11
Para un eslavo de metro noventa y cuatro de altura y noventa kilos de peso, un buen restaurante no tiene nada que ver con las estrellas de la guía Michelin. Eso pudo comprobarlo Julia cuando vio a Viktor devorar un plato de pasta chi crocculi arriminata, un farsumagru y una ración enorme de tarta de tiramisú. Todo bien regado con vino de Marsala.
—Solo me faltaría una cosa para ser feliz —repuso el ruso recostándose en el respaldo del asiento.
Julia revolvió el helado de stracciatella sin decidirse a llevárselo a la boca.
—Conmigo no cuentes.
—¿Tan desagradable te resulto?
Viktor Sokolov podría resultar brusco, desabrido y todo lo violento que cabe esperar de un delincuente ruso. Incluso, para una mujer menuda como Julia, excesivamente aparatoso. Pero desagradable, no. Ella no podía dejar de percibir que aquel gigante rubio despertaba el interés del público femenino allá adonde iba. Y en aquel momento, había provocado un pequeño revuelo entre las camareras del restaurante.
—¿Necesitas una mujer? —le preguntó ella—. Porque si es así, creo que puedes proponérselo a cualquiera de las empleadas. Estoy segura de que se ofrecerían gustosas.
—Ya lo sé —repuso Viktor vanidoso—. Y yo te aseguro que no las decepcionaría.
Julia dejó escapar una risa irónica.
—Me impresionan poco tus alardes de macho alfa.
—Pues a mí sí que me impresionas tú. Ni eres hetero, ni lesbiana, ni beata. Sencillamente, es como si estuvieses muerta.
—¿Tanto te molesta que no me interese el sexo?
—Me sorprende.
—A mí también me sorprende que seas capaz de matar a un hombre e irte a comer luego tan tranquilo —replicó Julia, furiosa.
Viktor sonrió malicioso.
—Bravo, he conseguido ofender a la mujer impenetrable —bromeó—, nunca mejor dicho.
—Eso ha sido una grosería.
—Es que soy un grosero, pero me alegro de que te hayas enfadado —murmuró, risueño—. Por un momento pensé que no te corría la sangre por las venas.
—No estoy muerta.
—En cierto sentido sí que lo estás, reconócelo. Si consideramos la atracción sexual como parte de la vida, tú estás muerta en ese aspecto. Yo, en cambio, a pesar de que estás flaca como una araña, te considero lo suficientemente atractiva como para desearte.
—Cállate —replicó Julia—. Si sigues por ese camino, yo…
El teléfono móvil de Viktor la interrumpió. El ruso miró el nombre en la pantallita y esbozó una amplia sonrisa.
—Sasha —murmuró.
Sin dar explicaciones, se levantó de la mesa y se dirigió a la salida del restaurante, dejando a Julia con la palabra en la boca y enfurecida. Ya en la puerta, él se volvió y le hizo un leve gesto con la mano. «Ahora vuelvo».
En cuanto Viktor desapareció de su vista, Julia revisó sus provisiones y decidió tomarse un par de pastillas de Trankimazin. Necesitaba subir el ánimo para lidiar con el ruso. Aquella conversación la había dejado exhausta.
Sacó el blíster con discreción del bolso, siempre mirando que Viktor no entrase de nuevo en el restaurante y la pillase in fraganti. Lo creía muy capaz de quitárselas. Además, contaría con el beneplácito del personal femenino del restaurante, que lo miraba sin entender qué hacía semejante pedazo de hombre con ella.
—¿Ya lo has conseguido?
—Me lo has puesto fácil —contestó Sasha.
—No te lo he puesto fácil, lo que pasa es que eres el mejor —alabó Viktor—. Has ido tan rápido que no he tenido ni tiempo de comer. Así que, por favor, hazme un resumen rápido. Estoy en un restaurante.
—¿Quieres que te llame más tarde?
—No, no. Además, quiero pedirte otro favor.
—Este servicio te costará caro —repuso Sasha alegremente.
—No hay problema, seré generoso. Y ahora, habla.
