16

El secreto de Doña Isabel

NO debe vuestra merced tomar agravio de mí ni, por descubrir mi verdadera condición de mujer, sentirse burlado —comenzó a decirme la nueva moza—, que no fue mi intención ni mi gusto engañaros y burlaros, y si me concedéis la ocasión, sabré daros cumplida explicación de lo que como mujer me avergüenza y como cristiana me pesa.

Nada supe yo replicar a estas primeras palabras suyas, pues además de estar aún confundido por la revelación de su nueva figura, se me mostraba ahora con una voz tan distinta a la que yo le conocía, que la belleza de la una y de la otra me tenían suspenso y maravillado, que es privilegio de la hermosura prendar y dejar mudo, hiriendo, con sólo mostrarse, a un tiempo los ojos y el ánima.

—El mozo Martín de Ayala a quien conocisteis y tratasteis, de quien recibisteis la asistencia y amistad que entre compañeros se usa, y a quien correspondisteis con amistad igual y al que cuidasteis con desvelos que le han guardado la vida hasta aquí, los cuales os agradezco y estimo como no podría encarecer, ese mozo fingido, digo, es la doncella que tenéis ante vos. Que mi nombre verdadero es Isabel de Ayala, natural de la villa de Alcalá, en España, de donde partí muy niña a Italia por haber de desempeñar mi padre allí diversos empleos como ministro de su majestad, el último y que al presente le ocupa, el de embajador ante la persona del duque de Saboya, yerno de nuestro rey.

»Que por no alargar más de lo preciso mi historia y no manteneros en el suspenso y perplejidad que os veo, bastará con decir que nací de padres tan nobles que pocos les aventajan en España en esclarecido linaje, y me crié, como hija de tales padres, sin que a mi fama de doncella honesta y virtuosa pudiera ninguna lengua poner tacha con justo motivo, hasta llegar a los años que ahora tengo que son los veinte.

»Ocurrió, sin embargo, que hará cosa de dos años, que lo recuerdo porque fue en el tiempo en que nació el príncipe de Saboya, hijo de los duques, llegó a la ciudad de Turín, donde yo vivía con mis padres, un gentilhombre español que venía a ocuparse en ciertos negocios suyos. Sin que yo hubiera de mi parte dado motivo alguno para ello, el dicho caballero se prendó de mi persona y empezó a ponerme asedio como si yo fuese plaza que él había de tomar. No dejó medio por emplear para solicitar mi favor, ni importunación por la que mostrarme cómo me adoraba y el daño que mi desdén le hacía. Por medio de sus criados me enviaba letras y presentes que yo al punto le devolvía, sin que en muchos meses que duró su porfía obtuviera de mí más palabras que unos renglones que al fin le escribí representándole lo que sus galanterías me fatigaban y rogándole me olvidara y lanzara sus dardos en otra parte.

»Por no dar pesar a mi padre y que no cayera en alguna cólera por causa que tan poco lo merecía, procuré disimular ante él las acometidas de tan ahincado como no deseado galán. Mas vino al fin aquél a entender la instancia y demasía con que el dicho español solicitaba mis favores, y determinó valerse de la privanza y amistad que con el duque tiene para hacer que desterraran de Turín a mi asediador, lo que sin tardar se cumplió. Pero no por ello abandonó el otro su empeño, sino que acaso porfió más en él, y aun desde la villa en que se instaló, distante algunas leguas de Turín, continuó enviándome cartas y regalos.

»Yo lo tenía por loco y en nada estimaba las letras que me escribía, pero tal vez por despecho, empezó luego él a escribirme unas en que, con oscuridad y sin declararlo por lo llano, me daba pie a pensar conocía algunos secretos tocantes a mi honra y origen.

Isabel hizo entonces una pausa y bajó los ojos, como si el recuerdo de aquellas cartas y su contenido aún le pesaran y sobrecogieran, y le avergonzara repetirlos ante mí. Viendo yo su turbación, le pedí que no siguiera contándome algo que tanto pesar le daba, que nada de reprochable hay en guardar para sí lo que al honor propio y de los padres concierne. Pero ella, tras suspirar, continuó:

—Por la bondad que me mostráis y porque palpéis la poca intención que tuve yo de burlaros, además de porque conozco vuestra nobleza y que de la pureza de vuestro pecho sólo me puedo prometer el mayor favor y compasión, seguiré mi historia y os declararé con franqueza lo que a mi pecho tanto le hiere y mi lengua traba. Que es que este dicho gentilhombre me confesó, aun con la dicha oscuridad de palabras, era natural, como mi madre y yo lo somos, de la villa de Alcalá, donde él había pasado la mayor parte de su vida. Y que por tener él sus deudos y amigos allí, conocía bien cierto cuento que había circulado por Alcalá al tiempo que yo nací, y que era éste.

