20
El ermitaño
UNA de aquellas mozas que tengo dicho, que era la sobrina de esta viuda, nos guió a Doña Isabel y a mí por medio de aquel áspero monte camino de la ermita de San Patricio.
Cuando alcanzamos el pie de una tortuosa cuesta que subía a la cumbre de una levantada peña, la moza dijo a Doña Isabel que se apeara de la mula en que, por ahorrarle trabajos, había hecho su jornada, y se despidió de nosotros diciendo que más lejos no podía ya guiarnos, pues al término de aquel empinado sendero hallaríamos la puente de que nos había ya hablado y que daba acceso a la dicha ermita.
Seguimos, pues, nuestro camino, solos, que nos llevó espacio de una hora llegar hasta la puente en que el sendero tenía su término. Y acababa éste tan de repente que era cosa de ver lo a plomo que caía desde allí la tierra por una hondura de hasta un buen tiro de escopeta y más. Y por enfrente de aquel vacío manaba un grueso chorro de agua de un arroyo que se despeñaba por allí y formaba debajo una laguneja de aguas oscuras entre las peñas y árboles de abajo.
Era la dicha puente como un pontón de los de rastrillo que se usan en las fortalezas y se alzan y bajan a voluntad de los defensores, y por esta causa lo hallamos levantado, que no había forma de pasar al otro lado, como nos había prevenido la guía, hallamos una campana menuda que colgaba de una suerte de horca, la cual tocamos en aviso de nuestra llegada tres o cuatro veces. La soledad de aquel lugar y lo áspero de su aire hicieron que cada golpe de la campana, con ser ésta pequeña, resonara tanto por todas partes, que tengo para mí que su sonido se debió de escuchar en una legua alrededor por todos aquellos montes.
Aguardamos en silencio una buena pieza hasta que sentimos de las peñas de la otra parte la voz del ermitaño que nos preguntaba en la lengua de los salvajes. Como no comprendía yo aquella lengua del país, entendí sería lo que nos preguntaba que quiénes fuéramos, y así le respondí en mi mal latín:
—Cristianos somos y necesitados de amparo, que el uno de nosotros viene enfermo y confiado en que vuestra merced lo curará.
Al ver le hablaba yo en latín, pareció recatarse, que hubo de extrañarle que no le habláramos en la lengua de los salvajes de aquella tierra, y así me preguntó a su vez que si éramos ingleses, y que cómo habíamos conocido de aquella ermita. A lo que yo le contesté:
—No ingleses, sino españoles somos, y buenos católicos, que a vuestro amparo nos guiaron unas mozas que moran al pie de estos montes con su madre viuda, que se nombra Brady, y que por piedad de la mucha necesidad que padecemos y por guardarnos de la pesquisa de ingleses que nos buscan nos enviaron a vuestra ermita.
Escuchar que éramos españoles debió de producirle gran sorpresa, pues me preguntó a continuación cómo siendo tales habíamos llegado a parte tan adentro de Irlanda. Y lo más notable es que esta última pregunta la hizo ya con palabras españolas pasablemente pronunciadas, que me espantó algo oírselas decir. Así que, por que palpase cómo no le engañaba, le contesté yo también en español que éramos náufragos de la armada del duque de Medina Sidonia que había ido contra Inglaterra.
En aquel apartamiento en que él vivía, el ermitaño no debía aún de haber tenido noticia de los sucesos que le refería, y aunque yo no podía verle el semblante, supuse que hubo de quedar perplejo con lo que le conté.
Con todo, al poco, vimos bajar el rastrillo y quedar tendida la puente a nuestros pies, que era de una hermosa, sólida y bien trabada fábrica, y tan resistente que podría haber caminado por ella con comodidad hasta media compañía de arcabuceros.
