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Las Catacumbas de los Capuchinos no es una atracción apta para almas sensibles.

Casi en el siglo XVII, los monjes excavaron unas criptas subterráneas bajo el monasterio y enterraron al primero de sus miembros: Fray Silvestre de Gubbio.

Previamente lo habían embalsamado.

Aunque en un principio las catacumbas estuvieron destinadas únicamente para el sepelio de los frailes, con el paso de los años las familias palermitanas solicitaron que sus difuntos fueran depositados en las mismas. Esta tradición se mantuvo hasta el segundo decenio del siglo XX, con la pequeña Rosalia Lombardo. En resumen, trescientos años de embalsamamientos y un total de ocho mil momias.

Que ahora se exhibían frente a los avezados ojos del turista, dispuesto a cazar con su objetivo cualquier cosa animada o inanimada: una iglesia barroca, una pizza cuatro estaciones, una culona en bicicleta o una momia en decúbito supino.

Tras abonar la entrada correspondiente, Viktor y Julia descendieron a la cripta subterránea del monasterio capuchino. Nada más entrar, se enfrentaron a un largo pasillo adornado a ambos lados por ristras de momias colgadas de la pared. Un guía profesional, que capitaneaba un grupo de españoles, se detuvo en mitad del corredor y con un gesto los conminó a escuchar sus explicaciones. Los visitantes se arremolinaron, espalda contra espalda, como si temieran que alguna de esas momias pudiera atacarles. Viktor y Julia se unieron a este grupo, en su intención de pasar desapercibidos, y atendieron a la magistral exposición del guía, que se dispuso a relatar las técnicas de embalsamamiento con la misma naturalidad y desenvoltura con que un chef explicaría una receta de cocina.

Y arrancando más de una arcada.

«… primero se les sacan las vísceras, los ojos y el cerebro, luego se colocan los cadáveres en una bañera de arsénico o cal con el propósito de que no se deterioren. A continuación se deshidratan dejándolos en una cueva de ambiente muy seco durante ocho meses para que el cuerpo sude. Tras ese tiempo se retiran y después de un baño en vinagre se exponen al sol hasta que la piel se acartona. En este proceso los rostros adquieren muecas grotescas y desencajadas. Observen estas momias y verán que abren las mandíbulas de manera desmesurada. Observen, observen…».

El grupo obedeció al guía y fijaron su mirada en los cráneos momificados de rostros retorcidos. Exquisito.

«Inicialmente, todos los cuerpos tenían ojos de cristal, que los soldados estadounidenses saquearon tras el desembarco en Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial… Por eso, ahora las cuencas oculares están vacías… Observen, observen».

Todos los visitantes miraron los huecos oscuros y abismales donde antes habían brillado los bellos ojos de cristal. Suspiraron indignados; los soldados norteamericanos eran unos miserables bellacos.

«Para eliminar humedades y hongos se les inoculaban productos químicos cuya composición hasta día de hoy se desconoce. El famoso doctor Solafia le inyectó a la pequeña Rosalía Lombardo una fórmula secreta que la ha mantenido incorrupta (¿sería Cola-Cola?). Mírenla bien. ¿Eh que parece que está durmiendo? Observen, observen».

Pobre Rosalía Lombardo, con ella no se cumplía la Ley de Protección de Menores.

«No obstante, no todas las momias recibieron estos tratamientos tan elaborados, y con el paso de los años han ido perdiendo sus miembros. Observen cómo esta ha perdido la mandíbula inferior, y a aquella le falta la parte izquierda del cráneo… Observen, observen…».

—Cuando me muera, prefiero que me incineren —murmuró Julia, pasándose una mano por la frente sudorosa.

Viktor la miró y vio que la joven estaba lívida.

—¿Te encuentras bien?

—No lo sé.

—Si quieres, podemos irnos. Estoy completamente seguro de que no hay nada aquí dentro que pueda interesarme. Y si lo hay, me resultará casi imposible descubrirlo.

