22

Mientras Viktor se preocupaba por Julia, Svetlana se preocupaba por sí misma. Al fin y al cabo, era la ocupación lógica y principal de una joven de veinte años, hija de Boris Djacenko y Karina Sokolova, ambos capos de la mafia rusa y enemigos declarados.

Tenía mucho en qué pensar.

De la sorpresa inicial y una leve emoción fraternal fue reaccionando para llegar a la conclusión de que tener un hermanastro no era ninguna ventaja. Primero, porque Viktor podía representar otra boca más, ansiosa del suculento pastel que representaba el tráfico de arte. Y ella, como mujer, no lo tenía nada fácil. El mundo de la mafia era, como tantos otros, un mundo de hombres, aunque aquella situación también estaba cambiando.

Y como muestra, un botón: su propia madre.

Por otro lado, Karina Sokolova no había mostrado hacia ella ni hacia Viktor el más leve sentimiento de amor materno. No tenía la menor intención de reunir a la familia, no era una mamma protectora que venía a resguardarlos bajo el ala. Karina Sokolova no se había disculpado por abandonar a Svetlana nada más nacer, ni pretendía establecer a partir de ahora un lazo afectivo, cosa que a la joven tampoco le interesaba. Si había vivido los primeros veinte años de su vida sin madre, podía pasar el resto perfectamente. Pero entenderse con ella resultaba imprescindible. Y el trato que le había propuesto Sokolova era muy beneficioso y se basaba en lo único que ambas tenían en común.

Odiaban al mismo hombre.

Boris Djacenko.

Si los planes de Karina Sokolova salían bien, Boris Djacenko pasaría a peor vida —ojalá existiese el infierno—, aunque no se iría solo. Era imprescindible sacrificar a alguien más para conseguirlo. Eso no parecía importarle a Karina Sokolova, que tenía una relación mucho más directa con el damnificado. Así que, ¿por qué tenía que preocuparle a ella?

Aquel mundo era brutal. Inhumano. Implacable. Pero el dinero era la droga más potente que existía en el mundo, y ella era una adicta. Dispuesta a todo. A venderse a sí misma. A vender a los demás.

A matar.

Si echaba una mirada retrospectiva, tenía que remontarse a su adolescencia, cuando su padre la vendió por un cuadro a un coleccionista mafioso llamado Pavel Skuratov. El susodicho era, además de mafioso, un pederasta. Svetlana fue violada sin piedad, hasta perder la conciencia. Aun así, lo realmente doloroso no fue sufrir una brutal violación, sino saber que su padre la había consentido.

Aquella experiencia traumatizó a Svetlana durante unos meses, pero cuando su padre la obligó a pasar por la misma experiencia de nuevo, ahora sin falsas excusas, supo que tenía que buscar alguna vía de salida si no se quería ver convertida en un despojo. Quizás otra muchacha hubiese enloquecido en su situación, pero ella analizó sus circunstancias y decidió tomar las riendas. Con frialdad.

Iba a aprovecharse.

Tenía un objetivo a largo plazo, y necesitaba mantenerse cuerda y serena si pretendía conseguirlo.

La venganza tendría que esperar. Svetlana se comió toda la rabia y la repugnancia del mundo, se puso en contacto con Pavel Skuratov y le propuso un trato. Tenía quince años. Le ofreció lo que él quería a cambio de que la ayudara a entrar en el mundo del tráfico de arte. Mientras Djacenko andaba envuelto en sus negocios, utilizando a su hija querida cuando le venía en gana, para luego enviarla de nuevo a su internado de Suiza, Svetlana se dedicaba a hacer de porteadora, a cerrar el trato con compradores dispuestos a hacerse con una obra de arte robada. Cuando Djacenko se enteró de las andanzas de su hija, no hizo más que felicitarla. Si pensaba que Svetlana estaba destrozada y traumatizada de por vida, descubrió que la muchacha sabía negociar y se vendía al mejor postor, con la misma facilidad con que lo había hecho su madre. Al fin y al cabo, de casta le viene al galgo. Con los años, Svetlana consiguió crearse un pequeño espacio en aquel mundo, pero siempre tropezaba con su padre a la hora de conseguir negocios mayores, Djacenko le impedía acceder a los bocados más sabrosos. No seas tan ambiciosa, le decía. Y en sus ojos podía ver el brillo de la amenaza. Ella sonreía. Cuando su padre le preguntó si sabía algo del asesinato de Pavel Skuratov, que había aparecido muerto en su casa con evidentes signos de haber sido torturado, ella volvió a sonreír.

