10
Viktor tardó unos instantes en descubrir a Julia en el centro de un corrillo de muchachos hispanos que habían sido atraídos hasta su ordenador como un imán y ahora reían las peripecias de un superhéroe. El ruso atisbó por encima de sus cabezas y descubrió extrañado un tipejo bajito, gordinflón y vestido como Superman, que hablaba con deje cómico y luchaba contra un monstruo esperpéntico.
Julia vio a Viktor, asomando por encima de los chavales. Este le devolvió una mirada de desdén y se dirigió al encargado del locutorio. Ella lo siguió con la vista, y observó cómo el ruso hablaba con el joven y llegaba a algún tipo de trato. Viktor sacó un billete de veinte euros de la cartera y se lo dio al muchacho. A continuación, se dirigió a un cuartillo adyacente. Julia se levantó de la silla y fue tras él. Golpeó la puerta con los nudillos y, abriéndola unos centímetros, asomó la cabeza.
—¿Puedo entrar? —Julia lo vio frente a un ordenador.
El ruso dejó escapar un suspiro y la invitó con un movimiento de mano. Julia pasó y cerró la puerta tras ella.
—Te dejo unos minutos y te conviertes en una estrella del ciberespacio —repuso él, sarcástico.
—Tenía que pasar el rato.
—¿Era preciso llamar la atención de esa manera?
Julia se encogió de hombros en un gesto de disculpa, y fue a sentarse a su lado. Se sentía tan ridícula que tardó unos segundos en alzar la mirada. Y cuando lo hizo, lo primero que vio fueron unas minúsculas manchitas parduscas que salpicaban la camisa de Viktor. De inmediato comprendió de qué se trataba.
—Tienes sangre en la camisa —susurró.
Viktor dejó escapar una sonrisa amarga mientras introducía el dispositivo USB en la boca del ordenador.
—Ya lo sé —contestó—. ¿Y tú sabes que tienes los ojos inyectados en sangre?
Julia parpadeó inútilmente.
—El ambiente está muy cargado —mintió.
—No me hagas reír. La que va muy cargada eres tú.
Julia se mantuvo en silencio durante unos segundos.
—Lo siento —respondió, al fin—. Con la tensión no puedo controlarme.
—Eres una irresponsable.
—Sí —aceptó Julia.
Era molesto soportar aquellas críticas, pero era evidente que él estaba muy nervioso, así que prefirió no irritarlo más.
—El tipo me dijo que eras un estorbo —prosiguió Viktor iracundo—. Y en eso llevaba toda la razón.
—¿Era el acompañante de Aranzazu Araba? —preguntó Julia, intentando reconducir la conversación.
El ruso la miró con fijeza.
—¿Aún te queda capacidad para razonar?
—No estoy tan mal.
—Por favor… —Él lanzó un bufido de impaciencia.
—De acuerdo, de acuerdo. —Julia meneó la cabeza—. Me he pasado, lo reconozco. Y ahora, dime, ¿era él?
—Sí.
—Luego lo pensé. ¿Qué otra persona podría tener interés en decirnos que Aranzazu Araba había muerto?
—Bravo.
—¿La mató él?
—Dice que no.
Viktor abrió el primer archivo y una de las momias apareció ante sus ojos. Ambos la miraron en silencio. La piel reseca, las cuencas vacías, la mandíbula retorcida en una extraña mueca. Si aquella imagen encerraba algún tipo de mensaje secreto, no sería fácil descubrirlo. Y menos aún con el soporte técnico del que disponían y, lo que era peor, su nula preparación.
—No quiero dejarte tirada, Julia —murmuró el ruso mientras abría el segundo archivo—. Pero tengo que encontrar una solución para ti y para mí. No podemos seguir así.
Julia ocultó el rostro entre las manos. De improviso, todo le daba vueltas.
—La solución ya la sabes —musitó.
Él negó con vigor.
—Yo te metí en este lío y yo te sacaré viva. Luego, tú ya te puedes ir matando poco a poco, si es lo que quieres.