—¿No vas a meterles mano a las ocho mil momias a ver si tienen algo escondido en la entrepierna? —preguntó Julia dejando escapar una carcajada nerviosa.

Viktor la miró de reojo, pero finalmente también rio.

—Anda, vámonos —decidió—. A mí también se me está poniendo mal cuerpo.

—¿Y qué haremos a partir de ahora?

—Quiero revisar las fotos con detenimiento —contestó Viktor—. Estoy seguro de que en ellas está la clave de todo este embrollo.

—¿Eso es lo que hablaste con ese hombre? —le preguntó Julia.

—Luego te lo explico —respondió el ruso—. Ya te dije que prefiero estar en un sitio tranquilo. Ni siquiera puedo fiarme de todos estos.

Viktor señaló al grupo de visitantes.

—Salgamos, entonces —repuso Julia.

Atravesaron la cripta, alejándose del grupo de turistas, y ascendieron por las escaleras hasta la salida. Una vez allí, acusaron de inmediato la elevada temperatura exterior. Aun así, respiraron con deleite el aire caliente. Caminaron en silencio hasta el coche, pero al llegar hasta allí Viktor vio que la tapa de la guantera estaba abierta. Introdujo la llave en la cerradura y comprobó que la habían forzado.

—Espera. —Viktor le hizo un gesto a Julia para que se detuviera—. Nos han abierto el coche.

Julia se encogió de hombros.

—Genial —rezongó—. Hoy, casualmente, no me he dejado los diamantes en la guantera. Así que como no nos hayan robado el mapa…

Viktor miró a su alrededor, y vio que a unos veinte metros de distancia había un grupo de muchachos que los miraban con atención.

—Igual han sido esos —señaló.

Julia se volvió a su vez y los miró con desdén.

—Ladronzuelos —sentenció—. ¿Qué pretendían encontrar en un coche de alquiler?

Los muchachos parecieron satisfechos al verlos, y después de intercambiarse unas palmaditas amistosas se alejaron tranquilamente. Viktor los siguió con la mirada.

—Déjalos y vámonos —le pidió ella—. No hemos perdido nada.

Después de un registro exhaustivo, el ruso accedió a entrar en el coche. Se sentó en el asiento del conductor y puso el motor en marcha. Luego se volvió hacia Julia y ella pudo captar la tensión en su rostro.

—Eran unos simples gamberros —aseguró Julia—. ¿Qué pensabas? ¿Que nos habían puesto una bomba lapa?

—No me gusta —murmuró él y durante unos instantes pareció sumiso en aquel malestar. Al final, hizo un gesto de resignación—. De acuerdo, soy un exagerado.

Julia sonrió y tomó el mapa que sobresalía de la guantera. Entonces descubrió que debajo había un periódico. Lo miró extrañada. Lo tomó en sus manos y se lo mostró a Viktor. Se trataba de un diario vasco del día anterior. Aquello era sorprendente, pero aún lo era más uno de los titulares de portada:

ARANZAZU ARABA HA APARECIDO MUERTA

EN UN HOTEL DE ZARAUTZ

A los pocos días del asalto a la mansión de Martín Arístegui, su exesposa ha fallecido en extrañas circunstancias. ¿Simple casualidad?

Pasadas las once de la mañana, el gerente del hotel entró en su habitación y la descubrió muerta sobre la cama. Había recibido el aviso del personal de servicio de que hacía más de veinticuatro horas que tenía puesto el letrero de «No molestar». También se supo que Aranzazu Araba no había salido del hotel y que nadie la había visto desde el día anterior. Se especula por ello que quizá llevase más de un día muerta.

Tras el levantamiento del cadáver, y a pesar del secreto del sumario, se ha filtrado a la prensa que la difunta no presentaba señales de violencia. Personas cercanas a Aranzazu Araba han confirmado que desde la separación del empresario Martín Arístegui se hallaba sumida en una profunda depresión, y que tomaba una dosis muy alta de antidepresivos. Se rumorea, por ello, que podría haber muerto por una sobredosis de estos medicamentos.