Aquel repugnante pederasta había recibido lo suyo, pero su objetivo final era matar a Boris Djacenko. Y ocupar su lugar.

El momento se acercaba, pero Svetlana no podía confiarse. Karina Sokolova le había prometido la colaboración de Martín Arístegui, y aunque sabía que el español odiaba a Djacenko tanto como Karina Sokolova o ella misma, desconfiaba de él.

No era para menos.

Al llegar a Yvoire, Svetlana recibió una llamada de teléfono. Nada más contestar, ofreció el teléfono a Viktor.

—Ivanov quiere hablar contigo.

Viktor asintió con la cabeza y cogió el móvil.

—¿Ivanov?

—Sí, soy yo. ¿Todo va bien?

—No mucho.

—¿Qué pasa?

—Sé que hoy ha ido a visitar a Sasha.

Ivanov tardó unos segundos en responder.

—Supongo que estará contento.

—No.

—No lo entiendo. He cumplido con el trato.

—No quiero que vuelva a molestar a Sasha bajo ningún concepto —replicó Viktor con brusquedad—. Ocúpense de que esa donación llegue a término pero sin molestar a mi amigo nunca más, ni hacerle insinuaciones de ningún tipo. ¿Entendido?

—Fue una visita de cortesía.

—Ahórrese las cortesías, Ivanov. Cumpla con su trato y punto.

—Le veo muy nervioso, Sokolov —repuso Ivanov irónico.

Viktor lanzó un bufido.

—¿Cómo quiere que esté? Como un cerdo antes de ir al matadero.

Ivanov dejó escapar una carcajada.

—Me gusta su estilo, Sokolov. Es sincero y directo. Bien, yo también lo seré —contestó Ivanov—. Es cierto, su misión es peligrosa.

—¿Aparecerá Djacenko?

—Sí, sabemos que sus informadores le han puesto al corriente de la entrevista que tendrá lugar en casa de Arístegui.

—¿Quién le ha informado?

—Eso no puedo decírselo, Sokolov.

—¿Tampoco puede decirme con quién se entrevistó Svetlana ayer por la tarde y por qué me excluyeron?

—En este momento, no. Más adelante.

—¿Más adelante? —preguntó Viktor sarcástico—. ¿En el otro mundo?

—Solo puedo asegurarle una cosa, Sokolov —contestó Ivanov—. Y es que mi jefa… quiero decir, mi jefe, ha dado órdenes expresas de que usted no sufra ningún daño.

Viktor percibió aquella rectificación tan sutil, aunque no hizo ninguna mención.

—Palabras.

—Pagaré muy caro cualquier equivocación —insistió Ivanov—. ¿Puede creerme?

—Qué remedio —replicó Viktor, impaciente—. Bien, dejémoslo. Quiero saber qué tengo que hacer.

—Irá a la casa de Martín Arístegui. Solo.

—¿Y Djacenko?

—No se preocupe por Djacenko. Es cosa nuestra.

—Por supuesto —replicó Viktor mordaz—. ¿Me va a decir dónde está esa casa o también tengo que confiar en que la providencia divina me conduzca hasta allí?

—Martín Arístegui tiene una mansión aislada a un par de kilómetros de Yvoire, en la carretera que conduce a Évian-les-Bains, frente al lago Léman. Se llama Sainte-Geneviève. Está a menos de cien metros de un cruce que indica a Sciez y es muy fácil de encontrar. Está rodeada de un jardín de varias hectáreas, pero la puerta de entrada se ve desde la carretera. Por cierto, no lleve armas. El detector de metales bloquearía el sistema de apertura de la puerta. Además, no le servirá para nada.

—Claro que servirá. En caso de necesidad, alguno me llevaré por delante, ¿no?

—¿Con una pistolita? —bromeó Ivanov—. No me haga reír, Sokolov. Los hombres de Djacenko utilizan subfusiles MP5-K o Mini Uzi.

Viktor dejó escapar una carcajada nerviosa.

—Joder, eso me tranquiliza.

—Así me gusta, Sokolov, que se lo tome con humor —repuso Ivanov—. Bueno, no quiero entretenerle. Martín Arístegui lo espera en su casa a las nueve y ya son casi las ocho y media. No tiene tiempo que perder.

