CAPITULO VIII

Veintitrés, de los treinta cabezas de familia que habitaban en el núcleo de la población, se habían reunido en casa de Bulke para tratar de aquel problema. De ellos, apenas cinco o seis estaban de acuerdo con las ideas de Jo Adams. De los demás, una mitad vacilaban, la otra mostrábanse decididamente opuestos. Y su portavoz, un tal Mellaart, hombre acomodado, viudo, con un hijo de diecinueve años y tres hijas de diecisiete, catorce y doce, parecía el más acérrimo partidario de meterse en su casa y cruzarse de brazos, a la espera de los acontecimientos.

—No somos pistoleros, ni siquiera estamos habituados a manejar un arma de fuego. La mitad somos gente madura, por otra parte. ¿Cómo vamos a arriesgarnos a recibir un balazo tan sólo porque unos vagabundos se han aposentado en la taberna y dieron una paliza a ese borrachín de Willis? Es pedirnos demasiado...

Jo Adams estaba indignado. Pero se dominaba.

—Olvida que a Stevens le dispararon un tiro y casi le han roto la cabeza...

—No lo olvido. Pero Stevens tiene una cantina, ¿verdad? Un negocio con ciertos riesgos especiales, igual que los míos y los de casi todos los aquí presentes, si cae un pedrisco, por ejemplo. Debió calcular la clase de alientes que le entraban y no soliviantarles...

—Por lo visto no le dieron tiempo a ser prudente.

—¿Quién dice eso? ¿Hoompy? Un vagabundo borrachín que salió corriendo a las primeras de cambio...

—Asegura haber presenciado cómo atacaron y le dispararon a Stevens después de insultarle seriamente. El propio Stevens me lo ha confirmado. Y a Willis casi lo han reventado de una paliza, sin la menor provocación por su parte.

—De acuerdo, de acuerdo, todo eso es cierto. ¿Y qué prueba? Que han llegado al pueblo cinco vagabundos peligrosos. Gente joven, muy bien armada, sin nada que perder y, ahora, seguramente borrachos. No se han movido de la taberna...

—Vinieron a mi almacén dos de ellos. De no ser por Turlock, puede que ahora también yo tuviese la cabeza rota y una bala en el cuerpo.

—Pero no las tiene. Y Turlock, que sin duda se ha comportado con mucha energía, cosa que no nos puede sorprender conociéndole como le conocemos, aun desarmado se ha bastado y sobrado para meterles en cintura, hasta entró en la cantina, les plantó cara y les asustó amenazándoles con que íbamos a darles un disgusto si seguían portándose como perros locos. Entonces yo digo: ¿qué pasa, para que se nos convoque? ¿Hemos de ir a provocar una pelea en la que alguno de nosotros puede morir o recibir un mal balazo? ¿No es mejor que esperemos, cada cual en su casa, con los suyos, hasta que esos pillos se cansen, monten y se marchen?

—No se irán.

Turlock habíase mantenido callado, fumando y oyendo a unos y otros, hasta entonces. Su intervención centró en el acto en él la atención general. Fue evidente que disgustaba a Mellaart.

—¿Cómo lo sabe?

—He hablado con ellos, les he mirado a los ojos. Es bastante más de lo que usted ha dicho.

Sonaron risas apagadas y hubo alguna que otra muestra de regocijo. Mellaart puso un gesto avinagrado. No era muy amigo de Turlock, aunque tampoco se les pudiera llamar enemigos. Simplemente apenas si se trataban. Mellaart, uno de los primeros colonizadores de Saucedal, poseía doscientos acres de tierra junto al pueblo, a la orilla derecha del Crear Creek, empleaba normalmente a varios hombres en ella; eso dábale peso en la comunidad, de la cual era alcalde. Contestó ácido:

—No me gusta lo que ha dicho, Turlock...

—Lo siento. Tampoco a mí me ha gustado lo que ha dicho usted, estamos a mano.

Mellaart se endureció. No estaba habituado a que le plantasen cara así.

—Es comprensible su postura. Después de todo, está solo y tiene una pequeña propiedad...

—Mientras que la suya es grande y tiene cuatro hijos ya crecidos. Eso justifica su prudencia, claro.

Volvieron a sonar risas. Pero no todos parecían divertidos, ni mucho menos. Y Mellaart contraatacó.

—Soy prudente, en efecto; y también lo son otros muchos de los aquí presentes. Usted puede permitirse ciertas temeridades que nos están vedadas, lo que no puede es exigirnos que le acompañemos a una cacería de hombres sólo para satisfacer su vanidad.

—No soy vanidoso. Y no me interesa cazar hombres. Por otra parte, puedo lavarme las manos y dejarles a ustedes arreglárselas aquí como puedan, bien pagándoles una extorsión a esos vagabundos o bien soportando cualquier tropelía que se les ocurra hacerles.

Esta vez hubo fuertes murmullos, resultó evidente que muchos se sentían ofendidos. Concretamente, los más partidarios de quedarse quietos. Y Mellaart no desaprovechó su oportunidad.

—Eso es un insulto intolerable, Turlock. Le exijo que retire sus palabras y nos dé la debida explicación.

—No pienso hacer tal cosa. En cambio, sí diré algo que creo deben entender y rumiar. Esos mozos salvajes que están ahora en la cantina bebiendo y haciendo planes no son gran cosa, simples vagabundos bien armados. Pero, con todo, peligrosos, tanto más cuando creían poder dominar a la gente de este pueblo sobre la marcha, sin mayores esfuerzos. Por eso agredieron a Stevens y a Willis, para asustarles a ustedes.

—¿Se lo han dicho así?

