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El crucifijo

DESPUÉS de escuchar los relatos de las desventuras de aquellos compañeros que Dios había puesto en mi camino, como los viera con peor fortuna que la mía, compartí con ellos el poco sustento que tenía y, mientras comíamos aquella pobre cena, también hube de satisfacer la curiosidad que los tres sentían por conocer cómo había conseguido aquella manta que me cubría y que ellos, en su desnudez, estimaban más que si fuera oro.

—Fue regalo de aquella anciana que encontré con sus vacas, como a vuestras mercedes ya referí —les repliqué—, la cual me dio también este cuchillo que veis. Mas fío yo más en éste que en la manta, pues que la pueblan tantos piojos y tan voraces, que en tres días que llevo con ella creo que me han desangrado más que lo haría un cirujano.

Rieron ellos de buena gana la ocurrencia y al acabar nuestra cena, que fue menos de lo que se tarda en santiguarse, pregunté qué camino tenían intención de tomar al día siguiente.

—Nuestro intento es probar a alcanzar juntos adonde no fuimos bastante cada uno por sí para llegar —me respondió el Grilli en nombre de los dos venecianos—, que es al castillo de Dunhort, donde mora el obispo Cornelio.

Aunque la esperaba, su respuesta me contrarió, pues había empezado a confiar en que haría en compañía de mis tres nuevos camaradas la jornada que tenía pensada hasta las tierras del señor de O’Cahan, y así se lo confesé con toda llaneza.

El capitán Mosquera estuvo de acuerdo conmigo y abogó por que los marineros siguieran mi opinión:

—Tanto más espero yo de la jornada que nos propone este mozo borgoñón que del intento de volver nuestros pasos al castillo de ese obispo —argumentó el español—, pues que a nuestro paso por él, como recordará el señor Horacio por haber estado presente, recuerdo aún cómo no se mostró ni franco ni derecho con nuestro maestre de campo, que cuando éste mandó fuéramos a hablarle y nos dejara ampararnos en su fortaleza, el dicho Cornelio nos pidió tiráramos con los cañones que llevábamos contra ella, con la excusa de fingir que la rendía por fuerza y que los ingleses no se lo tuvieran por traición que les hacía.

—Así es la verdad —asentí yo en apoyo del capitán—, que en el tiempo que gastamos en estos parlamentos con el obispo se llegaron tan cerca de nosotros los ingleses que siempre tuve sospecha si no fue ardid suyo para entretenernos y dar en tanto aviso a nuestros enemigos.

—De haber señoreado aquélla tan buena fortaleza —continuó Don Julián—, con ser nosotros más de cuatrocientos hombres mandados de tan buenos capitanes, no faltándonos las vituallas que podríamos haber tomado de la comarca, ni con diez veces más herejes que le hubieran puesto sitio nos habrían hecho rendir, y menos estando en estas partes tan cercano el invierno, que los ingleses hubiesen tenido al poco que levantar el cerco y partirse a sus cuarteles y nosotros quedado dueños del campo…

Di la razón al capitán con sentimiento, pues desnudo e indefenso como lo veía ahora, comprendí cuánto debía de aliviar su pena el pensar por un momento en cuánta mejor suerte y mayor honor podía haber hallado, a la cabeza de sus soldados, luchando como un hombre, y acaso muriendo como tal, evitando así caer en el mísero estado en que al presente se hallaba.

Horacio estuvo de acuerdo en que, acaso por el temor de ver tantos españoles armados a la puerta de su casa, el obispo no había actuado con la llaneza exigible a un católico, pero razonó:

—Con ser esto como Don Julián dice, de los salvajes que me recogieron reducido yo a la mayor miseria y con la cabeza abierta por la causa que ya dije escuché el consejo de que me partiera a las tierras del obispo, que me certificaban me ampararía como había hecho con otros españoles y podría pasarme en Escocia, y tengo éste por el más cierto y mejor consejo que podemos tomar.

