26
Venga, Alvie, piensa. Piensa, piensa, piensa. ¿Qué ha sido de tu genio poético? Hay que usar el pensamiento creativo, he enfocado mal el problema. No debo tirar. Ya sé: tengo que empujar. Vuelvo a mirar por el pasillo, compruebo ambos extremos, a izquierda y a derecha, y está despejado. Vale, vamos allá. Vamos a dar a luz a un bebé bomba. Me acuclillo todo lo que puedo y aprieto, aprieto, aprieto. Empujo la granada hacia abajo, hacia abajo (menos mal que tengo el suelo pélvico de maravilla). Noto cómo se va desplazando por mi vagina y de pronto ya la siento en la palma de la mano. ¡Ja! ¡Ja! Ha sido mucho más fácil de lo que pensaba. (¿Por qué le dan tanta importancia?) No me ha hecho falta epidural ni cesárea como a Beth. Estudio la granada. Es mejor que una pelota de pingpong, podría vivir de mi propio espectáculo en Bangkok. Limpio el explosivo con la sábana y me lo guardo en el bolsillo de la chaqueta. Fiu, ha ido de poco, las cosas podrían haberse puesto muy feas. Pero no, todo ha salido bien. Soy una pro…
Oigo la voz de un hombre.
—Signorina Knightly?
—Sí. ¿Qué pasa?, ¿ya me soltáis?
—El commissario quiere hablar con usted. Acompáñeme, por favor.
El guardia abre la reja de metal. Veo que lleva mi bolso, bien, me devuelven las cosas. Es posible que me suelten. Lo cojo y me lo hecho al hombro.
—¿Puedo utilizar el baño? —pregunto—. El de ahí dentro está asqueroso.
—Por supuesto, sígame.
En cuanto me encierro en el cubículo, busco las pastillas que tengo guardadas en la cartera y leo la etiqueta: extrafuerte. Saco uno de los comprimidos «traviesos» del blíster. Y otro. Y otro. El papel de aluminio cruje y crepita, y las pastillas van cayendo en mi mano. Son diminutas, como la cabeza de un alfiler de perla, con una bonita forma de rombo. Yo sé que el tamaño engaña (no en cuestión de pollas o de consoladores, pero con otras cosas como los fármacos, sí). Estas pegan bien fuerte y luego un poco más. Lamo una de las pastillas color cobalto para ver a qué saben. No quiero que el príncipe Disney se entere de que lo he drogado, porque no le haría gracia. El recubrimiento es amargo, ácido como el limón, como el MDMA. Tendré que mezclarlo con algo dulce o se dará cuenta enseguida.
Tres comprimidos extrafuertes: ¿no me estaré pasando? Quiero que el efecto sea rápido. Efectivo. Sin embargo, es posible que baste con dos. A la mierda, voy a tomarme una. ¿Quién sabe? A lo mejor me lo paso bien. Me meto una en la boca y me la trago con agua del grifo. Me seco la cara con una toalla de papel y me pregunto qué efecto tendrá. Nunca he tomado una de estas, que son para hombres, evidentemente. Habrá que esperar a ver. ¡Qué emoción! Me siento como Alicia en el país de las maravillas, ¿encogeré o creceré? Es como comer un mordisquito de seta mágica. Cómeme. Bébeme. Follame. Me guardo los otros dos comprimidos en el bolsillo y meto la cartera en el bolso. Me miro en el espejo de cuerpo entero, me alboroto el pelo y hago morritos. Me vuelvo para evaluarme el culo. No está mal, pero no es perfecto. Ojalá tuviera conmigo la lencería mágica de Beth, unas bragas sin entrepierna o un body de látex de Atsuko Kudo. Salgo del baño y cierro la puerta.
El guardia me conduce por el pasillo hasta un despacho. Tengo la Viagra en el bolsillo de la izquierda y la granada en la derecha. Qué suerte tengo de llevarla siempre encima, nunca sabes cuándo puede hacerte falta. Cuando puedes tener una emergencia. «Prepárate», ese es mi lema. Lo aprendí en las Girl Guides.
Echo un vistazo entre las lamas de la persiana, y ahí está, mi príncipe Disney. Lo veo sentado a su mesa. Menos mal que no es una sala de interrogatorios, porque mi plan se habría ido al traste. Allí hay cámaras y espejos translúcidos. Le da un sorbo a una lata azul y amarilla. Desde aquí no alcanzo a ver la etiqueta. Me aparto del cristal en cuanto él levanta la mirada y me ve. El guardia llama a la puerta.
—Si, chié?
Abre la puerta y pasa.
—Signorina Knightly, commissario.
—Grazie —responde el príncipe Disney, y se levanta. Entro en el despacho y el guardia se marcha. Cierro la puerta con cuidado y giro la llave sin que nadie lo oiga. Me guardo la llave y cierro la persiana para que nadie vea nada.
—Demasiada luz —digo, y me encojo de hombros al volverme hacia él—. Qué buen aspecto tienes esta tarde, ¿te has cambiado el pelo?
Me siento delante de él y apoyo los pies en la mesa.
El príncipe Disney frunce el ceño.