—No hace falta. Creo que muchos de los presentes han conocido a tipos así, aquí y en otros lugares. Si fueran verdaderos forajidos, gente endurecida y veterana, habrían actuado de otro modo. Pero son morralla, carne de presidio y de horca, unos don Nadie ansiosos de notoriedad, también de afianzarse a sí mismos mostrándose de lo que son capaces. Yo logré frenarles un poco, meterles el resuello en el cuerpo, pero eso no va a durar. Sólo hay un modo de que dure y resulte efectivo, que vean que no les teme la gente de aquí, que les vean a ustedes dispuestos a plantarles cara y quemarles las orejas con pólvora. Si ven eso, hay cuatro posibilidades contra una de que monten a caballo y se alejen aprisa en busca de mejores campos de acción. Pero si descubren que aparte yo no hay nadie más dispuesto a meterles en cintura, entonces se enrabiarán, aumentará su malignidad, se volverán realmente peligrosos. Y no se contentarán con golpear a un campesino, dispararle una bala de refilón a un tabernero, robar unos dólares y beberse unas botellas. Se envalentonarán con la pasividad ajena, querrán conocer los límites de su poder y de sus fuerzas, se dispararán velozmente hacia hechos más violentos y delitos mayores. Matarán, quemarán, dejarán un rastro de sangre, fuego y dolor, antes de irse. Eso es lo que pasará en cuanto comprendan que aquí no hay nadie dispuesto a unirse contra ellos, arriesgando un poco para evitar cosas peores.

Nunca, en todo el tiempo que allí vivía, nadie oyó a Lew Turlock hablar tanto, ni con tanta violencia. Los más se impresionaron, hubo abundantes muestras aprobatorias. El herrero lo dijo abiertamente:

—Creo que él tiene toda la razón del mundo. Debemos ir derechos a meter en cintura a esos vagabundos...

Pero ahora Mellaart había dado con otro motivo para oponerse, aun admitiendo, en su fuero interno, que Turlock podía tener razón. Pensó que, si le dejaba llevar a los hombres allí reunidos contra los vagabundos, y los capitaneaba en su expulsión, cobraría un prestigio excesivo, podría arrebatarle la primacía social en la comunidad. Eso era demasiado.

—¡Un momento! Admito que la oratoria del señor Turlock ha sido excelente, de lo más persuasivo. Lo felicito por ella, soy el primer sorprendido, no le conocía tales dotes. Pero antes de que demos el grave paso que nos pide, permitidme desmenuzar un poco sus alegatos...

Lo hizo. Aviesamente, incidiendo en aquellos puntos que sabía iban a afectar a sus oyentes, al menos a la mayoría, ocultando, disminuyendo, los otros. Conocía muy bien a sus convecinos, supo volver a su favor de nuevo la veleta de sus opiniones.

Turlock se dio perfecta cuenta. También de que nada saldría de aquella reunión. Hablarían todos, gritarían bastante, se enconarían las posiciones respectivas y, al final, Mellaart se saldría con la suya.

Como sucedió, efectivamente.

—Propongo que se realice un plebiscito. Quienes estén de acuerdo con salir a pelear sin más ni más contra esos vagabundos, que lo indiquen alzando la mano.

Muy astuto. Sólo la levantaron siete, contando a Jo Adams. Quince, contando a Mellaart, la mantuvieron baja. Y Mellaart tenía una satisfecha sonrisa al decir:

—Como ve, Turlock, la mayoría decide...

Contra lo que esperaba, Turlock no dijo nada. Se fue derecho a la puerta y, desde allí, se volvió a decir, con sequedad:

—Recuerden que les advertí.

Luego salió, dejando allí dentro una fuerte disputa.

No dio un rodeo por detrás de las casas, sino que avanzó, con su paso firme y tranquilo, a lo largo de la calle única del pueblo, hacia el almacén. Parado detrás de las batientes de la cantina, montando guardia, Buck viole venir y avisó a sus compinches, que estaban ya enervados por la larga espera y sobreexcitados por el mucho alcohol ingerido. Jake y Hal se le unieron, y el primero tuvo una de sus ideas. Necesitaba reforzar su posición, eso era todo.

—Ese tipo me revienta. Vamos a darle una buena paliza.

La idea gustó a Buck, cerrado de mollera, también a Hal, aunque éste con reservas. Pit, tras ellos, hizo una mueca y avisó:

—Buscadle camorra, pero no echéis mano a las armas. Os digo que están esperando a que seamos los primeros en disparar.

Jake le miró de mala manera.

—Guárdate tus consejos, sé muy bien lo que debo hacer. Vamos, muchachos. Tú, Pit, te puedes quedar con Ted a vigilar los tejados y esquinas.

Luego, él salió delante, ansioso de pelea y seguro de que aquel duro, calmoso y frío campesino no iba a poder eludir su desafío. Parecía fuerte, pero ya era un viejo; ellos tres se sobraban para vapulearlo. Y aquel maldito entrometido de Pit vería cómo sí sabía manejar una situación...

Hal deseaba con toda su alma hacerle daño a aquel hombre que tanto le recordaba otros ante los cuales siempre se arrastró. Pero habría preferido usar el cuchillo o el revólver a los puños. Sin embargo, compren día que así era mejor. Los cometierras no les dispararían mientras usaran sólo los puños...

Buck no pensaba, porque su cerebro no estaba hecho para pensar. Era fuerte como un toro, no conocía la derrota. Sus amigos decían que había que zurrarle a aquel individuo y a él le gustaba la idea, porque aquel hombre parecía ser duro de veras, resultaría un enemigo digno de él. Casi habría preferido hacerlo solo...