Su compatriota Lorenzo dijo lo mismo, y con alguna cólera que no entendí de dónde nacía, añadió que siguiésemos nuestro camino el capitán y yo a esas tierras del tal O’Cahan y lleváramos buena ventura, que por ningún respeto él pensaba apartarse de su determinación de partirse al castillo de Dunhort.

Por sacar de su ceguera a los marineros les conté entonces lo que me refirió la anciana. No mencioné las extrañas palabras que yo había creído tocaban a mi señor Don Juan de Forcada y a su enemigo Robledo, por no ser a propósito entre quienes de éstos nada conocían. Pero sí les conté lo demás: el aviso que me dio de que debía buscar refugio en la tierra del señor de O’Cahan y la profecía de que yo habría de volver a aquellas partes y dejar linaje que libertaría a los católicos de esta isla de la opresión de los herejes. Y como muestra de que lo que les decía era verdad, les enseñé también el crucifijo que la vieja me diera y que había ocultado yo hasta entonces bajo la manta que me cubría por no despertar la codicia de alguno de ellos.

Los tres observaron con cuidado el crucifijo y alabaron mucho su antigüedad, su belleza y buena factura, que el Horacio dijo era joya rara que podía valer más de mil escudos. Pero en cuanto a la profecía de la anciana, los dos marinos se burlaron de ella y dijeron no era sino cuento de vieja loca y que no cambiarían su parecer por cosa tan sin fundamento.

De esta manera se dividieron nuestras opiniones, y como no se veía modo de hacer cambiar el propósito de los dos de Venecia, el capitán Mosquera y yo nos quedamos hablando aparte de cómo al día siguiente haríamos solos nuestra jornada.

Luego, enterrados entre los haces de avena por protegernos del frío, dormimos descuidados, decididos a partir cada grupo por su lado a la mañana siguiente.

Pero Dios había dispuesto otra cosa, pues antes de que amaneciera se presentaron en aquellas chozas unos salvajes que habían venido cerca de allí a trabajar y segar el campo.

Uno de éstos entró en nuestra choza a mirar su avena, y sin atrevernos a resollar, nos escondimos los cuatro entre los haces fingiendo que nadie había allí.

Aunque al poco se marchó éste a su quehacer, comprobamos luego que no había modo de salir de la choza sin ser sentidos, y no fiando de la intención que pudieran llevar estos labradores si nos descubrían, nos quedamos escondidos en la choza y aguardamos a que se fueran, que ellos no lo hicieron hasta que se puso el sol y después de haber echado sobre nosotros tantos haces de avena que apenas podíamos ya respirar.

Con la luna dejamos las chozas y nos partimos el capitán y yo por una parte y los marineros por otra, deseándonos toda la buena suerte, aunque algo sentidos cada grupo con el otro por no haber seguido su opinión.

El español y yo caminamos día y medio hacia el este por un áspero monte, sin pararnos más que para comer unos berros y moras que nos habían quedado como único sustento.

Con las piernas rotas de tanto andar y fatigados de la falta de sueño, cuando ya estaba cerca el amanecer del segundo día, al fin hicimos un alto y nos arrebujamos junto a unas peñas. De los haces de la choza y de unas esteras que allí encontramos nos habíamos hecho el capitán y yo algo con que cubrir la desnudez, compartiendo la manta que me diera la anciana, que nos turnábamos en usar para combatir el frío. Al echarnos a dormir, el capitán y yo nos juntamos para darnos calor y que la manta nos cubriera a ambos, y como llegamos tan quebrantados, al punto nos venció el sueño.

Si nuestro sueño fue profundo y pacífico, el despertar fue el mismo infierno, pues nos hallamos rodeados de soldados ingleses y cada uno de nosotros con la punta de una alabarda clavada en el cuello.

Cuando a golpes nos sacaron de nuestro refugio entre peñas y nos bajaron a un altozano que allí cerca había, nos encontramos con que los ingleses llevaban también cautivos y muy maltratados a los dos marinos de los que nos despedimos dos noches antes.

