11
Giant’s Causeway
CUANDO nuestra nave golpeó con los peñascos que dije, debí yo de salir despedido al mar, pues me acuerdo de verme devorado por una gran ola de la que no creí poder salir vivo, y cómo luego la fuerza del mar me tragó hasta su fondo, que en ese punto perdí el conocimiento y no recuerdo otra cosa ya que hallarme después en la arena de una estrecha cala formada entre dos grandes peñas.
Al volver en mí, aún seguía aferrado a un trozo de madero, que pienso fue éste toda la razón de que me salvara, pues que por mi propia voluntad jamás habría yo salido del mar. Pero estaba tan maltrecho, que apenas me vide en salvo en la tierra, caí de nuevo en un pesado sueño, del que debí de despertar mucho después.
Esta segunda vez que volví en mí, aun sin incorporarme del suelo, me palpé el cuerpo por comprobar si era verdad que estaba entero y sin ningún daño, que no hallé más heridas que en las manos y rostro, y no grandes, sino sólo efecto de haberme aferrado tanto al madero que tengo dicho y rozado con él.
Alcé las manos a Dios para agradecerle la merced que me hacía de haberme conservado segunda vez la vida. Hecho esto, me acordé luego cómo aquel mozo Martín que hallé en la Girona estaba a mi lado cuando el postrero golpe de mar nos arrojó contra las rocas, y con la esperanza de que también él hubiera llegado en salvo a tierra me puse a buscarlo. Mas no lo encontré en la cala en que me hallaba, que por ser tan estrecha como dije, de un solo vistazo se la abarcaba toda.
Trepé entonces por una de las peñas y escudriñé en torno por si hallaba a algún otro de los que iban en la Girona. No muy lejos de allí, en otra lengua de arena semejante a la mía, reconocí a uno que me pareció había de ser el dicho mozo Martín. Me llegué hasta él y comprobé si aún resollaba pegando mi oreja a su boca, y como encontré que todavía estaba con la vida, lo zarandeé y alcé y le grité para que volviera en sí, lo que él hizo después de mucho menearlo, y aun entonces con la mirada perdida y muy poco aliento.
Al intentar levantarlo dio él un gran quejido y vide tenía la pierna derecha lastimada y sangrando, de manera que hube de tornar a dejarlo sobre la arena. Tenía además mala color en el rostro y temblaba de frío, a cada tanto atragantándose de una tos pechuguera que me hizo temer por él.
Como la conciencia le iba y le venía, aproveché uno de sus desvanecimientos para mirar con cuidado su pierna herida. Limpié como pude la sangre y palpé el hueso, que debí de hacerlo con tan poca maña que le hice despertar gritando:
—Apiádese de mí vuestra merced y no me atormente más la pierna —me suplicó él al tiempo que intentaba zafarse de mí—, que antes prefiero morir ahora que volver a sufrir vuestra ruda mano.
A pesar de estas protestas era menester que conociera el estado real de aquella pierna suya, así que no atendí su ruego y seguí palpándole por comprobar si tenía quebrado el hueso.
El mozo, en cambio, continuó tan obstinado en no dejarme hacer y me opuso tal resistencia que a punto estuvo en una ocasión de llevárseme los dientes de una patada que me lanzó.
Ver una ingratitud tan grande me hizo caer en gran cólera con él y gritarle a mi vez:
—¡Mozo necio y fuera de razón! ¡Allá sea vuestra pierna y dé vuestra merced la vaya a otro, que más me importan mis dientes enteros que vuestra pierna quebrada!
Con lo que me aparté muy airado de su lado y con determinación de alejarme de él y seguir sólo mi camino, sin preocuparme más de su salud. Viendo lo cual el mozo mudó de intención y me rogó no lo desamparara, que si ello me complacía, él dejaría que le palpase la pierna, aunque repuso:
—No es de la pierna de lo que más me duelo, que yo lo notara bien si fuera quebrada, sino de un golpe que debí de darme en el costado y me corta la respiración cuando me alzo, como la primera vez que vuestra merced me quiso incorporar, y así no debe de ser la sangre que visteis más que de unas rozaduras que me hice con estas peñas.
