CAPITULO III
—Ya te lo dije, esos cinco son mala gente.
Ruth Sinclair estaba comenzando a retirar los platos de la mesa. Se encontraban, ella y su tío, a la parte de atrás de la casa, la destinada a vivienda. Con la taberna, el almacén era el edificio de mayores dimensiones y también el más sólido del pueblo. Nunca Jo Adams se había ocupado poco ni mucho de su propia comodidad, menos aún de la suntuaria, pero desde que llegó su sobrina-nieta las cosas habían cambiado bastante.
—Habrá que hacer algo, no podemos tolerarlo...
—¿Y qué quieres que hagamos? Aquí la gente es muy pacífica, cada cual va a lo suyo, hay poca gente joven y no van a arriesgarse a que esos vagabundos les maten.
Sonaron otra vez los disparos en la calle. Jo Adams hizo una mueca malhumorada mientras se disponía a terminar su taza de café.
—Ahí están, divirtiéndose... Igual que en los viejos tiempos salvajes. Y si sólo quemaran pólvora en salvas... Pero o no conozco a esos tipos o pronto pasarán a mayores.
—¿Quiere decir que robarán, y cosas así?
—Ya saben que no tenemos alguacil y éste no es un pueblo ganadero. Se están envalentonando con el alcohol de Stevens, no tienen ninguna prisa, sin duda querrá aprovechar a fondo la situación.
—¿Por qué no mandamos aviso al alguacil de Dog City?
—Porque ésta no es su jurisdicción, tendríamos que avisarle al comisario del condado y eso significa no menos de tres días, entre ir y volver. Para entonces esa gavilla ya habrá causado todo el mal del mundo. Pero tienes razón, algo habrá que hacer. Mantendremos la puerta bien atrancada y cargaré mi rifle. Si tratan de asaltar mi negocio les demostraré que ése es otro juego.
De momento, los cinco vagabundos estaban divirtiéndose. Habían dejado que la esposa de Stevens curara a su marido, no sin burlarse de ella a fondo. La mujer, como tal, no valía gran cosa, había sido lo bastante astuta como para no dejar salir a su hija mayor, de quince años y ya bien formada, saliendo sólo con la segunda, de doce, a suplicarles piedad para el marido y padre. En cuanto a Willis, la brutal paliza recibida le dejó medio muerto, le echaron a la calle como una piltrafa y en el polvo permaneció más de una hora sin sentido, también sin que nadie osara acudir a ver qué le pasaba. Luego se recobró y, como pudo, se levantó, alejándose a trompicones hacia su casa.
Las buenas y apacibles gentes de Saucedal estaban ahora atemorizadas, lo mismo hombres que mujeres. La verdad era que casi todos los hombres estaban en el campo, atareados con sus labores habituales. Sólo once adultos, y de ellos la mayoría viejos o muy maduros, se encontraban en el pueblo. Ninguno servía, con la posible excepción de Bill Tedder, el herrero, para pelear. Y el herrero, hombre joven y recio, también tenía mujer e hijos pequeños.
El cuadrero era solterón. Cuando le llevaron los caballos procuró no meterse en líos, tragóse las ofensas verbales y las insolencias de todo género, alojó a los caballos y prometió darles su mejor pienso. Luego montó a caballo en el de su propiedad y se fue a avisar lo que estaba sucediendo a los hombres esparcidos por las tierras de labor del valle.
Los demás no salieron de sus casas, una vez averiguada la situación. Su actitud era por demás razonable.
Después de comer, Otilio y su mujer siempre dormían la siesta, en su cabaña. Lew Turlock se quedaba solo en la suya, con sus pensamientos, una taza de café y el perro fiel. Esta tarde calurosa de primavera hizo también lo mismo, pero se le iba el pensamiento hacia los jinetes que viera pasar hacia el pueblo. Tal vez por ello salió de la cabaña y se fue a pasear por entre la arboleda, cuyo frescor resultaba grato y enervante, sin sentarse a descabezar una corta siesta, como otras veces, en cualquiera de los puntos idóneos.
