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La traición

PASADO el seteno de la cura de Doña Isabel aún permanecimos una semana más en casa del ermitaño Sanders. Con el Juan O’Dour concertamos que nos guiaría luego hasta la marina de Coleraine.

Al tiempo de haber de separarme del buen eremita se me hizo muy penoso hallar las palabras con que representarle cuán agradecido le estaba por las mercedes que nos había hecho y, en mi particular, lo mudado que con su trato y ejemplo me sentía yo en mi ánimo, que advertía claramente cómo era yo muy otro del que llegó dos semanas antes a aquella peña.

El pescador Juan O’Dour se despidió con pocas palabras y mucho sentimiento en los ojos, agradecido por la merced que Don Guillén le había hecho de salvarle la vida en aquel temible trance de la piedra y promesa de regresar a la ermita, a lo menos, al cumplirse el año de lo que él tenía por milagro y gracia que San Patricio le había hecho por mano del ermitaño. Y quedó tan apenado de haber de separarse de aquel santo hombre, que después de declararle esto, se apartó de allí un trecho, entiendo que por esconder ante los demás lo turbado y congojado que se hallaba.

Doña Isabel, que, como mujer, había el don de hallar siempre palabra que decir y despeje y donaire para pronunciarla, hizo la última su discurso, muy conmovida en su ánima por la bondad del buen ermitaño, que al fin acabó derramando muchas tiernas lágrimas ante él y estrechándolo en sus brazos como si de su mismo padre se hubiera de separar, que el contemplarlo nos puso a mí y al Juan O’Dour grande pena en el corazón.

—Lleven vuestras mercedes mi bendición —nos despidió por su parte Don Guillén— que si no como sacerdote con votos hechos, como devoto cristiano os la doy de todo mi corazón. Que rogaré en todo tiempo por vuestras mercedes por que lleguen los unos en salvo a España, y lleve el otro vida próspera y sin cuidado en su oficio de pescador, que es el mismo que tenían los más de los apóstoles de Nuestro Señor, y por eso Éste les tiene gran afición y favor.

Bajamos la alta peña por el sendero y hallamos ya la puente tendida para que pudiéramos pasar al otro lado y al ermitaño al cuidado del mecanismo del rastrillo. Doña Isabel volvió la cabeza por ver si aún podía mirar una última vez al bueno de Don Guillén, y quedó allí un tiempo vertiendo muchas lágrimas mientras el pescador y yo cruzábamos el pontón sin atrevernos a seguir su ejemplo por no romper también a llorar.

Mas apenas llegamos al otro lado del despeñadero, hallé venían hacia nosotros golpe de gente arreada, que a lo primero pensé yo era fantasía reía y no habían de ser sino las sombras que arrojaban los árboles de aquella parte.

Miré al Juan O’Dour y le señalé delante, por que él me desengañara o confirmase si era cierto lo que yo creía estar viendo. Pero éste nada dijo, sino que bajó la cabeza con mucha lástima y se quedó quieto, que creo debió de ser como hizo el otro judas al tiempo que sus enemigos llevaban prendido a Nuestro Señor del Huerto de Getsemaní.

Viendo ser cierto lo que yo temía, intenté luego volver mis pasos a la puente y prevenir a Doña Isabel que no pasase adelante, pero cuando llegué hasta por donde ella venía a nosotros, encontré que el ermitaño había ya levantado el rastrillo y no quedaba a nuestras espaldas sino el despeñadero por donde se precipitaba la corriente de agua que ya dije.

El falso pescador había pasado ya con los que venían por el sendero, que ahora que los pude ver más de cerca eran cinco o seis soldados armados de espadas y lanzas, y por cabeza de ellos venía un fraile, que en cuanto le vi la hechura entendí no era otro que mi enemigo Robledo.

—¡Saltad por aquí y salvaos! —grité a Doña Isabel, no hallando otro modo de que al menos ella escapase, y esto con harta fortuna, que no fuese arrojándose por el despeñadero.

—¡No deseo sino correr la misma suerte que vuestra merced! —me respondió ella.

—¿No entendéis cómo si me prenden a mí aún me querrán conservar la vida un espacio de tiempo por creer que soy el que dice el pronóstico, en tanto lo que más desea Robledo es calmar con vuestra sangre el odio que tiene a vuestro padre el capitán Forcada? —le grité yo.

Ni siquiera esto la convenció de que su única oportunidad de salvar la vida era probar la fortuna de caer a la laguna que había abajo del despeñadero, y se apegó más a mí por defenderme de los que llegaban contra nosotros.

Con el cayado que llevaba para apoyo de mi camino hice cara al primero que me amenazó con la espada, que como el sendero por el que subían era muy estrecho y en pendiente, apenas si se podía caminar de a uno por él. Lo empleé como si fuera lanza y en el modo que había aprendido en Flandes, que acaso por la sorpresa que llevó el inglés de ver cómo sabía valerme de él como soldado, saqué ventaja bastante para desarmarle de la espada y tirarle un golpe a la frente que lo derribó por el suelo.