—Bien. —Sasha tomó aliento—. El tipo que acompaña a Martín Arístegui se llama Boris Djacenko. En este momento está en paradero desconocido y reclamado por la ley. Hay un fiscal en Suiza que tiene pruebas sobre una trama de comisiones y tráfico de obras de arte provenientes del expolio del Hermitage y de muchos otros museos. Se sospecha que tenía cuentas millonarias en bancos suizos, pero que ha conseguido desviarlas a otros paraísos fiscales.
—Menudos amigos que tiene Martín Arístegui —ironizó Viktor.
—Sí, y no es el único —prosiguió Sasha—. Boris Djacenko también tiene buenos amigos, porque en los años ochenta pasó de ser alcalde de Yakutsk, un pueblo perdido en mitad de Siberia, a ser nombrado administrador del patrimonio artístico de la Federación rusa, con sede en Moscú. De un plumazo pasó a asumir la responsabilidad de dirigir a cientos de trabajadores y de gestionar un patrimonio de millones de rublos.
—A eso le llamo yo ascensión meteórica —reconoció Viktor—. Está claro que el tal Djacenko tenía a alguien en las altas esferas que propuso su nombre. Un padrino.
—Es evidente, pero no lo he descubierto. Tendrás que darme más tiempo.
—Tómate el tiempo que necesites —dijo Viktor—. El asunto lo requiere.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Volveré a San Petersburgo —contestó Viktor—. No me queda más remedio.
—Ni se te ocurra. Es muy peligroso.
—Ya lo sé, pero no puedo huir eternamente. Además, hay gente con la que tengo que mantener una larga conversación, amigos del FSB que se alegrarán mucho de verme con vida.
—Intentarán matarte de nuevo.
—Estaré alerta.
Sasha tardó unos segundos en contestar.
—Sabes que puedes contar conmigo.
—Lo sé —dijo Viktor—. Por eso voy a pedirte no uno, sino dos favores más.
—Dime.
—Quiero información de una persona. Es una mujer española.
—¿Vive en Rusia?
—No. —Viktor dejó escapar una carcajada—. Pero vivirá.
—¿Puedo saber qué tiene que ver contigo?
—Nada. La he metido en un lío, eso es todo. Y ahora te voy a pedir el segundo favor: quiero que busques un sitio seguro para esconderla, hasta que todo esto pase. Podría ser una granja aislada en mitad del campo, pero que no esté muy lejos de San Petersburgo.
—¿Es tu amante? Debe de ser muy guapa para que te tomes tantas molestias.
—Ni es tan guapa, ni me acuesto con ella.
—Pues déjala, que se espabile.
—No se espabilará.
—Pues que se muera.
—Me ha salvado la vida.
Sasha tardó unos segundos en responder.
—¿Y por qué quieres información? ¿Crees que puede ser algún agente encubierto?
—No lo es, pero intenta descubrir lo que sea.
—No lo tengo fácil, si ella vive en España.
—Tranquilo, haz lo que puedas. Mira si está fichada por la policía, aunque no lo creo. —Viktor lanzó un suspiro—. Sí, ya sé que es como buscar una aguja en un pajar, pero me interesa, ¿entiendes?
—Te has vuelto loco, Viktor.
—Por favor…
—De acuerdo. Dime cómo se llama la chica.
—Julia Irazu Martínez.
—Miraré a ver qué encuentro.
—Busca también informes psiquiátricos… —Viktor dudó unos instantes—. Es adicta a los medicamentos.
—Definitivamente, te has vuelto loco.
Después de alojarse con el nombre de Mijail Petrov en una modesta pensión del centro de Palermo, Viktor desapareció durante unas horas. Tantas, que Julia creyó que, finalmente, había decidido abandonarla. Ella estuvo todo aquel tiempo sentada frente a la pantalla de la televisión, pasando de un canal a otro. No entendía nada, ni le importaba. Era incapaz de hacer otra cosa que esperar.
