31
Los números de color verde indicaban una frecuencia cardíaca y presión arterial uniformes. Bajo ellos se ondulaba suavemente una línea que subía y bajaba con precisión monótona. El corazón de Julia Irazu Martínez latía aburrido y bombeaba la sangre sin dificultad. La frecuencia respiratoria también era correcta, con su ciclo respiratorio completo. Inspirar, expirar. El monitor contaba las contracciones torácicas y ofrecía un dato numérico que no variaba con el paso de los minutos. Estable. Sin cambios. Julia Irazu seguía en un estado de inconsciencia total, sumergida en un abismo del cual no quería salir.
Nada había en este mundo que le interesase.
—Hola, de nuevo.
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La línea se onduló sinuosa y estable.
Viktor acarició la mano que reposaba inerte sobre la sábana. Sintió que lo invadía una extraña emoción. La mano estaba calentita.
Julia.
Durante unos minutos se mantuvo en silencio, disfrutando de aquel contacto. En condiciones normales, ella no consentiría que la tocase. Pero ahora no podía hacer nada para evitarlo. Estaba inconsciente.
Viktor levantó la mano y se la llevó a los labios.
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La línea se onduló algo más sinuosa, pero aún monótona.
—Hay algo que tengo que decirte, Julia —musitó Viktor besándole la punta de los dedos—. Lo siento, pero es algo que no te va a gustar.
Pip. La curva dio un saltito. Los dígitos cambiaron.
—Supongo que recuerdas que entraste en Rusia con un pasaporte falso e identidad argentina. Claro que te acuerdas. Ahora te llamas Leonela Abigail Maldonado Guzmán.
Pip. Un pico. La frecuencia cardíaca aumentaba.
—Bueno, lo de la identidad argentina no es lo peor. Lo peor es que…, para evitarte problemas hemos tenido que conseguir un permiso de residencia. Tu situación era francamente complicada.
Pip.
—Y para conseguir un permiso de residencia, hemos tenido que…
Pip.
—… casarnos.
Pip. Pip. También aumentaba la presión arterial.
—Lo siento, pero ahora somos marido y mujer.
Pip.
—Supongo que no te importa.
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—A mí me hace ilusión, ¿sabes?
Pip.
—Yo nunca me había casado antes, y la verdad es que me parece una buena idea. Marido y mujer. Hummm… suena bonito. —Viktor estaba lanzado—. Además, he pensado que cuando te recuperes nos iremos a vivir a una casita en Siberia, y tendremos siete u ocho cosacos revoltosos.
Pip… pip…
Viktor lanzó una mirada al monitor, comprobando que las constantes vitales de Julia se estaban acelerando de forma ostensible.
—Al fin y al cabo, solo tienes treinta años. Tampoco eres tan vieja —prosiguió, imperturbable—. A embarazo por año…
Pip… pip… pip…
Julia abrió los ojos. Al principio no vio nada. Tardó unos segundos en enfocar. Movió los labios, pero de su boca no salió ni un sonido. Cerró los ojos. Los volvió a abrir y su mirada se dirigió con precisión al hombre que unos segundos antes ocupaba una silla frente a ella.
Ahora la silla estaba vacía, y el hombre pedía ayuda en el pasillo.
El médico arqueó las cejas, maravillado ante la sorprendente recuperación de la paciente. Comprobó que su estado de conciencia era total.
—Es milagroso —acertó a decir a la enfermera—. ¿Y dice que el hombre de ahí fuera es su marido?
—Sí. Nos habíamos equivocado con ella. No es ninguna indigente ni mucho menos.
—Priv’et, Leonela Abigail…
Julia lo miró con desgana. No respondió.
—No se esfuerce, doctor. No entiende el ruso.
El médico hizo un gesto de desconcierto. Levantó un dedo y lo puso ante los ojos de Julia. Después lo movió a derecha e izquierda. Ella lo siguió con la mirada.
—Está consciente y orientada —confirmó el médico—. ¿Y dice que es esquizofrénica y tiene un trastorno de personalidad múltiple?
—Eso dijo su esposo.