Vio cabalgar a un hombre con prisas y reconoció en el acto al cuadrero. Eso le hizo fruncir el entrecejo, salir a la orilla del arroyo y llamarle haciendo con ambas manos portavoz. El cuadrero le oyó, le vio y vino a su encuentro, atravesando el arroyo.
—¿Ocurre algo, Elsom?
—Y tanto como ocurre. Llegaron cinco perros locos al pueblo, le pegaron un tiro a Stevens, casi mataron a Willis de una paliza y están alborotando y emborrachándose. Salí a avisar a los hombres que sus casas y sus familias están en peligro.
—¿Tan feo es el asunto?
—Me he criado en la frontera, Turlock. Y si le digo que esos cinco son peligrosos, es porque lo son. Si Dios no lo remedia acabarán matando a alguien, o metiéndose con alguna mujer, ya me entiende.
Pareció que se aceraba y ahondaba la mirada de Turlock.
—Les vi pasar al mediodía, pero lejos. Descríbamelos.
—Sólo he tratado con dos, que me trajeron los caballos. Pero Hoogy estaba en la taberna cuando llegaron y vio cómo le disparaban a Stevens. Al parecer todos son jóvenes. Los que vinieron a mi cuadra no tendrán veinte años, pero tienen más veneno dentro que una cascabel. Y el viejo Adams se dio mucha prisa en cerrar y atrancar su almacén. Si lo ha hecho, sus razones tendrá: vivió en Dodge City, en Central Canyon y en otras ciudades turbulentas, usted lo sabe.
Turlock sabía muchas cosas. Dejó partir al cuadrero, luego retornó a su casa despacio. Una vez en ella, ensilló el caballo sin prisas, sacándolo, volvió a entrar en la cabaña, tomó una de sus escopetas y la cargó con postas para caza mayor. Sus movimientos eran lentos, deliberados y seguros, tenía hondas arrugas en su frente y la mirada pensativa.
Metió la escopeta en la funda de silla, montó a caballo y fue, por una senda entre los campos, hasta la cabaña de los mexicanos, llamando a Otilio. Este apareció con cara de sueño y se despabiló al verle de tal guisa.
—¿Ocurre algo, señor Turlock?
—Voy al pueblo. Haz el trabajo que teníamos pensado, tal vez no regrese antes de la noche.
—Sí, señor...
—Te dejo el perro.
Otilio se le quedó mirando intrigado. Pocas veces recordaba haber visto a su patrón tan sombrío...
Otros hombres estaban dejando aprisa sus tareas para retornar a sus casas, avisados por el cuadrero. Los que estaban más cerca ya iban llegando, no sin tomar sus precauciones y llenos de aprensión.
Los cinco vagabundos, ahora, campaban por sus respetos en la cantina. Habían dejado que los Stevens se retirasen a la parte de viviendas, pero a condición de que la señora Stevens les alistara una sustanciosa comida, lo cual debió hacer la atribulada mujer para evitarse mayores males; ya se la habían comido, y ahora bebían, fumaban y jugaban a los naipes llenos de prepotente tranquilidad.
—Ya os lo dije, éste es un cochino pueblo de come- tierras, no hay ni un hombre con redaños. Vamos a pasarlo bien.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos?
—El que nos dé la gana.
—Pueden avisar a la autoridad y damos una desagradable sorpresa.
—Claro que pueden. Pero no lo harán, descuida.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque les advertiremos que si lo hacen vamos a pegarle fuego al pueblo y mataremos a unos cuantos de ellos para escarmentar a los demás.
—No estarás hablando en serio... Se nos echaría encima todo el mundo.