Julia lanzó un bufido de impaciencia. Maldito ruso terco, pensó.
—Y ahora, ayúdame si puedes. —Viktor le dio un golpecito en el hombro—. Cuatro ojos ven más que dos. Fíjate, a ver si ves algo que te sorprenda. Yo no veo más que dientes.
—¿Sabes lo que buscas? —preguntó Julia, resignada.
—No, pero sé que la clave está aquí, entre estas fotos.
Durante unos minutos se mantuvieron en silencio. Viktor pasó de una foto a otra, utilizando el zoom para ampliarlas. Momia tras momia, no apreciaron ningún detalle significativo. Ni números de cuenta impresos entre las falanges, ni iconos de Fabergé asomando bajo las faldas, ni mensajes secretos dentro de las cuencas oculares.
Nada.
—¿Lo has matado? —preguntó Julia de improviso.
Viktor apretó las mandíbulas pero no apartó la mirada de la pantalla.
—¿De qué hablas?
—Lo sabes muy bien. Esas manchitas de tu camisa son salpicaduras de sangre.
—¿Y?
—¿Le has disparado?
—Tú has visto demasiados seriales americanos —bromeó Viktor, evasivo.
—Lo has matado.
—Hice lo que tenía que hacer —respondió el ruso al cabo de unos segundos—. Eso es todo.
De repente, Julia sintió unas náuseas casi insoportables, y a punto estuvo de levantarse y salir corriendo de allí. Pero no se movió. Casi ni parpadeó. Se mantuvo inmóvil, mientras ante sus ojos volvían a pasar la pobre Rosalía Lombardo, Fray Silvestre de Gubbio y todos aquellos héroes anónimos.
—Si él hubiera podido, te hubiera cortado el cuello —repuso Viktor a modo de disculpa.
—Pero no lo has matado por eso.
—Es cierto. Fue por algo mucho más sencillo: o él o yo.
—¿Te amenazó?
Viktor negó con la cabeza mientras pasaba a la siguiente imagen. En aquella se podía distinguir un angosto pasillo lleno de momias colgadas de las paredes. Al fondo de la foto se veía un grupo de visitantes que asistía al tétrico espectáculo mientras escuchaba al guía.
—¿Por qué quería hablar contigo? —preguntó Julia.
—Para proponerme un trato.
—¿Qué trato?
Julia no acabó de formular la pregunta. Viktor había elegido la parte central de la fotografía, y después de ampliarla sucesivamente, eligió grupos de dos o tres personas, según su disposición. La gran mayoría se hallaba de espaldas y escuchaba al guía, que estaba de frente. Tres hombres estaban apartados de los demás, y Julia había reconocido a uno de ellos.
—¡Es Martín Arístegui! —Ella señaló un rostro con el dedo. Las fotos eran de alta resolución y su imagen era nítida. A pesar de que Julia solo lo había visto en los periódicos, no le cabía la menor duda. Martín Arístegui miraba a la cámara con el ceño fruncido mientras a su lado se podía percibir el perfil de un hombre que hablaba. Y la espalda de un tercero junto a ellos.
Viktor asintió con la cabeza.
—Así que el valor de la foto no estriba en los muertos, sino en los vivos —repuso, mientras ampliaba la imagen hasta el máximo—. Tienes razón, es Martín Arístegui. Y no está solo. Pasemos a la siguiente, a ver si tenemos suerte.
En las siguientes imágenes, los tres hombres desaparecieron de la foto. Quienquiera que las hubiera hecho, eligió otros centros de interés.
—Las fotos las hizo Aranzazu Araba —repuso Viktor señalando la fecha impresa en el ángulo inferior: 30-08-2007. En el año 2007 aún estaba casada con Martín Arístegui, y supongo que él quiso aprovechar un viaje, aparentemente turístico, para hacer negocios.
—Estaban casados, pero ella ya desconfiaba de él —murmuró Julia—. Estoy segura de que tomó estas fotos con la intención de que le sirvieran en un futuro.