—Muy interesante.
—¿Por qué, doctor?
—Jamás me había enfrentado a un coma psicógeno —aclaró el médico.
Dos horas después de someter a Julia a un exhaustivo examen, en el que ella mostró una nula capacidad de cooperación, el médico intentó persuadir a Viktor de que la convenciese. Había utilizado de traductora a una enfermera mexicana, pero Julia se limitó a mirarla con una mezcla de resignación y desdén. Y a no abrir boca.
El médico veía la necesidad de pasarle a Julia una batería de pruebas con el fin de descubrir qué mecanismo psicológico podía conseguir que ella se mantuviese inconsciente. Tras asegurarle que lo único que quería era que su mujer se recuperase lo antes posible, Viktor consiguió librarse del médico. Nada de tests psicotécnicos, ni técnicas proyectivas, ni hipnosis terapéuticas. Viktor se negó en redondo a que utilizasen a Julia como conejillo de Indias.
—El caso de su esposa es muy poco habitual, una pérdida de conciencia producida por sus trastornos psiquiátricos. Sería preciso que…
Viktor tuvo que soportar que el médico porfiase varios minutos más. Por fin consiguió quedarse solo y pudo entrar de nuevo en la habitación. Julia lo siguió con la mirada hasta que se sentó. Él le tomó una mano entre las suyas y Julia no tuvo fuerzas para impedirlo. La mano le pesaba como si fuese de plomo.
—Viktor Sokolov. —La voz surgió de su boca como de ultratumba.
Él sonrió. Se llevó la mano a los labios. La besó.
—¿Cómo estás?
—¿Te has vuelto loco?
—¿Estás bien?
Ella cerró los ojos, agotada. Los volvió a abrir.
—¿Puedes contestarme?
—¿Qué te pasa, nena?
Ella lo miró, furiosa.
—¿Te has vuelto loco? —repitió.
—¿Por qué?
—¿A qué viene eso del casorio? ¿Qué es eso de que estamos casados?
Viktor asintió complacido. Era evidente que Julia Irazu estaba recuperando la forma por momentos.
—No te enfades. Lo he hecho para hacerte reaccionar y que salieras del coma.
Ella cerró los ojos.
—Serás cabrón…
—Imaginé que te daría tanta rabia que te despertarías furiosa y con ganas de retorcerme el cuello. Como ves, estaba en lo cierto.
—¿Es todo mentira?
—Sí. —Viktor asintió con poca convicción.
—Entonces, ¿no estamos casados? —preguntó Julia, impaciente.
Él dejó escapar una carcajada.
—No te preocupes.
—¿Es verdad o no?
—Tan verdad como que te llamas Leonela Abigail.
—Ah…
—¿Tranquila?
—Sí.
—Estupendo. Y ahora que ya estás tranquila, ¿puedes decirme cómo te encuentras?
—Bastante bien, dentro de lo que cabe. El médico me ha atosigado de lo lindo.
—¿Ha sido muy pesado?
—Sí, y me fastidia. ¿Por qué me ha pasado el maldito test de las manchas de tinta? ¿Es que piensa que estoy chiflada?
—¿Lo conoces?
—¿El test de Rorschach? —Julia asintió con resignación—. Como si me lo hubiera inventado yo.
—Vaya, lo siento. Supongo que es culpa mía.
—¿Culpa tuya? ¿Qué le dijiste al médico?
—Tuve que inventarme una historia que justificase tu situación. —Viktor meneó la cabeza—. Lo siento, Julia, pero preferiría no explicártelo. No quisiera que te enfadases aún más.
Ella lanzó un suspiro y cerró los ojos. Le ha dicho que estoy zumbada, pensó.
Lo cual tampoco estaba muy alejado de la realidad.
—Hay algo que me ronda por la cabeza —dijo Julia de repente—. Algo que no sé si he soñado o realmente lo he visto.
—¿Qué quieres decir?
—Antes de despertar me sentí muy irritada. Mucho antes de que tú comenzases a decir tonterías.
—Así que yo no tuve toda la culpa.