—No seas idiota, piensa un poco con esa cabeza de serrín tuya. Les amenazaremos con hacerlo, eso bastará. Puede que nos carguemos a alguno, para reforzar la amenaza, aunque creo que bastará con un par de desplantes para meterles en cintura. Esta gente es demasiado cobarde, ¿no lo sabéis? Miran mucho por sus propiedades y sus vidas... Nosotros descansaremos aquí un par de días, aligeraremos sus bolsillos, al menos los de los más pudientes, luego nos marcharemos y eso será todo. Estaremos demasiado lejos para cuando quieran perseguirnos.
—Lo mismo dijiste en Big Sand y no nos salió tan bonito.
Lo había dicho el pelinegro, despacio, frío. Y evidentemente no le gustó a Jake. Dejando sus naipes sobre la mesa le miró malamente, pero el otro le sostuvo la mirada.
—Yo no puedo prever los errores ajenos, Pit. Y tampoco lo que va a suceder mañana.
—De acuerdo. Por eso creo que deberíamos reunir provisiones, munición y todo el dinero que nos sea posible sacarles a esta gente. Luego, a la noche, montar a caballo y alejamos.
—¿Tienes miedo, Pit?
El aludido endureció y enfrió mucho la expresión. A todas luces no era un cobarde, además tenía mucha confianza en sí mismo, en su revólver. De hecho era el mejor tirador del quinteto.
—Tanto como tú, Jake, no más.
Era una réplica incisiva. Y pareció que ambos iban a venir a las manos. Pero el más joven de todos intervino, veloz:
—¿Vais a pelearos ahora? ¿Estáis locos?
Se contuvieron. Jake gruñó hosco, sin quitarle ojo a Pit:
—Quiero que se sepa quién dirige este grupo y decide lo que se debe hacer. Hasta ahora no nos ha ido tan mal conmigo.
—Ni tan bien como nos prometiste —Pit no daba su brazo a torcer—. Ahora hemos caído en un buen sitio, parece, y si actuamos con habilidad y decisión podemos llevamos un buen botín. Pero si nos ponemos a incendiar, matar y encima nos quedamos aquí varios días, será como ofrecer nuestros cuellos a la horca. Conviene que no olvidemos lo de Big Sand.
Evidentemente sus palabras impresionaron a los demás, menos a Jake. Este, sin embargo, era lo bastante inteligente para advertirlo. Se siguió conteniendo.
—Así, según tú, debemos comportamos como buenos chicos y marcharnos aprisita, a lo mejor hasta pidiendo perdón...
—No te hagas el gracioso. Lo que he dicho, y repito, es que debemos ir al grano y dejarnos de la paja. Esta gente no reaccionará de manera agresiva mientras no les obliguemos a defender sus vidas y sus propiedades, pero si lo hacemos como hicimos en Big Sand, actuarán lo mismo que allí.
—Les habríamos acogotado si no llegan a aparecer aquellos malditos vaqueros de paso...
—Puede. Pero en cualquier caso, los resultados son los que cuentan. Lo teníamos todo en las manos pero nos dormimos en la fiesta, nos pusimos a jugar a los amos y señores, perdimos un tiempo precioso y luego debimos salir corriendo, Buck y yo con plomo en el cuerpo, sin llevarnos apenas nada de cuanto pudimos recolectar. Cincuenta millas de galopada, dos semanas escondidos en las montañas mientras se nos perseguía como a fieras por todo el país, luego otras dos huyendo en zigzag sin atrevemos a presentamos en una población donde hubiera telégrafo, ése fue el resultado. Lo recordamos, ¿verdad? Y no queremos que se repita.
Evidentemente los demás estaban de su parte, excepto Jake, y éste más por mantener su prestigio que por otra cosa.
—¿Estáis de acuerdo con Pit, entonces?
—Creo que tiene razón, Jake —gruñó Buck—. Después de todo, poca diversión podremos sacar aquí. Estas campesinas no valen nada, ya has visto a la mujer del tabernero y será de lo mejor. Al sur de la frontera, con dinero fresco, podremos conseguir señoritas mexicanas estupendas, yo os lo aseguro. Estuve en Nogales...