Se sabe también que durante los últimos días Aranzazu Araba había estado acompañada por un hombre joven de nacionalidad extranjera, que ha desaparecido. Se desconoce la identidad de este hombre, ya que se comprobó en recepción que se había registrado con un nombre falso. La policía ha ordenado su busca y captura.

Julia tomó aire y miró a Viktor, que mantenía los ojos entornados y las mandíbulas apretadas.

—Demasiados muertos —masculló él al cabo de unos segundos.

—¿Crees que se ha suicidado?

—No lo sé. —El ruso lanzó un suspiro y se recostó en el asiento—. Además, hay otros asuntos que me preocupan más. Quisiera saber quién nos ha dejado este periódico y por qué.

—Alguien que le interesaba que estuviésemos informados.

—Y que no ha querido darse a conocer —murmuró Viktor.

—¿Una tercera persona? —preguntó Julia horrorizada—. ¿Aún hay más gente implicada en este jaleo?

El ruso se encogió de hombros.

—Yo tampoco llego a ver el alcance de esta historia, te lo aseguro. Lo único que tengo claro es que el pendrive esconde un secreto que desconozco, pero que muchos ambicionan. ¿Cuántos y quiénes? No lo sé. Hasta ahora pensé que era cuestión de recuperar unas cuantas obras de arte, pero hay muchos más intereses comprometidos —murmuró Viktor—. No sé dónde me he metido, y francamente, no sé qué hacer ahora.

Julia bajó la mirada hacia el mapa.

—¿Volvemos al hotel y revisamos el pendrive a fondo?

—No. —Viktor la interrumpió con brusquedad—. Allí nos están esperando. Y no es para darnos la bienvenida, precisamente.

—¿Quién? ¿El hombre que habló contigo antes de entrar en las catacumbas?

Viktor asintió. De pronto, su mirada se detuvo en un círculo en bolígrafo que rodeaba una zona del mapa. Lo señaló con un dedo.

—¿Hiciste tú esta indicación?

—No.

El ruso tomó el mapa entre sus manos.

—Cattedrale di Palermo —leyó, y después de dejar el mapa en la guantera, puso el motor en marcha.

—¿Qué haces? —le preguntó ella sobresaltada—. ¿Adónde vamos?

—A la catedral.

—¿Por qué?

—Creo que tenemos una cita.

—¿Con quién?

—Con el mismo que les pagó a esos chicos para que nos abrieran el coche y nos dejasen estas pistas. Al parecer, no quería ser visto.

Julia volvió a sacar el mapa de la guantera.

—¿Y no quieres que te indique por dónde ir?

Viktor hizo un expresivo gesto con la mano señalando hacia atrás.

—Nos siguen y quiero darles esquinazo —aseguró—. Aquí no me será difícil. Luego, ya me indicarás.

—¿Qué vas a hacer?

Aún no había acabado Julia de formular la pregunta que ya conocía la respuesta. El ruso apretó el acelerador y enfiló la Via Cappuccini a toda velocidad, pasando de un carril a otro y buscando el hueco entre los coches. Después giró por la primera bocacalle entre chirriar de ruedas y seguido a corta distancia por un Fiat gris. Volvió a girar por la siguiente, entre un caos de vehículos que se cruzaban por todos lados. Una salva de pitidos e insultos se sucedieron mientras Viktor tomaba a cada cruce una dirección distinta y recorría como una exhalación la Via Ernesto Vasile. Tras ella Corso Tukory, y finalmente se internó en un laberinto de pequeñas callejuelas. Después de diez minutos de conducción frenética, miró con satisfacción el espejo retrovisor y comprobó que había dejado atrás a su perseguidor. Detuvo el coche y tomó aliento. Luego se volvió hacia Julia, que se mantenía aplastada contra el asiento y con los ojos abiertos como platos.

