12

Cuando el avión de la compañía de low cost aterrizó con tres horas de retraso en el aeropuerto de Púlkovo, en San Petersburgo reinaban unos agradables quince grados de temperatura. Agradables, aunque estuviesen en pleno mes de junio, sobre todo porque durante el último invierno el termómetro había descendido hasta los treinta grados bajo cero.

Viktor y Julia cruzaron el finger y se dirigieron a la zona de recogida de sus escasos equipajes. Ella agradeció el jersey grueso y los pantalones de pana, después de soportarlos en Palermo, a treinta y dos grados a la sombra.

La excursión había sido larga y penosa. Desde el mismo momento en que Julia recuperó la conciencia, Viktor comprobó que la joven había dado un paso adelante en su particular cruzada hacia la autodestrucción, dándole la razón a Sasha.

Ni pesar, ni agradecimiento, ni la más mínima muestra de emoción.

Definitivamente, Julia Irazu Martínez era un caso perdido.

Nada más levantarse, la joven sacó las últimas pastillas de Trankimazin que le quedaban y se las tragó, con una mirada desafiante que casi hizo perder los nervios al ruso.

La noche anterior había estado a punto de levantarse la tapa de los sesos ella solita, y en vez de agradecerle que se lo impidiera, ya que cualquiera podía ser víctima de un momento de desesperación, ella seguía machacándose a pastillas.

Si estaba decidida a acabar con su vida, nada podría impedirlo. Así que, ¿para qué intentarlo? No, en la próxima ocasión él no movería ni un dedo para salvarla.

Luego, Julia se puso la ropa que él le había comprado y se sentó en la cama, silenciosa, a la espera. Obedeció como un autómata todas las órdenes del ruso, sin mostrar ningún tipo de emoción, sin exteriorizar ningún sentimiento. Como si la exhibición de la noche anterior, aquellos lloros y ruegos, hubiesen agotado su capacidad expresiva. Durante el viaje en coche se mantuvo silenciosa, con un silencio que a Viktor le supo a castigo. Después, al saber que el vuelo partiría con tres horas de retraso, hizo un leve gesto de disgusto, aunque enseguida se resignó. Fue a sentarse a la zona de embarque, como si tuviese pensado pasarse allí todo el tiempo de espera. Viktor le anunció que iba a dar una vuelta por el aeropuerto, y que si quería alguna cosa. Ella abrió la boca por primera vez para pedir una libreta. De tapa dura, lisa, preferentemente de un color oscuro, con las hojas sin troquelar, de papel blanco, reciclado y de 80 g. También un Pilot supergrip de color azul.

Viktor asintió con vehemencia y se marchó. Recorrió todos los Duty Free, buscó prensa española, pero solo encontró un diario deportivo. Buscó prensa rusa y no halló nada. Al final, con desgana, se ocupó del encargo de Julia.

Ella aceptó con un leve gesto de desdén una libreta de tapa blanda y con Valentino Rossi estampado en la tapa. Gallina vecchia fa buon brodos.

Y un bolígrafo Bic.

Julia abrió la libreta y, cruzando las piernas sobre el asiento, se puso a escribir. Después de cinco minutos sentado a su lado, Viktor volvió a levantarse y se dirigió a una cafetería cercana. Desde allí podía divisar el panel de la zona de embarque y a la joven, que estaba tan enfrascada en su trabajo que no la vio levantar la cabeza ni una sola vez. Su mano se movía con agilidad, y la veía pasar una hoja tras otra. ¿Qué estaría escribiendo? Una hora después, volvió a su lado, pero ella seguía inmersa en aquel absorbente proceso creativo. Volvió a levantarse y se situó frente a una pantalla de televisión, y así consiguió hacer pasar el tiempo que quedaba. Cuando por megafonía se comunicó la salida del vuelo a San Petersburgo, Julia cerró la libreta y buscó al ruso con la mirada. Se levantó y fue a su encuentro.

—He tomado una decisión —anunció.

El ruso levantó una ceja, expectante.

—Estoy dispuesta a dejar las pastillas, pero no puedo hacerlo así, de repente —repuso.

No era lo que Viktor se esperaba, y su rostro lo evidenció.

—Me sorprendes —atinó a responder, mientras la invitaba a acompañarlo con un gesto.

Ambos se dirigieron a la zona de embarque y se colocaron en la cola de pasajeros.

—¿Y qué esperabas? —preguntó ella.

—Que me pidieras que te deje tranquila, que deje de entrometerme.

Julia respiró profundamente, y tardó unos segundos en responder.

—Verás, es que no sé si quiero morirme.

Por lo que tenía de brutal, pero sobre todo de sincero, aquel comentario arrancó una sonrisa amarga al ruso.

—Yo sí que lo sé.

—No, en serio —replicó Julia—. He reflexionado mucho acerca de lo que pasó ayer por la noche.

—¿Y?

—Estoy avergonzada de mi comportamiento —murmuró ella, sin mirarlo—. Quiero pedirte perdón.

Viktor parpadeó impresionado.

—Me sorprendes muy agradablemente, la verdad —dijo—. No me lo esperaba. Pensé que estabas enfadada conmigo.

—¿Enfadada? —repitió Julia meneando la cabeza—. No, por favor…

—Bueno, por lo que a mí respecta, no tienes por qué avergonzarte, ni pedirme perdón. Dije que me ocuparía de ti, y sigo estando dispuesto a hacerlo. Aunque si me ayudas, será mucho más fácil para los dos.

