CAPITULO X

Ruth apareció casi de inmediato, apenas los hombres entraron en el almacén. Estaba pálida, alarmada, y al ver a Turlock no ahogó una exclamación de dolido sobresalto, llevándose ambas manos a la boca. El, por su parte, fue a sentarse penosamente sobre un rollo de cuerda y sacó su pañuelo con esfuerzo, limpiándose la cara.

—Si me da un trago, Adams, se lo agradeceré...

—No faltaba más. Ruth, trae la botella mía. Y agua fresca. ¿Cómo se encuentra?

—Bien vapuleado. Cometí una estupidez y la he pagado. Gracias por su intervención...

—Vine aquí tan aprisa como pude, para echarle una mano. Si no llego a disparar, lo habrían rematado a golpes. Menos mal que algunos hombres de este pueblo no han ido a esconderse como conejos asustados.

—Usted sabe que nosotros no íbamos a hacerlo, Jo —gruñó el herrero—. Pero no era tan fácil intervenir. Lo siento, Turlock, debimos haberlo hecho antes, lo sé...

—Lo hicieron a tiempo.

—Tenía razón, son sólo morralla, pero peligrosos. Tienen mucho miedo a lo que podamos hacer, todos menos ese mozo pelinegro. Es un pistolero.

—Quiere serlo, quizá lo consiga.

—Gracias a él no hubo tiros ni corrió la sangre; ese otro que vomitó es puro veneno.

—Les dirigía al llegar aquí. Ahora ese pelinegro se le ha comido el terreno. Eso nos beneficiará también.

—¿Cree que se marcharán sin provocar más problemas? —quiso saber otro.

Turlock se encogió de hombros.

—Eso espero. Como ha dicho Tedder, están bastante asustados. Si les dejamos vía libre, creo que preferirán marcharse...

Dentro de la cantina, Jake estaba reponiéndose despacio. Pero tenía la bilis revuelta, estaba verde, afrontó al frío y desdeñoso Pit con odio en los ojos.

—Te estás tomando demasiados vuelos, Pit. Y no me gusta...

—Pues aguántate. No estás en condiciones de pensar y ordenar, ¿no te parece?

—¡Maldito...!

—Tranquilo, Jake —ya estaba el revólver en la mano del pelinegro y se le había hecho ominosa la voz, cuando Jake aún apenas comenzó a sacar el suyo—. No sigas por ese camino o tendrás un disgusto.

Jake debió tragarse una nueva humillación,

—Esto no lo voy a olvidar, Pit...

—Allá tú. Pero los muchachos dirán quién está en lo bueno. Ahí fuera deben haber ahora dos o tres docenas de irritados campesinos armados con rifles y escopetas. Unos nos han venido a plantar cara, los demás permanecen emboscados. Simplemente, perdimos nuestra oportunidad y ese Turlock ha cumplido lo que prometía, es un tipo duro y de redaños, un jefe. Yo conozco a los campesinos, me he criado entre ellos. No valen nada por sí mismos, no aislados. Pero cuando tienen un jefe son muy peligrosos, porque entonces todos le obedecen como los rebaños al pastor. Hemos perdido el juego, al menos de momento, hay que admitirlo y salir de aquí antes de que nos ocurra como en Big Sand...

Ruth se había apresurado a traer no sólo agua y licor, sino todo lo necesario para curar a Turlock. Se puso a la tarea con una devoción y un cuidado sumamente expresivos, mientras él se entonaba con unos tragos y los demás fumaban, contemplando la escena, salvo uno que vigilaba la cantina y la calle.

—Salvajes... Granujas... ¿Le duele mucho?

—Cada vez menos; gracias.

—Parece mentira que le hayan dejado pelear solo...

—Bueno; algunos me ayudaron.

—Sí; pero, ¿cuántos? Aquí están todos, seis, de más de treinta...

—Fueron suficientes. No todos los hombres son iguales.

—Muchos son bastante despreciables, en efecto. Tienen esposas e hijos, ven llegar a unos bandidos y en vez de unirse para defenderse contra ellos, corren a encerrarse en sus casas... Es incalificable...

Los hombres callaban, escuchaban y fumaban. Ella curó cuidadosamente las lesiones de la cara y manos de Turlock, luego le pidió que se desnudara de cintura arriba, insistiendo sin hacer caso a sus objeciones.

—Usted ha peleado por todos nosotros, yo voy a curarle por todas las mujeres de este pueblo, alguna de las cuales tal vez ahora sienta vergüenza de su padre, hermano o marido.

Hablaba casi fieramente, encorajinada, sin ocultar demasiado sus sentimientos. Un par de hombres se miraron, su tío-abuelo hizo una mueca expresiva. Turlock parecía muy reconcentrado, acabó por obedecer y ayudado por el propio Adams se quitó el chaleco y la camisa.

Entonces Ruth y Adams vieron las cicatrices.

Cinco cicatrices de bala en distintas partes del torso, en un hombro, el derecho, y otra atravesándole el bíceps izquierdo. Cicatrices antiguas, una de ellas, al menos, tuvo que ser de herida muy grave.

Ruth cortó el alentar mientras se le dilataba la mirada. Jo Adams cambió también su expresión. Por suerte, los demás estaban atentos a la calle, pues el que vigilaba avisó entonces que venían los vagabundos con sus caballos.

—Como ve, sólo tengo unos moretones, en casa me los curará la mujer de Otilio.

La voz y la expresión de Turlock eran frías, profundas. Ruth le buscó la mirada instintivamente, respiró hondo al descubrir lo que había en aquellos ojos que desde tanto atrás la desazonaban, luego se separó. Su tío-abuelo echó de nuevo mano a la sucia camisa.