Viktor miró instintivamente su reloj y comprobó que no tenía más que treinta y cinco minutos.

—¿Algo más? —preguntó.

—No —concluyó Ivanov—. Se entrevistará con Arístegui y después… ya está.

—¿Y el icono? —preguntó Viktor extrañado.

—Ah, sí… el icono. Llévelo.

—No lo entiendo. ¿Mi misión no es intercambiar el icono de Fabergé por un millón de euros?

—Sí.

Viktor entornó los ojos. Ya no le cabía la menor duda de que el icono no tenía ninguna importancia. No era más que una torpe excusa para conducirlo al degolladero.

—No voy a salir vivo de esa casa, ¿verdad?

—Procuraré que sí.

—¿Y Djacenko?

—No es a Djacenko a quien yo temo, Sokolov. Y le aseguro que, por lo que a mí respecta, velaré por su seguridad como si se tratase de mi propio hijo.

—¿Martín Arístegui sabe de la encerrona de Djacenko?

—Sí.

—Maldito cabrón. Quiere acabar conmigo.

—No, Sokolov. Está muy equivocado. Mucho. Y lo siento, pero el tiempo corre muy deprisa.

Antes de que pudiese decir nada más, Ivanov cortó la comunicación. Viktor le devolvió el teléfono a Svetlana, que lo miró expectante.

—Me voy ahora mismo —le anunció—. Tú no vas a venir, así que lo mejor es que busques alojamiento en Yvoire, porque me voy a llevar el coche. Por la mañana, si no has recibido noticias mías, ponte en contacto con Ivanov.

La joven asintió con la cabeza y guardó el teléfono dentro del bolso. No hizo ninguna pregunta.

—Suerte —se limitó a decir.

Viktor abrió la puerta del coche y se sentó al volante. Svetlana lo siguió con la mirada y una expresión hermética en el rostro. Él arrancó el motor, y cuando se disponía a acelerar, la joven golpeó con los nudillos en la ventanilla. Viktor la bajó.

—Confía en mí —le dijo, enigmática—, a pesar de todo.

Y sin esperar respuesta, se alejó con paso rápido.

Aún faltaban diez minutos para las nueve cuando Viktor halló la casa frente al lago. Las indicaciones de Ivanov eran precisas, ya que nada más dejar atrás el cruce a Sciez, vio la entrada a la finca. Durante el trayecto el sol había descendido sobre el horizonte y ahora lanzaba una agónica andanada de rayos rojizos. Viktor aparcó el coche a un lado del camino y se detuvo unos instantes a contemplar la puesta de sol. Quizá fuese el último crepúsculo del que disfrutase en su vida. Después cogió una caja del maletero y la abrió. Las piedras preciosas que conformaban el hermoso marco del icono de Fabergé brillaron con la última luz del día. Viktor cerró la caja de nuevo, quería aferrarse a la estúpida idea de que aquel era un trabajo como tantos. Un intercambio entre ladrones. Un icono robado a cambio de dinero robado.

Estúpida idea.

Atravesó con paso firme un camino que moría frente a una puerta de hierro forjado. Una placa dorada le confirmó que había llegado a su destino: Sainte-Geneviève. Presionó el timbre y una cámara de circuito cerrado de televisión giró lenta y lo colocó en el centro de su objetivo. Viktor esperó impaciente. A los pocos segundos escuchó un chasquido y se supo observado.

—Hola, Viktor —la voz masculina al otro lado de la cámara lo cogió desprevenido. Hablaba en castellano y tenía un fuerte acento vasco.

—¿Martín Arístegui? —preguntó con voz vacilante. No se imaginaba que con la millonada que debía de valer aquella finca y sus aledaños, su dueño tuviese que hacer las funciones de portero.

—Sí, adelante.

La puerta lanzó un quejido y comenzó a abrirse, invitándolo a entrar. Tras ella Viktor descubrió un camino adoquinado a ambos lados del cual se extendía un hermoso jardín con parterres de flores multicolores. Viktor entró, y casi de inmediato, la puerta comenzó a cerrarse de nuevo. Cruzó el camino sorteando los chorros pulverizados que le lanzaba el riego automático que, traidor, parecía estarlo esperando para enviarle una descarga de agua. Al fondo del camino, flanqueado por enormes y frondosos tilos, se alzaba la casa. Era una construcción típica suiza, de madera y piedra, estucada de blanco, con los balcones de madera atestados de jardineras llenas de flores.

