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La pesquisa de Robledo
PONED fuego a esas casas —ordenó Robledo y matad también esas vacas piojosas. ¡Que no quede nada aquí de que puedan vivir estas traidoras mujeres!
La viuda de Mauricio Brady y sus hijas comenzaron a gritar y a suplicar por sus casas, tirándose de los cabellos y arrodillándose ante aquel implacable extranjero, mientras los soldados prendían ya teas de fuego y se disponían a incendiar los techos de paja y ramas secas de las chozas. Gerald Comerford lo observaba todo a cierta distancia con aire complacido.
—¡Suplico a vuestra merced no haga esto, que estando ya en el invierno será tanto como condenarnos a morir de frío y de hambre! —Tironeaba de las ropas de Robledo la viuda, hincada de rodillas ante él—. Que lo único que nosotras hicimos fue dar amparo, como cristianas, a dos desgraciados que lo precisaban. ¿Qué falta grave es ésa?
—La falta de traición a la reina —respondió inflexible Robledo—, pues bien conocíais todas cómo se había echado bando de que se había de entregar al gobernador a todo español de la armada que aportase a estas tierras…
—No sé de qué bando me habla vuestra merced. Vivimos nosotras tan apartadas aquí que nunca escuchamos hablar de bando alguno ni de españoles desembarcados.
Comerford intervino entonces y rogó a Robledo que le hiciera la merced de suspender la orden de quemarlo todo.
—Señora —empezó a decirle a la viuda—, ¿acaso no se os acuerda cómo estuve yo mismo hablándoos otra vez y me referisteis lo del crucifijo que colgaba del cuello de uno de los españoles?
—¡En verdad que se me acuerda! —replicó ésta—, y en ello tenéis la prueba de que estas pobres mozas y yo en nada engañamos ni ocultamos la presencia de esos españoles, que cuando nos preguntasteis por ellos, no os escondimos cómo los habíamos visto y dado amparo…
Comerford se retiró un momento y dijo algo al oído de Robledo, que negó con la cabeza y volvió a ordenar que se pusiera fuego a la casa.
Entonces, una de las mozas, la sobrina, dio un gran grito, se postró ante el fraile Robledo y dijo:
—A los que vuestras mercedes buscan los hallarán en donde mora el ermitaño de San Patricio, que yo misma los guié hasta allí ayer y aún deben quedar en ese lugar. Miren si es cierto lo que os digo, y si en algo engaño, pongan fuego a todo y quítennos la vida si les place. Pero, antes, certifíquese que es verdad lo que digo, ¡y allá sea de ese mozo y su manceba, que no hemos de sufrir más nosotras por esconderlos!
Comerford sonrió ampliamente y Robledo dio orden a los soldados de que estuvieran quietos.
—Esta moza ha hablado ahora con razón —dijo complacido el espía— y en algo nos da satisfacción del pasado engaño, y cuando vuestras mercedes me cumplan la palabra de hablarme con verdad, yo les aseguro que no sufrirán más daño y respetaremos sus casas.
Se dirigió ahora a la viuda y le preguntó quién era ese ermitaño de San Patricio y dónde tenía su casa, y por qué causa habían encaminado a los fugitivos hasta él.
—Es este ermitaño hombre que habrá más de cien años —explicó la viuda—, pues que desde que yo me acuerdo y aun de mis padres y abuelos tengo oído que siempre ha vivido en su retiro en la parte más áspera y apartada de estos montes, que es una ermita muy antigua que dicen construyó el propio San Patricio hará trescientos años y más. Que algunos aseguran es el propio santo quien allí mora desde entonces, aunque yo no lo creo, sino que otro de este nombre habita y mantiene la ermita. Y la razón de que encamináramos a estos españoles hasta él fue por apartarlos de aquí y que estuvieran más seguros, demás de por el catarro de pechos que padece la moza, pues es muy conocido en toda esta tierra que el ermitaño posee el don de sanar los más de los males…
Robledo se rió ante esta explicación y se burló:
—Es ésta tierra poblada de barbarie y supercherías, que donde no aparece una anciana bruja que dicen es Dama e hija de un rey antiguo y usurpador, lo hace un ermitaño de más de cien años que obra milagros o hechicerías, y a un mozo que yo sé bien quién es y cómo no desciende sino de hidalgos pobres, por sólo verle un crucifijo de tales señas lo tienen por descendiente de duques y reyes. ¡En verdad que es buen regimiento el que se tomó en España de poner santo tribunal de la Inquisición para entender en todas estas fantasías y desatinos y arrancar las falsas creencias del vulgo crédulo, y si vuestra reina no fuera tan perdida hereje como es, bien haría en imitar los modos que en mi patria se usan!
El inglés Comerford se picó con este comentario de Robledo y le miró con irritación, sobre todo por lo dicho acerca de la reina Isabel. Pero como le temía demasiado, se tragó su rabia y sólo contestó:
—Deje vuestra merced sus chanzas para otra mejor ocasión y acordémonos en qué nos haremos en este negocio…
Robledo dio orden a los soldados de que apagaran las teas y que encerraran a las mozas en la casa, pero que la viuda quedara fuera para interrogarla más, y se apartó a su vez con el espía del gobernador a hablarle reservadamente.
