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El fraile Robledo

CUANDO ya anochecía, entre dos luces, el fraile avanzaba con dificultad por el estrecho sendero. Alto de cuerpo y de magras carnes, la capucha del hábito cubría por completo su rostro, su andar era medido y elástico y se apoyaba en un largo cayado que parecía doblar su imagen.

Llegado a un punto de su camino, pareció descubrir algo cerca de unas zarzas y se detuvo. Se inclinó hacia unas ramas que formaban un bulto en el borde de camino y comenzó a quitarlas de allí. Debajo aparecieron los cuerpos de tres soldados ingleses que no debían de llevar muertos ni tres horas. Observó con cuidado sus heridas y determinó debían de haberlos acabado varios hombres, seguramente rebeldes de una partida de los Mac Donnell. Uno de ellos había sido apaleado con furia, pero los otros dos habían caído bajo la espada de alguien que sabía usarla, y seguramente cuando ya estaban rendidos. Volvió a cubrirlos con las ramas y dijo entre sí:

—Flaco servicio me han hecho estos luteranos.

Continuó su camino hasta alcanzar, ya cuando la noche era cerrada, el castillo del obispo de Derry, Raimundo O’Gallagher, de quien pidió ser recibido.

Un monje que le recibió a la puerta le preguntó en latín quién quería entrar a hablarle al obispo, y el fraile caminante respondió en la misma lengua:

—Decid a su reverencia desea hablarle un pobre capellán español que iba en estas naos que los pasados días naufragaron, a quien Nuestro Señor, que todo lo provee, ha sabido encaminar hasta su puerta, más por servirse de él para algún santo designio que porque su humilde persona lo merezca, que mi nombre es fray Luis Robledo, de la orden de los padres observantes franciscanos, que en otro tiempo estuve en la iglesia de Araceli de Roma.

Tras esta presentación, y un poco más de espera, el mismo monje de antes acompañó al fraile hasta la cámara del obispo O’Gallagher, ante quien se arrodilló el visitante y besó el anillo.

—¿Así que veníais en las naves del rey de España? —le preguntó el obispo.

—Como capellán de una de las compañías del tercio de Don Alonso Martínez de Leyva —replicó Robledo—, de quien me separé en el puerto de Killybegs cuando éste se embarcó en una galeaza, que ya debe de haber llegado con ventura en Escocia. Pues que yo me quedé atendiendo a los heridos que no pudieron embarcar en esa jornada, y luego perdí mi camino y he vagado de una tierra a otra hasta que sentí hablar de vuestra señoría ilustrísima, a cuyo amparo y servicio humildemente me pongo.

—¿Entonces no conocéis la suerte que corrió la galeaza en que iba Don Alonso?

Robledo negó con la cabeza y se santiguó rápidamente dos veces mientras aguardaba la respuesta del prelado.

—La dicha galeaza se estrelló contra unas peñas en una costa cerca de aquí que los ingleses nombran Giant’s Causeway; murieron ahogados un millar de hombres que iban embarcados, entre ellos el propio maestre de campo y todos los famosos capitanes y lucidos caballeros que le acompañaban, pues hasta el presente han aparecido con vida no más de siete hombres, que aguardan en las tierras de Mac Donnell alguna barca que los pase a Escocia.

El fraile mostró en el semblante la tristeza y turbación que la nueva le producía e hizo a continuación un breve elogio de la persona de Don Alonso, soldado y caballero sin tacha, celebrado tanto por amigos como por enemigos, y tan querido del rey Felipe II que éste sentiría su muerte más que la pérdida de cien naves.

O'Gallagher apreció la oratoria de su invitado y le ofreció cenase con él y le hablase mientras de las cosas que acontecían en otras partes, ya que él era sólo un pobre obispo acosado por los herejes y con su grey dispersa y amenazada, que vivía aislado del mundo y sólo por el nombre podía llamarse y sentirse obispo.

