25
Papá se subió a la mesa con la cuerda en la mano. Mientras hablaba, hizo un nudo corredizo en un extremo.
¿Quieres que me mate? ¿Es eso lo que quieres? ¿No te das cuenta de que, si se lo dices a alguien, tendré que matarme?
Luego ató el otro extremo de la cuerda a la lámpara y abrió el nudo corredizo lo suficiente para que le pasase la cabeza. Ciñó el nudo a su cuello y me miró desde la altura.
¿Sabes, Julia? Yo me mataré y tú te quedarás sola. Ya sabes que mamá está medio loca y no puede cuidarte. Así que, si yo me mato, vendrán unos hombres y te llevarán a un orfanato. ¿Y sabes qué pasará? Que te harán lo mismo que te hago yo, pero mucho más fuerte. Serán hombres gordos y sucios, que te harán mucho daño… ¿Yo te hago daño, princesa? Si te lo hago muy suave… ¿Verdad que te gusta? Dime que te gusta, mi amor. ¿Quién te lo va a hacer más suave que yo, Julia? Contesta, princesa. Piensa en esos hombres gordos y sucios, haciéndote eso muy fuerte. Te dolerá horrores, mi nena… Dime, ¿aún quieres que me mate?
Mientras papá intentaba convencerme, vi su bragueta abultada y tuve mucho miedo. Pensé que, como había sido mala, él también me lo haría fuerte y yo sangraría, como la primera vez. También vi el hule grasiento y resbaladizo que cubría la mesa del comedor, sobre el que tenía los pies descalzos. Y vi la cuerda sujeta en la lámpara y el lazo que le ceñía el cuello.
Pensé que sería muy fácil.
Estiré bruscamente del hule y papá perdió el equilibrio. Cayó de la mesa hacia atrás y el lazo le comprimió el cuello. Como el nudo estaba tan mal hecho, no lo mató al momento. Papá pataleó y pataleó, mientras sacaba la lengua y la cara se le volvía lila y los ojos se le llenaban de sangre. El bulto de la bragueta aún creció más, y yo lo miré como hipnotizada, hasta que papá dejó de patalear, ya todo amoratado.
Matar es fácil.
Julia descorrió con un golpe seco el enorme y herrumbroso pestillo que cerraba la puerta del cobertizo. La abrió de un empujón y se enfrentó a Sonya y Bim que, estirando al límite las cadenas que los sujetaban por el cuello, se levantaron sobre sus patas traseras, gruñendo amenazantes.
—Silencio —les ordenó Julia.
Los dos borzois, obedientes, se alejaron cabizbajos, lanzando unos aullidos lastimeros. Julia atravesó el corredor y abrió el armario. Destapó el doble fondo, descubriendo la funda negra. Sacó el arma de su interior.
Allí estaba el Kalashnikov junto con la munición. Treinta balas.
Un escalofrío le recorrió la espalda y la obligó a estremecerse.
La premonición se había cumplido.
Tomó el fusil entre las manos, calibrando el peso. Después, acopló el cargador al arma con facilidad endiablada, como si lo hubiese hecho cientos de veces en su vida. Apuntó al techo y apretó el gatillo. El arma no respondió.
Durante un segundo eterno, Julia creyó que moría.
Quizá fuese el mismo diablo el que acudió en su ayuda de nuevo.
Al lado del gatillo había un pequeño selector. El fusil tenía el seguro puesto. Lo accionó. Disparó otra vez, y el retroceso la obligó a dar un traspiés, mientras un casquillo caía al suelo y se abría un boquete de varios centímetros de diámetro en el techo del cobertizo. Todos los animales gimieron nerviosos y se revolvieron, mientras Julia se ponía de pie y salía del cobertizo con el Kalashnikov firmemente sujeto. Desde allí observó la casa. Los postigos seguían cerrados, lo mismo que la puerta de entrada. La mente de Julia buscó frenéticamente la mejor posibilidad de entrar. Entrar y salvar a Marinoschka. Si no, no habría servido para nada. Tenía que coger desprevenidos a los dos hombres, o ellos utilizarían a la niña para protegerse.
Entonces recordó que había un acceso por la parte trasera de la casa, y que no era visible a simple vista. La cocina conducía a una despensa adyacente cuya ventana acostumbraba estar abierta. Julia corrió hacia su objetivo con los dientes apretados y la mente ocupada por un único pensamiento.
Matar es fácil.
Llegó a la ventana y miró a través. No podía pasar con el fusil en las manos y sintió una punzada de horror. No había más que una manera de pasar, pero la dejaba completamente vulnerable durante unos segundos. Consciente de que no tenía tiempo de buscar otra solución, lanzó el fusil al interior de la despensa y saltó a continuación, golpeándose la cabeza en el marco de la ventana. Algo aturdida, recogió el arma y abrió la puerta de la cocina, sin pensar.
Lo que sucedió después fue tan rápido que Julia no tuvo tiempo de pensar ni de tener miedo. Solo de matar.
En poco menos de un minuto.
Atravesó el comedor y entró en la habitación gritando y disparando al hombre que llevaba la navaja. Este cayó contra la pared y Julia lo cosió a balazos, reventándole la cabeza como una sandía. Los sesos salieron disparados y se engancharon a la pared, mientras el rostro desaparecía y la cabeza del hombre quedaba reducida a una masa informe y sanguinolenta.
Matar es fácil.
Ahora Julia apuntó al hombre que violaba a Marinoschka. Su posición de indefensión era total, con los pantalones bajados y mostrándole el culo. Julia lo hubiera matado así, pero temía que alguna bala hiriera a la niña. Aun arriesgándose a que el hombre se volviese y sacara un arma, lo obligó a levantarse.