—Siento que lo más acertado será palpar si es cierto que los mozos que buscamos se esconden donde ese ermitaño. Y para ello hemos de conocer muy particularmente el modo de llegarnos a esa ermita, y trazar alguna trama para que, hallándolos allí, podamos tenerlos a la mano, que lo mejor será hacerlo sin que ellos sientan les vamos persiguiendo, por no dar lugar a que de nuevo escapen…
Comerford volvió donde la viuda y la interrogó acerca del modo de llegar hasta la ermita:
—Es jornada difícil de más de media legua por empinado monte y que no podrá hacerse con soldados y caballos —explicó la mujer—, que los caminos hasta allí son de los más ásperos que imaginarse pueda, y si no es con alguna mula diestra o a pie, no hay modo de acercarse a la dicha ermita. Además de esto, el ermitaño no consiente pase a hablarle persona nacida si no es de su gusto, que lo que se usa es llevarle alguna carne de caza u otro presente que él estime para que permita le visiten, donde no sea que se le pida cure a alguno, que entonces a nadie niega su socorro. Y para llegar a su ermita se ha de atravesar una puente pequeña o pontón que sólo él tiende y retira a modo de rastrillo, suspendido sobre una recia torrentera, que no hay otra forma de llegar arriba a la ermita. Y tengo para mí que si no fuera por lo áspero, fuerte y defendido del sitio en que está, ha tiempo que los ingleses hubieran arrasado ya la ermita, como acostumbran hacer con todas las iglesias y lugares santos del culto católico…
—Lo que dice esta mujer —razonó luego Robledo aparte con el inglés— confirma el tiento y maña que os decía debemos usar para llegarnos a ese lugar. Y lo primero que se ofrece considerar es que ni los soldados del gobernador ni yo podemos acompañar a vuestra merced…
—Entiendo que no podemos presentarnos con guardia armada. Pero ¿por qué razón no podéis venir vos, vistiendo como vestís de fraile y siendo, como mostráis serlo, un papista como el mismo ermitaño, y habiendo burlado ya antes a un obispo? —preguntó Comerford irónico.
—Es claro que si tal hiciera, el mozo borgoñón que tanto os estimaría el gobernador Bingham que le entregarais me reconocería al punto, pues ya me conoce de una vez en París, y este rostro desfigurado que, por mis pecados y la traición de un felón, veis tengo, no son señales fáciles de disimular…
El inglés asintió y volvió a preguntar a Robledo:
—Y así, ¿cómo se le ocurre a vuestra merced que hemos de hacer?
—Habréis de ir vos delante y solo y presentaros al ermitaño con achaque de que le lleváis algún buen presente para su regalo o sustento, movido por la fama de su santidad y prodigios que hace, demás de que le diréis sentíais un punto de curiosidad por conocer a hombre tan nombrado, que ni aun los hombres más santos, supuesto que éste lo sea, saben resistirse al halago de saberse famosos y se desvanecen al punto que escuchan el canto de sus virtudes, y así creo yo se os abrirá si le alabáis mucho.
Comerford sonrió observando con admiración al español, que continuó:
—Aunque sois luterano, disimularéis que lo sois, y antes le representaréis sois buen y devoto cristiano, llevándole alguno de esos rosarios y agnusdéi que habéis tomado de los españoles que las borrascas echaron en tierra los pasados días. Y toda vuestra mira estará en procurar prendar a los dos mozos y que os tomen confianza y admitan vuestra compañía para guiarlos en lugar seguro. Que bien puede ser por la estratagema de asegurarles les conduciréis al castillo del Mac Donnell, o a puerto en que puedan ellos pasarse en Escocia, que de seguro es lo que con más ahínco persiguen. Y una vez hayáis salido de esa inexpugnable ermita, yo os aguardaré con algunos soldados que llevaré hasta allí a pie y tendré ocultos en el monte, que no será difícil prenderlos a ambos en cuanto me queden a la mano.
Estuvo el inglés de acuerdo con este plan de Robledo y decidido a ponerlo en ejecución cuanto antes:
—Si tal como sospecho es este mozo el mismo del pronóstico de la Dama de Borgoña, os ruego me lo dejéis entregar al señor Bingham, que me tiene muy encomendada su captura.
—Podréis disponer de su persona como más os cumpla, que no dudo yo de que el gobernador querrá juzgarlo y publicar su condena a morir en la plaza de Galway como traidor a la reina, y esto me dará a mí gran satisfacción, pues tengo agravios que vengar con él y con su señor.
—Y en cuanto al otro español, ¿por qué me ocultó vuestra merced era en realidad doncella la que buscabais?
—Pues ella misma escondía su condición de mujer bajo ropas de hombre y nombre de Martín de Ayala, yo no podía deciros sino que hicierais vuestra pesquisa buscando a un mozo soldado…
—Es caso muy notable y maravilloso éste —se quedó muy intrigado Comerford— y confío que vuestra merced me cuente uno de estos días por qué una doncella, y al parecer de su calidad, se embarcó en esta armada, siendo una nao el último lugar donde se puede disimular la condición femenil, y cómo vos llegasteis a penetrar el secreto, y la causa de que la hayáis buscado con tanta constancia… ¿Me diréis quién es la doncella y qué representa para vos?
Por toda respuesta, Robledo le interrumpió y ordenó secamente:
—Deje su discurso vuestra merced y disponga lo que será menester para su jornada hasta la ermita, que por camino tan arduo como el que hemos de hacer precisaremos un buen mulo, y prevenir algunos presentes para el ermitaño, y más de un día de andar en medio del monte hasta alcanzar la puente de que la viuda habló…