17
El trágico destino de la Dánae de Rembrandt.
Dánae, hija de Acrisio, rey de Argos, fue encerrada por su padre en una torre de bronce para evitar que tuviese hijos, ya que el oráculo de Delfos había predicho que el hijo de Dánae mataría a Acrisio. Zeus se prendó de la belleza de la joven y logró penetrar en la torre, metamorfoseándose en lluvia de oro. Fruto de esa relación nacería Perseo.
En el cuadro, Dánae estaba desnuda, recostada en su cama, recibiendo el potente rayo de luz que anticipa la entrada de Zeus.
Viktor dejó que su mirada se perdiese por el hermoso cuerpo de la joven, realzado por una luz dorada que provocaba un atractivo contraste de luces y sombras. No obstante, aquel cuadro no era mundialmente famoso solo por la maestría de su autor, sino por su triste historia. Había sido rociado con ácido sulfúrico y acuchillado por un lituano que fue declarado enfermo mental. Después de muchos años, el cuadro se mostraba al público protegido por un vidrio blindado y acompañado de fotografías que ilustraban el penoso estado de la obra tras el atentado y los trabajos de restauración.
Dánae, a pesar de los daños sufridos, seguía siendo una mujer rotunda, de generosas proporciones. Viktor sonrió.
Estaba de buen humor.
De muy buen humor.
Atrapado por la imagen de aquella mujer desnuda, permaneció inmóvil, embelesado frente al cuadro.
Hay necesidades que un hombre debe cubrir. Necesidades que le recuerdan que no deja de ser un pobre animal desbordado por las hormonas. No importa. Aquel no era el momento de plantearse ciertas cuestiones existenciales. No se sentía humillado ni ridículo, sino aliviado. Nunca había estado con una prostituta, y además, tenía una idea preconcebida de mujer pintarrajeada y escuálida, con un chulo que la mataba a palos. Ivanka no tenía nada que ver con ese esquema. Grande, rotunda como Dánae, y capaz de matar a un hombre de un sopapo, Viktor no sabía si estaba allí por propia voluntad u obligada. Evidentemente, no se lo preguntó. Aprovechó el servicio que le ofreció, en calidad y en cantidad, y cuando se despertó por la mañana, ella ya había desaparecido.
—¿Te gusta Rembrandt?
Viktor se volvió para descubrir una joven delgadísima y oculta bajo una gruesa capa de maquillaje muy claro, casi blanco. Los ojos estaban intensamente sombreados de azul ultramar y los labios pintados de rabioso carmín. En conjunto parecía salida de una película de vampiros. De manera inconsciente, él hizo un gesto de disgusto.
—¿Viktor Sokolov? —preguntó ella.
Él la miró con los ojos entornados, sin responder.
—Soy tu contacto con Ivanov —murmuró la muchacha.
El ruso asintió, mirándola despectivo. La minifalda no hacía más que mostrar unas piernas flacas de rodillas huesudas. Era una Lolita del siglo XXI; su índice de masa corporal también era menor de edad.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Svetlana.
—Muy bien, Svetlana —replicó—. No te lo tomes como algo personal, pero quiero que te largues y que le digas a Ivanov que yo no soy ningún pederasta.
La jovencita lo miró boquiabierta.
—No entiendo…
Viktor se agachó y le habló al oído.
—Tienes todo el aspecto de una putilla, y eso me desagrada. Pero no es lo peor. Lo peor es que no creo que tengas ni quince años.
—Tengo veintitrés —se apresuró a desmentir ella.
—¿Veintitrés? No me hagas reír.
—Es verdad —insistió ella, ofendida.
—Aunque te creyera, sigues pareciendo una fulana. —Viktor hizo un gesto de desdén—. ¿No te das cuenta de que parecemos el chulo y su puta buscando clientes?
—Lo siento —murmuró ella al borde del llanto—. Ha sido culpa mía. Pensé que así te gustaría más.
—¿El qué? —Viktor no entendía nada—. Lo único que quiero es saber los planes que Ivanov tiene para mí. No he venido aquí buscando ligue, y mucho menos con una adolescente anoréxica.
—Me he equivocado —repitió Svetlana—, eso es todo. Pero no puedes rechazarme. Yo soy tu contacto.