»En la universidad que da lustre y nombre a esta villa de Alcalá estudiaba en otro tiempo un joven gentilhombre de la mejor cuna, de cuya discreción y cristianas costumbres todos se prometían los mayores premios para lo porvenir. El dicho caballero vino a entender un día cómo su hermano primogénito y mayorazgo de su casa estaba enfermo de unas fiebres que lo habían de acabar en poco tiempo. Sus padres le reclamaron entonces que volviera con ellos y consolase con su compañía la pérdida del hermano. Pero bastó que le llegara la nueva de la mortal enfermedad del primogénito de su casa, para que el estudiante se diera ya por heredado y mudara del todo sus antiguas costumbres, que todo lo que había sido digno de alabar en sus pasados hechos, se mudó al punto en viciosos hábitos y malas compañías, desterrando de su lado las de los virtuosos compañeros que hasta entonces había frecuentado. Pidió préstamos que avaló con la promesa de su próxima riqueza, y comenzó a gastar sin tasa en las mejores ropas y caballos y criados, luciéndose por todo Alcalá como gentilhombre de la mayor fortuna.

»Estaba prendado este estudiante, desde hacía algún tiempo, de una doncella de la misma villa, famosa por su hermosura y discreción, hasta quien en su anterior pobreza no había osado alzarse, pero a la que en la hora de su nueva fortuna se propuso lograr por el más honesto modo, que fue pidiendo su mano a los padres de ella, no menos nobles que los suyos. Aceptaron los padres de la doncella su pretensión, pensando unir nombres y fortunas de dos tan ilustres casas, hiciéronse las amonestaciones, y se fijó la boda para después de pasado el luto por la muerte del hermano.

»Mas en tanto, llegó al caballero noticia de que su hermano había sanado como por milagro, y antes que la nueva se corriera por Alcalá, determinó él gozar a la doncella de la que estaba tan locamente enamorado. Valiéndose del engaño y sacando ventaja de la ingenuidad que, por la poca experiencia y años, aquella señora tenía, aprovechó la primera ocasión que se presentó para hacerla salir en secreto de la casa de sus padres y casó con ella en una ermita fuera de la ciudad, con excusa de que el amor que por ella sentía no podía sufrir la espera de tan largo espacio de tiempo como había de pasar hasta que se levantara el luto que he dicho.

»Antes que saliera a la plaza pública la salud recobrada del hermano y cómo el estudiante no había de heredar ningún mayorazgo, consumose luego el matrimonio con todo el secreto posible, que persona en Alcalá no lo sospechó fuera de los testigos de la boda. Conociéronlo después sus acreedores, que reclamaron lo prestado; sus nuevos compañeros de vicios, que corrieron en busca de otra bolsa que mejor los sustentase; y la dama y sus padres, que se afrentaron como se puede imaginar de la deshonra que se les había hecho. Lo conocieron también, al fin, los propios padres del gentilhombre estudiante, que se escandalizaron mucho del proceder de su hijo, y como eran tan limpios de sangre como celosos de su honor, determinaron guardar la palabra dada de matrimonio y casar al hermano primogénito con la doncella burlada, como luego se hizo con grandes celebraciones.

»Quedó el caballero deshonrado, y tras protestar en vano contra la determinación de sus padres y hermano, pues seguía amando a la dama, hubo de salir de Alcalá, de noche y a escondidas como delincuente. Mas no se conformó él con ver a la señora que tenía por su esposa casada con su hermano, y acaso por vengarse de él, puso pleito contra el mayorazgo de éste, alegando cómo el primogénito había sido concebido antes del matrimonio, siendo por ello ilegítimo de todo derecho, y que por lo tanto los títulos y señoríos familiares le correspondían a él. El disgusto que este proceder y mala nota que en su limpio linaje ponía, les fue acabando pronto la vida a sus padres, que el padre murió al tiempo que sucedía lo del pleito declarando no lo tenía ya por hijo suyo, y la madre lo siguió a la tumba algunos meses después, de lo que el hermano quedó muy sentido, cargando la culpa en el otro. Y al final todo resultó en mayor descrédito de su persona, pues el dicho pleito se falló en su contra y se le condenó a pagar las costas y a pena de destierro. Pasó entonces el desdichado a Flandes para servir en los tercios que allí tiene su majestad, y anduvo en distintas partes sin volver nunca a pisar su patria y olvidado de su nombre, que mudó por otro para mejor esconder sus pasadas faltas.

