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El Hijo Pródigo

LLEGADOS a Dunquerque, Forcada y el padre Alderete se presentaron con la carta de creencia de Don Bernardino ante julio de Heclenbergue, capitán del filibote El Hijo Pródigo.

—Confiaba en que vuestras mercedes llegaran ayer —les reprochó el marino—, que tuvimos el mejor viento que se pueda desear para haber zarpado con presteza. Además de que era buena ocasión, pues que se había retirado a reparar la escuadra de bloqueo que de ordinario tienen los rebeldes puesta frente a este puerto.

El capitán Forcada se excusó asegurando que habían hecho su jornada desde París por la posta y con toda la diligencia que les fue posible, que habían llegado a Dunquerque en apenas dos días; día y medio, en realidad, si se tiene en cuenta que partieron de Francia a media mañana.

—Así, ¿cuándo piensa vuestra merced que podremos zarpar? —preguntó Forcada al capitán del barco.

—Si se aviva un poco más el viento bueno que hasta ayer hacía, acaso podamos partir a las primeras horas de la mañana, aprovechando las brumas que a esa hora se levantan y nos facilitarán salir de puerto sin ser notados por los rebeldes, en el caso de que hayan vuelto ya a vigilar por aquí.

Forcada pidió licencia para entretener lo que quedaba del día sin embarcar aún, con promesa de hacerlo sin falta al caer la noche.

Cuando quedaron de nuevo a solas, explicó al padre Alderete que este ruego lo había hecho por pasar el menor tiempo posible en el barco, que los de cinco a ocho días que habría de vivir encerrado en él durante la travesía hasta Edimburgo se le hacían, sólo con pensarlo, más arduos que cien años que hubiera de pasar en el mismo infierno.

—Y esto es debido —añadió— al gran temor que al agua le tengo, que en el momento que pongo el pie en uno de estos malditos barcos me vienen una bascas tan mortales que hecho el hígado por la boca y quedo molido como si me hubiesen apaleado…

Se maravilló mucho el padre de que hombre de tanto ánimo como el capitán tuviera tal miedo a embarcarse, a lo que replicó Forcada:

—Habéis de saber que hace muchos años una gitana medio hechicera que me topé en Madrid me pronosticó cómo había yo de cuidarme mucho del agua, pues que ella sería la que me mataría. Y poco faltó para que el pronóstico se cumpliera en una ocasión en que cruzaba la canal de Zierikzee, cuando me hirió una bala de mosquete que me tiraron lo holandeses y casi me ahogo allí, que me sacaron del fondo mis compañeros Benito Cepeda y Juan de Paredes, con los pulmones llenos de agua y en trance de morir, por lo que estaré siempre en deuda con ellos. Que aun ahora algunas noches me vuelve este mal recuerdo en el sueño, y despierto sin aliento, como si viniera de salir del sucio cieno de aquella canal en que estuve cerca de morir…

En la ciudad tomaron noticia de las últimas novedades de Flandes. El duque de Parma, gobernador de los Países Bajos, se había retirado ya a Bruselas por estar tan adelante el invierno. Se decía andaba el duque muy decaído y afrentado por la culpa que se le había echado de no acudir con su flota y soldados a juntarse con el duque de Medina Sidonia, reunión de la que pendía toda la suerte de la jornada contra Inglaterra.

Todavía se hablaba en la ciudad del notable suceso ocurrido allí mismo, en la plaza mayor de Dunquerque, donde el duque de Parma, picado en su honra, rodeado por sus más señalados capitanes y ante lo más granado de su ejército, había desafiado públicamente a cualquiera de los que murmuraban contra él a que defendiera su opinión ante él con las armas en la mano. El desafío fue de mucho efecto, y no hubo persona que se atreviera a dar satisfacción a Parma. Pero las murmuraciones habían continuado y era opinión muy extendida que habiendo llegado Medina Sidonia hasta la barra de Calais, a apenas siete leguas de Dunquerque, no había excusa en que el duque no hubiera salido a darse la mano con él y emprender juntos la travesía, tan corta desde allí, a Inglaterra.

Se tenía por cierto que, por culpa de su falta de ánimo y determinación en la pasada jornada de Inglaterra, la fortuna había dado la espalda al gobernador, como lo mostraba el poco efecto que había tenido la campaña intentada contra la villa rebelde de Berge op Zoom. Había Parma concertado con un Rostoner, capitán inglés del principal fuerte que defendía la villa y que nombraban de La Cabeza, que se lo rendiría por cierta cantidad de dineros. Pero cuando Don Sancho Martínez de Leyva se presentó con tres compañías escogidas de los tercios viejos, les hicieron traición y los recibieron a tiros, que el propio Leyva resultó herido de un mosquete de posta y le dio la bala en los riñones, que le pasó y deshizo todos los lomos. Además de que en la retirada se perdieron muchos buenos soldados veteranos que se ahogaron desguazando por el canal que conducía al fuerte.

