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La prisión de Galway

—¿CUÁL es vuestro nombre?

—Guillaume Lamarq de Tallenay soy.

—¿Cuál es vuestra calidad y nación?

—Gentilhombre soy como lo han sido siempre todos los de mi familia, nacido en la dicha Tallenay, que es villa del Franco Condado, y por tanto de nación borgoñona y vasallo de su majestad el rey de España.

—¿En qué nave veníais?

—En la Trinidad Valencera.

—¿Quién iba al mando de la dicha nave?

—El maestre de campo Don Alonso de Luzón.

—¿A qué lugar aportó vuestra nave?

—No sé decir sino que al norte de esta isla, que por no conocerla no he entendido cómo se nombraba la parte en que nuestra nao se hundió.

El escribano continuó aburridamente su interrogatorio siguiendo una lista de cuestiones que llevaba escritas y numeradas en un impreso. En otra hoja vi iba anotando mis declaraciones, con el número correspondiente de la pregunta al lado de la repuesta.

Por espacio de una hora aún siguió interrogándome en decenas de cuestiones que se derivaban y complicaban las unas con las otras, que aquello no parecía tener término. Que con qué propósito había entendido yo que vino la armada de España sobre Irlanda. Que qué socorros confiábamos en tener en la isla, y de qué personas. Que si vinimos con la armada que iba sobre Inglaterra o éramos segunda armada mandada sobre Irlanda. Que si tenía noticia de qué apoyos nos vendrían de Escocia. Que con qué designio había entendido yo mandó el rey de España su armada contra Inglaterra. Que si había escuchado decir fuese su propósito destronar a la reina de Inglaterra y restaurar la falsa idolatría papista en aquel reino. Que en qué partes y de qué señores de Inglaterra fiábamos recibir socorros. Que en qué parte de Inglaterra había escuchado yo tenía designio de desembarcar la armada…

Por fin, dijo el escribano era ya bastante lo que había declarado yo, y dos guardias que allí esperaban me sacaron de aquella recámara oscura y me condujeron por una galería que terminaba en unas estrechas escaleras. Pensé habían de llevarme por allí a alguna celda en lo hondo de la prisión, pero me desengañé al verme en una cámara amplia con mecanismos para dar tormento.

—¿Por qué me han de atormentar si he declarado con verdad cuanto me ordenaron? —les pregunté.

Mas ellos se limitaron a despojarme de mis ropas y ponerme sobre el potro aferrándome con ásperas sogas a él, que luego se salieron ellos y me dejaron allí atado por espacio de un cuarto de hora o más, sin otra compañía que mis pensamientos y mi miedo.

Al cabo llegaron otros dos que debían de ser verdugos y empezaron su oficio de darme tormento, turnándose en dar vueltas a la rueda y aflojar cuando los dolores me hacían perder el conocimiento, que en cuanto yo lo cobraba volvían a apretarme a su voluntad.

En los momentos en que ellos aflojaban y era yo capaz de hablar, les rogaba que me dejaran ya de atormentar, que juraba declararía cuanto gustasen, pues ningún secreto había yo de guardar ni crimen alguno había cometido.

Pero al fin entendí cómo no buscaban ellos arrancarme ninguna declaración que yo hubiera hecho en buena hora en cuanto me la hubieran pedido, sino que su sola intención era atormentarme, sin más razón que la de ser español venido en la armada del duque de Medina Sidonia.

Después de darme tormento por espacio de una hora y más, me arrojaron encima dos buenos cubos de agua y me desataron del potro. Dos guardias me aferraron luego y, desnudo y mojado como estaba, me subieron por las mismas escaleras de antes y siguieron por otras más, que pienso debieron de llevarme a alguna torre de aquella prisión. Al final me empujaron al interior de una celda muy pequeña y sin apenas luz, que la única que entraba era por un hueco o ranura que había en lo alto de una de sus paredes, y allí quedé más muerto que vivo, tiritando de frío y sin saber con qué remediarme, que el solo abrigo que hallé fueron unas pajas en el suelo con las que procuré cobijarme.