»Se supo luego que de los pasados amores de la doncella y el estudiante quedó aquella encinta de una niña que a su tiempo nació. Pero por ser tan cercanos en el tiempo los dos matrimonios, el primero en secreto y el segundo público, fue fácil ocultar la verdadera paternidad. Más arduo resultó anular y esconder el primer casamiento, pues aun realizado a espaldas de los padres y con pocos testigos, al fin fue éste canónico y sacramento auténtico a los ojos de Dios. Y así, los padres de la doncella, por que se guardara bien el secreto y no llegara a ser conocido, buscaron y compraron el silencio del fraile que los casó y de todos los testigos que podían dar fe de él.

»Ésta es la historia que en sus cartas me fue desvelando aquel porfiado galán mío y a la que vuestra merced sólo precisa añadir que la doncella del relato es mi señora madre, que el hermano que sanó no es otro que el que lleva el nombre de ser mi padre, y que el fruto de aquellos amores secretos es la doncella que ante vos tenéis.

»Antes que llegara yo a conocerlo entero, acudí a mi madre a contarle lo que aquellas cartas decían y a inquirir cuál era la verdad del caso. Que al principio ella me lo negó todo, con achaque de que no eran sino el fruto ponzoñoso del despecho que mi galán sentiría por mis constantes desdenes. Dudé así yo un tanto de cuál fuera la verdad, y por ver cómo afligía a mi señora madre le preguntase al respecto, determiné mandarle una letra al gentilhombre de Alcalá desanimándole de que siguiera escribiéndome aquellos embustes. A lo que él me replicó que más cosas me diría a boca para que palpase yo cómo era cierto cuanto me había contado, y ofreció reunirse conmigo en lugar secreto donde prometía declararme el nombre que al presente usaba mi verdadero padre y dónde podía hallarlo.

»No fié de su intención y fui a referirle a mi madre este último ofrecimiento que el español me había hecho. Y sucedió a los pocos días que llegó nueva a Turín de cómo habían muerto a aquel caballero en la posada que tenía en la villa de Tortona, que es adonde lo había desterrado el duque. Que la noticia me turbó y quitó la poca quietud que me quedaba, pues entendí no había de ser casual que aquella muerte sucediera en tan pocos días al ofrecimiento que el otro me hizo de revelarme la identidad presente de mi verdadero padre.

»Indignada con aquel suceso y confirmada en mi sospecha, forcé la voluntad de mi madre para que me confesara toda la verdad, como ella lo hizo con harto pesar y lágrimas, rogándome que, a lo menos, lo que me decía ahora no mudara el amor y opinión que de mis padres yo tenía. Yo la calmé y fingí aceptar la verdad que me reveló como si en nada hubiera de alterar el respeto y amor que como hija les debía, pero mi pecho comenzó a sentir en otra muy diferente forma a la que mis labios declaraban, y en ese mismo momento determiné partirme en secreto a la primera oportunidad que se presentara en busca de mi verdadero progenitor. Pues que lo que la daga del asesino enviado por mis padres impidió que me declarara el caballero de Alcalá que tengo dicho, me lo confesó entre lloros mi madre, que es que mi auténtico padre y hermano de quien yo había tenido hasta entonces por tal, se nombraba ahora Don Juan de Forcada y se hallaba en París.

No puedo representar cuánto me espantó el relato que hasta aquí había hecho Doña Isabel del secreto de su origen, historia que ya había yo antes escuchado contar de otra boca. Con que se podrá imaginar lo confundido y asombrado que quedé de hallar, en tan poco espacio de tiempo, primero ser doncella, y de las más bellas que encarecerse pueda, quien yo pensaba mozo; y ahora no ser ésta otra que la hija de mi señor Don Juan de Forcada.

