CAPITULO XIII
El caballo había descansado algo y Turlock volvió a hacerle galopar en el camino hacia el pueblo. Cuando pasó de nuevo por delante de la granja de los Walker ya no había luces. Sin duda dormían.
Como dormirían la mayor parte de ¡as gentes del valle, y el pueblo, ignorando la brutal tragedia que había destrozado a los Potts. Así era la vida. De no habérsele a él ocurrido retornar al pueblo empujado por aquella desazón del ánimo, los vagabundos habrían seguido haciendo de las suyas con la mayor impunidad, pues quienes de día no osaron plantarles cara mal iban a hacerlo durante la noche...
La noche seguía siendo tranquila y hermosa, clara y estrellada. La noche era amiga de los vagabundos, de todos cuantos vivían al margen de la ley. Eso lo sabía él, Turlock, muy bien.
Calculó que habían pasado casi dos horas desde que se tropezó casualmente a los vagabundos. Aquella era una carrera contra el tiempo, su ventaja que sus enemigos ignoraban que estuviese al tanto de todo, en campaña contra ellos y, sobre todo, quién era realmente.
Si el pelinegro impuso su voluntad, y debía haberlo hecho, sin duda fueron primero a visitar a Mellaart. Conociéndoles, y a Mellaart, aquélla habría sido una visita bastante larga. Después irían a por Ruth. Pero Jo Adams tenía la sana costumbre de atrancar bien las puertas de su casa, ambas, la del almacén y la del corral, eran sólidas. Los vagabundos tendrían que echarlas abajo, tarea que iba a llevarles su tiempo, sobre todo si Jo usaba su escopeta. Tal vez alguno de los que por la tarde a él le habían ayudado reaccionara yendo a echarle una mano a Adams, si no en plena calle —que era mucho pedir—, desde su casa. Entonces se armaría un buen tiroteo y en el silencio de la noche se escucharían los disparos muy lejos.
Pero no había disparos. No había nada. Una de dos, aún estaban con Mellaart, saqueando su casa o terminaron ya con todo.
Al parecer, la mujer de Potts les había indicado la ubicación exacta de su propia granja. Si hubieran capturado ya a Ruth, vendrían con ella. No había señales tampoco de tal cosa. Aún estaban con los Mellaart. Sin duda, Thomas Mellaart debía estar ahora bastante arrepentido de su conducta de por la tarde. Por él no lo sentía, pero su hijas eran otra cosa.
Llegó al punto donde casi se tropezara con los vagabundos. Todo seguía igual, silencio y calma. Tenía suerte, iba a poder frenarles, darles su merecido, antes de que consumaran su ruin plan. Ellos ni sospechaban la clase de enemigo que se habían granjeado.
Ahora él volvía a ser en cierto sentido el que fuera muchos años atrás, cuando convivía con tipos de la misma o parecida calaña que aquel quinteto. Con la diferencia de que él fue un hombre muy famoso, en toda la frontera del río Grande, en todo Texas y más allá. Con la diferencia de que él jamás violó a mujeres indefensas ni se cebó sádicamente en hombres desarmados. Con la diferencia de que él conoció el arrepentimiento, la amargura intensa del que sabe que fue un gran pecador, y había sabido, en soledad, regenerarse.
Pero esta noche volvía a cabalgar como en los viejos tiempos, empujado por un viento de ira y un feroz, lúcido, deseo de matar. Sólo que incluso ahora ya no era como antaño. No había ley en el valle, ningún representante suyo. Los hombres que lo habitaban, por distintas razones carecían de lo necesario para imponérsela, para castigar a aquel grupo de ratas rabiosas. El, en cambio, sí podía. Y era el único que había visto a los Potts, que sabía lo que les hicieron.