Cruzamos pues el despeñadero y seguimos de la otra parte por un sendero que subía hasta la ermita por empinadas cuestas. En lo alto de la peña había una meseta llana de acaso un tiro de ballesta en redondo en que se levanta una pequeña ermita de una sola nave fabricada de buenos sillares, que me pareció antigua de cuatrocientos años y más, con recios muros y bien techada, que luego supe albergaba una imagen del santo más venerado en aquella isla, a quien estiman ellos como los españoles a Santiago, que es San Patricio. Al lado de la iglesia sólo había unas chozas, que es donde moraba de ordinario el ermitaño y daba cobijo a sus visitantes, y excavada en la misma roca vi tenía también una cisterna donde se recogía el agua de lluvia.
El ermitaño nos aguardaba a la puerta de una de las chozas y nos hizo seña de que nos acercáramos a él sin temor.
—Mucho holgaré de la compañía de vuestras mercedes si son los que dicen ser —nos dijo amigable cuando estuvimos a su lado—, y he muchas cosas que preguntarles. Pero esto quedará para adelante, que si no entendí yo mal, me dijisteis venía enfermo una de vuestras mercedes, y es a su remedio a lo primero que hemos de acudir.
Doña Isabel se descubrió el rostro, que me pareció que no poca impresión recibió el ermitaño de ver su belleza, y le habló a éste del largo catarro de pechos que sufría desde que naufragamos con la Girona y que le estorbaba casi del todo el respirar, así como de la lanzada que le dieron aquellos ingleses que topamos, de la que se creía ya curada por los cuidados de la viuda de Brady.
Era el ermitaño hombre como de cuarenta a cincuenta años, y aunque con barba crecida y vestido con desaliño, de lindas facciones y miembros, y corpulento como lo son los más de los hombres de aquella tierra, de trato amigable y gran hablador, que en todo el tiempo que con él pasamos, no lo vi callado sino cuando dormía, y holgaba mucho de conversar y referir historias, como más abajo diré.
Lo primero en que se ocupó fue en llevarnos a una choza suya en que tenía muchas jarras, tarros y redomas con remedios para las enfermedades, que más parecía botica que casa de eremita. Dijo a Doña Isabel se sentara en una pobre silla que debía haber fabricado de sus propias manos, y le pidió le descubriera su herida de lanza, que por estar en las costillas debajo de los pechos, le dio a ella algún embarazo. A lo que entendiendo el ermitaño cuál era la causa de su turbación le rogó no se recatase con él más que lo haría ante médico, pues en verdad lo era él, y a mí me dijo que me saliera de la casa, que ya me avisaría cuando la doncella se hubiera de nuevo cubierto.
Cuando me autorizó a volver a la choza, entendí consideraba ya bien sanada la herida de lanza, y en cuanto al catarro de pechos y recio sonido de alientos que Doña Isabel sufría nos dijo convenía atajarlo luego, que mucho tiempo lo habíamos dejado crecer, y que pudriría los pulmones todos si no le dábamos pronto remedio.
—En Francia y en España se usa de un remedio de oximiel —dije yo muy bachiller— y así he visto tratar estos casos en París al licenciado Monguion. Mas entiendo cómo no puede tener en estas soledades vuestra merced todo lo que se precisa para hacerlo…
El ermitaño se sonrió, tomando a chacota mi comentario, y me replicó:
—No sé quién sea ese licenciado Monguion de que vuestra merced me habla, mas yo también aplicaré un remedio de oximiel de los que decís, tal como lo aprendí en Italia de mi maestro el doctor Matiolo Senes, y que lo usaba también Joannes Noevius, médico que fue y acaso aún lo siga siendo del duque de Sajonia…
Con gran sorpresa vide comenzaba a juntar en una mesa aquellos tarros y jarras que tenía por toda la casa y se ponía a preparar su remedio, mientras me iba anunciando con un punto de ironía y rechifla los ingredientes que emplearía:
—Una raíz de malvavisco y un palito de orozuz raspado, con una onza de buen vinagre blanco y otra de jarabe de culantrillo… Cuatro ciruelas pasas a las que añadiremos tres onzas de esta miel de abejas… Como precisaremos de otras ocho onzas de buena agua, tráigamelas vuestra merced de la cisterna que vio allí fuera, que en tanto lo hace yo pondré a hervir todo junto a un poquito de orégano y otro poquito de anís…
Cuando lo tuvo todo preparado quedó hecho un oximiel acuoso del que ordenó a Doña Isabel fuese bebiendo poco a poco como lamedor, valiéndose de un brinquillo que le dio para ello.