—Por mucho más que de nombre os tengo yo por obispo —protestó Robledo—, que Nuestro Señor ha de apreciar tanto más como de su Santa Iglesia a los que como vuestra señoría ilustrísima viven acosados de los tiranos gentiles y le sirven con peligro de su vida, que a aquellos que disfrutan de la paz y de la protección de sus príncipes, gozando de crecidas rentas que les mueven luego a descuidar su santo ministerio. Que, a lo menos yo, os estimo en tanto, que os he de hacer algún presente para mostrároslo…

Removiendo en su zurrón sacó el fraile la efigie de lo que parecía un santo y dos impresos con manchas de humedad.

—En ningunas manos estarán mejor estas que tengo por joyas que en las vuestras —dijo Robledo ofreciéndoselo todo al obispo—, que la una es una santa imagen de San Bollino de Padua, al igual que vuestra señoría ilustrísima santo ejemplo de mártires, y los otros dos son unos impresos que os agradará leer e iluminarán y encenderán vuestra fe. El uno es un diálogo de un fray Juan Bautista impreso en la ciudad de Padua hará dos años, en que se tratan con claro entendimiento los principales misterios de nuestra santa fe católica, que aunque fue escrita para uso de los que van a cristianizar en el Nuevo Mundo, pueden ser también de alguna utilidad también aquí, donde el influjo de los luteranos unido a las antiguas supercherías del crédulo vulgo inficiona y confunde la verdadera doctrina. El otro es la bula de Su Santidad Sixto V In Coena Domini, tan celebrada por los católicos como aborrecida por los herejes, que traía conmigo para instrucción de ingleses cuando señoreáramos aquel reino.

El obispo Raimundo quedó muy conmovido por recibir aquellos inesperados regalos y se los agradeció mucho a su huésped, a quien ya empezaba a estimar por su franqueza y devoción y el buen latín que hablaba con lengua tan elocuente. Rara vez tenía oportunidad de conversar con persona tan instruida y que le trajera noticias del resto del mundo, así que mientras rellenaba la jarra del fraile de más cerveza de cebada, le pidió noticias de Roma y del Papa.

—Lo último que se ha dicho de Su Santidad es que andaba muy malo de unos constantes catarros que le tenían muy enfermo —continuó Robledo—, que los más de los cardenales tienen por seguro le acabarán en breve y se comienza ya a tratar de quién ha de ser su sucesor. En España se aguarda salga esto cierto, pues se está muy descontento de él por lo poco favorable que ha sido este Papa a las cosas de mi señor el rey de España, como se ha visto por las burlas que hizo de la determinación de su majestad elogiando el valor y prudencia de la diabólica reina de Inglaterra. Y la poca afición que Sixto ha mostrado a los españoles se ve bien claro en que no quiso adelantar ni un ducado a la empresa de Inglaterra hasta no ver con sus ojos que habían desembarcado de veras en aquel reino. Que por esto y otros respectos, se le estima poco en España, y la cosa ha llegado al extremo que en Madrid un jesuita afirmó en público que el Papa era fautor de herejes, por lo parcial que se muestra acariciando a la reina de Inglaterra y al hugonote Enrique de Navarra y el riguroso trato que, en cambio, da al católico rey de España.

Continuó Robledo su discurso señalando la fama de irascible y codicioso que se había ganado Sixto, y que había acumulado un millón de marcos de oro de los que por nada del mundo quería deshacerse, a pesar de ser tantos los negocios de la religión en los que ese dinero podría emplearse con provecho. Por su capricho había elevado a obispado la villa en la que había nacido, que es una que se nombra Montalto, lo que no todos elogiaban ni tenían por justo. En su favor dijo, sin embargo, que había sabido limpiar los caminos de sus estados de los bandidos que campaban por ellos, haciendo rigurosa justicia de los maleantes, y que todos le agradecían poder viajar ahora con más seguridad de la que nunca se había conocido allí. También era hombre penetrado de profunda fe, y muy deseoso de señalarse en el servicio de la Iglesia y seguir los pasos de sus predecesores, pues unos años antes se le apareció en sueños el papa Gregorio y estuvo platicando con él cómo convenía no descuidase la conversión de Inglaterra a la que el otro había dedicado tantos esfuerzos, que después de este sueño se determinó a solicitar de todos los príncipes católicos que formaran liga contra la herética Isabel.