—Si fue así, era muy lista.
—De poco le sirvió.
—Eso es cierto. Es muy posible que si no hubiese tomado estas fotos, ahora estaría viva.
—En el periódico hablaban de suicidio —le recordó Julia.
—No creo que se suicidase —sentenció Viktor—. Cuando hablé con ella me pareció una mujer con muchas ganas de vengarse. Esa es una razón poderosa para vivir.
—Piensa que todo le salió mal. Perdió la última posibilidad que tenía de vengarse de Martín Arístegui. Quizá, sumado a un consumo incontrolado de antidepresivos…
Viktor la miró de reojo.
—Tú entiendes mucho de eso, ¿verdad?
Julia dejó escapar un bufido, agobiada.
—Dejémoslo. —Viktor lanzó un suspiro y volvió su atención de nuevo a la pantalla del ordenador—. Bien, necesitaría ver la cara de los tipos que están con Martín Arístegui.
Abrió el último archivo y ante ellos se mostró una nueva foto con el grupo de visitantes. Utilizando el zoom aparecía de nuevo Martín Arístegui, de medio lado y conversando con el hombre que en la foto anterior aparecía de espaldas. Ahora estaba de frente y su rostro se distinguía nítidamente. El tercer hombre seguía sin mostrarse a la cámara.
—Aquí tenemos a uno de los amigos de Martín Arístegui —murmuró Viktor satisfecho.
—¿No sabes quién es? —preguntó Julia.
El ruso negó con la cabeza.
—No, pero sé quién puede ayudarme a descubrirlo —repuso.
A continuación, abrió una cuenta de correo electrónico dispuesto a enviar un e-mail. Curiosa, Julia leyó la dirección electrónica de su destinatario: sashashemiakin@yandex.ru. Sorprendida, pudo ver cómo Viktor adjuntaba la fotografía sin ningún tipo de protección. Después tecleó un mensaje en ruso, en mitad del cual se podía leer el nombre de Martín Arístegui. Tras una rápida lectura, Viktor envió el e-mail.
—Bien —concluyó, sacando el pendrive del ordenador y levantándose—. He acabado.
—¿Así envías tú los mensajes? —le preguntó ella sorprendida.
—¿Qué pasa?
—Hasta un aprendiz de hacker entraría en tu correo y abriría el archivo adjunto —le recriminó ella—. Además, ni siquiera está encriptado. ¿Qué tipo de seguridad utilizas?
—Ninguna.
—No entiendo nada.
—A la persona que le envío el mensaje es de mi completa confianza —confesó Viktor—, y lo que es más importante: es un genio de la informática. Será capaz de rastrear a cualquiera que entre en mi cuenta de correo.
—Entonces, ¿es una trampa?
—Exacto.
—No obstante, aunque descubras la identidad del que te vigila, no podrás evitar que consiga la foto.
—Ya lo sé —aceptó él—. Y me interesa.
Julia meneó la cabeza.
—¿Por qué te interesa?
—Quiero compartir la foto con todo el mundo, a ver qué efectos produce. —Viktor sonrió beatífico—. Y ahora, mientras espero la respuesta, vamos a comer a un buen restaurante. ¿Qué te parece?
Julia lo miró desconcertada.
—¿Un buen restaurante? Me dijiste que los billetes de avión a Palermo te habían dejado sin fondos.
El ruso abrió una cartera y le mostró una tarjeta MasterCard.
—El FSB invita —repuso, guiñándole el ojo.
Julia vio grabado en relieve el nombre de Mijail Petrov.
—¿Se la has robado al muerto? —preguntó.
Viktor asintió con vigor.
—Total, a él ya no le va a hacer falta.
—Es una tarjeta robada, y seguro que en este momento…
—En este momento, ¿qué? —le interrumpió Viktor—. En este momento la policía ha descubierto un muerto irreconocible y sin documentación.
—¿Irreconocible? —repitió Julia, sobrecogida.
—Le disparé en la cara.