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La Trinidad

COMO poderoso señor que mueve las fantasmas del sueño, quiso el diablo que ni en este trance en que tanto menester tenía yo de descanso hallara completo reposo. Pues acaso por obra de la gran hambre que padecía, se me acuerda haber soñado hallarme otra vez en Lisboa, la madrugada del lunes 25 de abril de aquel mismo año de 1588.

Me veía de nuevo formado con mi compañía de mosqueteros en la gran plaza de esa ciudad, frente al palacio del virrey, tiritando de frío y sin haber probado bocado desde el otro día. Frente a mí, el frío Tajo, y sobre él, recortándose como gigantescas sombras, los innumerables navíos de la grande y felicísima armada que nuestro señor, el rey Felipe segundo de este nombre, había juntado en Lisboa para expugnar Inglaterra…

Vide otra vez salir de su palacio con gran pompa al cardenal archiduque Alberto, virrey de Portugal, junto al duque de Medina Sidonia, capitán general del mar océano, al que seguían los capitanes de las escuadras que formaban la armada destinada a castigar la osadía y malas obras de la reina de Inglaterra. Con los capitanes de las más de las naos, los maestres de campo y oficiales de las compañías embarcadas en la flota, y caballeros muy principales que habían acudido de todos los reinos de la monarquía a servir en esta jornada, se compuso, camino de la catedral de Lisboa, la más gallarda procesión que nunca se haya contemplado.

Llegados a la catedral, mientras el coro cantaba, el cardenal archiduque entregó solemnemente al duque de Medina Sidonia el estandarte real que se alzaría en su capitana, el galeón San Martín. En ese mismo momento se nos ordenó disparar salvas al aire en la plaza. A continuación, todos los barcos de la armada dispararon tres cañonazos, atronando la ciudad con su ruido. A mí me brincó el corazón de orgullo, figurándome que el viento llevaría tal estruendo a los oídos de la hereje reina de Inglaterra, como desafío y advertencia cierta de que sus pecados tendrían pronto y cumplido castigo.

Más tarde vide pasar con la procesión que volvía de la catedral al abanderado montando un caballo blanco. Sostenía con gallardía el estandarte agitándose al viento. En el centro, el escudo de España, flanqueado por las imágenes de la Virgen y de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. En una voluta, inscrito en latín, el ruego Exurge Domine et Vindica Causam Tuam: «¡Levántate, Señor, y vuelve por tu causa!». Jinete y caballo avanzaban por la plaza como una reencarnación de Santiago, que a tantas victorias había conducido a las armas de España.

Más tarde mi sueño me llevó hasta tres meses después, en el fondeadero de Calais, en Francia. Era la noche del domingo 7 de agosto. Sin noticias ciertas de la llegada de la flota del duque de Parma, que había de unirse a nosotros para desembarcar en Inglaterra, Medina Sidonia había ordenado no pasar adelante y aguardar nuevas del duque. A nuestras espaldas, toda la armada inglesa, que sumaba centenar y medio de velas, se movía en la noche, como el zorro que acecha su ocasión.

Pasada la medianoche se levantó un viento vivo del sur. Los vigías de mi nave, la Trinidad Valencera, dieron el grito de alarma: brulotes. Subimos a cubierta y acertamos a distinguir unas luces a lo lejos, que a medida que se iban acercando se convirtieron en la imagen de barcos en llamas. Navegaban muy juntos y en orden, como si una mano invisible los condujera hacia nuestra posición.

Un veterano español que estaba a mi lado comenzó a musitar una oración y repitió dos veces: «¡Líbranos señor de estas máquinas infernales de Gianbelli!»

Los ardientes brulotes, sin tripulación, siniestros e implacables, las velas desplegadas, eran arrastrados directamente hacia nosotros por la triple fuerza del viento, la marea y la corriente del Canal de la Mancha. Podíamos distinguir ya el fuego trepando por sus cordajes.

Llegó una barcaza de aviso enviada por el duque de Medina Sidonia ordenando que no rompiéramos la formación de la armada, que había enviado unas pinazas al paso de los brulotes para aferrarlos y desviarlos de su fatal camino. Debíamos aguardar la señal de la capitana para, si no quedaba más remedio, levantar las áncoras, apartarnos de la trayectoria de los barcos incendiarios y mantenernos de bolina antes de regresar de vuelta a nuestra posición inicial.

Pero los más avisados recordaban bien el sitio de Amberes y los navíos de Gianbelli que estallaron sobre el puente levantado por el duque de Parma sobre el Escalda llevándose la vida de más de ochocientos hombres. Si aquellos ocho brulotes que se nos acercaban iban armados de las mismas minas infernales, ninguno quería quedarse allí para morir.

Escuché al piloto discutir a gritos con el capitán la orden del duque de Medina Sidonia de mantenernos a la espera:

—¡Si algún daño nos viniese —vaticinó el piloto—, acordaos de la suerte que corrió el navío de Don Pedro Valdés, que con ser general principal de esta armada, el duque lo dejó abandonado a su suerte para que lo batieran a su gusto los ingleses!

Dos de las pinazas enviadas por el duque aferraron con sus arpones a dos de los brulotes más cercanos a nuestra armada. Con maestría los apartaron de su camino y los obligaron a seguir la fuerza de la marea que los arrastraba hacia la costa, lejos de nosotros.

Otras dos pinazas intentaron hacer lo mismo con otro de los barcos incendiarios que se nos echaba ya encima. Por la proa, un marinero lanzó su arpón para aferrarlo cuando, de repente, los cañones del brulote, cargados con sus balas y recalentados por el fuego que los consumía, comenzaron a disparar al azar. El marinero del arpón cayó al mar en medio de un resplandor de chispas, no se sabría si derribado por una bala o fulminado por el terror.