Viéndolos allí el capitán español, entendió que debían haber sido éstos los que denunciaron a los ingleses el camino que nosotros dos llevábamos, y con gran cólera les llamó perros traidores, horadados y vende amigos, todo ello en su misma lengua italiana, que conocía, y para que le comprendieran bien.

Los ingleses tomaron entonces al capitán, lo amarraron y dejaron desnudo y empezaron a torturarle metiéndole los pies en un fuego que hicieron. Mientras dos le sujetaban para que no pudiera escapar, otro le alzaba y bajaba los pies que le habían atado con una soga.

Primero le preguntaron dónde se escondían los otros españoles que les habían declarado los marineros llevaba consigo camino de las tierras del rebelde O’Cahan, que todo debía ser invención de los venecianos para cebar a los ingleses con ese embuste y que no los mataran a ellos en el momento.

En tanto hacían esto con Don Julián, un irlandés luterano que parecía ser la guía de los otros y tener mucha autoridad entre ellos, se vino a mí y con toda cortesía me preguntó llanamente qué profecía era aquella que me había hecho la anciana, declarándome que le habían hablado de ella los dos marinos.

Como no veía qué tenía que perder con contarla y pensaba que acaso haciéndolo les aplacaría y dejarían de atormentar al capitán, se la referí punto por punto.

Mi declaración pareció complacerle y ordenó dejaran de dar tormento a Don Julián, a quien los dolores de la tortura le habían hecho perder la conciencia. A continuación me pidió le mostrara el crucifijo del que le habían hablado los venecianos.

Al verlo con sus propios ojos su rostro cambió, y aunque lo miró con mucho cuidado, no se atrevió a tocarlo, tal fue la impresión que le hizo. Escuché que hablaba entre sí y decía:

—Nunca pensé que el crucifijo y la dama borgoñona fuesen sino fantasma de rústicos ignorantes, mas ahora aquí lo veo ante mí.

Siguió haciéndome preguntas de cómo había llegado hasta allí, cuál era mi nombre y la calidad de mi persona, que cuando escuchó era yo natural de Borgoña se espantó cuanto no puedo representar a vuestras mercedes y me observó como si yo fuera una quimera.

Después de meditar un momento entre sí, el irlandés me preguntó luego si yo conocía la profecía que corría por la isla acerca de una Dama de Borgoña, y como yo le replicara que no conocía más de lo que le acababa de referir, se quedó muy contrariado y como si no supiera qué partido tomar.

—¿En qué parte conocisteis a esa dama? —me interrogó a continuación.

—No conozco el país y lo sólo que os puedo decir es que fue cerca de un bosque que está junto a una antigua abadía despoblada, a cuatro o cinco jornadas de aquí —contesté.

Con estas palabras mías, que acaso jamás debiera haber pronunciado, él pareció determinarse al fin. Ordenó a los ingleses que le acompañaban que me vigilaran muy de cerca, pero que no me tocaran un solo cabello, pues habían de llevarme ante el virrey de Irlanda. A los desventurados venecianos y al capitán Mosquera ordenó los degollaran, por ser aquel monte sin árboles de que pudieran colgarlos.

—Suplico a vuestra merced, si en algo le puede servir mi vida, perdone la suya al español y a estos marineros, que de otro modo prefiero correr yo la misma suerte que él —rogué a aquel irlandés con lágrimas en el rostro.

—A su debido tiempo quizá la corráis —me replicó—, mas no antes de que os presente al gobernador Richard Bingham.

Y dejándome custodiado por sus hombres, fue a encargarse de que se cumpliera su orden homicida, la cual se ejecutó al punto ante mi aterrada mirada. Que aún veo en sueños el rostro de aquellos pobres venecianos cuando la espada les rajó el cuello, y el único consuelo que hallé es que al menos el capitán Mosquera nada sintió en su horrenda muerte, pues de los tormentos de antes se había desvanecido su conciencia y murió sin saber que lo hacía.