpe en el lado del cuello.
—¡Au! ¡Qué daño! Quita —le digo jadeante y con un gesto de dolor; me molesta la garganta y la cabeza me da vueltas—. ¿Qué coño haces?
—¡Me has dicho que te ataque!
Se sienta y se agarra la mano, que le palpita de dolor.
—Así no, joder —contesto.
«Menuda mierda», se queja Beth.
Nos miramos.
—¿Y ahora qué? —pregunta—. ¿Sexo?
Me levanto y me froto el cuello.
—No, todavía no. De eso nada. No he terminado contigo.
Diego se planta delante y yo repaso el tutorial de YouTube. Atacar a los ojos y la entrepierna. Dar codazos.
—Vale, ya estoy lista —le digo, y lanzo el móvil a la mesita—. ¿Estás preparado?
—Si.
Cojo carrerilla desde un extremo de la estancia y le doy un rodillazo en los huevos.
—¡TOOOMA!
—AAAAAAYYYYYY…
Se dobla de dolor.
—¿Qué? ¿Lo he hecho bien? ¿Te ha dolido?
Me mira con lágrimas en los ojos y sale volando por la puerta.
—Oye, ¿adónde vas?
Voy al dormitorio y salto a la cama de dos por dos. Me estiro como un pulpo atropellado y contemplo las borlas de la lámpara. Tanta comida y tanta pelea me han dejado muerta, me siento como una ballena varada. No una normal, como una ballena azul o una orea, una ballena obesa que ha tenido un ataque al corazón en la playa, de camino al nutricionista. La ballena de la que se cachondeaban las demás. La que nunca salía con nadie. Tendrán que hacer un agujero en la pared y levantarme con una carretilla elevadora. Entonces saldré en las noticias y todo se irá a la mierda. ¿Por qué he comido tanta pasta?
«No pienso decirte que te lo advertí», me recrimina Beth.
Ojalá yo fuese más como Gwyneth y pudiera sobrevivir a base de frutos del bosque y polen.
Las sábanas son frescas y sedosas. Alguien ha dejado un bombón de menta sobre la almohada. Arranco el envoltorio y me lo como (porque no he tomado postre). Estudio las molduras del techo: ángeles y rosas y conchas arremolinadas hechas de yeso blanco que empieza a desconcharse. El estilo es renacentista, antiguo. En el rincón hay una chimenea preciosa con una repisa de mármol pulido. Los candelabros con velas falsas irradian una luz cálida y acogedora. Glamur antiguo. Magnificencia de la Edad de Oro.
«¡Cucú!», dice mi reloj.
Es la una de la mañana. Al menos en Londres. Aquí deben de ser las dos, cosa que podría acabar confundiéndome (¿o acaso son las tres?). Debería adelantarlo una hora (¿o dos?). No tiene mucho sentido ir cargando con eso si no marca bien la hora…
Ahora mismo debería estar ahí fuera, peinando la piazza di Santa María, corriendo por el centro de Roma para ejecutar el plan. Pero estoy para el arrastre. Hecha polvo. Peor que agotada. Ha sido un día largo; un par de días largos. Estoy convaleciente de la operación, tuve que matar a un atracador en Bucarest y he comido kilos de queso y pasta. Ya me levantaré más tarde para buscar a Nino. Daré con él antes de que él me encuentre a mí.
(No soy vaga, sino que gasto la energía con eficiencia, como un coche alemán). Ay, Nino, casi noto tu sabor. Sé que estás por aquí cerca. Lo siento en los huesos…
Me estiro en la cama. El ventilador del techo está en marcha y la brisa me acaricia la piel caliente. Me levanto el vestido y abro las piernas. Deslizo los dedos entre los muslos. Sigo sin llevar bragas. Tengo que comprar varios pares nuevos. Ojalá él estuviera aquí, justo aquí, justo ahora. Tengo muchas ganas de darle un beso. Dios, qué no daría por sentarme en su cara. Por cabalgar sobre él hasta que salga el sol. Le mordería los labios tan fuerte que se los partiría. Le absorbería el alma y me la quedaría. «Yo soy Nino, él es Alvie». Somos como Cathy y Heathcliff, quiero que su fantasma me persiga (cuando lo mate, claro). Todavía tengo en la boca el sabor del bombón de la almohada: ojalá fuese la sangre de Nino.
¿Por qué deseo cosas que me destruyen?
Cierro los ojos y suspiro.
Sigo el contorno de mis pechos con los dedos. Masajeo su circunferencia suave, los pezones duros, erectos. Me los acaricio y me los pellizco. Antes que nada me lo follaría y después lo mataría. Eso sería la hostia. Me acaricio los labios abiertos con los dedos, tengo la piel húmeda y resbaladiza. Me toco y entro. Lo deseo tanto que duele. Lo anhelo. Estoy desesperada. Arqueo la espalda y la estiro. Sí, muy bien. Eso está muy bien. Joder, quiero correrme. Me imagino a Nino dentro de mí, su gran polla erecta, palpitando. Quiero que me alcance el punto G. Quiero sentir su aliento cálido en el cuello.
«No tenía ni idea de que fueses tan mala», eso me diría él.
Quizá podría estrangularlo en la cama. Partirle el cuello con los muslos como si fuera una chica Bond rusa. Sin embargo, Nino es muy fuerte, más que yo. Necesito algo rápido. Rápido y decisivo. Algo que ofrezca garantías. Me meto los dedos hasta el fondo y me siento como un flan. Quizá podría esconderme una cuchilla en el sujetador. Sacarla de repente y rebanarle el cuello. Rompo a sudar. Tengo la cabeza embotada, sumida en una niebla confusa. Empiezo a jadear. Me falta el aliento. Comienzo a notarlo, cada vez más fuerte. ¿Dónde está Nino cuando lo necesitas? Quiero correrme ya, joder.
