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La Casa del Español
FIADO en lo que recordaba del mapa que ya dije, llegué a una buena calle que va a terminar en el puerto, en la cual algunas de las principales familias de mercaderes de Galway tienen su casa y almacenes. Por las dichas señas del dibujo creí reconocer cómo una de éstas había de ser la que venía marcada como La Casa del Español, que imaginé le vendría el nombre de ser en la que moraba algún mercader de esta nación.
Llamé a su puerta con harta prevención por tres veces y aguardé suspenso por ver lo que ocurriría. Al cabo, me abrió un servidor que me preguntó quién fuera yo.
—¿Es ésta la que nombran Casa del Español? —pregunté a mi vez al criado.
—¿Quién quiere conocerlo? —Se recató él conmigo.
—Uno que es criado de un español que me dio las señas de esta casa para que viniera aquí a buscarlo…
El criado quedó muy confundido, cual si no supiera qué más preguntarme ni tampoco osase fiar en mí, que acaso estuviera bien instruido de su dueño y malició no fuese yo un espía del gobernador. Tan turbado como él me hallaba yo, y sin saber qué hacerme, pues temía fuese aquello una treta para prenderme y que me perdería si revelaba mi nombre.
Mas cuando estábamos los dos mirándonos sin atrevernos a decir más, vide acudía a la puerta una doncella que debía de haber escuchado lo que nosotros hablábamos.
Apenas contemplé el modo en que caminaba ésta hacia donde yo me hallaba me dio un vuelco el ánima, que parecía querer salírseme por los ojos cuando reconocí era Doña Isabel. Vestía una ropa de la misma hechura que la que mi carcelero me había entregado, por lo que, además de descubrírseme cómo seguía ella viva, se me reveló también que debía de ser la misma con la que se había concertado se arriesgase a entrar en la cárcel por sacarme a mí de mi prisión.
Luego que ella me reconoció también, despidió al criado y cerró la puerta tras de mí, todavía confusa por verme ya adonde no debía haber llegado yo sino unas horas más tarde. Todo ello, la confusión, el contento que le daba verme con la vida, el miedo y la sospecha de que no fuera yo real, apareció tan clara y reconociblemente en sus ojos, que yo quedé del mismo modo turbado y sin saber cómo comenzar a explicarme.
Pero, al fin, aunque atropellado y sin concierto, le fui refiriendo cómo se había presentado en mi celda el que ella seguía conociendo por el nombre fingido de Juan O’Dour, la orden que traía del gobernador de llevarme a la casa de éste, cómo me liberó luego y las razones que me dio para hacerlo.
—Confiaba en que Nuestro Señor nos había puesto a este hombre en nuestro camino por favorecernos —dijo ella después de entender mi relato—, y ha resultado ser como yo lo sentía, que aunque le tentó el diablo como hizo con judas, ha venido luego a ser como San Pablo, que tras ser porfiado perseguidor del nombre de Cristo salió después por su mayor defensor…
Me tomó entonces las manos con mucha devoción, que al estrechármelas ella fuerte me dolí yo de mis muñecas tan maltratadas de la soga que me dieran en mi prisión. Y al ver esto Doña Isabel, me las alzó hasta sus labios y fue besándolas y derramando tiernas lágrimas en ellas que tuvieron el efecto de apagar el dolor como si fueran bálsamo del mejor médico.
Así, sin saber qué decirnos, pues era tanto lo que habíamos de contarnos y, a la vez, tan poco que no pudieran decirlo más elocuentemente los ojos, permanecimos juntos hasta que apareció luego el dueño de la casa, que era un Gaspar de Zuazo, mercader español, a quien su criado debía haber ya advertido de mi llegada.
Doña Isabel le comunicó en los más breves términos el suceso y cómo no era ya menester ejecutar la traza que tenían concertada.
—Pues no nos paremos ni a dar las gracias a Dios por este buen suceso —concluyó Zuazo— que Nuestro Señor ayuda a quien se ayuda de sí y ya habrá tiempo de dar albricias. Partámonos luego que no hay mejor momento que el presente para hacerlo.
Me condujo entonces el dicho Zuazo hasta el muelle y barco en que ya esperaban el capitán, el padre Alderete y un irlandés nombrado Patricio Bostok, que se alteraron y alborozaron mucho al verme con la vida y entender la historia de cómo había escapado a mi prisión.
El capitán, que como a más que a hijo suyo me estimaba, me abrazó y miró muchas veces, pues no me había vuelto a ver desde que, hacía casi un año, pasé yo por París camino de embarcarme en Lisboa.
—Hijo, os dejé ir como mozo y soldado bisoño —me dijo estrechándome contra sí— y os vuelvo a hallar como hombre plático y que ha pasado por tantos trabajos como otros no los pasarán en todo el discurso de su vida, ¡que hasta por rey de Irlanda os tienen muchos!
Mas como a mi señor no se le apartaba aún de la cabeza el temor de que el Robledo pudiera penetrar de algún modo la traza, después de mostrarme así su contento, añadió:
—Nuestro Señor nos dé buen viento para partirnos ya de aquí y nos libre de las asechanzas de mi enemigo Robledo. Pues es éste persona que posee muchos oídos y tiene personas que en todas partes le avisan de cuanto pasa —explicó Forcada—, que parece tenga al diablo de su parte, y así no quedaré yo sin cuidado hasta que vea esta nao partirse y navegar muy lejos de esta villa. Que aunque conocen vuestras mercedes cómo temo yo navegar, y que con sólo poner pie en nave me vienen gran temor y unas bascas que me matan, os juro que en toda mi vida había deseado tanto ver moverse a éste en que estamos embarcados…
Por abreviar la partida, dio orden el Zuazo al capitán del barco, que entendí se nombraba Domingo Cárrega, que pues ya estaba la tripulación a bordo y prevenida para zarpar, pusiera todo en orden para que nos partiéramos al punto.
Pero entre el tiempo que llevó desamarrar y tender las velas, y que el viento terral soplaba aún con poca fuerza, pasamos un bien ingrato espacio de tiempo sin atrevernos ni a mirarnos los unos a los otros, por no revelar cada cual la inquietud y angustia que sentía en su pecho. Que la sola persona que se mantenía aún serena era el padre Alderete, con su rosario entre los dedos, rezando con calmosa entonación una oración tras otra.