—Eso ya me lo has dicho —replicó Viktor impaciente, y después de lanzar un vistazo por la sala, observó que un guardia de seguridad los tenía en su punto de mira—. Vamos al Palacio de Invierno —decidió—. Si seguimos aquí acabaremos teniendo problemas.
Recorrieron la sala de Rembrandt, y salieron del Hermitage Nuevo sin intercambiar ni una palabra. Cruzaron por Dvortsovaya, paralela al río, y entraron en el Palacio de Invierno, que estaba abarrotado de turistas. Al entrar en la sala Malaquita, ella se detuvo.
—Lo siento, ahora veo que ha sido una equivocación.
—¿Cuántos años tienes, Svetlana?
—Veinte, te lo prometo.
—¿Y cómo es posible que una cría como tú esté metida en esto?
—Se lo pedí a Ivanov —murmuró ella con voz trémula—. Tengo mis razones, y quizá te las explique más adelante.
—¿Más adelante? —Viktor torció el gesto—. ¿Quieres hacer el favor de dejarte de evasivas? Empiezo a pensar que no tienes ni idea de nada.
Svetlana se detuvo un momento, como si necesitase poner sus ideas en orden. Si había planificado aquella entrevista, no estaba saliendo según sus perspectivas. Al final, decidió no andarse con rodeos.
—Verás, Sokolov —dijo—. Al fin hemos conseguido ponernos en contacto con Martín Arístegui, y no ha sido nada fácil.
Al escuchar el nombre de su padre, Viktor dejó escapar un bufido y se cruzó de brazos.
—Sigue —la invitó.
—Arístegui no quería hablar con nosotros.
—No me extraña —ironizó Viktor—. Yo tampoco querría.
Svetlana hizo caso omiso.
—Le propusimos devolverle todo lo que le habíamos robado a cambio de un millón de euros. Era una propuesta que no podía rechazar.
Viktor sonrió.
—No podía rechazar, pero rechazó. ¿Me equivoco?
—No te equivocas —concedió Svetlana—. Y eso que dentro de la caja fuerte tenía joyas por valor de unos cinco millones de euros. Eso sí, casi todo robado, y por tanto, sin asegurar. Así que su única posibilidad de recuperarlo era negociar con nosotros. No quiso.
—Debe de tener diez veces más en sus cuentas secretas.
—Seguramente —dijo Svetlana—. Pero sé por experiencia que el que más tiene es el que más ambiciona.
Viktor estuvo a punto de hacer algún comentario jocoso acerca de la experiencia de Svetlana, pero se contuvo. Había algo en ella que le resultaba inquietante, la percepción creciente de que, a pesar de sus pocos años, aquella joven conocía muy de cerca las miserias humanas. Y que su aspecto, entre patético y desvalido, no era más que una máscara. O una especie de provocación a conciencia.
—¿Qué paso, al final? —preguntó.
—Cuando ya lo dábamos por perdido, Arístegui se mostró dispuesto a negociar el rescate del icono de Fabergé.
—Si no vale más de medio millón…
—Arístegui confesó que para él tenía un gran valor sentimental.
—¿Cuánto le habéis pedido?
—Un millón.
—¿Y aceptó?
—Sí —Svetlana esbozó una amplia sonrisa.
—Chochea.
—Eso mismo pienso yo.
—¿Cuál es el misterio, Svetlana?
—Le ofrecimos algo que no pudo rechazar.
—¿Qué?
—A ti. Le dijimos que tú irías a hacer el intercambio.
—Mierda.
—Felicidades, Viktor Sokolov. ¿O debería decir Viktor Arístegui?
Durante unos instantes, él permaneció en silencio. La razón por la que Martín Arístegui quería verlo le resultaba un auténtico misterio. Y no se hacía ilusiones. Seguro que no tendría nada que ver con un repentino amor paternal.
—Es una encerrona —sentenció Viktor.
—Sí.
—¿Queréis matar a Arístegui?
Svetlana sonrió burlona.
—Me parece, Sokolov, que si nos hubiésemos querido cargar al viejo ya lo habríamos hecho, ¿no? Creo que Ivanov ya te lo dijo: nuestra intención es atraer a Djacenko.