—¿Estás bien? —le preguntó, exultante.

Julia no contestó.

—Venga, llévame a la catedral —le ordenó él, impaciente.

—Tú estás loco —balbució Julia, mientras cogía el bolso dispuesta a tomarse un Trankimazin. El ruso le golpeó la mano con furia.

—¡Basta! —le gritó—. ¡No quiero que acabes como Araba, maldita sea!

Julia se acarició la mano enrojecida en un gesto inconsciente, y después de unos segundos de indecisión, obedeció. Él la había agredido, pero sus palabras la habían herido mucho más. Con un dedo tembloroso, señaló la calle en la que se hallaban. Notó que la vista se le empañaba y parpadeó. Un lagrimón cayó sobre el mapa. Se pasó el dorso de la mano por el rostro con rapidez.

—En el siguiente cruce gira a la izquierda y encontrarás una avenida. —Julia intentó controlar la voz, pero le temblaba ostensiblemente—. Es Corso Calatafimi. Nos conduce directo a la catedral.

Viktor asintió con un leve gesto de cabeza y siguió la indicación. A los cinco minutos se hallaban en los alrededores. Buscó un aparcamiento y descendió del coche sin pronunciar ni una palabra. Julia salió tras él, angustiada por la necesidad de tomarse un tranquilizante y por la certeza de que el ruso iba a impedírselo.

—No veo por qué tienes que… —comenzó a decir ella.

—¡No! —respondió Viktor con brusquedad—. ¡No estoy arriesgando mi pellejo para que luego tú te mates con tus malditas pastillas!

—¿Arriesgando tu pellejo? —repitió Julia sorprendida—. ¿A qué te refieres?

—¡Jo, nena! —Viktor bufó impaciente—. ¿Piensas que no me pregunto para qué coño te necesito?

Julia parpadeó desolada. Las lágrimas volvieron de nuevo a sus ojos.

—¡No me llores! —graznó el ruso—. ¡No soporto las mujeres lloronas!

—Vete a la mierda. —Ella introdujo la mano en el bolso dispuesta a tomarse el tan deseado ansiolítico.

—Te he dicho que no. —El ruso le golpeó de nuevo la mano—. ¡O paras o te tiro toda la porquería que llevas encima! ¡Me da lo mismo que tengas un puto síndrome de abstinencia!

Julia se detuvo con la mirada fija en el suelo. Él lanzó un nuevo bufido, y tomándola con brusquedad del brazo la obligó a caminar.

—No me hartes, Julia —murmuró él, consciente de que empezaban a despertar el recelo de los viandantes—. O te dejaré tirada por ahí. Y te aseguro que lo que te pasaría no te iba a gustar.

—¿Qué me pasaría?

—Camina, y deja de joderme.

—¿Qué me pasaría?

—Estás muerta, Julia, ¿lo entiendes? —Viktor se plantó frente a ella—. ¡Muerta!

—Pero ¿por qué? —La joven comenzó a sollozar de nuevo—. ¡Yo no sé nada! ¡No he tenido nada que ver con nada! ¡No soy espía ni agente especial! ¡No soy nada!

—Lo sé.

Ahora fue Julia la que se puso frente a él.

—¿Lo sabes? —le preguntó, rabiosa—. Y entonces, ¿por qué me dijiste que yo era una espía de los rusos? ¿Por qué me obligaste a ir contigo?

—Durante un tiempo lo creí —confesó Viktor—. Ahora ya sé que no eres más que una pobre desgraciada con muy mala suerte.

—Oh, Dios… —Julia se pasó la mano por la frente en un gesto de desesperación—. ¿Qué hago aquí, entonces? ¿Por qué no vuelvo a mi casa, a mi vida?

Viktor tardó unos segundos en responder.

—Eres mujer muerta, ya te lo he dicho.

—¿Qué puedo hacer?

—Pegarte a mí como una lapa y no incordiarme mucho —respondió Viktor con rudeza—. Para que no me harte de ti y te deje en manos de cualquiera de los desaprensivos que nos siguen los pasos.

