CAPITULO II
Joseph Adams, mejor conocido como Tío Jo por sus convecinos, tenía, como todo ser humano, sus hábitos y sus pequeños vicios. Por ejemplo, al mediodía gustaba de dejar su almacén de ramos generales, atravesar la calle e ir a beberse sin muchas prisas una cerveza fresca a la cantina, antes de ocuparse de su comida. Afirmaba que aquel rito le daba el apetito necesario. Ahora se había tomado su cotidiana cerveza y charlado un poco con el tabernero de lo mismo de siempre, se dispuso a volver a su casa, salió a la calle y vio a los jinetes.
A sus sesenta y pico años, Jo Adams había visto demasiados jinetes para que la presencia de aquellos no le provocara de inmediato prevención. Pero era hombre muy prudente, así que se apresuró a cruzar la calle antes de que llegaran a su altura y, ya en la acera de su negocio, se paró a mirarlos con más preocupación y recelo que otra cosa.
Ellos, por su parte, pagáronle con cinco miradas diversamente desdeñosas y agresivas. Eran cinco lobos jóvenes; cinco vagabundos demasiado bien armados; mejor que vestidos, desde luego. Tipos como ya no abundaban ni siquiera en Arizona. Mala gente...
Jo Adams entró en su almacén y se encaminó derecho
a coger la gran tranca con que solía asegurar la puerta, mientras gruñía a su sobrina:
—Ayúdame a cerrar; vamos, date prisa.
La sobrina de Jo Adams se le parecía tanto como pueda parecerse una yegua pura sangre a un burro de un gitano. La cosa tenía una excelente explicación, pero por el momento innecesaria. Puso cara de sorpresa mientras obedecía.
—¿Cerrar? ¿Por qué?
—No hagas preguntas y obedece.
Ahora bien, Jo Adams no cerraba jamás su tienda al mediodía, tampoco se mostraba habitualmente disgustado y casi nervioso. Ruth Sinclair sintió, por tanto, aumentarle la curiosidad a límites bastante altos.
Ella era una buena moza, prieta de carnes, airosa y más que guapa muy atractiva. Un purista diría que era fea; un entendido, que tenía clase. De tez tersa y fresca, ojos grandes y expresivos, boca también grande y voluntariosa, cuello largo y cabeza pequeña, con el cabello rubio oscuro, brillante y espeso; mirarla calentaba el corazón. No era ni alegre ni triste, ni simpática ni antipática. Según soplara el aire y quien tuviese delante, simplemente. Sólo llevaba dos años en Saucedal y acababa de cumplir los veinte.
—¿Qué es lo que pasa, tío?
—Han llegado cinco tipos que no me gustan nada. No seas curiosa, si no te ven nos ahorraremos disgustos.
Jo Adams iba para viejo, era solterón. Ruth Sinclair era joven. Obedeció a medias, o sea que miró mientras comenzaba a empujar la recia puerta de madera del almacén.
Vio a cinco hombres jóvenes, más o menos de su misma edad, que estaban parados ante la taberna, algunos ya desmontando, otro trabando a su caballo, uno aún sobre la silla. Ella venía del lejano Este, de una región que ya no era salvaje en los días de su nacimiento; allí no tuvo muchas ocasiones precisamente de ver tipos como aquellos cinco, ni tampoco en el tiempo que llevaba en Saucedal. Era lo bastante sensata e inteligente para comprender que le convenía seguir el consejo de su tío-abuelo y lo siguió.
—La verdad es que tienen muy mala pinta...
—Son vagabundos de lo peor o yo no he visto nunca ninguno. Ya no van quedando muchos, ni siquiera en esta parte del país, pero esos cinco llevan la marca impresa. Ojalá que se limiten a beber, alborotar un poco, no pagar su gasto y marcharse.
—¿De veras cree que puedan tratar de hacer algo malo?
—Tú no conoces a esa gente. Yo, sí...
Jo Adams no se engañaba. Ni un pelo. Porque los cinco jinetes eran justo la clase de vagabundos peligrosos que la frontera tanto proliferó durante un siglo largo y que, más tarde, derivaron hacia otro tipo de delincuentes igual de peligrosos y salvajes, aunque de apariencia más civilizada.
Ninguno de aquellos hombres había cumplido los veinticinco años; dos ni los veinte siquiera; uno andaría por los dieciséis o diecisiete, a juzgar por su cara barbilampiña. Pero eran granujas, vagabundos sin fe ni ley, quizá algo peor. Tenían la expresión, la mirada, los ademanes, todo, de ellos.