—¿Queréis tenderle una trampa?
—Exacto. Djacenko se enterará del intercambio y saldrá de su escondrijo dispuesto a aprovechar la ocasión de eliminar al padre y al hijo. La jugada perfecta. —Svetlana tomó aliento—. Y allí estaremos nosotros.
Viktor la miró sorprendido.
—Que Djacenko quiera cargarte a Arístegui lo entiendo, pero ¿a mí? ¿Por qué?
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. —Viktor le mantuvo la mirada unos segundos, pero desistió, consciente de que no había forma de presionarla. A pesar de su juventud, había una firmeza en la mirada de Svetlana que resultaba contundente—. Bueno, más pronto o más tarde me enteraré. Y ahora, ¿puedes decirme qué razones tienes para meterte en este lío?
—Ah… —titubeó Svetlana—. Yo voy a acompañarte a tu encuentro con Arístegui.
Viktor se detuvo frente a ella y negó con la cabeza.
—Ni hablar.
Ella asintió con vigor.
—Es necesario.
—Svetlana, yo no soy una maldita niñera.
—Lo siento —respondió ella—, pero voy a acompañarte, quieras o no quieras. Ivanov quiere estar informado en todo momento de lo que haces.
—¿Y qué pasa si no acepto?
Ella miró al suelo.
—Tienes que aceptar, Sokolov. Sé razonable.
—No.
—Si no te avienes a mis condiciones, todos lo pasaréis muy mal.
—¿Todos? —repitió Viktor, extrañado.
—Sí. Empezando por la amiguita que escondiste en Krasnarozh’ye.
El ruso se estremeció. Ni siquiera él recordaba el nombre del pueblo con tanta precisión. Miró a la muchacha, y ella le devolvió una mirada fría e impasible.
La creyó.
—Entiende, Sokolov —insistió ella—. No tienes ningún poder de decisión. Tu situación es bastante complicada, y lo único que puedes hacer es ser obediente y confiar en nuestra buena voluntad.
Aquellas amenazas eran muy creíbles, pero Viktor no estaba dispuesto a amilanarse tan fácilmente.
—Lo sabes igual que yo, Svetlana —replicó—. Vosotros también me necesitáis, casi tanto como yo a vosotros.
La joven no respondió. Pasaron a una gran sala, decorada con vasos de lapislázuli, y en cuyas paredes se podían apreciar pinturas italianas y españolas del Siglo de Oro. No obstante, el silencio de Svetlana no respondía a la veneración y el respeto que le merecía aquella riquísima colección, sino a un cambio de estrategia que estaba valorando sobre la marcha.
—Tienes razón —concedió—. Nosotros también te necesitamos. Por eso voy a confesarte algo, para que comprendas que mi decisión de acompañarte no es solo un capricho de Ivanov.
Viktor la animó con un gesto impaciente.
—Tengo mis propias razones para ir —reconoció Svetlana.
—¿Qué razones?
—Personales.
—No estoy para adivinanzas, Svetlana. Explícate.
—Quiero vengarme de Djacenko.
Viktor tardó unos segundos en responder. Al final, meneó la cabeza negativamente.
—Olvídalo, Svetlana.
Ahora fue ella la que demoró la respuesta.
—Hay cosas que no se pueden olvidar.
—¿Quieres vengarte de un capo de la mafia rusa? —preguntó él dejando escapar una risa amarga—. ¿Y cómo piensas hacerlo?
Svetlana asintió.
—No estoy sola. No te pienses que vamos a ir al encuentro de Arístegui sin apoyos.
—Será una encerrona, con o sin apoyos.
—Quizá —respondió ella al cabo de unos instantes—. Aunque a mí me valdrá la pena si consigo que muera Djacenko.
—¿Cómo es posible tanto rencor? Solo tienes veinte años.
—No es solo una cuestión de rencor —respondió ella, misteriosa—. Tengo otros motivos… Ya lo sabrás más adelante.
Viktor se encogió de hombros, resignado. Tenía la sensación de que la suerte estaba echada, de que él era una pieza en el puzle, una marioneta sin el más mínimo poder de iniciativa. Era una sensación desagradable. Y no era nueva.
—Supongo que no voy a poder convencerte.