Algunos llegaban hasta a asegurar que el rey lo retiraría sin tardanza del gobierno de Flandes nombrando en su lugar a su yerno, el duque de Saboya, honor que éste ambicionaba desde antiguo, por emular a su padre, Manuel Filiberto, que lo fue al tiempo del comienzo del reinado de Felipe II. Otros afeaban a Parma el haber enviado a Italia al conde Nicolás Cesi, hombre de su casa, con comisión de desmentir los cargos que se le hacían en el mal suceso de la armada excusándose de ellos y cargando toda la culpa en el proceder del desdichado Medina Sidonia.

Al caer la noche, Forcada y el padre Alderete subieron según lo convenido a bordo del filibote. El capitán iba con el ánimo abatido y como contagiado por la espesa atmósfera de hundimiento, murmuraciones y reproches que había encontrado por doquier en la ciudad.

—Es triste cosa ver cómo se abate y enloda el mérito y valor aun de los mejores capitanes —le confesó a su amigo el fraile—, que nunca hubiera imaginado yo que quien comparaban con Alejandro el Grande de Grecia viniera a abajarse tanto en la opinión de los hombres como ahora he visto lo tienen hasta sus propios soldados. Y ver esto me pone una congoja en el pecho como no os puedo representar, que sabéis vos cómo he servido muchos años al duque y recibido de él muchas mercedes y estimación, que aun la espada que llevo es regalo que él me hizo con ocasión de la conjura que ya os referí de aquellos hermanos. Mas con todo, no dejo de considerar que, si bien muchos le afean la conducta por su envidia y emulación y por no ser el duque de la nación española sino de la italiana, hay mucho de verdad en achacarle una buena parte del mal suceso de esta armada del rey. Porque si hubiera acudido con más diligencia en socorro del de Medina Sidonia, tengo por seguro que ni toda la armada de la reina de Inglaterra y de los rebeldes holandeses juntas hubieran podido hacer cara a tan poderosa máquina como era la armada que vino de España. Y así creo yo no faltó sino determinación y arrojo para juntarse ambos e ir derechamente sobre Inglaterra, que de haberlo hecho así no nos veríamos en esta zozobra y miseria que nos vemos ahora…

Pasaron la noche en el camarote que les había sido asignado, el capitán Forcada con el estómago revuelto y el ánimo por momentos perdido de sólo sentir el balanceo del barco en las aguas calmadas del puerto, y el padre Alderete encomendando a los santos el buen suceso de la empresa que llevaban encargada, que tras hacer sus oraciones durmió muy plácida y reposadamente, en tanto el capitán se revolvía entre las cuatro tablas de su camarote como león enjaulado.

Antes de las primeras luces del día llamó a revista el capitán Heclenbergue a toda la tripulación. Con el propio capitán, el maestre y los dos pilotos, el resto de la dotación la formaban un guardián y tres cuartel maestres, el botiller y cocinero con sus respectivos asistentes, un maestro de hacha, seis artilleros, tres gavieros y catorce marineros, que sumaban en total, sin contar a Forcada y al padre, treinta y cinco hombres. Eran bastantes para un filibote armado en guerra de unos cien toneles que montaba cinco cañones por banda, sin contar los tres de proa.

En cuanto levantó un viento terral favorable izaron velas y largaron amarras y El Hijo Pródigo salió de la barra de Dunquerque en medio de la neblina que se formaba a aquellas horas. Era una nave ligera y de poco fondo, tan marinera como se podía desear y muy adaptada a navegar por aquellas aguas de la canal y mar del Norte.

—Mi comisión —explicó Heclenbergue al capitán— es desembarcar a vuestras mercedes en Edimburgo, confiarles la correspondencia que llevo, y recoger la que me puedan dar en los siguientes dos días a los de nuestra arribada, y debo también embarcar hasta quince soldados de los que se hubieran salvado de la armada que vino de España y llevarlos en Dunquerque.

En cuanto estuvieron en mar abierto le vinieron las bascas al capitán, que corrió al camarote a echar las tripas por la boca en una bacía, y no se atrevió a salir de allí por no verse corrido con las burlas que los marineros suelen hacer a los que se marean a bordo.

Todo ese primer día de navegación lo hicieron con buen viento que soplaba del sur y el capitán Heclenbergue y su maestre se mostraron muy satisfechos, pues de continuar un día más el mismo buen viento, creían podrían acortar la travesía en uno o dos días.