El de más edad, que también parecía mandar el grupo, era flaco, chupado de cara, más que feo desagradable, peli claro, de barba rala y bigotes lacios, con una cicatriz cárdena en el lado izquierdo del mentón. Sus ojos claros, de mirada insolente, estaban contemplando la vacía calle con una mezcla de complacido desprecio y de especulación.
—Aquí me parece que nos vamos a divertir, muchachos —dijo recalcando las palabras, con una intención que provocó diversas sonrisas a sus compañeros. Había uno grandón, tanto que las ropas parecían venirle estrechas, con cara de bruto y una especie de cerdas rojizas cayéndole por debajo del ala del sombrero; otro esbelto sin llegar a flaco, de aire petulante, pelinegro, casi guapo, con sonrisa y mirada aviesas; un tercero de aspecto anodino, y el último, el más joven, una comadreja huidiza de aire algo ambiguo. Todos llevaban ostensiblemente sus revólveres y sus cuchillos de caza, así como rifles en las monturas.
—Quizá haya un alguacil, Jake —dijo el pelinegro, aunque sin demostrar que la idea le provocara respeto.
El llamado Jake denegó, encogiéndose de hombros.
—No me lo parece, Pit. Este es un cochino agujero de cometierras. De todos modos, no vamos a dejarnos quitar la diversión por un maldito alguacil. ¿No os parece?
Sus voces no dejaron dudas.
Poco después los cinco entraban, en tromba aparatosa, en la taberna.
Sam Stevens, el tabernero, era otro de aquellos oesteños típicos de la época. Pegado a su negocio, bastante agarrado en lo tocante al dinero, razonablemente honrado, enemigo de las broncas que podían causarle estropicios en el local, cuarentón largo, con mujer e hijos que mantener; éstos, tres, aún no lo bastante grandes. Establecido en Saucedal casi hacía diez años, se encontraba a gusto allí, no echaba de menos su Kansas nativa. No era grande su negocio, pero sí seguro; las ganancias permitíanle criar a su gente y ahorrar un poco. A los cuarenta y tres años ya no pedía más.
Aquellos cinco clientes inesperados diéronle de inmediato mala espina. Había visto a muchos como ellos en la cantina de su padre, luego suya, allá en Kansas, quince, veinte, veinticinco años atrás; también aquí, en Saucedal, durante los primeros tiempos. No; no le gustaban nada aquellos cinco. Pero era hombre prudente con un negocio que defender; así, puso cara de circunstancias y aguardó.
Fuera de él, no había sino dos hombres en el local. Un campesino llamado Willis, empedernido bebedor que se gastaba todos los escasos beneficios de su granja en alcohol, y el consabido haragán de pueblo, que no podía faltar en Saucedal. Este atendía por Hoompy y nadie se había ocupado jamás de averiguar su verdadero nombre, cayó en el pueblo años atrás y allí se había quedado. Dormía en cualquier parte, realizaba trabajos ocasionales, se alimentaba con sobras de comida el más tiempo y cuando obtenía unos centavos venía a gastárselos en bebida, no molestaba a nadie y era tratado por casi todos con condescendiente desprecio. Tales hombres, desde luego, no iban a ser un freno para el quinteto.
Avanzaron pisando fuerte, con sus rifles en las manos, y se alinearon delante del inquieto tabernero, mirándole con distintas expresiones irónicas. Pusieron con excesivo ruido las armas largas sobre el mostrador y el llamado Jake pidió, por todos, de modo autoritario:
—Muévete, gordo. Cerveza y whisky para todos.
Stevens tragó saliva y por un momento pensó exigirles el pago adelantado. Pero se dijo que tal vez eso fuera contraproducente, pensó en su mujer y sus hijos, giró y fue a coger una botella de su peor licor de Kentucky, cogiendo también los vasos y alineándolos.
—¿Quién whisky y quién cerveza?
—¿No me has entendido, gordo? Dije ambas cosas para todos.
Mejor aguantarse, que se marcharan pronto... Stevens llenó los vasos y luego sendas jarras de cerveza. Todos aquellos cinco hombres echaron el licor dentro de la cerveza y comenzaron a beber, ansiosamente. Traían sed, por lo visto.
Luego Jake siguió exigiendo:
—Trae una botella y un mazo de naipes. Apura.
Iban a quedarse... Stevens siguió callando y obedeciendo. Jake le miraba irónicamente, como adivinándole las inquietudes.