Estaba tan dolorido y fatigado del interrogatorio y tormento, que quedé más desvanecido que dormido por un espacio de tiempo que no sabría decir cuánto fue. Sino que al cabo me despertaron unos golpes que sentí daban en uno de los muros de mi celda. Me arrimé a éste por conocer qué fuera aquello, y como no dejaban de tocar, para hacer entender a quienquiera que fuese que así me llamaba que le había sentido, golpeé yo también de mi parte del muro y aguardé respuesta.

—Arrímese vuestra merced a esta parte del muro de donde le viene más clara y distinta mi voz, que por ella podrá también a mí hablarme —me dijo entonces una voz que hablaba en buen español.

Así hice y le pregunté quién fuera, a lo que él me respondió:

—Mi nombre es Don Gonzalo de Córdoba, de la casa de los marqueses de Ayamonte, que venía en el Falcón Blanco con mi señor tío Don Luis de Córdoba cuando dimos en esta tierra. Que en lugar de socorrernos como a católicos, los salvajes de esta parte nos robaron y apresaron, entregándonos a los ingleses. ¿Quién es vuestra merced?

Se lo dije y le referí en los más breves términos que pude mi historia, que no estaba yo para gastar muchas palabras ni se sentía tan bien como yo deseara lo que de una parte a otra del muro hablábamos.

—Por cuanto venís de referirme —me replicó él— ha de ser vuestra merced el que llaman estos irlandeses El Ungido y del que he escuchado ya antes hablar al carcelero que entra en mi celda a traerme la comida.

—¿Qué Ungido he de ser yo, pobre de mí, sino que soy el más desdichado y triste de los hombres? —contesté yo irritado por verme llamar así y entendiendo cuál era la causa de ello.

—A lo menos, esto es lo que he sentido yo decir a muchos aquí —me explicó el Don Gonzalo—, y que vuestra llegada en Irlanda fue anunciada por unas grandes cruces de San Andrés que aparecieron en el cielo en diversos lugares de esta isla, que ahora algunos interpretan no eran sino cruces de Borgoña, a que aquélla se parece, y pronóstico cierto de grandes sucesos…

Le rogué entonces se apiadase de mí y no pasase adelante con aquellas supersticiones, que yo le certificaba no descendía mi persona de duques ingleses, y que no había venido en Irlanda sino por mis pecados y mala ventura, pues me hallaba ahora de tal suerte que no confiaba en salvar mi triste vida del trance y trabajo en que me veía.

—Y con todo y esto, la daría yo por bien gastada —continué diciéndole— si hubiese la certeza de que una doncella a la que estimo y amo más que a mi vida se halla en salvo. Que no conocer si ha salido con bien y escapado a la persecución de sus enemigos me atormenta más que verme en esta celda y apretado por estos verdugos…

Debí de decir yo esto con tan conmovido acento que Don Gonzalo se picó en conocer quién fuera aquella doncella que yo decía y qué peligros la apretaban. De manera que, por satisfacer su curiosidad, le referí también, sin extenderme en el relato más de lo preciso, la historia de Doña Isabel y el riesgo en que, contra mi voluntad, la había dejado cuando me apresaron.

Se maravilló él mucho de tan notables sucesos y me agradeció que se los hubiera confiado. Pero sentí quedaba muy afligido por mi suerte, pues al poco me aconsejó:

—Repose vuestra merced y duerma, que ya otro día le haré la misma señal de golpes que ahora para que venga a hablarme, que vuestra historia me ha puesto de tal modo el corazón en un puño, que no teniendo modo de consolaros, prefiero mejor callar ahora y desearos buena ventura…

Hice yo como me decía y procuré dormir, mas el recuerdo de Doña Isabel y la zozobra por no conocer cuál fuese su suerte, junto a los dolores que el tormento me había dejado en los pies y las manos, me estorbaron el reposo, que apenas descansé.

Al otro día vinieron a sacarme de mi celda y me llevaron de nuevo donde el escribano. Ahora comenzó éste a interrogarme más particularmente con preguntas que llevaba anotadas en varias hojas.

—¿Sois vos el que se hace llamar descendiente de un falso duque de York que ha cien años pretendió usurpar el trono de Inglaterra contra su legítimo rey, que en aquel tiempo era Enrique el Séptimo, abuelo de su majestad la reina de Inglaterra?