Ya había oscurecido cuando él entró en el cuarto. Estaba sudoroso, pero su rostro reflejaba satisfacción. Dejó en el suelo dos grandes bolsas y se dejó caer sobre una de las camas, que emitió un agudo chirrido. Después de comprobar que no había roto el somier, se recostó de nuevo y sacó un pasaporte del bolsillo.
—Ahora te llamarás Leonela Maldonado —repuso lacónico, tirándolo sobre la cama.
Julia miró el pasaporte desconcertada y lo tomó entre sus manos. El desconcierto pasó a estupor cuando, al abrir un documento de la República Argentina vio su foto al lado de la ciudadana Leonela Abigail Maldonado Guzmán.
—Soy yo —musitó, anonadada—. Es la misma foto que tengo en el DNI.
—Cierto. —Viktor se introdujo una mano en el bolsillo del pantalón y sacó un documento de identidad—. Toma, te lo cogí prestado.
—¿Cómo lo has conseguido? —Julia miró su DNI con cara de asombro.
—¿El qué? ¿Quitarte el DNI? —preguntó Viktor divertido—. Fue mientras me besabas apasionadamente. ¿Recuerdas? No te diste cuenta de que yo hurgaba en tus bolsillos.
—¡No me refiero a eso! —le interrumpió Julia, impaciente—. ¿Cómo has conseguido hacerme un pasaporte falso?
—Casi mejor que no lo sepas. —Viktor meneó la cabeza—. Por cierto, me he tomado algunas libertades más. Espero que no te importe.
El ruso se levantó con pesadez, y cogiendo una de las bolsas, volcó su contenido sobre la cama. Julia descubrió ropa interior femenina, unos pantalones de pana, una camiseta afelpada y un grueso jersey.
—Confieso que conseguir ropa de abrigo ha sido más difícil que hacerte un pasaporte falso. Mucho más difícil.
—Pero ¿para qué? —Julia meneó la cabeza, sin entender.
—Para que no te mueras de frío nada más llegar.
—¿Llegar adónde? —preguntó Julia con la cara desencajada—. ¿Para qué necesito el pasaporte? ¿Y la ropa de abrigo?
—Verás, Julia… —Viktor sacó del interior de su cartera dos billetes de avión.
Palermo – San Petersburgo
—¿Vamos a ir a San Petersburgo? —preguntó ella con un hilito de voz.
—Sí.
—¿Por qué?
—Es allí donde vivo.
—¡Y yo vivo en Barcelona! —graznó ella—. ¡Y quiero volver!
—Hoy por hoy es imposible —repuso Viktor—. Quizá, cuando todo esto pase… Aunque no sé, tal vez debería procurarte una nueva identidad para el resto de tu vida… ¿No te gusta el nombre de Leonela?
—¡No!
—Es muy útil —prosiguió Viktor con suavidad—. Verás, te he hecho un pasaporte argentino porque así no necesitarás visado para entrar en Rusia. Hay un acuerdo especial entre Argentina y Rusia que permite el libre tránsito de sus ciudadanos por ambos países. Siendo española solo podría conseguirte un visado de turista que tiene una validez total de un mes, y si tienes que quedarte más tiempo en Rusia, pongamos seis meses o un año, o quizá más tiempo…
Julia lo miró implorante. No podía creerse lo que estaba escuchando. Su condena a cadena perpetua.
—No puede ser —gimió.
—No te preocupes, mujer —la animó Viktor con poco entusiasmo—. No tendrás ningún problema en la aduana, no creo que los rusos distingan el acento argentino del catalán.
—No es eso —Julia se tapó el rostro con las manos—. San Petersburgo…
—Allí hace frío, no lo niego —concedió Viktor—. Pero seguro que te acostumbrarás. Todo el mundo se acostumbra, qué remedio… Además, te he comprado el jersey y los pantalones gruesos para que vayas bien preparada. San Petersburgo está bastante al norte, cerca de la zona de clima boreal. Y hace frío.
—¿Allí no correré peligro? —musitó ella intentando encontrar alguna salida—. En San Petersburgo está el Hermitage. ¡Seguro que está lleno de espías rusos!