—Pero yo te salvé la vida. —Las lágrimas rodaban por las mejillas de Julia—. Yo te salvé la vida. ¿Qué hice de malo?

—No has hecho nada malo. Has tenido mala suerte, eso es todo —contestó Viktor—. Unos se mueren de un infarto y otros arrollados por un autobús. Tú te has metido en líos con la mafia rusa.

—¡No tengo nada que ver!

—Te relacionan conmigo —contestó Viktor—. Y yo sí que tengo algo que ver.

—¡Pero eso es mentira!

—Tienes que entender. Ellos te han visto a ti. Y tú los has visto a ellos.

—¿Y qué? ¡No pienso ir a la policía! —exclamó Julia irritada—. ¡Yo solo quiero volver a mi casa! ¡Olvidarme de esta pesadilla lo más pronto posible!

—Estoy seguro de que saben dónde vives y dónde trabajas. Lo siento, Julia, pero estás en el punto de mira de unos delincuentes sin escrúpulos.

—Delincuentes sin escrúpulos —murmuró ella aterrorizada—. ¿Qué me harían?

—Te violarían y luego te matarían.

—¿Es eso lo que te dijo el tipo ese de las catacumbas? —preguntó Julia con un hilo de voz.

—Sí.

Durante unos segundos Julia meditó el alcance de aquellas declaraciones. Después tomó a Viktor del brazo. El ruso se sobresaltó, ya que sabía lo remisa que era la joven al más mínimo contacto físico.

—Te voy a pedir un favor —repuso ella con un tono de voz estremecedoramente frío.

—No estoy en condiciones de cumplir favores.

—Sí que lo estás para cumplir el mío —insistió ella—. Será muy fácil.

El ruso la miró de reojo y la instó con un leve gesto a hablar.

—¿Qué quieres?

—Sé que llevas pistola.

—¿Y qué?

—Quiero que me mates.

Viktor se deshizo con brusquedad de la mano de Julia, que le oprimía el brazo.

—No sabes lo que dices.

—Sí que lo sé.

—No puedes pensar con claridad, eso es lo que te pasa. Con lo que te tomas…

—No te engañes, Viktor. Sé muy bien lo que digo.

Él negó repetidamente.

—Me da lo mismo, no lo haré.

—No te costaría nada.

—¿Que no me costaría nada? —Él la miró furioso—. ¿Qué clase de persona crees que soy?

—Tienes que ser práctico. Tú sabes que es lo mejor.

—¿No lo entiendes, Julia? No puedo sacrificarte así, sin más, como un animal —respondió—. Además, te tengo cierto aprecio.

—Por eso te lo ruego. No podría volver a pasar por… ¡La vida no puede ser tan cruel conmigo! —Julia se calló de repente, como si se arrepintiese de lo que acababa de decir. Al cabo de unos instantes, cambió de actitud—. No te hagas el santurrón —le espetó, intentando provocarle—. Estoy segura de que no seré la primera persona que matas en tu vida. Además, conmigo harías una labor social. Soy un despojo, ¿no me ves?

Viktor suspiró profundamente.

—No.

—Dame la pistola —susurró ella—. Lo haré yo.

—He dicho que no.

—Sabes que no me importa morir.

—Pero a mí sí que me importa. Me siento responsable de ti.

—¡No me vengas con milongas! —exclamó ella, furiosa—. ¡O me pegas el tiro tú o me lo pego yo!

Él la tomó por los hombros y la miró a los ojos. Julia se estremeció levemente, pero soportó el contacto.

—Te doy mi palabra de que si me siento incapaz de defenderte, te mataré —anunció—. ¿Te parece suficiente? ¿Estás contenta?

—No, no estoy contenta —sentenció Julia—. ¿No te das cuenta de que yo no soy para ti más que un puñetero lastre? ¡Si hasta tú lo has dicho! ¡No me necesitas para nada!