Negué yo con la cabeza y con la palabra declaré:

—No soy el que dice vuestra merced, ni desciendo de ningún duque, que con ser mi linaje limpio y de muchas generaciones de gentileshombres borgoñones, jamás he pretendido ni se me habrá escuchado declarar que venga mi sangre de la del duque que decís. Sino que todo es fábula y confusión que entiendo ha de venir del solo hecho de haberme visto llevaba una cruz que me dio una anciana con que topé, que yo no sé a quién perteneció o no, ni cuál es su significado, y que en buena hora veo lejos de mí, pues no me ha traído sino pesar y persecuciones.

—¿Es ésta la cruz que la anciana que dice vuestra merced os dio? —continuó su interrogatorio al tiempo que me mostraba aquella joya que yo había llevado colgada del cuello hasta que el traidor Comerford me la quitó camino de Galway.

—La misma es —confirmé.

Siguió él haciéndome mil preguntas de tantas cosas tocantes a aquella cruz que, fatigado del tormento del día anterior y sin fuerzas por no haber comido nada desde que llegamos a Galway, rogué se apiadara de mí y me dejara a lo menos sentar en alguna silla.

Con indiferencia, el escribano me dio licencia para que me sentara y continuó sin pausa su interrogatorio, que me hartaba y daba tanto cansancio que ya no entendía bien sus preguntas y apenas si alcanzaba a penetrar el sentido de éstas. Escuché lo hacía acerca de la señora Ineen Dohl y los tratos que yo había tenido con ella; si conocí a un Shanne Bann que era servidor suyo; que dónde y cómo topé con la que nombran la Dama de Borgoña, y lo que ésta me había hablado… y así todo de esta suerte, que a mí no me parecía sino pesadilla que no había nunca de acabar.

Al terminar de interrogarme me pidió firmara debajo del papel en que había ido anotando todas mis respuestas, lo que yo hice sin tardanza y aun con gusto de verme por fin libre de aquel mareo, aunque con mucho trabajo por lo que aún me dolían las manos.

Mas apenas había hecho yo esto cuando llamó entraran los guardias, que en vez de llevarme de vuelta a mi celda me condujeron a la cámara del día antes y me pusieron otra vez en el potro.

Debía yo estar tan débil esta segunda vez que pasé desvanecido y sin el conocimiento la mayor parte del tiempo que duró la tortura, pues muchas veces me hacían ellos cobrar la conciencia arrojándome agua fría en el rostro.

Además de los verdugos de la otra vez, sentí había ahora otra persona que, por la autoridad con que era obedecido, entendí había de ser el alcaide de la prisión. Pero erraba yo, que luego supe era el propio gobernador Richard Bingham.

Cuando les plugo, y como me vieran más cerca de la otra vida que de ésta, me sacaron de allí y tornaron a conducirme a donde el escribano, que con la misma monótona crueldad volvió a hacerme todo el interrogatorio por contrastar si cuanto ahora declaraba yo se compadecía con lo que dije antes del tormento. En algunos momentos era el propio Bingham quien me preguntaba, que había ordenado me amarraran a la silla para que no me cayera yo rendido al suelo.

Terminaron al fin y me volvieron a ordenar firmara mi declaración, que arañé en el papel con la pluma y no sé qué nombre escribí, pues no sentía ya mis manos.

Había de ser la noche cuando me echaron por último en mi celda, donde me cobijé en las pajas que tengo dichas y quedé más inconsciente que dormido.

En un momento de la noche me despertó el sentir un triste y desafinado cantar que venía de uno de los carceleros, borracho ya a esas horas, que gritaba una lúgubre y mal compuesta tonada, interrumpida de vez en cuando por sórdidas carcajadas y algún eructo, que decía:

Los cuervos de Galway

devorarán tu corazón,

oh, triste mozo venido

de la lejana Borgoña,

y tu cuerpo gallardo

servirá de carroña

al hambriento gorrión.

Recuerda a Donough O’Brien

Y cuál fue su triste fin,

que siendo aún más noble

y gallardo que tú,

de nada le sirvió su virtud,

y como traidor colgó

de la aguja de San Quintín…