—No vivirás en la ciudad. Le he pedido a un amigo mío que te busque un lugar seguro.
—¿Un lugar seguro? —repitió Julia con voz agónica.
—Sí, en el campo, aislada. A unos ochenta o cien kilómetros de San Petersburgo. Por ejemplo en los alrededores de Siastrói o Smiritvrhina… Es una bonita zona, cerca del lago Ládoga… Y muy sana. Así podrás curarte esa adicción que te está consumiendo.
—¿Me estás diciendo que me vas a enterrar en un pueblucho ruso? Sin mis medicinas, sin internet, sin…
—Lo que tú tomas no son medicinas, Julia.
—¡Sí, lo son! ¡Y las necesito! ¿Entiendes?
—No, no las necesitas.
—Mira, escúchame… —Julia sudaba a mares—. Iré adonde tú quieras, te lo prometo. Seré buena, seré obediente, pero tienes que prometerme que me suministrarás lo que yo te pida. Necesito cada día tranquilizantes y anfetaminas. Eso, como mínimo.
Viktor negó con la cabeza.
—Estarás sola en mitad del campo. No habrá farmacias, ni camellos a tu disposición —murmuró—. Además, yo no puedo estar contigo, ni ocuparme de irte proporcionando tus drogas. Primero, porque tengo otros problemas que resolver, y segundo, porque no quiero.
—¡Oh, Dios! ¡No lo soportaré! —Julia se pasó las manos por el rostro con desesperación—. ¡No puedo vivir sin mis medicinas! ¡No puedo!
Viktor se levantó de la cama y negó repetidamente con la cabeza.
—Pues tendrás que hacerlo, Julia —sentenció—. No te queda más remedio.
Dando la conversación por concluida, el ruso se dirigió al lavabo y cerró la puerta tras él. Julia se levantó de un salto y caminó por la habitación, cegada por la desesperación, sintiendo que un horrible final se cernía sobre ella. Se volvería loca. Eso es lo que pasaría; sufriría alucinaciones, oiría voces y al final, acabaría lanzándose al vacío. Desquiciada, se asomó a la ventana y miró hacia abajo. Era fácil. Era rápido. Puso las manos sobre el quicio e intentó tomar impulso. No pudo. Sus brazos no respondieron. Estaba aterrorizada.
Durante unos minutos estuvo así, debatiéndose internamente, intentando hallar el valor suficiente para lanzarse por la ventana. No podía, no estaba lo bastante desesperada. Dejó escapar un gemido de angustia y buscó dentro de su bolso los últimos tranquilizantes que le quedaban. Solo un blíster de Trankimazin. Sacó tres comprimidos y se los metió en la boca. No consiguió tragarlos y los masticó. Tenía la boca tan seca que formaron una argamasa espesa y le comenzaron a provocar arcadas. Horrorizada ante la posibilidad de vomitar tres valiosas pastillas, abrió la puerta del lavabo y entró con sigilo. Viktor se estaba duchando y el ruido del agua era casi ensordecedor. Julia se inclinó sobre el lavabo y bebió directamente del grifo, consiguiendo digerir el engrudo. Se incorporó, y cuando estaba a punto de salir del cuarto, vio un barullo de ropa sucia en el suelo, y sobre ella un objeto metálico. Una pistola. El corazón de Julia se aceleró aún más, martilleándole con furia dentro del pecho. El arma la atrajo con intensidad hipnótica. Eso sí, a eso sí que se atrevía… Viktor estaba al otro lado de la cortina, duchándose, y no podía oírla. Ni verla. Un disparo en la cabeza y adiós problemas. Solo tenía que apretar el gatillo. Clic. Tan fácil y rápido como accionar un interruptor y encender la luz. Clic.