—Este es un pueblo muy tranquilo, ¿verdad, gordo?
—Sí que lo es.
—Mira qué bien. Justo lo que a nosotros nos complace, ¿eh, muchachos? Supongo que estará lleno de granjeros y comerciantes bien cebados, como tú.
Stevens prefirió callarse. Pero Jake estaba lanzado.
—¿No me has oído, gordo? Te hice una pregunta.
Mirándole fijo, Stevens se dijo que era hora de frenarle, si podía.
—Este es un pueblo tranquilo de gentes que viven en paz. Y no me gusta que me llamen gordo.
—¿De veras? Así que no te gusta que te llamen gordo... ¿Cómo quieres que te llame, entonces? ¿Cerdo, sapo, negro, hijo de perra? Anda, gordo, di cuál nombre prefieres y te lo aplicaremos con mucho gusto.
Pálido, pero conteniéndose porque la veía venir, Stevens aún aguantó el tipo.
—Paguen su gasto y márchense, no les quiero en mi casa.
Pareció haber dicho algo muy divertido. Hasta hubo risotadas.
—¿Habéis oído esto? ¡El gordo no nos quiere en su casa!
—Démosle lo suyo, Jake —pidió el más joven con una mueca asesina, retorcida.
Stevens, viendo ya venir la cosa, se abalanzó a coger la escopeta de doble cañón que tenía bajo el mostrador, más que nada por rutinario hábito.
No le dejaron ni tocarla. El propio Jake le disparó, casi a bocajarro, con su rifle. No a matarlo, ni siquiera a herirlo gravemente. Sólo le arrancó una tira de piel del maxilar y la mejilla, amén el lóbulo de la oreja; pero más fue a causa de que Stevens no se movió muy aprisa.
El estampido rebotó contra las paredes del local con estruendo y fue oído casi en todo el pueblo, apacible en el mediodía. Stevens gritó de dolor y se fue hacia atrás, mirando asustado a la boca del rifle humeante, que no le apuntaba solo, sino en compañía de otros cuatro. Pero más aún a las caras ahora burlonas, crueles, amenazantes y divertidas de los forasteros.
—Tranquilo, gordo, o lo pasarás mal. —Jake estaba, sin duda, decidido por la benevolencia—. ¿Quieres que te llenemos de plomo, gordo saco de grasa?
—Son unos... criminales... —pudo apenas articular, por el dolor de la herida, Stevens.
Un instante después el grandote movía su propio rifle por encima del mostrador y le pegaba con él brutalmente, derribándolo de rodillas, primero; luego de rodillas y manos, desvanecido.
—Calma, Buck —pidió Jake a su compinche—. No hace falta que le abras la calabaza para que entre en razón.
—Sólo le di un poquito, Jake. Si le pego de veras, no va ni a resollar.
El vago del pueblo y el granjero borrachín ya tenían bastante, ambos se escabulleron hacia la puerta. Pero sólo el primero logró salir a la calle. Cuando el segundo iba a hacerlo se volvieron el pelinegro y el más joven.
—¡Eh, tú, cometierra? ¿Adónde crees que vas?
Willis no tenía demasiada facilidad de palabra, ahora aún tuvo menos.
—A mi casa. Tengo trabajo...
—Lo tienes aquí. Ayuda al tabernero a servirnos la mesa.
—Yo no haré tal cosa. ¡Déjenme en...!
El pelinegro había ido derecho hacia él, con una sonrisa de mal agüero. Y el de aspecto archivulgar se estaba ya moviendo hacia su espalda, mientras que el más joven terminaba de cerrarle la salida. Mientras Buck vigilaba al aturdido tabernero, Jake se medio volvió a mirar, divertido, la escena.
Willis era muy torpe y estaba asustado. Hizo lo peor, tratar de salir de allí corriendo. El que se ponía a su espalda asió una silla y se la tiró a las piernas, pegándole en ellas y haciéndole trastabillar. En tres veloces, ágiles zancadas, el pelinegro se le plantó encima, le asió por la camisa y le sacudió un par de bofetadas brutales.
—Te dije que nos sirvieras la mesa, cerdo.
De un empellón se lo echó al más joven, que, avieso, le metió el puño cerrado contra el riñón derecho. Willis aulló de dolor. Y entonces le cayeron encima todos, golpeándole, pero con una saña casi deportiva, como chiquillos que se divierten atándole a un perro una lata vacía a la cola. Los cinco.