—Haré lo que pueda —musitó ella.

Durante unos segundos permanecieron en silencio, avanzando en la cola.

—Dime —preguntó Viktor, curioso—. ¿A qué responde este cambio de actitud?

—Yo… —Julia se sonrojó intensamente—. No estoy acostumbrada a que nadie se preocupe por mí. Sé que no soy una persona fácil, que no estoy muy fina, y con mis adicciones y mis cosas… En fin, te agradezco que no me dejes tirada. Yo no sé cómo decirlo… —ahora meneó la cabeza con vigor—, no estoy acostumbrada a expresar mis… mis…

Viendo cómo sufría, Viktor le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro.

—Te he entendido, Julia —dijo.

Aquellas fueron las últimas palabras que se cruzaron antes de entregar los billetes y mostrar los pasaportes a nombre de Leonela Abigail Maldonado Guzmán y Mijail Petrov. Durante unos segundos interminables, una empleada revisó los documentos y observó las fotos. Después los devolvió con una sonrisa cortés. Viktor y Julia atravesaron el finger con rapidez, aliviados. Nada más ocupar sus minúsculos asientos, él miró a la joven de reojo. Había algo más que le preocupaba…

—Por cierto —murmuró con suavidad—. No quiero que me malinterpretes, ni que pienses que soy un fisgón, pero ¿qué escribías con tanto entusiasmo?

Julia se puso tensa.

—Eso es cosa mía —replicó.

—Claro, claro —dijo Viktor en tono conciliador—. Solo que no quiero que te pongas a escribir un diario íntimo o algo parecido. Es muy peligroso que te dediques a poner por escrito todo lo que sabes. ¿Entiendes?

—No es un diario íntimo —replicó Julia—. Ni mucho menos.

—Perfecto —concluyó Viktor con un gesto de alivio—. Ya imagino que no puedes ser tan tonta.

Julia tragó saliva, pero no consiguió tragarse la rabia y la frustración. Aquel «tonta» le golpeó en el cerebro con la fuerza de una bofetada. Se hundió en el asiento y cerró los ojos.

Cuando el avión aterrizó en Púlkovo, Julia ya había estudiado todas las posibilidades, sin encontrar ninguna solución. Estaba, como siempre, en un callejón sin salida. Durante el tiempo en que se dedicó a crear las bases de su próxima novela —un bestseller de éxito internacional—, su mano escribió febrilmente, y su mente, llevada de una inusitada euforia, fue descargando línea a línea la sinopsis y el primer capítulo de una novela de aventuras que no era más que una crónica de sus propias vivencias. Por primera vez en su vida literaria se alejaba de los personajes atormentados y creaba una heroína accidental —como ella—, un poco chiflada —como ella—, sumida en una vorágine de sucesos increíbles y disparatados —como ella—, pero capaz de resolver con valor e ingenio todas las situaciones a las que se enfrentaba. Exactamente como ella había hecho hasta ahora, aunque obviando algunos oscuros episodios. Así que nada de drogas, nada de estados depresivos, nada de pensamientos suicidas.

Si hasta ahora Julia se había dejado llevar por su arrollador talento natural, emulando al Ulises de Joyce —monólogo interior, pensamientos sin secuencia lógica, sucesión de imágenes caóticas y desestructuradas—, creando un estilo que enloquecía de gusto a los profesores de escritura creativa —junto con la mención de Ezra Pound—, pero que a los pobres lectores de editorial les levantaba un dolor de cabeza insoportable, ahora se lanzaba de lleno a crear una obra de entretenimiento, con la calidad literaria que la caracterizaba, pero con todos los elementos que tanto gustaban al lector de thrillers: ritmo frenético, muertos por doquier, acción trepidante, tensión sexual —el antagonista era un atractivo y malísimo espía ruso—, y un final para quitar el hipo. Bien, el final aún no lo había pensado, pero seguro que hubiese sido de traca. Y ahí se veía ella, sin la posibilidad de llevar al papel aquella idea, que aunque excesivamente comercial, le iba a proporcionar la fama y el reconocimiento que se merecía. Julia ya se había imaginado los subtitulares en la sección de cultura de los diarios, justo debajo de «Una nueva autora en el panorama literario español»:

Una novela apasionante, con una heroína memorable. Un argumento bien entretejido y salpicado de sobresaltos.

Un thriller electrizante, ambientado en el mercado negro del arte. Una hábil amalgama de ficción y realidad, que retrata con pulso magistral el turbio mundo de las mafias internacionales. Su autora es la revelación literaria del año.

Steven Spielberg ha comprado los derechos de Para morir siempre hay tiempo. Estamos, sin lugar a dudas, ante un éxito mundial y un seguro candidato a los Oscar.

Adiós Spielberg, adiós reconocimiento mundial, adiós fama y dinero. Durante tres horas Julia creyó que su vida tenía un sentido, que durante los días o semanas o meses que pasaría enterrada en Dios sabe dónde, se dedicaría a crear Para morir siempre hay tiempo. Luego la enviaría a los mejores agentes literarios firmando con seudónimo. Las ofertas le lloverían a decenas, y ella elegiría entre los grandes grupos editoriales, exigiendo en su contrato unas férreas condiciones de anonimato, creándose a su alrededor un halo de misterio, aún mayor que el de J. D. Salinger.

Fin del sueño.