Julia inspiró profundamente, intentando controlar un horrible vértigo que se había apoderado de su mente, como si estuviese subida en una meteórica montaña rusa. Las paredes del lavabo empezaron a girar con rapidez, y se recostó contra la pica del lavabo, intentando controlar una sensación insoportable de angustia, como si su corazón fuera una bomba de relojería a punto de explotar. Cerró los ojos y tomó aliento. Estaba tan cerca de su objetivo…
Un paso, otro…
La cortina se abrió de repente, y un brazo mojado la atrapó con brutalidad. Julia intentó revolverse, pero Viktor la atrajo con tal violencia que la dejó sin respiración, paralizada. Ella empezó a chillar, y el ruso la empujó con fuerza, derribándola. Julia cayó de espaldas e intentó levantarse, pero Viktor cayó sobre ella y la sujetó por los hombros, aprisionándola contra el suelo. Consciente de que había perdido su oportunidad, empezó a llorar.
—Por favor, por favor —sollozó—. Te lo ruego, haré lo que tú quieras, te daré lo que quieras, pero déjame la pistola. Yo me dispararé… Me iré de aquí, lejos, me meteré en cualquier callejón y ya está… No quiero traerte más problemas. Yo soy cobarde y no me atrevo a tirarme por la ventana. No me atrevo. Soy muy cobarde…
Julia siguió varios minutos más rogando, implorando, suplicando. Fue inútil. Viktor la mantuvo inmóvil contra el suelo, mirándola con fijeza, los ojos convertidos en dos pequeñas rendijas, las pupilas diminutas, las mandíbulas apretadas. Poco a poco, Julia fue abandonándose al agotamiento, casi desvanecida. Sus músculos dejaron de ofrecer resistencia, relajándose. La batalla estaba perdida, y el exceso de medicación estaba produciendo sus efectos. Dejó de llorar. Con la mirada extraviada y confusa, como si no consiguiera recordar dónde estaba, recorrió el techo del lavabo, bajó por las paredes y se detuvo en el rostro de Viktor, que seguía sin liberarla.
Poco a poco, como en cámara lenta, su mirada descendió por el cuerpo del ruso. En aquel momento Julia fue consciente de su desnudez. Sus ojos recorrieron el tórax, el estómago y siguieron explorando unas intimidades que él mostraba sin ningún pudor. Atrapada en aquella visión inédita, descubrió el pene, sobresaliendo entre el vello púbico.
Aun distendido, le pareció enorme.
La desquiciada mente de Julia vagó errática por los recovecos de su subconsciente. Buscó alguna posible referencia, y acabó evocando un reportaje de la National Geographic.
El rinoceronte blanco macho es el doble de voluminoso que la hembra, y la acosa por las llanuras del Serengueti, hasta que ella acepta ser montada por el persistente macho que, provisto de un miembro viril en erección de más de sesenta y cinco centímetros de longitud, la penetra y copula durante media hora larga. La hembra, exhausta…
En algún momento del documental, Julia perdió la conciencia.
Viktor la tomó en brazos, y llevándola a la habitación, la dejó con suavidad sobre la cama. Después volvió al lavabo, tomó la pistola y la escondió bajo la almohada de su cama. Se estiró y se tapó con la sábana. Apagó la luz y lanzó un profundo suspiro.
No, aquella noche no le sería fácil conciliar el sueño.
Le despertó el sonido del teléfono móvil. Abrió los ojos y vio que Julia dormía profundamente, en la misma postura en que la había dejado la noche anterior. Miró la hora. Eran las ocho de la mañana.
—Hola, Sasha. —Su voz sonó cavernosa.
—Viktor, ¿estás bien? ¿Te he despertado?
—No, tranquilo. —Viktor se sentó en la cama y estiró los músculos—. Dime.
—Tengo información de tu amiga, y también he encontrado un sitio seguro para esconderla.
—Eres el mejor —alabó Viktor—. A ver, empieza por la información.
—No te va a gustar.
—Me lo imagino. No te preocupes.
—Bien. Julia Irazu Martínez no tiene antecedentes policiales, tal y como pensabas. Así que por ahí no conseguí nada. Pero tiré del hilo de los psiquiatras y, amigo, lo que me encontré…
—Déjate de preámbulos.
