CAPITULO XVI

Era media mañana, un día espléndido de primavera. Otilio estaba trabajando, a su aire, en el maizal; su mujer amasaba tortas de flor de harina para cocerlas después en el horno.

Lew Turlock estaba delante de su casa, fumando con reconcentrada actitud. En su cara notábanse aún las señales de los golpes recibidos la tarde anterior, pero aparte eso no era la suya una conducta, una actitud, muy diferentes de las usuales. Habíase levantado algo más tarde, un par de horas después de la salida del sol; pero habida cuenta de la paliza uno podía pensar que estaba justificado. Naturalmente, Otilio y su mujer sabían que retornó de madrugada, sospechaban que su patrón no había ido precisamente de cortejo, habían intercambiado sus cábalas. Preguntarle, no le preguntarían.

Despacio, Turlock se dio a pasear por entre sus campos, con su perro al lado. No tenía por qué trabajar, si no sentía deseos de hacerlo. Más de un día, y más de dos, no lo había hecho. Cambió unas pocas palabras con Otilio, sin referirse para nada a lo de la noche antes, luego se fue hacia el bosquecillo de su propiedad, a orillas del arroyo.

Entonces vio llegar al cochecillo.

Esperaba visitas, desde luego. No aquélla, exactamente. Aunque, bien mirado, era la más lógica... También la más temida y anhelada. Suspiró hondo y aguardó, erguida y viril figura bajo la luz solar.

Ruth Sinclair venía sola, guiando el sulky propiedad de su tío-abuelo. El mero hecho de que viniera sola a visitar a Lew Turlock era importante y significativo. Su expresión era ahora intensa, ansiosa, también profunda, madura. Porque acababan de pasar muchas cosas, cosas tremendas. Y ella venía a jugar la más importante partida de su vida.

Venía sencilla, pero cuidadosamente vestida y peinada, en la plenitud de su belleza. Ojerosa porque no había pegado ojo aquella noche, como, por otra parte, la mayoría de los muy sobresaltados y desconcertados habitantes de Saucedal. Ella por razones personalísimas.

Allí tenía al hombre de sus pensamientos, de su vida, el que polarizaba todas sus ansias y todos sus sueños de mujer. Un hombre de pelo gris, solitario, duro, casi hosco, que le doblaba con creces la edad. Que la atraía como imán, sin el cual no concebía posible la dicha. Y que ahora, también, la aterraba sin poderlo evitar.

Por eso había querido venir sola. Su tío-abuelo habíase mostrado muy comprensivo, desde luego sabía a qué estaba viniendo, también otras cosas.

Detuvo al cochecillo antes de llegar hasta Turlock, soltó las riendas y esperó. Mirándole con fijeza, sintiendo que el corazón le golpeaba locamente el pecho, llena de nervios y de clarividencia. Mujer. Enamorada.

Lew Turlock avanzó pausado. Llegó a su altura, se detuvo. La miró.

—Hola, Ruth.

—Hola, Lew.

Nada más. Nada menos. Cuatro palabras de saludo, en tono casi bajo, y ya estaba todo resuelto entre los dos.

—¿Qué la trae por aquí?

—Lo sabe muy bien.

—¿Sí?

—Anoche ha ocurrido algo tremendo en el pueblo. Esos vagabundos regresaron.

—Era de temer.

—Se detuvieron en la granja de Potts. Allí hicieron cosas odiosas, que crispa pensarlas...

—No las piense, será mejor.

—Después vinieron al pueblo, directamente a la casa de Mellaart, entraron sorprendiendo al criado, al que malhirieron de un golpe en la cabeza. Las hijas pequeñas de Mellaart ya estaban acostadas, Tommy había ido a cortejar a Susie Dixon, como otras noches. Los vagabundos atacaron a Mellaart de inmediato, le golpearon, le amenazaron con asesinar a sus hijas y le obligar ron a entregarles todo el dinero que tenía en casa, a pesar de, según afirma, su desesperada y viril resistencia. Luego le amarraron; golpearon y dejaron sin sentido a la criada, y parece ser que también a Nelly Mellaart, aunque sobre ese extremo nada se sabe en concreto, ella está, en cama de resultas del susto y las brutalidades, la criada se ha cosido la boca y Mellaart es muy vago en sus explicaciones.