Julia negó con la cabeza.
—No estoy hablando en broma, Viktor —insistió—. Verás… Cuando estaba a punto de recuperar la conciencia intuí la presencia de alguien.
—¿Y eso fue lo que te irritó?
—Sí.
—¿Quién era?
—Tal vez no la conoces. Durante el tiempo que pasé en Krasnarozh’ye, conviví con una familia; unos padres y su hija.
Viktor la apremió con un gesto.
—Tengo la sensación de que la madre ha estado aquí —prosiguió Julia.
—¿Te refieres a Natasha Levedeva?
Julia abrió la boca, impresionada.
—¿Ha estado aquí?
—Sí.
—¡Maldita cerda! ¿Qué quería?
—No te alteres, Julia.
—¿Qué quería? —repitió ella, furiosa.
—Pedirte perdón.
—Hija de puta…
—Tienes que ser comprensiva, Julia.
—¡Y una mierda! Además, ¿quién eres tú para decirme que tengo que ser comprensiva? ¿Tú qué sabes?
—Natasha me lo ha explicado todo.
—¿Todo?
—Sí, Julia.
—¿Y qué es todo? —insistió ella—. ¡Quiero que me expliques ahora mismo qué te ha dicho esa mala pécora!
—No creo que sea el momento oportuno, Julia. Acabas de despertar del coma.
—¡Dímelo ahora mismo! —Julia se incorporó unos centímetros de la cama.
—Si te tranquilizas.
Julia lanzó un bufido desafiante, pero se estiró de nuevo en la camilla.
—Natasha me ha explicado que os atacaron unos hombres en Krasnarozh’ye. —Viktor tragó saliva—. Violaron a Marinoschka y tú los mataste. Y que, mientras tanto, ella se escondió en un armario, muerta de miedo. No fue capaz de defender a su hija. Si no hubiese sido por ti, ahora Marinoschka estaría muerta.
—¿Y aún me pides que sea comprensiva?
—Natasha ha intentado suicidarse.
—Suicidarse… —Julia repitió la palabra con lentitud—. Entonces, ¿sus heridas son de verdad?
—Sí, se las provocó ella misma con un cuchillo.
—Dios…
—¿Quieres que se mate? ¿Eso es lo que quieres?
—No.
—Y no se trata únicamente de perdonar a Natasha, Julia. Marinoschka te necesita.
—Marinoschka…
—¿Cómo va a recuperarse Marinoschka sin tu ayuda?
—Pero Olya dijo que Nikolay no quería que yo la viese nunca más.
—Si prometes que no le explicarás a Marinoschka lo que pasó, no habrá ningún problema.
—¡Yo nunca lo haría! ¡Natasha es su madre!
Viktor asintió con vigor.
—Lo sé. Tranquila.
Durante unos segundos, ambos permanecieron en silencio.
—Natasha dijo que eras muy buena y valiente —murmuró Viktor—. Y que te merecías tener mejor suerte.
—Eso no me ablandará.
—Ya te has ablandado, Julia. Confiésalo.
Ella sonrió levemente.
—Supongo que Natasha no se debe sentir muy bien consigo misma.
—No.
—No quisiera estar en su pellejo.
—Lo pagará toda su vida. Siempre que mire a su hija sabrá que no la defendió.
—No sé cómo podrá soportarlo. Yo, solo de imaginarlo me volvería loca.
—Natasha fue cobarde, pero su reacción es humana. El pánico la superó, fue incapaz de sobreponerse.
—Yo hubiese arriesgado mi vida.
—Ya lo sé. —Viktor sonrió divertido—. Pero tú eres un poquito kamikaze, Julia. Reconócelo.
—No es solo eso. Es que, yo quiero mucho a Marinoschka.
Bonita declaración, pensó Viktor. Y más viniendo de Julia.
—Natasha me ha dicho que ella también te quiere mucho.
Julia se limitó a sonreír tímidamente.
—Así que no deberías darle mal ejemplo.
—¿De qué hablas ahora?
—De las pastillas.
—Pareces un maldito loquero, Viktor. ¿Qué es lo que quieres?