Visto esto de los otros, se me acercaron dos de ellos a toda furia, y los demás detrás, el uno de ellos con intención de tirarme una lanza y atravesarme de parte a parte. Pero al calarle el propósito que llevaba, le gritó el Robledo desde atrás:

—¡Los quiero con la vida!

Aproveché que con esta orden se quedaron ellos quietos y confundidos acerca de cómo habrían de prenderme, para llegarme yo a Doña Isabel, y tomándola en brazos la alcé y acerqué a la roca en que terminaba en seco el sendero. Y aunque ella gritó y protestó quería antes morir que separarse de mí, con todo el impulso que pude darme, la arrojé por el despeñadero y quedé mirando cómo caía ella en un grito que me encogió el corazón, rogando entre mí a Dios fuera la laguna del fondo su salvación y no su tumba.

Mas no llegué a ver qué ocurría de este medio desesperado, pues que mis enemigos sacaron ventaja de que yo les diera la espalda para sacudirme en la cabeza, que se me cerraron los ojos y me desvanecí sin conciencia del golpe que en ella me dieron.

De la tiniebla que embotó mi mente por un tiempo me despertó el gran dolor que sentí en los riñones y la cabeza por las puñadas y patadas que, a traición y como cobarde, me estaba dando el mismo inglés al que antes había golpeado yo con mi cayado en la frente, que al abrir los ojos gritando que me dejara, lo reconocí por la brecha que aún le sangraba en la frente.

—Dejad de pegar a este pobre mozo —ordenó Robledo al que me golpeaba—, que ya se emplearán con él los verdugos de Galway con tanto ahínco que quedaréis bien vengado de la afrenta que os ha hecho. Y bajad todos salvo dos hombres a la laguna y arroyo que queda al fondo de este monte por certificar si ha quedado con la vida la señora que iba con éste, que nosotros lo haremos por el sendero y nos reuniremos todos abajo.

Al punto comenzaron a bajar el monte cuatro de los seis soldados que iban, que por ganar tiempo y ahorrarse hacer la bajada por el tortuoso sendero que subía hasta allí, se ayudaban de una cuerda que iban atando de árbol en árbol para facilitarles el descenso, que de otra forma no hubieran podido bajar por aquella pendiente casi cortada a pico.

Tenía yo las manos atadas con gruesa soga que apenas me dejó alzarme en pie cuando el inglés que digo dejó de pegarme y se me acercó el Robledo:

—Señor Guillermo de Tallenay, gusto me da veros otra vez, y mucho holgaré cuando vuestra merced cuelgue de una horca en Galway —se burló.

Al escuchar esto, el traidor Juan O’Dour apenas si se atrevió a ponerme los ojos encima de lo corrido que había de sentirse por pagar con tan torcida felonía el que le acogiéramos en la ermita y socorriéramos cuando peligraba su vida. Pero nada salió de su boca, que entonces entendí por qué todos aquellos días, desde que Don Guillén le curó de su dolor del riñón, le había visto tan mohíno y caviloso, que se diría que un gran pesar le rondaba.

Dirigiéndose a él, dijo después Robledo:

—Habéis hecho vuestra presa, señor Comerford, y por gran servicio os lo tendrá y recompensará el gobernador Bingham, de modo que ¿por qué causa os veo tan turbado y pesaroso?

Pero tampoco a esto despegó los labios el falso pescador, sino que dio la espalda a Robledo y comenzó a andar delante el sendero que bajaba el monte, creo yo que con los mismos remordimientos en su conciencia que judas Iscariote cuando cobró el pago de su mala obra.

Nos llevó casi medio día bajar al pie de aquel monte, y al llegar adonde nos aguardaban los que habían ido por delante a ver qué había sido de Doña Isabel, les preguntó Robledo si la habían hallado.

—No, sino esta sola camisa que estaba aferrada a unas ramas al borde de la laguna —contestaron ellos.

Robledo tomó la camisa y se la mostró al que yo creyera pescador y ahora sabía se nombraba Gerald Comerford.

Comerford apenas se atrevió a mirarla, pero asintió en señal de que la reconocía, y yo me quedé mudo y con el corazón en un puño porque también entendí era la misma que vestía Doña Isabel.

—Debe de ser que la moza se destrozó con las peñas del fondo de la laguna y sólo esta camisa quedó de ella —razonó uno de los soldados.

—¿Y de cuándo, gran necio —replicó Robledo—, flotan las camisas sin sus dueños?

Ninguno supo qué responderle a esto, y yo me tragué el contento que el argumento de Robledo me dio, pues confié por una sola vez en que tuviera razón mi enemigo y que el haber aparecido allí su camisa había de ser traza de Doña Isabel para burlar a sus perseguidores y que la dieran por muerta.

Pero al punto mi esperanza se volvió temor al representarme cómo el Robledo no se engañaba, y no dejaría por tanto de hacer su pesquisa hasta hallarla. Como de hecho se mostró luego era su intención, pues dijo al fin a Comerford:

—Aquí se separan otra vez nuestros caminos, que vuestra merced le llevará el borgoñón al señor Bingham en Galway y yo quedaré aquí con tres de estos soldados hasta asegurarme dónde se halla la doncella.