Tras satisfacer la curiosidad del obispo acerca de las cosas del Papa, cardenales y negocios de Roma, el fraile solicitó a su huésped le pusiera guía para pasar al otro día adonde estaban los españoles que se habían salvado del naufragio de la galeaza de Don Alonso Martínez de Leyva.

O'Gallagher se declaró contrariado por que Robledo tuviera tanta prisa en marchar de su lado, pues agradecía y disfrutaba mucho de la compañía de hombre tan docto e informado como él, y había concebido la esperanza de tenerlo por más tiempo en su castillo, a lo que el otro replicó:

—Y no es por negocio menudo por el que yo dejaría vuestra santa compañía, sino por una promesa que me pesa en la conciencia y me obliga a marchar tan presto, que es la que hice a un ministro del rey de España, que es su embajador ante el duque de Saboya, de cuidar y proteger en todo cuanto pudiere a un hijo suyo de nombre Martín de Ayala que vino en esta armada como caballero entretenido, a quien yo estimo como si fuera de mi sangre, y del que me separé cuando embarcó en la dicha galeaza del Don Alonso.

El obispo repuso que si estaba seguro de que el mozo que buscaba iba en aquella nave, lo más probable es que se hubiera ahogado con los demás que naufragaron.

—Y donde así fuera, aún conservo yo la esperanza de que sea uno de los siete que vuestra señoría ilustrísima dice salvaron la vida —explicó Robledo—, y no siéndolo, no puedo tampoco dejar de saberlo con toda la certeza posible para poder comunicarlo al padre y la madre del mozo, que desde que conocieron el mal suceso de esta armada aguardan con la zozobra que os podéis imaginar alguna nueva de la suerte de su hijo.

O'Gallagher asintió comprensivo y conmovido por la bondad y solicitud del fraile, y le aseguró que a la mañana siguiente le pondría una guía que le llevara hasta donde estaban los españoles supervivientes del naufragio de la Girona y le daría una credencial para que los señores de Mac Donnell le dieran todo el buen tratamiento que su humana misión merecía.

—Haciendo mi camino hasta aquí por un mal sendero que hallé —comentó el fraile tras agradecer mucho su promesa al obispo—, encontré cerca de un gran bosque unas casinas muy apartadas, casi al pie de una montaña, donde me pareció moraban unas mujeres con sus vacas, que me maravilló tanto la belleza de algunas de ellas como la soledad y peligro en que viven éstas en tal apartamiento, que me dolió algo el riesgo que siento llevan de perder sus almas viviendo tan alejadas de todo trato humano y acaso sin recibir doctrina cristiana ni escuchar la santa misa.

—Debe referirse vuestra merced a la viuda de Mauricio Brady que vive con dos hijas que tiene y una sobrina —contestó Don Raimundo—, y no debéis maravillaros tanto de que vivan tan apartadas, que es muy ordinario aquí el que muchas mujeres vivan solas en mitad de los montes, unas por haber quedado sin marido, padre y hermanos, y otras porque los hombres pasan la mayor parte de su tiempo en guerrear unos clanes con los otros y cada uno con los herejes ingleses, y ellas quedan todo el año con el gobierno de las casas. Que por lo que yo sé, son estas que decís tan buenas cristianas como las demás, aunque sólo en ocasiones contadas bajen a algún villaje a escuchar la misa, y estén, como las otras, inficionadas de las viejas creencias y hechicerías de estas tierras, que ya veis cómo son tantos los estorbos que debe remover la verdadera doctrina para abrirse paso en estos lugares.