Al advertir ella mi confusión, atribuyéndola a lo extraordinario del suceso que acababa de contarme, dijo:

—Veo cómo os ha turbado ésta tan rara historia, y aunque creo que el resto podría excusarme de contarlo, lo que vuestro entendimiento ya supondrá, aún deseo terminar de referiros toda la verdad del caso, si tenéis la paciencia de escuchármelo.

Asentí yo y la invité a proseguirlo, no atreviéndome aún a revelarle cómo conocía yo una parte de cuanto acababa de contarme, y determinando entre mí que era mejor, antes de descubrírselo, dejar que rematara el relato de su historia, la cual ella continuó así:

—Ocultando a mis padres mi intención, tomé todas las prevenciones para hacer mi jornada y así preparé en secreto el dinero, los caballos y cuanto pensé fuera necesario para la comodidad del viaje a París. Concertada con una criada mía de toda confianza, nos cortamos la una a la otra los cabellos, nos vestimos con ropas de varón y partimos por fin una noche.

»Llegamos así a París después de muchos trabajos que no contaré por no fatigaros más. Escondiendo quién era, primero me encaminé a casa del embajador Mendoza, a cuyo servicio me había dicho mi madre había estado últimamente aquel que buscaba. Mas me recibió uno de sus privados que se recató mucho conmigo y no quiso decirme sino que lo creía vuelto en España a levantar compañía para la jornada que se preparaba en Lisboa. Por asegurarme más de la verdad de este aviso, fui después a preguntar por su paradero a ciertos soldados viejos de Flandes. Por las señas y nombre de él que yo les iba dando, algunos lo reconocían al punto, mas muy pocos supieron darme cuenta de dónde se hallara, que al final sólo alguno que parecía haberlo tratado más en otro tiempo me vino a significar que tenía también por cierto había regresado a España muy honrado por el rey y se ocupaba ahora en levantar los hombres de guerra que irían en la armada del marqués de Santa Cruz. Por concordar esto con lo que ya el dicho confidente de Don Bernardino de Mendoza me había dicho, lo tomé por aviso cierto, y así determiné partirme a España.

»Llegué, sin embargo, a Lisboa en tiempo en que el duque de Medina Sidonia hacía días que había zarpado ya con la armada, y desengañándome de mi mala fortuna y pensando que nunca lo hallaría, escribí luego una letra a mi madre anunciándole cómo mi intención era retornar en Turín. Mas sucedió que en mi camino me llegó nueva de cómo unas furiosas tempestades habían descompuesto en su viaje la armada del duque y se reunían de nuevo en La Coruña, y como entendí esto cuando me hallaba en la villa de Medina, confié en que llegaría a Galicia con tiempo de que la armada aún no hubiese partido, como así fue.

»De los trabajos del camino había enfermado de unas fiebres la criada que yo llevaba conmigo, que cuando al fin llegamos a La Coruña no estaba para embarcar. La dejé allí en manos de quien pudiera cuidarla, y determinada a unirme a la armada en la que sospechaba iría el Don Juan que digo, me alisté como caballero aventurero a mis propias costas, bajo el nombre de Martín de Ayala. Que la necesidad de gente que había en aquella armada por haber sobrevenido las tempestades que dije y haber enfermado y desertado algunos, en tanto se reparaban y preparaban de nuevo los navíos, junto con las señas que di de mi persona de ser hijo de tan noble casa como la mía, no sólo me allanaron el camino, sino que aun se holgó mucho mi capitán de llevar consigo soldado de tal calidad.

»Se preguntará vuestra merced cómo en tan estrecho trato como se tiene en uno de estos navíos de armada pude esconder a los ojos de todos mi condición de mujer. Y si la honestidad de doncella que debo guardar me autorizara a declararme más, os referiría los medios y estratagemas de que debí usar para pasar tanto tiempo oculta, en aquel apretado confinamiento, mi verdadera condición. Bastará decir que ya antes de embarcarme, hallé mujer en La Coruña que me avisó y aconsejó en esta materia, proporcionándome los medios y dándome la regla de la conducta que debía seguir para no ser descubierta.

»El resto de las cosas que pasaron cuando llegamos al Canal de Inglaterra, los combates que con los ingleses tuvimos, los brulotes que desordenaron la armada frente a Calais, la no comparecencia del duque de Parma con sus baje les, la derrota que seguimos hacia el norte con riesgo cierto de encallar en los bajíos de las ínsulas de Zelanda, la vuelta de Escocia con la armada descompuesta y dispersa, y la arribada, al fin, a estas costas ignotas de Irlanda ya son conocidas de vuestra merced y así no hay que referirlas.