Además estaba Ruth Sinclair. La amaba. Demasiado, con un amor violento y total de hombre maduro, aumentado todavía por la conciencia de saberse indigno de ella y saberla también enamorada. Ahora, por culpa de aquellos vagabundos, la situación entre ambos se había aclarado, complicado y exacerbado, todo junto. Y ellos se proponían secuestrarla, ultrajarla... Aquel solo propósito, aunque jamás lo pudieran llevar a cabo, sobrábale para perseguirles y matarlos como lo que eran, alimañas.
Alcanzó las afueras del pueblo. Silencio, soledad. No había luz en ninguna da las casas de aquel lado. Rodeó a cierta distancia de la entrada de la callé y descubrió que aún la había en la cantina. De todos modos, la hora era avanzada para una comunidad de campesinos, casi medianoche, pocos clientes habría ahora allí.
Llegó a la trasera del almacén. Nada. Desmontó y trabó al caballo bajo un árbol a cincuenta pasos del corral de Adams. Dejó el rifle en la funda. Para la tarea que le esperaba, su viejo camarada de los tiempos violentos, el revólver de cañón largo, era mucho mejor ahora, de noche. Podía acertarle a un hombre en movimiento a cien pasos de distancia, la oscuridad nocturna no permitía ver más lejos ni a los gatos. Estaba seguro de no haber perdido un ápice de su implacable puntería, pronto lo podría comprobar.
Se acercó al almacén y comprobó que allí dentro todo estaba en silencio. Tanto mejor, ahorraría tiempo y explicaciones, un plan se iba perfilando rápidamente en su cerebro.
Desde la misma esquina del almacén comprobó que la calle aparecía desierta bajo las estrellas. No se escuchaban muchos ruidos en el interior de la cantina. Casi con toda seguridad allí sólo estarían Hoompy, Cal Caspers, Tom Egan, Burt Aldicon..., los cuatro trasnochadores de costumbres. Casi seguramente el petulante y enamoradizo hijo de Mellaart se fue después de cenar a cortejar a la hija de Dixon. A Dixon la cosa no le hacía maldita la gracia, pero aguantaba para no indisponerse con Mellaart...
Avanzó, veloz, hacia la casa de Mellaart, casi en el extremo opuesto de la calle. De hecho, Saucedal, sus treinta casas, formaban una calle irregular, ya que cada cual edificó donde le plugo y entre casa y casa siempre había espacios vacíos, callejones anchos. Desde el almacén a la casa de Mellaart bien había doscientas yardas.
Turlock no había avanzado cien cuando vio salir a cuatro hombres de la casa de Mellaart. Tenía muy buena vista, avezada a la oscuridad nocturna. Contó cuatro, pero los vagabundos eran cinco.
Rápido, se pegó a la esquina del edificio al que estaba llegando. Su mano asió el revólver, lo extrajo y, con el mismo movimiento maquinal alzó el gatillo. ¿Cuántas veces, en el pasado, actuó así? No había perdido tampoco reflejos.
No disparó. Necesitaba saber antes lo ocurrido.
Pit, Jake, Hal y Miles no estaban adoptando muchas precauciones. Tenían dinero fresco, mucho dinero, en los bolsillos, la esperanza de lograr más botín y hasta ahora todo les iba saliendo bien. El mismo Jake se tragaba la rabia de verse despojado del mando y rumiaba salvajes venganzas, posponiéndolas para después de terminada la operación. Empuñaban sus rifles y se abrieron ligeramente al iniciar su avance por la calle desierta.
—Todos estos cometierras están ya durmiendo, sin imaginarse lo que ocurre. Así que actuaremos rápido y bien.
—Hay luz en la cantina, debe haber gente.
—Jake, tú te encargarás de ellos, con Ted.
—Y tú de la chica... No me gusta la idea.
—A mí no me gusta seguir discutiendo. Tú irás con Ted a la cantina, entraréis y dominaréis a quienes estén allí dentro. Si son más de tres, quedaos los dos. Si son tres, o menos, creo que uno solo podrá dominarlos, el otro que vaya de inmediato a la parte delantera del almacén. Hal y yo iremos por atrás, la puerta de la cocina sin duda será menos recia que la del almacén. Sea como fuere, usaremos la pólvora para volarla. Cuando hayan pasado diez minutos desde que nos hayamos separado, disparad unos tiros hacia la parte delantera del almacén. El viejo se despertará y vendrá a ver qué ocurre. Entonces volaremos la puerta y...
