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La discreta meen Dohl

PASÉ las siguientes semanas muy regalado de la señora de aquellas tierras. Me alojaba yo su castillo como su huésped y disfrutaba tanto de su favor, que raro era el momento del día en que aquella irlandesa no buscara tenerme en su compañía y conversación.

Como mujer, y de las más hermosas que yo haya conocido, cuidaba ella de presentarse ante mí siempre con sus mejores vestidos, acaso un punto coqueta y persiguiendo que la alabase, lo que yo hacía con auténtico gusto y sin fingimiento alguno, pues ya digo que era una muy gallarda señora.

Demostraba ella además una insaciable curiosidad por conocer todo el discurso de mi vida, y no paraba de preguntarme muy en particular por los modos que empleaban las damas de otras partes en que yo había estado. Que tanto por corresponder a aquella constante solicitud suya, como por la vanidad que en el pecho del varón joven y poco avisado despierta siempre la atención de una dama tan en extremo bella como lo era ésta, hallaba yo al principio mucho gusto en este trato y procuraba así complacerla en todo.

De mi paso por Francia, por Flandes, por Inglaterra, España y Portugal, a pesar de mis pocos años y experiencia, sacaba yo cuentos bastantes con que entretenerla, y así le describí las modas que usaban las damas de cada una de aquellas naciones y, hasta donde yo mismo las conocía, las artes que empleaban para esconder los defectos y resaltar la belleza, todo lo cual devoraba ella con la avisada inteligencia que enseguida descubrí que poseía, y me lo agradecía mucho, si bien en algunas ocasiones se tornaba melancólica con mi conversación:

—Todo lo que vuestra merced refiere de otros países —me dijo en medio de una de estas pláticas— me mueve a sentir más pena y vergüenza por este pobre país mío de Irlanda, tan mísero y apartado de las costumbres civilizadas de los otros pueblos que con razón nos tienen por salvajes las demás naciones. Que no os puedo representar yo la envidia que vuestro discurso me causa, y con cuánto gusto trocaría mi actual persona por la de cualquiera de las damas de las otras partes de que me habéis hablado.

Opinaba en esto como mujer discreta, pues es muy cierto que aquella isla es el lugar más inhóspito y pobre que he conocido. Aun en el castillo de este señor de O’Donnell comíamos peor que lo hacen muchos campesinos e incluso mendigos de otras naciones, y ninguna riqueza había en él que no fuera producto del robo o del despojo. Aunque la tierra es húmeda y fría, posee muchos buenos lugares para cultivarla, y es abundante en cursos de agua. Pero las guerras y revueltas constantes obligan a sus habitantes a fiar más del ganado, que pueden llevar consigo cuando, como es tan frecuente, se ven forzados a huir de los ataques de otros salvajes vecinos, o de los ingleses. Que es esta falta de concierto y sosiego lo que yo creo les mantiene en tal miseria, a la que sólo escapan algunas contadas villas que viven del tráfico y comercio con otras naciones, cuyos moradores se asemejan algo más a los de otras partes de Europa.

El trato tan continuo con esta dama me permitió conocerla bien y estimar su discreción, pero también me enseñó a temerla y desconfiar de sus intenciones. Al poco de estar allí acogido, descubrí que había mandado emisarios a los señores de otra tierras vecinas, que eran los señores de O’Rourke, O’Neill, Maguire, Mac Donnell, O’Connor y Mac Quillan, comunicándoles cómo me hallaba yo alojado en su castillo y era poseedor de la cruz de la profecía. No se me escapó cómo no había dado aviso de ello al señor de O’Cahan, que pienso que la razón de que no lo hiciera era el temor que sentía de que la anciana lo mencionara antes que a ella en aquel vaticinio que me hizo.

Por el Shanne Bann, que cuando no estaba yo con su señora no se despegaba de mi lado, supe que esta dama odiaba tanto a los ingleses, además de por los otros respectos, porque tenían prisionero en Dublín a un hijo suyo. Por el mismo medio entendí también se habían amparado en su señorío unos cuantos españoles huidos de los naufragios de sus naos, a los que daba esta señora todo el buen tratamiento que podía, y en una oportunidad que tuve de hablarles, uno de ellos me contó:

—Esta dama nos vuelve el rostro cuando le solicitamos nos deje partir hacia algún puerto en que embarcarnos a España o retornar en Escocia y de allí en Flandes. Y a otros cinco que llegaron menos enfermos que nosotros, los obligó su esposo y señor de esta tierra a marchar con él como soldados, que es la condición en que nos quiere tener reducidos a todos los españoles que aquí estamos, y no permitirnos nunca que marchemos.