En la entrada, esperándolo, estaba Martín Arístegui.

Viktor llegó hasta él y lo miró con aprensión. A pesar de la diferencia de edad, de altura, de constitución, e incluso de color de pelo, reconoció en aquel hombre su propio rostro. Su mirada, entre desafiante e irónica, como si nada pudiese sorprenderle. La nariz grande y algo aguileña. La boca, que se extendía en una sonrisa sincera, rotunda. Aquella similitud física lo aturdió durante unos segundos. No obstante, él ya había visto a Martín Arístegui, y no solo en fotografías, ya que la noche en que entró en su casa de Zumaia, él estaba tendido en el suelo de su habitación. Pero en aquel momento, con el rostro deformado a golpes, fue imposible descubrir aquellos detalles. Ahora lo tenía frente a él y sabía que aquella cara se grabaría en su memoria para siempre.

Martín Arístegui lo observó a su vez, satisfecho. Era evidente que el aspecto de Viktor Sokolov le complacía.

—Me alegro de conocerte, Viktor. —Martín Arístegui le tendió la mano.

El ruso meneó la cabeza negativamente.

—Esta no es una visita de cortesía —replicó con brusquedad—. Me he visto obligado a venir.

—Sí, y lo siento —contestó Arístegui con una expresión de pesar en el rostro que parecía auténtica—, pero era la única solución.

Viktor lo miró un instante, intentando descubrir la traición en los ojos de Arístegui. Lo único que encontró fue una mirada cansada.

Y la certeza de un final trágico.

—Traigo el icono —dijo Viktor, ofreciéndole la caja.

—Sí, de acuerdo. —Arístegui se hizo a un lado—. Pasa, por favor.

—¿No podemos concluir aquí el trato?

—No —replicó Arístegui con voz firme—. Tenemos que hablar.

—Yo no tengo nada de qué hablar.

—No seas ridículo, Viktor. Sabes que soy tu padre.

—Me es indiferente.

—Pero a mí no. Y espero que, una vez que me hayas escuchado, entenderás algunas cosas…

—No tengo nada que escuchar.

—Por favor.

Viktor lo miró de nuevo a los ojos y se encogió de hombros, resignado. Quizá valiera la pena oír lo que aquel hombre quería decirle. ¿Qué podía perder, si ya lo imaginaba todo perdido? Arístegui aprovechó aquel momento de indecisión para invitarlo a entrar en la casa.

—Venga, pasa y tomemos una copa —le dijo—. Creo que nos irá bien.

Arístegui lo condujo a través del vestíbulo a una amplia sala. Viktor lanzó una mirada a su alrededor y se encogió de hombros. La profusa decoración mostraba a un hombre de gustos eclécticos y no demasiado refinados, que había dedicado parte de su vida a recorrer el mundo y a proveerse de souvenirs. Si Martín Arístegui era un coleccionista del mejor arte ruso, allí nada parecía acreditarlo.

—Sí, ya sé que la decoración es horrenda y que atenta contra todas las leyes del buen gusto, pero aquí no acostumbro recibir visitas, y no tengo que demostrar nada a nadie —explicó Arístegui con una sonrisa en los labios—. Por lo demás, me gusta lo que me rodea.

Viktor sonrió. No, él tampoco era de gustos minimalistas, aunque aquella sala parecía el almacén de atrezo de la Metro Goldwyn Mayer. Dos enormes colmillos de elefante flanqueaban la estancia, y tras pasar bajo ellos, Viktor apreció varios muebles de art déco, sobre los cuales reposaban porcelanas chinas, vasijas de bronce, figuritas de jade y de obsidiana. En cualquier momento aparecería Charlton Heston dispuesto a luchar contra la marabunta. O contra una manada de elefantes.

Arístegui se detuvo frente a una mesilla baja ocupada por un ajedrez de ónice. Las piezas estaban dispuestas para comenzar la partida.

—¿Te gusta jugar al ajedrez? —preguntó Arístegui, invitándolo a sentarse en una de las dos butacas a ambos lados de la mesa.

—No sé jugar.

Arístegui dejó escapar una sonrisa.

—Bueno, no importa. De todas maneras, te ruego que te sientes aquí.

Viktor accedió, y cuando ocupaba una de las butacas, frente a las negras, comprendió dos cosas. La primera, que él era un perdedor nato y la segunda, que aquella era la zona de la sala que estaba mejor controlada por las cámaras de televisión.