En la tranquila noche, la voz de Pit, aun hablando sólo para sus compinches, llegó clara a los oídos del hombre pegado a la sombra del muro de aquel edificio a cuya altura estaban pasando. Por eso Turlock no les disparó.
—...En cuanto tengamos a la chica nos la llevaremos a los caballos. Bastará con que uno se quede con ella, los demás volveremos a casa de Mellaart y recogeremos todo lo de valor que hemos reunido.
—El hijo de Mellaart aún anda por ahí, puede volver...
—Burt se encargará de él. Como digo, cogeremos todo y nos iremos aprisa a darle lo suyo a ese Turlock...
En las sombras, la boca de Turlock se apretó en una durísima sonrisa. Luego se movió, sigiloso, a espaldas de los cuatro vagabundos, sin que ellos ni sospecharan que le tenían allí mismo. Y mientras seguían hacia el almacén y la cantina, él se encaminó a la casa de Mellaart.
Los cuatro vagabundos llegaron sin novedad a la altura de la cantina. Pit ordenó a Jake, secamente, mirándole a los ojos:
—Iros ya.
Jake sabía que Pit estaba muy en guardia, que no lo podría sorprender. Ahora le dejaba a Miles, que era amigo suyo, y se llevaba a Hal, que podía haberse convertido en aliado de su rival. Era mejor esperar su oportunidad; Pit se le había revelado mucho más enemigo de lo que nunca imaginó.
El y Miles caminaron aprisa hacia la puerta de la cantina, los rifles alistados, mientras Pit y Hal se iban a su vez hacia el almacén, el primero rezagado del segundo y mirando con un ojo hacia Jake.
Pero éste, ahora, había decidido colaborar, de momento. Empujó con violencia las batientes y entró, el dedo en el gatillo de su rifle, cubriendo con el arma el interior.
—¡Tranquilos, puercos!
Allí dentro, la mujer de Stevens se disponía a echar a la calle a Hoompy y a tres campesinos más amigos del trago y el trasnoche de lo conveniente para su salud y economía, uno solo de los cuales habíase mostrado por la tarde de acuerdo con la proposición de Turlock y luego se unió al herrero en su iniciativa. El propio tabernero yacía en cama por los efectos de su herida y el porrazo que Buck le propinara. Aquellos cuatro hombres, y la mujer, que no dominó un grito de susto, se quedaron pálidos de golpe y muy quietos, al ver aparecer de nuevo a los peligrosos pistoleros que estimaban ya lejos del pueblo.
Por su parte, Jake entró, seguido de Miles, y ambos apuntaron con. sus rifles al asustados quinteto.
—Al primero que se mueva lo abraso. No nos esperabais, ¿eh? Pues aquí estamos, a haceros una nueva visita. Tú, bruja, sírvenos de lo mejor que tienes.
Lo dijo brutal y soezmente, aunque desde luego ella no ameritaba, ni siquiera para un tipo como él, tal servicio. La tabernera respingó y se sofocó, se quedó sin aliento, luego apresuróse, nerviosísima, a obedecer. Hoompy intentaba hundirse en su rincón, los tres campesinos, rígidos, tragaban penosamente saliva.
Jake volvió a demostrar su calaña yéndose hacia el que por la tarde iba con el herrero y plantándosele delante con una mala mirada:
—Tú eres un valiente, ¿verdad?
Sin darle tiempo a contestar le atizó en plena cara con el rifle. Aullando de dolor, aquel hombre cayó al suelo.
Los otros dos prefirieron callar. Miles se mantenía alerta. De pronto, allí fuera, sanaron dos disparos.
De revólver, no de rifle. Hacia la casa de Mellaart, no hacia el almacén.