—Y lo que más contento me da —le confió uno de los pilotos al padre Alderete— es que hemos salido sin ser descubiertos de ninguno de los navíos de la escuadra rebelde, que los tienen muy buenos y muy prestos para dar caza a los nuestros.

Sin embargo, al caer la noche, uno de los gavieros avisó que se veía una luz a media milla a estribor del barco. Por lo que pudiera ser, el capitán ordenó se apagara la luz del fanal y tras determinar el rumbo que seguía la nave desconocida, mandó que se cambiara el propio, que era norte, por un rumbo oeste, para engañar al otro, si es que de verdad les seguía, haciéndole creer que se dirigían a la costa inglesa. A media noche volvió a ordenar se retornara al rumbo norte, y como al amanecer del día siguiente no se halló rastro del otro navío se creyó que se le había burlado o que no iría tras ellos.

Los dos días siguientes el viento cambió, soplando ahora del nordeste, que es el más contrario que podían desear, y así no les quedó más remedio que barloventear, no pudiendo avanzar en aquellas dos jornadas sino lo que hubieran hecho en media con viento a favor.

En mitad de la noche del tercer día de navegación, cuando debían de estar a la altura de la costa inglesa que corre entre el Wash y el Humber, pero muy separados de ésta, volvieron a avistar dos luces, esta vez por proa, y a no más de un cuarto de milla, que parecía hechicería que hubieran aparecido tan cerca y tan de improviso.

El capitán de El Hijo Pródigo ordenó fachear, para ver si los otros dos barcos seguían su propio curso. Pero aunque pasaron la mayor parte de la noche manteniendo el barco casi parado contra el viento, e incluso ciaron un poco para aumentar la distancia que les separaba de los otros dos, apenas consiguieron separarse de ellos.

Esto le demostró al capitán Heclenbergue que no era casual aquel encuentro, y que aquellos dos navíos les estaban esperando. Mandó a los artilleros preparar los cañones en andana, y a la parte de la tripulación que no estaba ocupada facheando con las velas, que hicieran zafarrancho desembarazando la cubierta y colocando líos de ropa y los coyes en la batayola, como protección contra los disparos de mosquete.

Forcada, al sentir las órdenes y el ir y venir de la tripulación, se presentó en el castillo al capitán del filibote.

—Tendría por gran merced —le dijo Heclenbergue que como soldado viejo que sois asista vuestra merced en preparar los mosquetes y organizar a los marineros por si entramos en combate. Que si nos abordaran, estará a vuestro cargo retiraros a defendernos el castillo de popa.

—¿Tan grave estimáis el peligro? —preguntó Forcada.

—O mucho yerro yo —contestó el capitán de El Hijo Pródigo— o esos dos navíos que nos aguardan por proa han de ser de la escuadra de Pieter van der Does. Nos han olido ya, como los perros a la presa, y con mucho trabajo voy procurando mantenernos lejos del alcance de sus cañones, aprovechando que es aún la noche y que no osarán ellos arrimarse más. Pero temo que, por mis pecados, en cuanto aclare, y si el viento no cambia, el mismo viento nos arrastrará derechos a la boca de sus cañones, que es tanto como a la del propio infierno…

El espacio de tiempo que aún tardó en aclarar nadie durmió, todos pendientes de ver si el viento cambiaba y conseguía Heclenbergue burlar a los dos navíos que aguardaban delante. Con las primeras luces se avisó que, como temían, los dos misteriosos barcos izaban la enseña naranja, blanco y azul de los rebeldes holandeses.

El capitán Heclenbergue pudo ver entonces que uno de los barcos era un filibote, acaso más ligero y rápido que el propio El Hijo Pródigo, y el otro un cromesteve de guerra, de los grandes y reforzados que se armaban en Rammekens, de ciento cincuenta a doscientos toneles y acaso de dieciocho a veinte cañones.

Todos se miraban confusos sin saber cómo saldrían de aquélla cuando vieron al más ligero de los dos enemigos maniobrar intentando acortar por estribor la distancia que les separaba.

Desde el puente, el capitán flamenco interpretó el movimiento:

—Venida es la hora de la caza —aseguró impávido—. El filibote hace su intento de tenernos a tiro y buscará desarbolarnos, para después abordarnos ambos a una.

Ordenó entonces al timonel arribar, girando el barco a sotavento, y después de hecho esto mandó que dejaran de fachear y estuvieran listos para soltar todo el trapo.