Me pidió entonces que le ayudara a ponerse en pie alzándole por las manos y no por el torso, y una vez estuvo erguido, me dio las gracias y dijo no sentía ya tanto como antes el dolor en el costado.
Con mucho tiento nos fuimos andando por una peña arriba hasta apartarnos de la playa, siempre cuidando yo de servirle de apoyo. Pero era lástima ver lo mal que él caminaba, pues debía de haber perdido sus alpargates en la mar y los pies se le clavaban contra las rocas. De manera que cuando llegamos a un punto en que había menos pendiente le cargué a cuestas, pues mis pies no sufrían sino de la mucha agua que se me había metido en las botas.
Cuando llegamos arriba de las rocas reposamos un momento y, pensando en cómo iba yo ahora calzado y vestido, por darle ánimos, le conté al mozo cómo al poco de llegar a Irlanda me vi desnudo y perseguido de muerte, y en la presente ocasión, a lo menos, llevaba mis ropas y tenía botas, que bien dicen que Dios aprieta pero no ahoga.
Mas esto no pareció animar mucho a hombre de tan poco pecho como parecía ser mi compañero, que enseguida comenzó a lamentarse de nuestra situación, perdidos en aquella costa y sin nada que echarnos a la boca, que sin haber comido casi nada desde que salimos de Killybegs, decía tener las tripas pegadas y la boca seca de haber tragado tanta agua del mar.
En esto estábamos cuando vimos brillar en el horizonte el fuego de unas antorchas que se movían hacia la playa. Imaginando serían los salvajes de aquella parte de la isla que venían a saquear los despojos de nuestra nave, me puse en pie y le dije al mozo que corriéramos y nos alejásemos de allí cuanto antes, pues temía nos habían de robar lo poco que llevábamos y en particular nuestras ropas. Esto último fue lo que pareció convencerle de que debía hacerme caso, y juntos echamos a correr en dirección contraria buscando dónde escondernos.
Era por aquella parte el terreno muy despejado, sin otro refugio que algunas rocas que de tanto en tanto se alzaban de la tierra, y el Martín corría con tan poca destreza que debía ir yo tirando de él, y no paraba de resollar fuerte, quejarse de sus pies lastimados y toser como si le faltase el aire.
En un alto que hicimos, me quité las botas que me dieron en el castillo de los O’Donnell y se las ofrecí, para que así dejara de protestar por las piedras que se le iban clavando en los pies.
—Son muy grandes y están tan hinchadas de agua que me serían de más embarazo que ayuda al caminar, así que guardáoslas para vos —contestó él orgulloso.
—Sea como vuestra merced quiera —le repliqué—, pero guarde sus lamentos para mejor ocasión y pongámonos a resguardo o nos descubrirán esos salvajes.
—Siento que acaso fuese mejor que nos hallaran y fiarnos a su caridad, pues se sabe que la mayoría de estos irlandeses son buenos cristianos y acostumbran dar amparo a los que son de su misma religión.
Para sacarle de su engaño, le conté cómo trataron algunos de los caritativos irlandeses que él decía al desdichado veneciano Lorenzo Grillo, despojándole de todas sus ropas y dejándolo apaleado:
—Además de que por otros respectos —añadí en voz baja, casi entre mí— no me conviene toparme con irlandeses, sino hallar modo de embarcarme y abandonar este país.
—¿Y cómo piensa vuestra merced que podremos hallar donde embarcarnos y no perecer de hambre hasta entonces si no es con la ayuda de los que aquí viven? —me preguntó él.
—No os voy a engañar diciéndoos que lo sé —contesté—, pero sí que lo que ahora más nos conviene es permanecer escondidos, hasta llegar a conocer mejor en qué parte nos hallamos y en quién podemos fiar, y dónde se halla algún puerto o embarcadero en que podamos tomar nao o barca de pescadores en que seguir nuestra jornada hasta Escocia. Que nadie nos asegura que las antorchas que hemos visto no fueran de alguna partida de ingleses, los cuales degüellan y ahorcan a todo español con que se topan.