—Ya... ¿Y luego, qué?

Ruth le miraba al fondo de los ojos, poco a poco había ido pasándole el nerviosismo, ahora iba sintiendo una extraña fuerza vital.

—Lo único que se sabe es que uno de ellos, el grandote con cara de bruto se quedó en la casa de Mellaart, al parecer custodiándoles. Poco después, dos de ellos, los llamados Jake y Ted, penetraron violentamente en la cantina; el primero reconoció a Tom Egan, que estaba allí con Caspers y Aldicon, como de costumbre, se fue a él y le propinó una paliza salvaje mientras el otro mantenía a raya a los demás y a la mujer de Sanders. Estaba pateándole, aunque ya Egan había perdido los sentidos, cuando sonaron dos disparos hacia la casa de Mellaart. Entonces ese Jake salió corriendo mientras su compinche se quedaba en la cantina. Al poco se escucharon en la calle un disparo de rifle y, casi en seguida, dos de revólver simultáneos. El que se había quedado en la cantina se puso muy nervioso, amenazando a todos para que se quedaran donde estaban, salió y se puso a disparar con su riñe. Luego pasó largo rato, y entonces sonaron disparos de nuevo...

Hizo una pausa, como para tomar aliento, y habló, con fuerza:

—Alguien llegó anoche al pueblo, mató a uno de esos vagabundos en el salón de Mellaart, a otro en mitad de la calle, a otro a la puerta de atrás de la casa de Donovan, a otro casi en la esquina de la casa de Johnson y al más joven de ellos, junto al arrojo, donde habían dejado sus caballos antes de asaltar la casa de Mellaart. Menos el pelinegro, que tenía tres balazos, los otros todos tenían dos. El que les mató usó un revólver, en eso está todo el mundo de acuerdo. Los forajidos, salvo el grandón, tenían rifles y dispararon primero. Pero no le dieron...

Turlock tenía la, expresión, serena e impasible.

—¿Qué opina la gente de todo eso?

—Están haciendo toda clase de cábalas. De hecho casi todos dormíamos, o al menos estábamos acostados, cuando comenzó, el tirotea; aunque muchos trataron de averiguar qué sucedía, todo ocurrió tan rápido, y estaba tan oscuro, que nadie pudo ver al matador de esos vagabundos, aunque varios vieron morir al pelinegro sólo distinguieron fugaz y borrosamente al que le mató. La gente se pregunta con mucha y muy explicable curiosidad quién, de esta comunidad, ha podido ser capaz de tal hazaña.

—Ya.

—La señora Potts dice que usted, Lew, llegó a su casa poco después de que esos vagabundos se marcharan llevándose a su hijo. Y el niño afirma que usted le encontró y le libertó, enviándole a su casa.

—Sí.

—Usted les mató, Lew. A los cinco.

—Iba para el pueblo cuando les oí llegar, me oculté y escuché lo que habían hecho a los Potts y lo que se proponían hacer.

—Pero...

—Pensaban asaltar el almacén, raptarla y traerla aquí una vez me hubieran capturado también.

Ruth se estremeció, palideciendo.

—Oh, no...

—Después iban a llevársela como rehén, hasta verse a salvo en México. Sólo había una cosa que yo pudiera hacer, y la hice.

Ella estaba ahora pálida, tensa. Comprendiendo.

—Mi tío encontró un paquete de pólvora junto a la parte de fuera. Habían estado horadando un par de agujeros... —dijo con voz delgada. Turlock asintió:

—Para volar la puerta. Eran cinco asesinos, Ruth, cobardes, crueles, despiadados. Dejarles con vida significaba sentenciar a muerte, o sufrimientos, a otros hombres y mujeres honrados. No había opción.

—Sí, claro...

Quedaron en silencio. Duró un par de minutos. El lo rompió.

—Ahora tendré que marcharme, Ruth.

Ella se sobresaltó, reaccionando con vehemencia.

—¿Marcharse? ¿Por qué?