—Será mejor que vayan a la cocina los dos —dijo impasible—. Allí Ruth le curará mejor.

Y le echó la camisa por encima de los hombros.

Turlock se levantó, despacio, sin hablar, asintió con la cabeza y fue hacia la parte interior del edificio. Ruth miró a su tío-abuelo, éste le indicó con la vista que callara y obedeciera...

Hal y Miles se habían dado prisa ensillando a los caballos. Se los llevaron sin mencionar paga alguna al cuadrero, que se abstuvo de recordárselo, y en su camino hasta la cantina fueron mirando a todas partes llenos de aprensión. Pero los hombres de Saucedal, que no fueron para ayudar a Turlock, se habían apresurado a encerrarse en sus casas. A la luz del sol de la tarde, el silencio envolvía al pueblo. Y tal silencio, precisamente, preocupó, asustó, más a los vagabundos.

Amarraron flojos a los caballos y entraron aprisa en la cantina. Jake se estaba reponiendo con licor, sombríamente, sentado a una mesa, se lavó cara y manos.

Buck se había lavado también someramente y bebía frente a él; no menos hosco, Pit fumaba, mirándoles, en pie junto al mostrador. Todos tenían sus rifles a mano,

Al entrar los recién llegados, Pit inquirió, seco:

—¿Qué hay?

—Ni una rata en la calle. Deben de estar todos emboscados. Y lo hacen muy bien, sólo hemos visto al que está en la puerta del almacén.

—Es lo que suponía.

—¿Nos marchamos, pues? ¿Sin conseguir nada?

—Puedes salir a hacer tu recolecta personal, si quieres.

Hal hizo una mueca turbia y se fue a sentar. Pit siguió hablando:

—Nos tienen copados, bajo la mira de sus armas, están deseando que cometamos un error que les justifique para acribillarnos y luego decir que comenzamos nosotros la cosa. No vamos a darles ese gusto. Ted, tú y Buck id ahí dentro y traeros todo lo que haya de valor. Si escandalizan los Stevens, dadles un golpe, pero nada más. Apuraros.

Estuvieron de vuelta a los dos minutos.

—Ahí dentro no hay nadie. Y se han debido llevar todo lo de valor que tenían. Salieron sin duda por el corral.

—Así que huyeron... Eso confirma mi teoría. Muchachos, nos vamos. Coged unas botellas.

En la cocina del almacén, Ruth comenzó a curar a Turlock en total silencio de ambos. El lo rompió, con su voz dura y agradable.

—Pregúntelo.

Sobresaltada, ella le miró.

—¿Preguntar, qué?

—Lo que le llena el pensamiento. Cómo, cuándo, quién.

—No le entiendo...

—Me entiende perfectamente. Me estoy refiriendo a mis cicatrices.

Ella estaba nerviosísima. Desvió la mirada, se mordió el labio inferior, siguió curándole una dolorosa rasgadura causada por la espuela de Jake.

—No tengo derecho...

—Los dos sabemos que sí lo tiene.

Ahora Ruth se quedó sin aliento y le miró aturdida. Lo que vio en sus ojos ahora le hizo sonrojarse de golpe hasta las orejas.

—Yo... Pero... No es posible...

—¿Acaso me imagina de piedra? Pero, dejando aparte que le doblo la edad, no tengo derecho a pedirle que se case conmigo, Ruth Sinclair. Entre otras razones, porque ni siquiera me llamo Turlock.

Ella, ahora, estaba en vilo, a la vez sintiéndose intensamente dichosa, del todo aturdida, sobresaltada y asustada.

—¿No es... su nombre? ¿Quiere decir que..., que tiene un pasado?

—Sí. Uno que, de saberse, acabaría conmigo y con la paz que he venido disfrutando aquí desde hace cinco años.

—¡Yo nunca lo diré!

—Lo sé. Y sé que me quiere, Ruth. También yo la quiero, no he podido evitarlo como no he podido evitar otras cosas. Pero no hay nada que hacer, no tengo derecho a ser feliz a su costa.

—¿Por qué dice eso? Si hizo alguna vez algo malo yo... ¡Yo sé que usted no es malo, ni puede haber cometido nada vergonzoso!

Una lenta, pensativa, amarga sonrisa entreabrió los labios de Turlock y le llenó los ojos también.

—Bastará con que le diga una sola palabra, un nombre, para que cambie de opinión, Ruth.

—¡Pues no me la diga, no quiero saberla!

Los cinco vagabundos salieron de la cantina sin prisas, con toda clase de precauciones. Dos primero; luego, cuando ya estaban montados y con los rifles en las manos, otros dos, cargados con botellas que guardaron en sus alforjas de silla. Finalmente, Pit.

La calle seguía estando vacía. Pero tras de muchas ventanas, ojos ansiosos les miraban...

Jo Adams entró en su cocina y avisó, tras haber carraspeado alto antes de entrar, lo suficiente para poder luego ver cómo su sobrina se encontraba de lo más alterada y no otra cosa.

—Esos se van ya.

Turlock se levantó, cogió su camisa y se la puso, mientras salía. Ya se la iba metiendo dentro de los pantalones cuando llegó junto a los demás, que estaban en la puerta del almacén.

—Han debido saquear la cantina. Pero si se van, ya está bien así.

Se iban. Ostensiblemente, entre amenazadores y temerosos. Avanzaron primero al paso, luego, al llegar al extremo de la calle, dispararon sus armas hacia atrás al tiempo que espoleaban a sus caballos y aullaban, alejándose al galope. Los hombres que estaban en el almacén tuvieron tiempo justo de ocultarse para no ser alcanzados por alguno de los proyectiles.

Y sólo entonces se atrevieron a salir a la calle las buenas gentes de Saucedal.