A la primera ocasión que le hablé en esta materia a la señora, ésta me confirmó lo que el español me dijera:

—No ha de extrañar a vuestra merced que mi marido y yo deseemos contar entre los nuestros a tan buenos soldados como es fama son los españoles, y muchos otros que vinieran, con más contento los acogiéramos, que todos son pocos para mantener esta provincia libre del yugo del virrey de la reina de Inglaterra.

Mas desde que entendió ella que había tenido yo comunicación con los otros españoles, ordenó al mismo Shanne Bann que me había llevado hasta allí no me permitiera salir del castillo, y así lo hizo éste. Cuando fui yo a protestar y preguntar si acaso era mi condición la de prisionero, la dama me respondió:

—Es muy ingrato vuestra merced viniendo a hablarme así de descompuesto, pues que el destino que se os reserva es muy elevado, y rodando las circunstancias como yo confío que lo harán, se cumplirá en vos la profecía de la señora de Borgoña que ya conocéis.

Nada le importó que al principio le respondiese yo que no me tenía ni deseaba ser el liberador de que hablaba aquella leyenda, y que le señalara cómo ella estaba acomodando las palabras que me dijo la anciana a su particular conveniencia:

—Pues habéis de recordar —le repliqué— que lo sólo que la anciana vaticinó es que yo habría de volver otra vez en Irlanda, y que aquí dejaría semilla de la que, transcurridos muchos años, vendría la libertad a Irlanda. Que son palabras ya en sí lo bastante oscuras e inverosímiles para que vuestra señoría las transforme en otra cosa más improbable aún.

—Lo sólo que importa ahora es que vos poseéis la cruz de Ricardo —insistió ella—, y los señores que vendrán a conoceros no os tendrán por menos que por su heredero. Y aunque no confío en que puedan hallarla, habéis de saber que he ordenado busquen a la Dama de Borgoña en el lugar que me señalasteis, que si la tengo aquí, ambos, la anciana y vuestra merced, daréis a este señorío la reputación y potencia que siempre he soñado que tuviera para hacer de él cabeza de la salvación de Irlanda.

A continuación y en otras ocasiones me habló mucho y sin recatarse acerca de estos proyectos suyos, por los que llegué a comprender que la belleza de esta señora no era la mayor de sus virtudes, sino que la aventajaban con mucho su discreción y sutileza. Como discreta, no se le escapaba el poco fundamento que acaso tuviera la antigua profecía, e incluso me mostró algunos libros de Historia en que se decía no fue aquel Ricardo sino un Perkin Warbeck, natural de Tournai, que había fingido ser el duque de York, a pesar de que parecía más cierto que el auténtico, había sido asesinado años antes en la Torre de Londres. Como astuta, conocía la fuerza y contagio que la leyenda de la Dama de Borgoña tenía entre los naturales de su tierra, gentes simples y deseosas de verse libres de los ingleses.

Si lograba convencer a los otros señores del norte de Irlanda de que se unieran en una liga bajo la señal de la cruz que yo poseía y proclamando que era mi persona la del liberador anunciado, muy pocos sabrían escapar a la sugestión, ni siquiera aunque, como la propia Ineen Dohl, no confiaran en la autenticidad de la profecía, pues se verían arrastrados por la fiebre transmitida al pueblo.