Me siento en la cama y miro a mi alrededor. Estoy mareada. Necesito algo más para llegar a la cima. Mi vibrador favorito, Mr. Dick, sigue en Taormina y es posible que se haya derretido en el incendio. Sin embargo, tengo el cepillo eléctrico nuevo. A lo mejor eso funciona. Salto de la cama y voy corriendo al cuarto de baño. Lo saco y lo enciendo: vibra y zumba, el mango me da saltitos en la palma de la mano. Huelo la pasta de dientes de menta de Colgate. Noto la potencia de las pilas. Me lanzo sobre la cama y siento el brrrrzzzzzz entre las piernas. Ayyyy, qué fresco. Eléctrico. Mentolado. Las cerdas me rozan, pero no pasa nada. Alvie Knightly, eres un genio.
Me voy, me voy, ya no hay vuelta atrás. Las olas de placer crecen y crecen.
Veo al muerto en el callejón, pero con la cara de Nino.
Ojos vacíos.
Un grito estrangulado.
—SÍ, ¡SÍ! Te pillé, hijo de puta.
Mi cuerpo se tensa y luego se relaja y me corro, libre como la lluvia.
Doy media vuelta y me acurruco. Estoy demasiado cansada para cepillarme los dientes (y sé dónde ha estado el cepillo). Cierro los ojos y bostezo. Estoy a punto de quedarme dormida cuando, de repente, oigo un golpe. El ruido de una ventana cerrándose. El crujido de una bisagra oxidada. Me siento en la cama y enciendo la luz. El corazón me va a cien. ¿Qué coño pasa? Estoy en un quinto, nadie puede subir hasta aquí. Aunque quizá haya una escalera de incendios. ¿Es posible que el camarero sexi haya regresado? ¿No será…? ¿Es Nino? Mierda, mierda. Por favor, Dios, no quiero morir. Todavía no tengo un arma, tengo que hacerme con algo y tiene que ser ya. Aparto las sábanas de golpe y salto de la cama. Salgo corriendo al pasillo. La ventana está abierta. La cierro. Esto no me gusta. Corro a oscuras.
Un cuchillo. Voy a buscar un cuchillo de trinchar, tiene que haber uno en la cocina. Se oyen los golpes de los cajones al abrir y cerrarlos deprisa y el tintineo metálico mientras remuevo el interior. No veo lo que hago, pero estoy demasiado asustada para encender la luz. Me falta el aliento y con tanta codeína mezclada con vodka no puedo ni pensar. No sé cuántas pastillas he tomado y es asombroso que me funcione la cabeza. Mis dedos buscan a tientas: vamos, vamos. El cuchillo de la mantequilla, un cucharón, un rodillo de madera. Vacío los cajones, abro los armarios de par en par. Tiene que haber algo. Un cuchillo o unas tijeras, un pelador de patatas, un pincho, un mortero… Pero no. No hay nada. Ni un triste sacacorchos. (Necesito una pistola. O una habitación llena, como en Matrix. Una provisión interminable de armas). No tengo tiempo para esto, ¿por qué estaba la ventana abierta?
Toco un bloque de madera en la encimera; dentro hay un surtido de cinco cuchillos.
POR FIN.
Eso es lo que buscaba.
Tal vez Dios exista.
Escojo el más largo y más grueso. Perfecto. Es justo lo que necesito. Sirve para trinchar pavo o pollo o ternera asada. Es sólido, pesado. El corazón me da un vuelco. Toco la punta con el pulgar y me sale una gota de sangre.
Si entra aquí, estoy preparada. Me lo cargo.
«Él seguiría pudiendo contigo», me dice Beth.
Acuno el cuchillo como si fuera el hijo pródigo.
«La preparación lo es todo».
¿Qué ha sido eso? ¿Ha crujido algún tablón del suelo? ¿He oído a alguien llamar a la puerta con los nudillos? Escucho con atención. Tengo que conseguir un perro guardián o algo así. ¿Qué tal un tigre como el de Mike Tyson? ¿Y un dragón como el Nino ese? Regreso al dormitorio por el pasillo sin hacer ruido, sujetando el cuchillo con manos temblorosas. ¿Por qué he venido? ¿Qué hago aquí? ¿Por qué pensaba que podría cargarme a un mañoso?
«No tienes ninguna posibilidad», me recuerda Beth.
—Que te folien. Nos vemos en el infierno.
Llego al dormitorio de puntillas. No veo a nadie. Me acerco a la cama, que está deshecha. ¿Dónde demonios ha ido a parar el cepillo de dientes? Juro por Dios que estaba aquí, entre las sábanas. ¿Se lo ha llevado alguien? ¿Es Nino? ¿Estaba espiándome mientras me masturbaba? (De hecho, eso sería excitante). Me pregunto si aún sigue escondido. Apoyo la espalda contra la pared con los ojos muy abiertos, asustada. Aguanto la respiración para oír bien.
Ni un ruido. Ni un solo crujido. No se oyen pasos.
Abro un armario y salto al interior. Cierro la puerta y miro a través de una rendija. Pues vaya mierda. ¿Qué hago ahora? Por primera vez me gustaría volver a estar en mi viejo apartamento de Archway.