—De acuerdo. Julia Irazu Martínez ha ingresado dos veces de urgencias en un hospital de Barcelona. Las dos veces por sobredosis de medicamentos. Las dos veces fue derivada a la unidad de psiquiatría.
—¿Y?
—He tenido acceso a su ficha médica.
—¿La tienes ahí?
—La he grabado en mi disco duro, no quiero enviártela por e-mail.
—Ni se te ocurra —replicó Viktor—. Dime lo que pone y destruye el informe, no quiero que corra por internet.
—Así lo haré.
—Venga, habla.
—Bien, en resumidas cuentas, el estado mental de tu amiga es terrorífico: adicción a las benzodiacepinas y al metilfenidato, entre otras sustancias. Tendencias suicidas. Comportamiento obsesivo e hipocondría. Fobia social.
—Dios santo.
—No he acabado.
—¿Aún más?
—Y peor. Posibles brotes psicóticos por sobredosis de psicofármacos. Ya sabes: alucinaciones, ideas delirantes, paranoias…
—Joder.
—Viktor, eso es locura.
—Ya lo sé.
—Esa tía está loca, ¿entiendes?
—No, no lo está. Si consigo que se desenganche, se le pasará. Estoy convencido.
—No es fácil —apuntó Sasha—. Me he documentado un poco, y resulta que la adicción a las benzodiacepinas es tan fuerte como a cualquier otra droga. Y el síndrome de abstinencia es brutal.
Viktor tardó unos segundos en asimilar aquella información.
—¿No le puedo quitar las pastillas de golpe?
—Sería la peor de las torturas. Acabaría cometiendo algún disparate.
—Entiendo. Debería desengancharse poco a poco.
—Exacto. Tendría que ir bajando la dosis paulatinamente, hasta la abstinencia total. Pero eso no se consigue en un día, Viktor. Además, supone una voluntad de hierro por parte de la persona implicada. Y me temo que, con su historial, tu amiga ha demostrado que no está por la labor.
—Lo estará.
—No lo estará.
Viktor lanzó un bufido de impaciencia.
—No quiero discutir contigo, solo quiero que me ayudes —replicó—. ¿Puedes conseguirme un poco de todo?
—Sí, será fácil —reconoció Sasha—. He investigado el tema, y resulta que en Rusia la gente también se pone morada de pastillas. Hay un próspero mercado negro en internet.
—Viva la globalización.
—¿Quieres que compre?
—Te lo agradecería.
—De acuerdo, no te preocupes —cedió Sasha—. Me ocuparé de ello.
—Saca de mi cuenta lo que haga falta.
—Ya lo sé, Viktor —aceptó Sasha—. El dinero no es problema, ya lo sabes.
Durante unos instantes, ambos se mantuvieron en silencio.
—Hay algo más.
Viktor se pasó la mano por el cabello en un gesto de desesperación.
—¿Algo más? —repitió con dificultad. Tenía la garganta seca.
—Sí. Al final del informe el psiquiatra apunta las diversas causas que, según su criterio, han podido provocar su estado actual.
—¿Qué dice?
—Te lo voy a leer, más o menos: el psiquiatra asegura que Julia Irazu Martínez muestra una actitud negativa y hermética ante el tratamiento psicológico, y no colabora en su curación. Al parecer, se niega en redondo a hablar de sí misma. Y cuando se le pide que explique algo de su pasado, se encoleriza. La irritación adquiere la máxima virulencia cuando se intenta que hable de sus padres.
Viktor recordó un comentario al respecto.
—Ella me dijo que no tenía padres. ¿Estarán muertos?
—En el informe no se especifica. Lo que sí afirma el psiquiatra es que la paciente presenta un cuadro de bloqueo emocional severo.
—¿Bloqueo emocional severo?
—Sí, Julia Irazu Martínez es incapaz de relacionarse y manifiesta un rechazo anormal por el sexo. Esos síntomas, relacionados con la actitud opositiva al intentar que hable de su pasado, apuntan a que…
Viktor inspiró hondo. Las piezas en su puzle mental empezaban a encajar.
—… fue víctima de abusos sexuales en la infancia.