—Ahora que me habéis abierto vuestro pecho y declarado la razón de vuestra mudanza de doncella en gentilhombre —comencé a decirle a mi vez— os quiero advertir cosa de la que sin duda os espantaréis, pero que no quiero callar por más tiempo. Mas primero deseo excusarme de no habéroslo declarado antes, de lo que tengo bien clara disculpa, pues hasta que no escuché de vos la historia que acabáis de referir, no podía entender quién fuerais y cómo una parte de vuestra narración ya la conocía yo.

Se asombró mucho Doña Isabel de estas palabras mías y me pidió pasara adelante y le contara cuál era esa parte de su historia que yo ya sabía y cómo había llegado a mis oídos.

—La historia del estudiante de Alcalá y su boda secreta con una doncella principal de aquella villa —explíquela escuché de boca del mismo fraile que los unió a ambos ante los ojos de Dios. Este religioso se llama padre Alderete, y vive al presente en el convento de Sainte-Catherine-du-Valdes-Écoliers de París. La dicha doncella de Alcalá, famosa por su hermosura y discreción, llamase Doña Constanza de Beaumont, y en verdad debí andar yo ciego al no reconoceros como su hija, pues por un retrato que de ella vide en cierto medallón, ahora que os veo en hábito de mujer, me certifico de que sólo de tal madre podía venir doncella tan bella como vos…

Como honesta, se sonrojó ella con el elogio, apartó la mirada un momento de mí y con un gesto de su mano, me significó que dejara los halagos y pasara adelante a la sustancia de lo que había de declararle, que ella tenía muchas preguntas que hacerme de cómo había escuchado yo aquellas cosas.

—Y todo esto lo sé y lo he visto —continué— por ser yo servidor, y estimarme casi como a hijo, el hombre a quien tan sin desmayo venís queriendo hallar, que es el capitán Don Juan de Forcada, nombre que él usa desde que abandonó el suyo primero de Don Martín López de Ayala, hermano del que se nombra padre vuestro y es embajador de su majestad junto al duque de Saboya, Don José de Ayala y Manrique de Lara.

—¿Vuestra merced es criado de mi verdadero padre —se maravilló Doña Isabel— y lo conoce y lo trata y sabe dónde se halla?

Asentí yo muy contento y se lo confirmé, tan asombrado como ella por este raro suceso, que le corrieron entonces a Doña Isabel lágrimas muy tiernas de alegría y, olvidando el recato, me abrazó contra su pecho y alabó mucho la merced que Dios le hacía de haberme puesto en su camino.

—Que desde que os encontré a bordo de aquella galeaza —dijo luego— tuve en mi pecho una extraña confianza y contento de hallaros, que no sabía hasta ahora explicarme de qué sentimiento nacía. Y ahora veo no andaba yo tan desencaminada en mis pasos, y cómo Nuestro Señor nos pone la guía que nos lleve a donde ansiamos, si está en su voluntad el favorecernos.

Y con esta y otras expresiones de su contento y asombro pasó mucho tiempo alabando a Dios y riendo, recordando los sucesos de nuestro trato, cuando yo aún la creía varón, y preguntándome mil cosas de mi señor Don Juan, que su alegría era tanta y tan descompuesta, que pasaba de una cosa a la otra como loca que tiene el entendimiento nublado.

Por poner algo de cordura en aquello, le representé entonces lo poco que este feliz suceso mudaba nuestra presente situación:

—Que nos hallamos en parte desconocida —dije—, vos enferma aún de este catarro de pechos, yo perseguido de nuestros enemigos que en algún momento pueden sospechar dónde encontrarme. Estas mozas que nos acogen están muy apretadas, que es milagro no nos hayan aún delatado. Mi señor de Forcada en París, que no sé si hasta allí habrá llegado ya alguna nueva de las naves en que veníamos. Y por fin, vuestros padres en Turín, a cientos de leguas de aquí, ignorantes de si estáis todavía con la vida u os habéis ahogado o caído en poder de los ingleses. Así que lo que más nos urge ahora es concertar qué es lo que haremos. Y esto luego, señora, antes que nos sobrevenga algún nuevo peligro.