Entonces, la confusión se apoderó de todos. No había tiempo ya ni para levantar anclas. Nuestro capitán no dudó más y dio orden de cortarlas y apartarse cuanto antes del camino de los seis brulotes que ahora se nos venían irremediablemente encima. A hachazos desesperados, que fue milagro no se despedazaran entre ellos, tres marineros a la vez cortaron el ancla mayor de la Trinidad.

El barco viró entonces y puso popa para alejarnos cuanto antes de allí. Sin embargo, uno de los brulotes, echando chispas, tal vez con las balas de sus cañones ya disparadas, pasó tan cerca de nosotros que hubiese podido asar sardinas en su fuego con sólo alargar el brazo.

A la mañana siguiente, la armada se había dispersado. Los ingleses, al ver por fin rota la compacta formación contra la que se habían estrellado sus anteriores dentelladas a lo largo del Canal, se lanzaron sobre nosotros como una jauría hambrienta. Manteniéndose a distancia de culebrina, nos cañonearon todo cuanto pudieron. Pero aunque nos taladraron a balazos, ni aun así lograron echar a fondo sino unos cuantos de nuestros navíos, ni osaron venir a las manos con nosotros como les pedíamos, cubriéndolos de insultos por su cobardía: tanto podía en su ánimo el temor de vérselas cara a cara con españoles.

A pesar del brutal ataque, la armada recompuso su formación mientras el viento cambiaba al Norte y nos arrastraba hacia el mar de ese nombre y los temibles bajíos de la costa flamenca, en los que toda la armada, ahora de nuevo reunida, corría el peligro de embarrancar y destrozarse.

Los ingleses no se atrevieron a seguirnos, seguros de que lo que no habían podido hacer ellos con sus balas lo completaría el viento del este-nordeste y la fuerza de la corriente que nos llevaba irremisiblemente hacia los bancos de arena de Zelanda.

Puestos a morir sin remedio, mejor era hacerlo luchando. El duque de Medina Sidonia envió orden de detener la marcha y mandó algunos galeones a retar a los ingleses al combate. Mas éstos mantuvieron la distancia rehusando abreviar nuestra desgracia, codiciosos de sus propias vidas, ansiosos por asistir a nuestra ruina.

La armada continuó así avanzando hacia su destrucción. El agua del mar cambiaba de color rápidamente, cada vez más clara. La sonda marcaba siete nudos, luego sólo seis. Nuestro calado era de cinco. En unos minutos encallaríamos en la trampa de los bancos de arena y las olas, los ingleses y holandeses al acecho nos destrozarían. De hecho, era un milagro que aún ninguna nave hubiera encallado.

Y de pronto quiso Nuestro Señor que sucediera lo impensable. El viento cambió caprichosamente y la brújula viró por completo. Del este —nordeste que nos arrastraba hacia los bajíos zelandeses, la aguja giró al oeste— suroeste.

La armada abandonó la peligrosa proximidad de la costa y se internó en el mar del Norte seguida a cobarde distancia por la flota inglesa. El viento nos conducía a la parte septentrional de Inglaterra y a Escocia. Medina Sidonia reunió a los capitanes y acordó que si el viento cambiaba en los siguientes cuatro días, la armada regresaría en busca de los ingleses a pesar de que las municiones escaseaban y de que muchos de nuestros mejores galeones estaban acribillados y con el aparejo destrozado. En otro caso, bordearíamos Escocia e Irlanda y regresaríamos a España, si no con la victoria, al menos con los barcos del rey.

El 11 de agosto el viento seguía arrastrándonos al norte. Por excusar el agua y los alimentos para la gente, se ordenó echar al mar los caballos y las mulas que debían de haber llevado la artillería al desembarcar en Inglaterra. Arrojadas las pobres bestias al mar, era lástima escuchar sus relinchos, y contemplar sus tristes esfuerzos por sobreponerse a las olas, esforzándose por seguir la estela de las naves mientras iban desfalleciendo y ahogándose en el desamparo.

Entre el 13 y el 18 de agosto el tiempo empeoró y comenzaron a desatarse sobre nosotros violentas tormentas que ya no nos abandonarían. Pasábamos todo el día empapados y tiritando, achicando agua con las bombas. Las galletas estaban en mal estado; la carne y el pescado en salazón, podridos; y el agua, incluso severamente racionada, no daría para más allá de un mes.

El 23 de agosto perdimos contacto con el resto de la armada. Nuestra Trinidad, el Castillo Negro, la Barca de Hamburgo y el Gran Grifón quedaron aislados en algún punto al noroeste de Escocia. Durante una semana, como criaturas perdidas en la oscuridad que se agarran las manos para aliviar su soledad, se mantuvo cada nave a la vista de las otras. El primero de septiembre la Barca de Hamburgo no pudo más y disparó un cañonazo de socorro. El Gran Grifón y nuestra nao recogieron a su tripulación, más de trescientos hombres, justo antes de que la Barca se fuera a fondo. Ahora éramos más bocas que alimentar, más agua que consumir, más enfermos que contemplar mientras agonizaban.

El 3 de septiembre una borrasca nos separó definitivamente de nuestros únicos compañeros en este mundo y no volvimos a saber nada más del Castillo Negro y el Gran Grifón. Durante dos semanas más navegamos solos en medio de esa nada de lluvia y vientos desatados. El ancla mayor que dejamos en el fondo del mar en Calais fue la que nos faltó cuando las tormentas nos hicieron escorar en un arrecife de la desconocida costa de Irlanda. Mas aún debo dar muchas gracias a Nuestro Señor y a Su Bendita Madre por haber permitido que tomara tierra con la mayoría de la tripulación antes de que el casco de nuestra nao Trinidad se partiera en dos y se destrozara luego contra las peñas.