No sé si esto último que le dije le puso temor de que pudiera tener yo razón, pero lo cierto es que se avino a seguir andando y continuamos así nuestro camino. Mientras lo hacíamos iba levantándose el sol por el este, y cuando llegamos a una frondosidad que parecía el inicio de uno de los anchos bosques que en este país hay, ya casi era el día.
Nos internamos lo bastante en él como para quedar a resguardo de toda sorpresa, pero no tanto que nos arriesgáramos a perdernos dentro. En el primer claro que hallé a propósito, en tanto el mozo reposaba tendido en el suelo, reuní algunas ramas y hojas lo bastante secas y encendí un fuego que nos calentara y sirviera para secarnos las ropas.
A mi compañero le asombró y alegró mucho tuviera yo con qué hacerlo, y me preguntó cómo había conseguido piedras de pedernal y eslabón para sacar fuego, a lo que repuse:
—En la tierra del señor O’Donnell en que estuve antes de embarcarme con Don Alonso Martínez de Leyva, supe hacerme con algunas de estas piedras de pedernal y con el hierro por medio de unos españoles que allí había, que entre todos teníamos concertado fugarnos a la menor ocasión favorable y procurar embarcarnos hasta Escocia. Y como yo estaba ya muy advertido de cuán necesario es no andar sin esta prevención en tierra tan fría como ésta, he guardado estas piedras desde entonces con el cuidado que es razón, metidas en esta bolsa que llevo al cuello.
Alabó mucho él mi ingenio y precaución y se arrimó al fuego a calentarse. Pero como yo empezara a desnudarme de mis ropas para dejarlas secar junto a la hoguera, noté que mi compañero se turbaba mucho al verme en cueros y apartaba la vista de mí con harto rubor.
—Haga vuestra merced como yo —le pedí sin comprender la causa de su turbación— y ponga sus ropas a secar, que la humedad de éstas os han de traer algún mal enfriamiento y ya he notado cómo habéis de tener asentada en el pecho una tos de la que no os curará el andar con ropas mojadas.
Pero aquel extraño muchacho, con los ojos siempre apartados de mí, me replicó:
—No conocía yo fuese vuestra merced galeno que entendiese en las enfermedades y sus remedios…
Creyendo que su timidez no la curaría sino una buena lección, y por burlarme, me llegué hasta él de un salto y comencé a tirar de sus ropas con intención de desvestirlo por fuerza.
Al principio, se puso él tan furioso con mi intento que porfió gallardamente conmigo, defendiéndose con fuerzas tan viriles como yo no le sospechaba. Me obsequió, pues, con tales patadas y puñadas en el rostro que aunque, como tengo dicho, yo peleaba con él por burla, acabó por hacerme de veras daño, provocando que a mi vez sacara toda mi fuerza y destreza en la pelea. Como era de cuerpo más pequeño que el mío, al fin lo aferré contra el suelo y dejé vencido, y como él se viera sin salvación, resollando de cansancio por la lucha, comenzó a sollozar y a gritarme:
—Sois un cobarde y un bravonel que abusáis así de quien conocéis tiene menos fuerzas que vos. ¡En mala hora os conocí y más me hubiera valido ahogarme en la mar que quedar con la vida para ser afrentado por hombre de tan mal pecho como vos!
Dijo esto con voz tan sentida y tan abrasadas lágrimas en los ojos, que quedé yo muy confuso, y al punto lo dejé libre. En cuanto lo hice, corrió él lejos de mí y se escondió entre unas zarzas, aún sollozando, que no sabía explicarme cómo mi inocente burla, movida por la sola intención de vencer lo que pensaba yo no era sino timidez impropia de hombre, le había ofendido de este modo.
Por dar tiempo a que se deshicieran su enfado y la rara confusión que ahora yo sentía en mi ánimo, me aparté a mi vez en busca de moras u otro fruto que nos remediara el hambre y también por ver si hallaba agua con que calmar la sed.