—Señorita Knightly, ¿está dispuesta a hablar?
—No me has dicho cómo te llamas.
—Soy el commissario D’Amore.
—Qué apellido tan bonito. ¿El nombre de pila es igual de bonito?
Suspira.
—Me llamo Alessandro.
Alessandro arruga la frente, aunque se la tapa el flequillo castaño oscuro. Su alteza Disney parece molesto. La lata amarilla es una limonada, el refresco gaseoso de San Pellegrino. Está en el centro de la mesa, y no sé cuánto queda en el interior.
—Tiene buena pinta. ¿Hay otra para mí? —pregunto, y señalo la lata.
Él entorna los ojos sin dar crédito, pero se levanta y va al frigorífico. Es uno de esos pequeños para enfriar cerveza. Abre la puerta sin quitarme ojo, y yo le ofrezco mi sonrisa más dulce. Mete la mano en la nevera y, en cuanto me da la espalda, introduzco las dos pastillas en el refresco. La cojo y la remuevo. El líquido hace espuma. Poso la lata antes de que se acerque.
—Qué buena pinta —digo.
Me pasa mi lata y yo me lamo los labios.
—¿Tienes una cañita? —le pido.
Tiro de la anilla y hace PFFFSSSSSST. Huele a cítricos.
Alessandro entorna los ojos de nuevo. Abre el cajón del escritorio y busca algo. Al final saca una cañita larga, de las que te dan en McDonald’s envueltas en papel, y me la lanza. Yo la meto en la lata.
—¿Alguna cosa más?
—No, con esto ya está bien. ¿Has comido?
(Según mi experiencia, la Viagra tarda más en hacer efecto si el hombre ha comido; a veces pueden transcurrir hasta noventa minutos. Espero que no tenga el estómago lleno, porque sería una catástrofe).
—No. No he parado de trabajar. —Enarca una ceja y me mira como si fuese culpa mía que mi ex sea un psicópata—. Tengo a toda la prensa de Roma pidiéndome arrestos, por no hablar del alcalde…
—Oye, Alessandro, no me culpes a mí. Deberías cabrearte con Nino, pero entiendo que estés estresado.
—¿Estresado? Que estoy estresado… ¡Pues claro que sí! Estoy en pleno ataque de nervios. Un francotirador mata a una mujer a tiros en una de las plazas más concurridas de la ciudad. A las puertas del puto Panteón. A plena luz del día. Y, además, sigue ahí fuera. Estamos en temporada alta.
—Cariño, relájate.
Coge la lata y le da un trago. Seguro que le gustaría que fuese algo un poco más fuerte. Me pregunto si la Viagra se habrá disuelto, ojalá le hubiera metido tres… Me fijo en cómo mueve la nuez, arriba y abajo, arriba y abajo, al tragar.
—Aj… —Se lame los labios y deja la lata de golpe.
El recipiente de aluminio se tambalea en la superficie pulida y hace un ruido metálico.
Seguro que estaba amargo. La limonada ya es ácida, pero con esas pastillas extrafuertes dentro el amargor debe de haberse salido de madre.
—Bueno, os habéis dado cuenta de que no le disparé yo. Es un excelente comienzo.
—Su pistola no estaba cargada. Estaba sin usar. El disparo se hizo desde una distancia considerable.
—Ajá, lo que yo decía. ¿Es que los hombres no escuchan? Siempre tengo que repetir las mismas cosas.
Bebo un trago con la cañita; tiene gas y está muy frío. Sorbo con aire sugerente y me pregunto si se dará cuenta de la insinuación.
—Claro —contesta molesto—. Usted es una testigo inocente que, por casualidad, estaba en el escenario del crimen empuñando una puta pistola.
—Exacto. Coincidencia.
—Una pistola para la que no tiene licencia.
—Estaba a punto de conseguirla. Que se me dé mal la administración de mis asuntos personales no me convierte en una asesina. Ya te he dicho que ha sido Nino.
Alessandro se levanta y apoya los puños en el escritorio reluciente; hombros hundidos, ceño fruncido. Me recuerda un poco a la Bestia de La Bella y la Bestia, pero con menos vello facial y mejor dentadura. Lo miro entre las pestañas y me muerdo el labio. Bebo otro sorbo con la cañita.
—Y resulta que es amiga del hombre que, según usted, cometió el crimen.
—Nino es un antiguo conocido. Yo no diría que somos amigos.
Alessandro da un puñetazo en la mesa. El pum resuena.
—Y… ¿qué más habéis averiguado?
Su expresión lo dice todo: nada.
Me encanta.
—Yo sé quién lo hizo. Nino Brusca está armado y es peligroso. Compré el arma para protegerme. Para protegerme de él. —De pronto siento un leve cosquilleo ahí abajo… Creo que las pastillas hacen efecto—. No me puedo creer que me hayas arrestado a mí.
Pongo cara de Barbie dolida.
—Es mi trabajo.
Reprimo las lágrimas de cocodrilo y él me da un pañuelo de papel.
Alessandro niega con su bonita cabeza. Tiene la cabellera espesa y brillante, ¿qué acondicionador usa? A mí el pelo jamás me brilla así. Coge la lata y se la acaba de un trago, todo de golpe.