—¡Apártate, hijoputa! —le gritó. Este se levantó lentamente y la miró a los ojos. Su mirada era fría, completamente vacía.
Julia le hizo un gesto para que se separase de la niña, que permaneció inerte sobre la cama, con un reguero de sangre manando entre las piernas.
Él se movió rápidamente, intentando abalanzarse sobre Julia para arrebatarle el fusil. En eso se quedó, en el intento.
—¡Hijoputa! —rugió ella mientras presionaba el gatillo. Los genitales del hombre, al descubierto, desaparecieron literalmente. Lo acribilló entre el estómago y las rodillas, hasta que se desplomó en el suelo, con los intestinos colgando y un espeluznante boquete entre las piernas.
Julia dejó de disparar. Tenía que reservar la munición. Quizás hubiera alguien más en la casa. Apretó las mandíbulas para que no le castañeasen los dientes y escuchó.
Silencio.
Julia respiró frenéticamente, sujetando el Kalashnikov con fuerza. Se recostó contra una pared.
—Mama… mama…
Julia tardó unos segundos en percibir el levísimo lamento de entre los labios de Marinoschka. Se acercó, sin soltar el fusil y se agachó a su lado, a pocos centímetros de su rostro.
—Soy Julia —murmuró con voz temblorosa—. Ya está, Marinoschka. Se acabó. Se acabó, se acabó… Los he matado… Se acabó…
La niña parpadeó y fijó la mirada en Julia. Sus labios se movieron imperceptiblemente, pero de su boca no brotó sonido alguno.
—Ya está, Marinoschka, ya está —gimió Julia, con los ojos llenos de lágrimas—. Ahora iré a pedir ayuda, ahora…
—Mama…
Julia entendió. Se levantó de la cama y miró a su alrededor.
Natasha.
Se acercó a la puerta de la habitación y barrió el comedor con la mirada. ¿La habían matado? Había conseguido salvar a Marinoschka, pero Natasha… ¿había muerto? ¿Dónde estaba?
—¡Natasha! ¡Soy Julia! —exclamó, desesperada—. ¡Natasha!
Silencio.
—¡Natasha! —gritó Julia entrando en el comedor—. ¡Natasha!
Un lamento tenue llegó a sus oídos, proveniente de la planta superior. Julia subió las escaleras con el Kalashnikov en la mano, esperando lo peor. Seguramente hallaría a la mujer moribunda, cosida a puñaladas.
Llegó al piso de arriba y miró dentro de la habitación de Marinoschka. Todo estaba en orden.
—¡Natasha!
Silencio.
En el lavabo no había rastro de sangre, ni tampoco en las demás habitaciones.
—¡Natasha!
De nuevo, Julia escuchó aquel lamento. Provenía de la habitación de Marinoschka. Regresó.
—¿Natasha?
Ahora escuchó con claridad un sollozo ahogado que partía del interior del armario. Julia abrió la puerta y descubrió a la mujer, acurrucada en posición fetal.
Escondida.
Julia la miró con los ojos desorbitados; todo el horror de la miseria humana reflejado en su rostro. Le repugnaba comprender qué había sucedido, mucho más que la violenta agresión que había sufrido Marinoschka. Al fin y al cabo, aquellos dos hombres yacían ahora como lo que eran, desperdicios humanos. Representaban la porquería de la sociedad, y habían recibido su merecido. Pero Natasha… Natasha se había escondido al verlos entrar en su casa, se había ocultado dentro de un armario, presa del pánico y del terror.
Había abandonado a Marinoschka a su suerte.
—Cobarde… —siseó Julia sintiendo que una oleada de furia la invadía—. Cobarde, cobarde…
Natasha se levantó torpemente, llorando desesperada, con los brazos ocultándole el rostro.
—¡Cobarde! —Julia la golpeó con el cañón del Kalashnikov—. ¡Ven a ver lo que le han hecho a tu hija! ¡Ven a ver a Marinoschka!
Natasha salió del cuarto llorando histérica y descendió la escalera a trompicones. Julia fue tras ella, empujándola sin piedad con el cañón del fusil, tan ofuscada que ni siquiera se dio cuenta de que la puerta de entrada, antes cerrada, ahora estaba abierta de par en par. Obligó a Natasha a entrar en el cuarto, y la golpeó de nuevo.
El espectáculo era atroz. Uno de los hombres casi no tenía cabeza, solo una argamasa basta y deforme colgándole del cuello. A su lado, el otro yacía sin entrañas, esparcidas por el suelo. Y sobre la cama estaba Marinoschka, boca abajo e inmóvil. De entre sus piernas, llenas de enormes moratones, fluía un hilo constante de sangre.
—¡Mira, Natasha! —gritó Julia enloquecida—. ¡Mira a tu hija! ¡Mientras tú estabas escondida en el armario mira qué le han hecho! ¡Mírala bien, Natasha!
Natasha se puso de rodillas, con el rostro arrasado por las lágrimas. Tomó entre sus manos uno de los pies de Marinoschka que sobresalía de la cama y lo besó frenéticamente. La niña permaneció inerte. Se había desmayado. Luego, Natasha miró a Julia, implorante.
—Izvini, izvini… Pozhalujsta… —susurró.
—¿Perdón? ¡No existe el perdón, Natasha! ¡Mira a tu hija! ¡Mírala bien! ¡Que no se te olvide en la vida…!
De repente, Julia dejó de gritar. Acababa de recibir un golpe brutal en la nuca.
Cuando cayó al suelo, ya estaba inconsciente.