—Es éste un exquisito remedio para todas las enfermedades de pecho que, como la que vuestra merced padece —le explicó luego—, procede de humor grueso y viscoso que no se deja bien arrancar ni escupir. Que pasado el seteno de la enfermedad, y cuando podáis meter algo de más sustancia en el estómago, creo yo que curaréis muy bien de vuestro mal, pues sois doncella joven y fuerte y en el ápice de la edad.
Nos maravilló mucho a Doña Isabel y a mí fuese aquel ermitaño en verdad galeno y le rogamos nos contara su historia y cómo había venido a parar en eremita, a lo que él nos respondió con este cuento:
—Mi nombre verdadero es Guillén Sanders y soy caballero irlandés emparentado de muchas generaciones con los condes de Desmond, que son de los más principales nobles que en esta isla hay. A la edad de veinte años, viendo la opresión en que la reina de Inglaterra tenía este pobre país y cómo perseguía todo rastro de la antigua y verdadera fe católica, me partí a Italia, donde pensé ingresar en algún seminario de mi nación y ordenarme sacerdote, que yo tenía un tío que ya lo era y vivía por entonces en Roma. Mas pasando por Padua, asistí a las clases que en esa universidad daba el célebre médico que tengo dicho Matiolo Senes, y movido por su ejemplo, sentí la inclinación de estudiar medicina. Quedé así en Padua haciendo mis estudios, pero como el dicho médico me había tomado gran afición y él había de pasar a Roma reclamado como protomédico del cardenal de Como, me rogó le acompañara allí y le sirviera de discípulo y asistente a la práctica, que me prometía aprovecharía yo más de ver las curas que él hacía en dos meses que todo el estudio de Galenos, Hipócrates y Avicenas que hiciera en tres años.
»Estando así en Roma sentí hablar de la llegada de un noble irlandés rebelado contra la reina de Inglaterra que se llamaba Tomás Stucley, quien había venido en Roma a pedir socorro de dinero para armar en Lisboa una expedición y desembarcar en Irlanda. Tocado del amor a mi patria, me sumé a él y me despedí de mi maestro el Matiolo, y junto al dicho Stucley llegué a Portugal. La proyectada empresa de Irlanda se fue dilatando porque el rey de España no se determinaba a dar la ayuda necesaria, temeroso de irritar a la reina de Inglaterra apoyando a rebeldes en tierras de las que ésta se decía señora. Así, como el rey Sebastián de Portugal ofreciera llevarnos con él a la jornada que deseaba hacer en Marruecos, el dicho Stucley y otros caballeros irlandeses partimos a esta empresa, de la que acaso sepan vuestras mercedes salimos con muy mal suceso tras enfrentarnos a los moros en un lugar que dicen Alcazarquivir, pues los que no murieron en ella, como fue el caso del Stucley y del propio rey Don Sebastián, quedamos cautivos del rey moro Hamida Almanzor.
»Del cautiverio me sacó el rescate que pagó el nuncio Sega, que estaba por entonces en España y daba cuanto calor podía a que se realizase la jornada de Irlanda. Un deudo del conde de Desmond, el noble Jacobo Fitzmaurice, había desembarcado ya en el sur de la isla y por toda Irlanda cundía la rebelión contra los herejes ingleses, a la que al fin se sumó el mismo conde de Desmond. En un socorro que se mandó a Irlanda en barcos de Don Juan Martínez de Recalde y bajo la bandera y autoridad del papa Gregorio XIII, fui yo uno de los desdichados que embarcó. Nuestro capitán, Bastián de San José, y la mayor parte de los oficiales eran italianos, fuera de algún español como el capitán Diego de Valdés, y cerca de veinte irlandeses que íbamos.