—Aj —dice de nuevo.
Miro cómo se limpia la boca con la mano y lanza la lata a la papelera. (Impresionante, entra a la primera. Yo nunca lo consigo). Bebo un sorbito del refresco con gas. Es evidente que no sabe qué pensar; su hermoso rostro muestra confusión, como si acabases de pedirle a Ken que escogiese entre Barbie o una Monster High. La verdad es que es una criatura muy bella, tan guapo como Justin Trudeau. No tiene manera de inculparme, todo es circunstancial. Y aquí estoy, ofreciendo ayuda. Y mucho más…
—Alessandro —digo, y me inclino hacia delante. Le hablo con voz trémula—: Tengo miedo. Creo que me apuntaba a mí, no a la otra mujer… —Me mira con sus ojos de Ferrero Rocher. Creo que empiezo a convencerlo—. Si tú… Si prometes mantenerme a salvo, te ayudaré a encontrarlo. Tú y yo somos del mismo equipo. Estamos en el mismo bando.
Tengo una sensación extraña en el chichi, la sangre me circula libremente. De pronto, noto como si tuviera el clítoris enorme, demasiado alerta y sensible. Me palpita la vagina. ¿Qué pasa ahí abajo? Me remuevo en el asiento. Solo he tomado una de esas cosas y tengo la vulva el doble de grande.
—¿Soy yo o hace mucho calor?
Me quito la chaqueta de cuero y la dejo sobre el respaldo (con mucho cuidado de no darle golpes a la granada, porque la necesitaré más tarde). Alessandro no me quita ojo y su mirada se posa en mi pecho un nanosegundo más de lo necesario. Juego con el pelo, ladeo la cara, lo miro como si lo desease mucho. Separo las piernas y las cruzo de nuevo. (Ojalá no llevase los pantalones; una falda habría sido más útil, o un vestidito. Lo ideal sería no llevar bragas, como Sharon Stone en Instinto básico. Eso sí que le llamaría la atención). Alessandro se fija en el desorden del escritorio y mueve unos papeles. Yo miro la hora. Hasta los segundos cuentan. Ahora mismo, Nino podría estar saliendo de la ciudad o incluso de Italia. Sé que tiene un pasaporte falso… El dinero… El motivo… Esperaré un minuto antes de actuar. Lo que pasa es que, a veces, los agentes de policía son demasiado formales. Muy correctos. Distantes. Profesionales. Se resisten a acostarse con las sospechosas o a tener una relación sexual sin compromiso con una testigo. Pero sí, ya lo sé: estamos en Italia, no en el Reino Unido. Aquí las normas son distintas. Las de la Unión Europea, o lo que sea. La mayoría de los policías son corruptos. Unos cachondos. Insaciables. Aun así, hay cierto riesgo: ¿sexo en su despacho? Cabe la posibilidad de que el plan no salga bien.
Alvie, basta. No pienses así.
«Es imposible que funcione», dice Beth.
Tanto si piensas que puedes como si piensas que no, tienes razón. ¿Quién dijo eso? Si puedes soñarlo, puedes hacerlo, o alguna mierda por el estilo. Pero es verdad.
Me noto pegajosa, acalorada. Oleadas de calor me recorren el cuerpo sin cesar; tengo las mejillas sonrojadas, el coño húmedo. Hago girar mi silla de lado a lado.
Alessandro se quita la chaqueta y la cuelga en un gancho que hay junto a la puerta. Se afloja la corbata y también se la quita. Ojalá se quitase más cosas. Es evidente que bajo esa camisa entallada hay un torso musculoso. Vuelve hacia la mesa y, de pronto, se detiene. Se queda inmóvil con expresión de pánico. Le miro la entrepierna y, bingo, ahí la tenemos: ha funcionado. Mi plan descabellado. Parece una erección considerable, pero la prueba del algodón no engaña, y yo no puedo esperar más a verlo desnudo.
Hago girar la silla y lo miro con ansia. Retuerzo un mechón de pelo con los dedos y encarno mi Megan (Fox) interior. Dale, Alvie. Eres una estrella.
—Contigo me siento muy segura, Alessandro. Eres grande, fuerte y guapo… Sé que jamás me harías daño, no como Nino. Tú podrías ser mi héroe.
Alessandro se vuelve de un rojo intenso. Me inclino hacia él.
—Eh… Yo… —tartamudea, y vacila—. Un momento, por favor.
Corre hacia la puerta y tira de la manija, pero está cerrada con llave. Eso me proporciona la fracción de segundo que necesito.
Me levanto de un brinco y voy tras él. Esta es mi oportunidad. No puede salir de aquí.
Me abalanzo sobre él y le rodeo la cintura con las piernas.
—No, no te vayas. Te deseo muchísimo. Me vuelves loca. Desde que te vi… —esta mañana, cuando me ha arrestado—, no pienso en nada más…
—¿Alvie? —dice—. Che cazzo…?
—Tómame ahora o piérdeme para siempre.
Retrocede un par de pasos y caemos sobre el escritorio de madera. Está atrapado entre mis piernas. No pienso soltarlo.