—No —replicó ella de inmediato.
Caminaron en silencio, atravesando las salas del Palacio de Invierno. Salieron del Hermitage. Svetlana se detuvo.
—Tendrás noticias nuestras, Sokolov. Mientras tanto, no te preocupes por nada. Disfruta de tu estancia en el Sheremetyev, y no te olvides de que ahora te llamas Ivan Rupniewski…
Viktor no contestó.
—Por cierto, ¿no vas a invitarme a tu hotel? —preguntó ella.
—¿Y eso a qué viene?
—Va, confiésalo. —Svetlana se pasó la punta de la lengua por el labio superior—. Dime que te gusto.
—No, no me gustas.
—Soy muy guapa. —Ella alargó una mano y le acarició el pecho—. Todos me lo dicen… Aún hoy, mi cuerpo sigue siendo de los más cotizados del mercado. Y eso que ya han pasado seis años desde que perdí la virginidad.
Viktor se apartó de repente, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué estás diciendo?
Ella sonrió.
—Lo que oyes —murmuró—. Ya sé que he perdido valor, pero puedo compensarte con mi experiencia. Tengo mucha experiencia.
—Óyeme bien. —Viktor reprimió un gesto de repugnancia—. Si no me queda más remedio que llevarte conmigo a Suiza, te llevaré. Pero deja de comportarte como una putilla o te pegaré la paliza que debía haberte pegado tu padre.
Svetlana dejó escapar una carcajada amarga, tan amarga que Viktor se estremeció. No era difícil imaginar una realidad escalofriante tras aquella risa desoladora.
—No tengo padre —repuso ella.
Viktor meneó la cabeza.
—No me importa si tienes padre o si no lo tienes. Lo único que me importa es lo que me incumbe a mí. Así que dile a Ivanov que acepto sus condiciones, pero ya que él mismo lo mencionó, dile también que tengo mi propio código de honor.
Svetlana lo miró extrañada.
—¿Qué quieres decir?
—Que se ha equivocado conmigo —repuso Viktor con rotundidad—. Una cosa es que yo esté dispuesto a hacer trabajos al otro lado de la ley, y otra muy distinta que me guste acostarme con niñas.
—Claro que te gusta —aseguró ella—. Todos los hombres sois unos cerdos. Y tú también.
Tras aquella taxativa afirmación, Svetlana lo miró desafiante, esperando su respuesta. Por desgracia para ella, no era la primera vez que una mujer llamaba cerdo a Viktor, aunque por muy distintas razones. El ruso lanzó un bufido de despreocupación y se volvió, dispuesto a irse. No tenía la menor intención de defender su supuesta nobleza de espíritu.
—¿No vas a decirme nada? —le preguntó ella, decepcionada.
—Sí —respondió Viktor asintiendo con vigor—. Te voy a pedir un favor.
Svetlana sonrió maliciosa, pero su sonrisa se tornó una mueca en cuanto él concluyó la frase.
—Cuando llegues a tu casa, lávate la cara.
Y sin darle la oportunidad de replicar, Viktor se alejó, atravesando la plaza del Palacio. Instantes después, Svetlana marcó un número en su teléfono móvil.
—Misión cumplida, Ivanov —dijo.
—¿Cómo te ha ido?
—Se ha resistido un poco, pero ha accedido.
—Estupendo.
—Por cierto, tenías razón. Parece un buen tipo.
—Te lo dije —respondió Ivanov—. A lo único que se ha dedicado ha sido a trapicheos, trabajos menores para el FSB y robos por encargo. Y aunque le dio el pasaporte a Petrov, tampoco es un asesino a sueldo. Aunque así se empieza…
—No es un santo, ya me lo imagino. Pero hay una sola cosa que yo no podría soportar, ya sabes cuál es. —Svetlana tomó aliento, como si aquellas palabras le resultasen muy dolorosas—. Cuando me acerqué a Viktor Sokolov no vi en su mirada ese asqueroso brillo que he visto en otros hombres. Así que, tal vez sea un hijo de puta, pero si lo es, lo disimula muy bien. Y ya sabes que yo soy una experta en hijos de puta.
—Lo sé, Svetlana Djacenka —concluyó Ivanov—. Vaya si lo sé.