Así que no estamos solos, pensó.

—¿Qué quieres beber? —preguntó Arístegui—. ¿Un vodka?

—¿No puede ser un whisky? —preguntó Viktor a su vez—. Un Chivas Regal de doce años me vendría bien.

Martín Arístegui dejó escapar una carcajada.

—Menudo ruso estás tú hecho —dijo.

Viktor aceptó la ironía sin molestarse. Aquella situación le resultaba surrealista, y el ambiente acompañaba mucho. Allá donde mirase descubría más y más objetos de exóticas procedencias. Un dios Shiva de bronce, un rechoncho Buda, una pagoda tailandesa de caña…

Arístegui trajo el whisky en un vaso tallado que dejó en el borde de la mesa. Para él se había servido lo mismo. Viktor hizo un gesto de embarazo con la caja que traía en las manos y se la ofreció.

—El icono de Fabergé.

Arístegui tomó la caja entre las manos. Quitó la tapa, el protector de plástico y miró su contenido con una sonrisa en los labios. Luego, sin más, dejó el icono dentro de la caja y la tiró al suelo, con descuido.

—Es una buena falsificación —dijo—. Yo me preocupé personalmente de que resultase lo más fidedigna posible.

—¿Una falsificación? —preguntó Viktor extrañado—. ¿Por qué?

—Bueno, el marco es el auténtico —repuso Arístegui—. Pero el icono es una reproducción.

Viktor tomó un buen trago de whisky. No conseguía entender nada.

—Te pido disculpas, Viktor —prosiguió Martín Arístegui—. Ya sé que todo te debe de parecer un maldito galimatías, pero te aseguro que responde a un plan.

El ruso lanzó un bufido.

—A la mierda los planes, Martín Arístegui. Dime qué es lo que quieres y deja que me largue.

—Ahora no puedes salir de aquí —repuso el hombre en voz baja—. Te acribillarían a balazos en la entrada.

—Bien, empiezas a hablar claro.

—No sería mi responsabilidad —respondió Arístegui dejando escapar un suspiro—. Puedes creerme o no, pero intento salvarte.

—¿Y cómo lo harás? —replicó Viktor furioso—. ¿Invitando a tu amigo Djacenko a la fiesta?

—Djacenko no es mi amigo —murmuró Arístegui—. Y él ha puesto precio a tu cabeza.

—Que tú le sirves en bandeja de plata. ¿Por qué? ¿Necesitas dinero para comprarte más colmillos de elefante? ¿Es eso?

Martín Arístegui soportó el sarcasmo con resignación.

—No. Intento buscar una forma de librarte de él para siempre.

—No te creo.

—Es lógico y te entiendo —aceptó Arístegui—. Pero déjame que te explique algunas cosas. Más adelante, el tiempo te demostrará que lo que te he dicho es cierto.

—Habla.

Martín Arístegui tomó un buen trago de whisky y se estremeció cuando bajó por su garganta.

—Yo abandoné a tu madre para protegeros —dijo, sin respirar.

Viktor no esperaba aquella confesión tan rotunda e inesperada. La ira lo impulsó a levantarse de un salto.

—Deja a mi madre en paz.

Arístegui también se levantó, y con gesto conciliador lo invitó a sentarse de nuevo.

—Soy un traficante, Viktor. Siempre lo fui. No pretendo que creas que soy un bienhechor de la humanidad ni nada parecido. Pero yo no era consciente de lo brutal que era el mundo de la mafia hasta que me impliqué en aquel asunto del Hermitage. Había tanto dinero en juego, tantas las ambiciones… Y cuando lo descubrí, ya era demasiado tarde. Algunos de mis proveedores habían sido asesinados. A mí no me importaba correr ese peligro, al fin y al cabo era mi responsabilidad. —La mirada de Arístegui se tornó turbia—, pero supe que no había ninguna clemencia. Mujeres, hijos, madres…, nadie estaba a salvo de un ajuste de cuentas. En cuanto supe que Karina estaba embarazada, la abandoné. No podía tener una familia, no podía arriesgarme a que os hicieran daño.

—Eres un gran padre, sí —repuso Viktor irónico.

—Ella podrá confirmarte que siempre me preocupé por ti.

—¿Ella? ¿Quién?

—Tu madre, por supuesto.