—Que te comprometas a no drogarte nunca más.
Julia estuvo a punto de replicar, pero se contuvo.
—Haré lo que pueda.
—Bueno.
—Por Marinoschka.
—De acuerdo.
Julia dejó escapar un suspiro.
—No me lo puedo creer.
—¿Qué es lo que no te puedes creer?
—Verás, creo que debe de ser la primera vez en la vida que voy a hacer algo por alguien.
Viktor sonrió.
—Nunca es tarde, Julia.
Ella lo miró de reojo.
—¿Te burlas de mí?
—No, no me burlo de ti. Es más, no solo vas a hacer algo por alguien, por Marinoschka, sino que además, la quieres. ¿Es la primera vez que quieres a alguien?
Ella tardó unos instantes en responder.
—Sí.
—Así que ha sido una estrategia tuya para despertarme —susurró Julia, exhausta—. ¿Sabes? Por un momento pensé una tontería.
—¿Qué tontería?
—Nada, nada. No me hagas caso.
—¿Qué tontería?
—Por un momento pensé que estábamos casados de verdad. Y que lo de la casita en Siberia y los cosacos revoltosos también lo decías en serio.
—Ya te he dicho que tú no estás casada.
—Claro. Y tú tampoco.
—Yo sí.
—No te entiendo.
—Me he casado con una tal Leonela Abigail Maldonado Guzmán.
—Que no existe.
—Pero Viktor Sokolov, sí.
—¿Me estás diciendo que tú estás casado de verdad?
—Sí.
—Eso es absurdo.
Viktor meneó la cabeza, divertido.
—Entiéndelo, Julia. Tenías que casarte con un ruso, y yo era el ruso que había más a mano.
—¿No te importa?
—No.
Había algo en la mirada de Viktor que resultaba inquietante. Julia no sabía muy bien qué era, pero la turbaba. Era envolvente, excesivamente intenso.
—¿Y lo de la casita en Siberia?
—Eso sí que lo dije en broma —aseguró Viktor con rotundidad—. Jamás en la vida querría yo vivir en Siberia, con lo harto que estoy de pasar frío. ¿Qué se me pierde a mí en Siberia?
Julia sonrió, aliviada.
—Nada.
—Prefiero las Bahamas.
—Anda, y yo.
Él la miró con fijeza.
—¿Te gustaría ir a las Bahamas?
Julia le devolvió una mirada llena de recelo.
—Más que a Siberia.
—Genial.
—¿Por qué genial?
—No sería mala idea, Julia. No quiero decir que llevemos al FSB detrás de los talones, pero deberíamos desaparecer durante un tiempo. Además, tengo que ir a las Bahamas.
—¿Y Marinoschka?
—Irás a verla, no te preocupes.
—Pero…
—¿Qué planes tienes?
—Me gustaría escribir.
—Puedes escribir en las Bahamas. ¿Qué te parece?
Julia tragó saliva y su mirada se paseó nerviosa por el cuarto. Era muy consciente de que no existía ninguna razón objetiva para seguir al lado del ruso, a pesar de su invitación. El peligro había pasado, y sus caminos podían separarse para siempre. Adiós, Viktor Sokolov.
Él la miraba con una mezcla de aparente despreocupación y ansiedad mal contenida.
—Estaría bien ir a las Bahamas —murmuró Julia.
—Estupendo. —Viktor se frotó las manos con vigor—. En cuanto te recuperes, nos marcharemos.
—Pero, tú y yo…
—Tú y yo, ¿qué?
Julia meneó la cabeza.
—Perdona que insista, pero eso de los cosacos revoltosos… Supongo que tampoco lo dijiste en serio.
Viktor la miró. Julia era capaz de empuñar un rifle de asalto y freír a dos hombres a tiros. En cambio, ahora lo estaba mirando con carita de niña buena y un brillo de inquietud en sus ojos.
La tentación fue demasiado fuerte.
—Por favor, Julia… Siete u ocho críos es una exageración —concluyó—. Te prometo que me conformaré con tres. Tal vez, cuatro.