»Nos hicimos fuertes en una fortaleza que llamaban Castillo del Oro, a la que pronto pusieron sitio los ingleses y bombardearon furiosamente desde tierra y por la mar, donde habían puesto por bloqueo no menos de diez galeones, y esto por espacio de cinco días seguidos. Esperábamos recibir el socorro de los otros rebelados de Irlanda, que habían de venir del norte, pero como éstos no acudían y continuaba el bombardeo, vi comenzaba a perderse el orden y el ánimo para resistir a los ingleses. Una noche sorprendí una conversación de nuestro capitán Don Bastián con otros oficiales en que se concertaron para rendirse al virrey inglés lord Grey si al otro día no les llegaba el socorro prometido. Conociendo la mala entraña que tienen los ingleses y cómo yo, por ser irlandés y huido de allí, no podía confiar en obtener ni perdón ni humanidad de ellos, en ese mismo momento determiné huirme antes que rindieran el fuerte. Y lo puse por ejecución al punto, deslizándome por un lienzo de la muralla que las bombas habían echado ya dos veces abajo y apenas habíamos podido reparar por lo continuo del ataque que padecíamos.
»Con el favor de la noche pasé por entre los sitiadores y seguí mi huida hacia el norte, que Dios fue quien debió inspirarme que lo hiciera, pues luego supe cómo a los pocos días de mi partida se rindieron a buena guerra los del Castillo del Oro y entregaron el fuerte, mas el virrey no respetó la vida sino de los capitanes, que puso a rescate, degollando y ahorcando a los otros quinientos soldados, y de los irlandeses no dejó a ninguno con la vida, que yo fui el único que la salvó.
»En mi camino al norte no hallé sino guerra sin cuartel que nos hacían los soldados de la reina y desolación en que estaba sumido todo el país, así que no queriendo sino reposar, llegué a estos montes donde el ermitaño que entonces moraba aquí me dio su amparo. Era el ermitaño un buen y santo franciscano que usaba el nombre de Patricio como todos los que habían cuidado de la ermita antes de él. Entiendo que él me tomó grande afición por lo que yo había estudiado y practicado de medicina en Italia, pues era tradición de la ermita que aquí vinieran a curarse personas con casos exquisitos y desesperados cuyo remedio no se conocía, y de ello venía la fama que en toda esta parte tiene la iglesia, y el sustento que los que la visitan le dan.
»De su trato continuado aprendí el modo de conservar la iglesia y sobrellevar la vida en esta soledad y pobreza, y algunos remedios de la tradición que él en su práctica y memoria guardaba, a los que añadí yo los que los autores más reputados habían escrito y los que me transmitiera mi maestro Matiolo. En fin, que tomé tanta afición a la buena condición del monje y llegué tan desengañado del mundo y de la inquietud en que en los tiempos presentes viven los hombres, que determiné no apartarme más de su compañía y, por su consejo y voluntad, aunque no fuese yo religioso ni hubiese hecho los votos, me preparé a continuar su ministerio cuando él faltase, como luego ocurrió después de ocho años que pasamos juntos. Desde entonces vivo aquí solo, sino cuando alguno me visita como vuestras mercedes ahora, por hallar cura a sus males o buscando amparo…
—¿Y cómo es que en lugar tan apartado y falto de todo lo necesario posee vuestra merced tantas especies y clases de remedios que no se hallarían en botica de la villa más principal? —le preguntó Doña Isabel.