—¿Mi madre? —Viktor arrugó el ceño—. Me abandonó con cinco años y no he vuelto a verla. ¿Es que tú sabes algo de ella?

Martín Arístegui bajó la mirada.

—Sé que se fue, pero luego intentó ponerse en contacto contigo. Creo que se había arrepentido de abandonarte.

—No se arrepintió lo suficiente, por suerte.

—¿Por qué lo dices?

—Nunca volví a verla, ni a saber de ella —confesó Viktor—. Francamente, pensé que había muerto.

—¿Tu abuelo no te habló nunca de Karina? Sé que ellos mantuvieron cierto contacto.

—Jamás me dijo nada.

Durante unos instantes, ambos permanecieron en silencio.

—He hablado demasiado, Viktor —se disculpó Martín Arístegui—. Lo siento, pero si Karina no ha querido ponerse en contacto contigo, tengo que respetar su decisión.

—Qué respetuosos sois todos —ironizó Viktor—. Así que, ¿mi madre tiene una nueva familia? ¿Más hijos?

Martín Arístegui negó con la cabeza.

—Entiéndelo, Viktor. Yo no puedo.

—Tiene más hijos —concluyó Viktor con amargura—. Hijos a los que ha querido más que a mí, por lo visto.

La negación de Martín Arístegui fue rotunda.

—Karina Sokolova está sola, Viktor. Tu madre ha cometido muchos errores y ha pagado por ellos. Eso puedo asegurártelo.

Viktor meneó la cabeza con vigor.

—Es igual, no me interesa —mintió—. No me expliques nada de ella.

Martín Arístegui asintió con lentitud.

—Te lo agradezco. Además, no disponemos de mucho tiempo. —Ahora tomó aliento—. Quiero que sepas que yo siempre me preocupé por ti. Supongo que sabes que os envié un cheque cada mes hasta que murió tu abuelo. Para entonces, tú ya tenías veinte años y eras independiente.

—Ya lo sé, pero eso no es criar un hijo.

—¿No lo entiendes, Viktor? —la voz de Arístegui se quebró—. Yo me alejé de ti para protegerte.

—Abandonaste a mi madre, embarazada y con dieciocho años —masculló Viktor—. ¿Y quieres que yo me crea que fue para protegerla? ¿Me has tomado por imbécil?

—Es la pura verdad.

—Vamos a suponer que te creo. Entonces, si vivir a tu lado era tan peligroso, ¿por qué te casaste con Aranzazu Araba? ¿A ella no tenías que protegerla?

—Con Aranzazu no tuve hijos. Fue la única condición que le puse antes de casarme. Y ella la aceptó.

—¿Cómo pudiste ser tan egoísta?

—No puedes juzgarme tan fácilmente. Tienes que saber que Aranzazu no era tan codiciosa como yo, sino más. ¿Sabes que fue ella quien me puso en contacto con Djacenko? Quería que yo me introdujera en negocios mayores. Cada vez más y más. Cuanto más tenía, más ambicionaba.

Viktor recordó idénticas palabras en boca de Svetlana.

—Al final me separé —concluyó Martín Arístegui—. Era insoportable.

—Supongo que ella no quería separarse.

—No quería, pero no te pienses que me amaba, ni mucho menos. O en todo caso, me amaba igual que amaría a la gallina de los huevos de oro. Luego, al ver que la separación iba en serio, intentó quedarse con toda mi fortuna. Llegué a un buen acuerdo con su abogado, pero ella quería más, lo quería todo. Como me negué, intentó extorsionarme.

—¿Con las fotos de las Catacumbas de los Capuchinos?

Martín Arístegui asintió con vigor.

—Ella me amenazó con venderlas si yo no era más generoso. A mí me daba igual. ¿Y qué, si yo aparecía en unas fotos con Djacenko y Vinográdov? Eso no demostraba nada. Siempre podía decir que fue una coincidencia.

—Esas fotos le costaron la vida a Vinográdov.

—Ya lo sé.

—Y también a ella.

Martín Arístegui suspiró profundamente.

—Sí —repuso—. Y si te soy sincero, no puedo decir que lo lamentase mucho. Aranzazu estaba tan cegada por la codicia que al saber que yo no iba a pagar un céntimo por las malditas fotos, no dudó en traicionarme con Djacenko. Y para rematar la jugada, te utilizó a ti para robarme. Suerte que Ivanov fue más rápido. —Arístegui meneó la cabeza—. No, no lo lamento mucho.