—Por todo. Esos muertos, el revuelo, la curiosidad... Hace doce años que se me cree muerto, he pasado a formar parte de la salvaje leyenda de la frontera. Lo busqué de manera consciente, harto de aquella vida, arrepentido de muchos cosas, anhelando olvido, paz... No me fue fácil, créame. Estuve seis años en México, borrando cuidadosamente mi antigua personalidad, en busca de otra que me sirviera en adelante. Luego busqué un rincón tranquilo y aislado donde poder rehacer mi vida, sin otro deseo ni esperanza que vivir tranquilo. Vine aquí, me convertí en un granjero, cuidé mi tierra con mis propias manos, oculté mis armas en el fondo de un baúl con candados y cerraduras, me juré no volver a disparar jamás sobre un hombre, y durante cinco años así ha sido. Pero ya ve, uno sólo puede llegar hasta donde le permite su destino. Se acabó. ¿Comprende y por qué no quise nunca permitirle que me expresara sus sentimientos, ni menos aún revelarle los míos? Un hombre como yo nunca estará seguro por mucho tiempo en ninguna parte. Y usted es joven, buena, una magnífica muchacha, Ruth. Se merece lo mejor del mundo, todo lo que yo no puedo darle. Por eso ahora me marcharé, lo más lejos posible.

—Será un error. Y no se lo voy a permitir.

El acusó aquella vehemente doble afirmación.

—Ruth, yo soy...

—Lewis Turlock, un hombre trabajador, honrado, al que todos conocen y respetan en este valle, al que muchos quieren.

—Pero...

—No hay peros. Sé lo que piensa, que atarán cabos, supondrán... Déjeles suponer, nadie le ha visto anoche. Otilio y su mujer le son fieles, callarán lo que sepan, me consta. Ni mi tío ni yo hablaremos tampoco. Los demás nada saben, ni tienen por qué sospechar la verdad. ¿Por qué no pudieron ser seis, y no cinco? ¿Por qué no pudo ser otro el que los mató? O se mataron entre sí, por el botín. Al parecer, el pelinegro y el llamado Jake pugnaban por la jefatura.

—Todo eso es absurdo.

—Puede que lo sea. Pero válido. Y nadie sabe nada de nada. Dentro de poco la historia puede haberse embrollado de tal modo que nadie sea capaz de confirmar un solo detalle. Los Potts saben que usted llegó, de acuerdo. Pero en su estado de anoche, ninguno de ellos es capaz de asegurar que llegó a primera hora, cuando los vagabundos hacía poco que les dejaron, o bastante después. Nunca le han visto a usted con un revólver, ¿verdad? Siga sin llevarlo. Ayer recibió una fuerte paliza, afirme que se acostó, que se levantó ya de noche, que cuando venía hacia el pueblo oyó el tiroteo y al poco descubrió al chico de Potts atado a un árbol y que supo por él lo ocurrido en su casa, que fue por eso por lo que acudió allí a ofrecer ayuda. Mienta, por lo que más quiera, por usted, por su paz, por su futuro. Mienta por mí, Lew, por nosotros...

—Ruth, yo...

—Yo te quiero. Te quiero y no me importa el hombre que fuiste, como no me importa esa justicia salvaje y terrible que anoche ha cumplido porque sólo tú podías ejecutarla para evitar mucho dolor y muchos males a mucha gente. Te quiero como te conozco, como todos te conocen, como te intuyo. Lo demás no me importa. Y lucharé hasta contra ti mismo para que lo comprendas, Lew Turlock. Tengo sólo veinte años, pero soy una mujer y quiero que lo entiendas, deseo ser tu esposa, lo deseo con toda mi alma. Aquí, en esta casa, en estos campos, en esta tierra que te pertenece y donde un día nuestros hijos jugarán tranquilos y felices...

Era una mujer, sí. Una magnífica mujer. Y él un lobo gris cansado, amargado, solitario, enamorado ciegamente con ese impetuoso, potente amor de los hombres maduros. Así, sólo podía haber una solución...

La que le dieron a Lew Turlock los labios jóvenes, limpiamente ardorosos, de una mujer de veinte años. La mejor, sin duda.

F I N

 

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