—A la bondad de Nuestro Señor lo debo, que no a ninguna otra causa —respondió él—, que si el médico acierta a curar, es sólo Dios quien sana, y así a los que por aquí pasan sólo les pido por pago de mis cuidados que regresen en otra ocasión que puedan y me traigan aquellas materias que más voy necesitando, que a unos les pido vinagre, y a otros anís o ciruelas, y a aquél hojas de sen y a éste confección de hamec, fuera de las plantas y raíces de estos montes con que preparo yo cuantos materiales puedo. Que como Dios pone la bondad en el corazón de los hombres, la mayor parte de ellos vuelven y me traen lo que les pedí, con que el bien de uno se convierte en el bien de muchos.
Asombrámonos mucho Doña Isabel y yo de la historia del ermitaño, y ya que nada teníamos con que partir su pobreza, por pago, si no a su bondad, a lo menos, a su curiosidad, quisimos darle satisfacción contestándole a cuanto nos iba él preguntando. Que lo primero que nos pidió le contáramos era aquella novedad de la armada que había venido de España y su mal suceso, que le puso gran espanto y lástima conocer cómo empresa tan encomendada a Nuestro Señor y tan justa y encaminada a la salvación de su Iglesia había salido tan desbaratada.
—Otro respecto que vuestras mercedes aún no me han referido —inquirió después el ermitaño observando a Doña Isabel— es la forma en que esta señora doncella ha venido a parar en esta tierra, pues entiendo hubo de venir en la dicha armada del rey de España…
Doña Isabel, un punto turbada, comenzó entonces a referirle al ermitaño la historia de su salida de la casa de sus padres en Turín y cómo había embarcado en la armada en busca de su verdadero padre, tal como en su día me la refirió a mí.
Halló el eremita tan notable y nunca oída esta historia que se maravilló mucho, tanto por lo raro del caso, como por los exquisitos sucesos que lo componían, y lo que más le asombró fue el hecho de que Dios me hubiera puesto a mí en el camino de Doña Isabel, siendo yo criado del auténtico padre que ella buscaba hallar.
—Y así, veo yo en este venturoso suceso la mano de Dios por algún escondido propósito de favoreceros —concluyó el ermitaño—, pues tengo entendido por muchas muestras que he visto en todo el tiempo que vivo en esta soledad y apartamiento que ni la más humilde hoja se mueve sin algún designio y causa divina, cual si en verdad todo formase parte de una misma máquina que mueve su sola voluntad.
—Del mismo modo lo entiendo yo —acordó con esta idea Doña Isabel— y se advierte bien claro en cuanto os acabo de referir, que de no haber sido arrojados en la misma playa cuando naufragó nuestra galeaza, y aun si no nos hubiéramos conocido y tratado en aquella nave, yo no estaría ahora con la vida y hablando a vuestra merced.
—Eso es tan cierto como que de no haber intervenido tan oportunamente Doña Isabel —razoné yo— en aquella ocasión en que me topé con tres jinetes ingleses, de lo que recibió ella por pago esa lanzada que visteis, tampoco yo estaría al presente con la vida…
—Y si aquella señora de los O’Donnell que me referisteis —continuó ella— no os hubiera dado comisión de hablarle a Don Alonso Martínez de Leyva, nunca hubieseis embarcado en la galeaza Girona y tampoco yo os hubiera conocido y sabido por vos tantas cosas de mi padre Don Juan de Forcada como me habéis ido contando estos días…
Y así, como el ermitaño Guillén Sanders mostraba mucha curiosidad por conocer nuestras historias y como nada hay mejor para entretener la soledad que la conversación, mientras Doña Isabel reposaba en una estera y bebía cada tanto del lamedor de oximiel, fui yo refiriendo también el cuento de mis trabajos desde que llegué en Irlanda, sin reservarme para mí nada de cuanto me había acontecido, incluido aquel extraño suceso del encuentro con la anciana que llamaban la Dama de Borgoña, la cruz que me entregó y los pronósticos que me hizo.