—¿Conoces a Ivanov? —preguntó Viktor sorprendido.

Martín Arístegui dejó escapar una sonrisa amarga.

—Los mafiosos formamos una gran familia, no lo olvides. Todos nos conocemos.

—Pero Ivanov no es el líder, hay alguien por encima de él… Una mujer. Lo sé porque, al hablar, se le escapó decir que era su jefa. Luego, rectificó al momento, como si ese detalle fuese importante para mí. —Viktor se encogió de hombros.

—La emancipación de la mujer es una gran cosa —repuso Arístegui con sarcasmo—. Ahora ellas también quieren ser delincuentes.

Viktor observó a Martín Arístegui con fijeza.

—Acabas de decirme que formáis una gran familia —apuntó—. Así que supongo que la conoces.

—Sí.

Viktor disparó su dardo.

—¿Es la madre de Svetlana?

Martín Arístegui se sobresaltó de manera ostensible.

—No es preciso que te esfuerces en disimular —concluyó Viktor—. Ya me has respondido.

—No negaré la evidencia —repuso Martín Arístegui recomponiéndose—. Svetlana es hija de Djacenko y de esa mujer.

—¿Es que no tiene nombre?

—Sí que lo tiene, pero yo no lo sé —mintió—. Lo que sí puedo decirte es que nosotros la llamamos Artika.

—¿Ártica? —repitió Viktor esbozando una sonrisa.

—Es fría como el hielo —bromeó Martín Arístegui.

—Así que estoy entre Djacenko y Artika. No tengo mucho futuro.

—Ella no va a perjudicarte.

Viktor lanzó un bufido de desdén.

—¿Quieres hacerme creer que si no me elimina Djacenko, esa tal Artika me va a dejar tranquilo? No creo que los mafiosos tengan la costumbre de dejar cabos sueltos. Y eso es lo que yo soy, un cabo suelto.

—A pesar de que somos delincuentes, existe un código de honor entre nosotros.

—Sí, eso me dijo Ivanov.

—Puedes creerle. Es un hombre cruel, pero respeta su palabra. Y puedo decir lo mismo de Artika.

—¿Y Djacenko?

—Djacenko es la peor escoria que me he tropezado en mi vida. Maldigo mil veces a Aranzazu por haberme puesto en contacto con él.

—Es fácil maldecir a los muertos.

—Todos nos moriremos un día u otro —replicó Arístegui—. Eso no nos convierte en santos… Y por lo que a ti respecta, quiero decirte que no has hecho gran cosa de tu vida, Viktor.

—Sí, soy un delincuente de medio pelo. Nada comparado contigo.

Martín Arístegui meneó la cabeza molesto.

—Yo ya no estoy a tiempo de nada, pero tú sí —dijo—. Te ruego que dejes de meterte en problemas. Cuando salgas de aquí, olvídate de Ivanov, del FSB y de todo este mundo. Te llevará a la ruina más pronto o más tarde.

—Ya estoy en la ruina.

—No, esta vez creo que podré solucionarlo.

—¿Vas a salvarme? —preguntó Viktor con sarcasmo.

—Sí.

—¿Cómo? No te veo muy bien preparado para repeler un ataque. Ivanov me dijo que los hombres de Djacenko llevan subfusiles.

—Ya lo sabrás llegado el momento. —Arístegui lanzó una rápida mirada a una de las cámaras de televisión y asintió con vigor—. Y ese momento ha llegado.

—El momento, ¿de qué?

Antes de que Arístegui pudiese responder, la puerta del salón se abrió con violencia. Aparecieron dos hombres armados, que se colocaron a ambos lados de la estancia. Y tras ellos entró otro hombre que Viktor reconoció al momento, a pesar de que nunca lo había visto en persona.

Djacenko.

—Qué tierna escena —dijo el ruso acercándose, mientras los apuntaba con una pistola automática—. Padre e hijo dispuestos a morir juntos.

—Maldito Djacenko —bramó Martín Arístegui—. ¿Cómo has sabido que estábamos aquí?

—Tengo buenos informadores —respondió el ruso, mordaz—. De primera calidad.

Y ante la mirada de estupor de Viktor, Svetlana entró en la estancia. Sonrió melosa, y se colgó del hombro de su padre.

—Aquí los tienes, padre —dijo con dulzura envenenada—. Tal y como te prometí.