La finura de su inteligencia llegaba a tanto, que ella misma me confesó habría que andar con paso quedo en todo esto para no despertar los celos de los demás señores, que a sus rencillas y emulación tenía por la verdadera causa de la postración en que se hallaba Irlanda:

—Si estos señores vieren muy levantada a la casa de O’Donnell —razonaba—, antes se acordarían con los ingleses que consentir nuestra elevación entre los demás clanes en razón de tener con nosotros al rey profetizado, es decir, a vos. De manera que lo primero será hacer una liga entre iguales, e incluso confiar vuestra custodia a unos y otros señores, para que se confíen más. Luego que todos unidos tomemos alguna villa principal, que bien pueden servir la de Sligo y la de Galway, como con sólo nuestras fuerzas no serán bastantes para vencer a las de la reina de Inglaterra, habrá que pedir socorros al rey Felipe de España. Que creo que por vengar la rota de su armada que los ingleses le han hecho, bien podrá enviar mil o dos mil infantes con que consolidar lo del norte y aguardar a que los clanes del sur se unan a la liga para ir conquistando una tras otra las villas más grandes antes de volvernos al este, donde ellos son más fuertes. Sólo entonces, cuando una buena parte de la isla esté conquistada, podréis ser vos proclamado rey, y llegados a ese punto, ningún jefe de los otros clanes se atreverá ya a desafiaros.

Por asegurarse más de mi persona, incluso comenzó a tantearme acerca de si yo estaría dispuesto a casar con una hermana de su esposo, que me certificó era todo lo hermosa que yo pudiera desear, recordándome de nuevo la profecía de que yo había de dejar descendencia en aquella tierra. Y aun sospecho que esto me lo mostraba por que yo creyera más en su honestidad, pues lo cierto es que siempre me decía que al otro día me presentaría a la dicha dama para que yo pudiera decidir si era de mi gusto, y luego nunca lo hacía, que me llevó a pensar que su tiro apuntaba a desposarse ella conmigo llegado el tiempo, para ceñir por sí aquella improbable corona que me prometía.

La idea de verme convertido algún día en príncipe de aquella isla a la que, por mis pecados, me arrojaron las tormentas, náufrago y desnudo, me horrorizaba. Pero yo había aprendido ya cómo la mejor medicina para curarse del veneno de las que son a un tiempo bellas seductoras y discretas tramadoras es la que empleó Ulises con Circe: que no es otra que el disimulo.

Así, yo fingía acomodarme en todo a los deseos de la señora Ineen, y aguardar con mucho contento ver llegado el día en que una corona ciñera mis sienes, como estaba profetizado. Pero por secretos medios había seguido comunicándome yo con los demás españoles que residían fuera del castillo, esperando ocasión de poder partirnos todos de la tierra de los O’Donnell. Y fue por su medio que un día entendí cómo a unas leguas de donde nos hallábamos habían venido a reunirse muchos otros españoles bajo el mando del maestre de campo Don Alonso Martínez de Leyva, y que trabajaban a toda furia en reparar algunas de sus naves maltrechas para volverse todos en Escocia.

Disimulé mi intención con ella en tanto acordaba con los otros el medio de fugarnos en busca de nuestros compañeros. Pero la noticia de la presencia de tantos españoles cerca de allí le llegó también a esta señora, quien al poco me llamó a su presencia, y con los más dulces modos me contó lo que yo ya sabía y me dio la siguiente comisión:

—Con el señor Shanne Bann y una escolta que llevará os partiréis mañana a un lugar unas leguas de aquí que se llama Killybegs y pediréis os reciba el señor Alonso Martínez de Leyva. Le mostraréis esta carta que va para él, y le haréis mucha instancia en que mude su intención de partirse de Irlanda y se resuelva a venir a este señorío con todos sus hombres. Le garantizaréis mi protección y el buen tratamiento que le daremos, con la sola condición de que ponga sus soldados a nuestro servicio. Le diréis más: que mi intención es unir nuestras fuerzas y conquistar algún buen puerto en que hacernos fuertes en espera de cuál sea la voluntad de su majestad el rey de España. Que si quisiera conservarlo como cabeza para señorearse de esta isla, o recoger sus soldados y llevarlos con toda comodidad de vuelta en España, a todo me acomodaré yo.

Antes de dejarme insistió mucho en recordarme lo que ya me había declarado otras veces y cuánto importaba a nuestros proyectos que Don Alonso se aviniera a juntar con ella los mil soldados que se decía había reunido en aquel puerto, pues con tal fuerza a nuestro lado, y sin aguardar a que nos viniera otro socorro de España, bien podía conquistarse una buena porción de Irlanda e iniciar así el camino hacia la corona de la que tanto me había hablado y con la que ella soñaba.