Los pilotos se miraron entre sí desconcertados y advirtieron al capitán:

—Con el viento tan recio que ahora sopla del sur, si soltamos todo el trapo iremos derechos contra el navío mayor…

—Y no es otra cosa la que yo pretendo —les contestó Heclenbergue—, que la sola ocasión que tenemos de burlarles es engañar al más rápido de los suyos y luego pasar por delante de las narices del cromesteve, aunque sea atagallando…

El maestre dijo que era una maniobra muy arriesgada aquella que proponía el capitán, pero todos callaron y comenzaron a rezar para que tuviera razón, pues en ello les iba la salvación.

—¡Lanzad una andanada al filibote —ordenó luego a los artilleros—, que vea su capitán que les aguardamos aquí para lo que se le ofrezca! Y en cuanto hayáis disparado recargad todo lo presto que podáis. ¡Y vos, capitán Forcada, desafiadle con los mosquetes!

A la distancia a la que estaban ambos navíos la andanada que lanzó El Hijo Pródigo no podía hacer apenas efecto, como no fuera que los mosquetes que al tiempo dispararon hubieran cogido a algún marinero enemigo desprevenido. Pero el desafío tuvo el resultado que el capitán buscaba, que fue hacer maniobrar al filibote holandés para ponerse de costado y responder con sus cañones.

Antes de que lo hiciera ya había dado orden Heclenbergue de soltar todo el trapo y atagallar, dirigiéndose hacia el navío mayor, que, alertado por el intercambio de cañonazos, barloventeaba ahora para aproximarse más a su presa.

El capitán ordenó entonces que pasaran todos los cañones de la banda de babor a la de estribor, e incluso que pusieran en batería con ellos el pedrero que montaba en la proa.

Llamó al artillero de más experiencia y le instruyó:

—Vamos a pasar casi penol a penol de ese maldito cromesteve rebelde. Habéis de estar muy prevenido, y cuando estemos ante la misma boca de sus cañones, al tiempo que el barco cabecea, echad por vuestros cañones todo lo que tengáis, que es la sola oportunidad que tendremos de echarlo a fondo, y os juro que no habremos otra si no salimos con el intento…

El artillero comunicó la orden a los demás, que se santiguaron ante la osadía de lo que intentaba el capitán.

Alderete paseaba ante los marinos con un crucifijo en las manos y les iba bendiciendo, al tiempo que rezaba solemnes oraciones en latín. El capitán Forcada había recargado su mosquete y situaba a sus improvisados mosqueteros en los espacios que quedaban entre cañón y cañón. En todo el barco no se oía más que el crujir de las velas y los rezos entre dientes de los marineros.

Navegando muy forzado de vela, el filibote de Dunquerque enfiló derecho hacia el cromesteve holandés, que al verlo venir hacia él, sorprendido por la maniobra, procuraba ahora virar y poner su costado de estribor en ángulo para poder descargar sus cañones. Estaban tan cerca ya que desde El Hijo Pródigo se escuchaban las voces del capitán holandés ordenando cargar los cañones.

Heclenbergue reemplazó al piloto al mando del timón y volvió a recordar al maestre cómo debían dispararlo todo a una, aprovechando el cabeceo del barco para dar lo más bajo posible en el navío holandés, en su obra viva.

Silenciosos y sobrecogidos, llegaron así ante el barco enemigo, y comenzaron a desfilar ante su costado a tan poca distancia que casi se le hubiera podido aferrar con el bichero. Justo cuando estaban penol a penol los artilleros de El Hijo Pródigo dieron la orden de hacer fuego, y casi no habían terminado de descargar la decena de bocas, cuando el capitán hizo una guiñada que desvió bruscamente la proa a estribor pasando por la popa del holandés. Forcada y sus mosqueteros dispararon entonces a lo alto, hacia el castillo de popa, barriéndolo con sus pelotas.

El capitán Heclenbergue viró luego hacia babor y retomó el rumbo norte original, y cuando ya habían ganado suficiente distancia, ordenó quitar trapo para no llevar el barco tan forzado. Sólo entonces observaron por popa lo que habían dejado atrás.

El cromesteve holandés, envuelto en una densa humareda, estaba siendo abandonado por la tripulación, que trasbordaba a la lancha, mientras el filibote se mantenía cerca para recoger a los supervivientes.

Un gran regocijo se apoderó de todos los de El Hijo Pródigo al comprobar cómo se iba a fondo su enemigo, y entre vivas al capitán Heclenbergue y al rey, y gracias que se elevaban a Dios por haberles hecho merced de favorecerles tanto, el filibote de Dunquerque se alejó siguiendo su rumbo, que en tres días más les llevó sin otro contratiempo hasta Leith, que es el puerto de la ciudad de Edimburgo.