CAPITULO IV
Lew Turlock no entró abiertamente en la calle Principal. Dio un rodeo y fue a desmontar junto a la puerta trasera del almacén, la de la cocina. Trabó el caballo, cogió la escopeta y llamó a la puerta calmosamente.
Tardó en contestarle la voz recelosa de Adams.
—¿Quién va ahí?
—Lew Turlock.
Allí dentro, Ruth Sinclair respingó ligeramente y le cambió la expresión de modo muy significativo. De hecho se puso ligeramente nerviosa, aunque en el acto hizo por no demostrarlo, poniéndose a realizar una tarea a todas luces innecesaria mientras su tío-abuelo, también aliviado, desatrancaba y abría.
—Hola, Turlock. Vaya, la suya es una visita de lo más oportuna. ¿Sabe ya lo que pasa?
—Por eso vine. Buenas tardes, Ruth Sinclair.
Turlock tenía la expresión serena, reservada, que todos le conocían en Saucedal. También el mismo tono de voz. Miró a la muchacha nerviosa con fijeza, pero en sus ojos no había sino un amistoso respeto. Ella, en cambio, le contestó ocultándole la mirada, un síntoma bastante claro y revelador.
Jo Adams volvió a cerrar, mientras hablaba.
—Mal asunto, Turlock. Creo que han herido a Stevens. A Willis casi le mataron de una paliza, echándole luego a la calle, donde estuvo más de una hora inconsciente...
—¿Nadie salió a ayudarle?
—Nadie está tan loco, esos tipos sin duda esperaban que lo hicieran, dándoles un motivo para actuar. Además, ¿quién iba a hacerlo, nosotros, los viejos y las mujeres? Los hombres están trabajando a estas horas en el campo... ¿Cómo se ha enterado?
—Vino a avisarme Elsom, salió en cuanto pudo a correr la noticia. Usted ha debido verles al llegar. ¿Qué clase de tipos son?
—Morralla. Basura. Vagabundos. Gente peligrosa justo porque no son nada y quieren ganar renombre. Usted debe haber conocido a algunos así, antaño.
—Es posible.
—No se puede esperar de ellos nada bueno. Deben saber que somos una comunidad pacífica y sin alguacil, que no podemos obtener ayuda inmediata de la ley. Ahora estarán emborrachándose gratis para coger valor, luego actuarán. Sé cómo lo hacen. Vendrán a saquearnos a los comerciantes y granjeros, casa por casa, llevándose provisiones y todo el dinero que puedan conseguir; si se les planta cara no vacilarán en asesinar. Tampoco las mujeres jóvenes estarán seguras.
Lo dijo mirando a Ruth, que se estremeció sin poderlo evitar. Turlock había comenzado a liarse un cigarrillo con sus manos grandes, fuertes, de dedos largos, no demasiado encallecidas. No la miraba a ella, ni tampoco a su tío-abuelo. La suya era una mirada muy peculiar, como si mirase hacia dentro.
—Hay dos docenas largas de hombres en el pueblo —dijo pausado—. Creo que deberían reunirse y coger sus escopetas.
—¿Ellos? —latía cierto desprecio incrédulo en la voz del almacenero—. No se haga ilusiones, Turlock. Apenas si hay media docena con redaños suficientes, los demás se van a encerrar en sus casas muertos de miedo, ni siquiera acertarán con la idea que se le ha ocurrido a usted. Y sin van a proponérselo hallarán mil excusas para no arriesgar su pellejo.
—Puede. Tienen esposas e hijos que cuidar.
—Y la piel propia, no lo olvide. Yo mismo no siento ninguna alegría ante la idea de enfrentarme a esos perros locos, pero como traten de saquear mi almacén les descerrajaré un escopetazo...
—Creo que está siguiendo un rumbo equivocado, Adams.
—¿Usted lo cree?
—Si esos vagabundos ven cerrada su puerta sabrán que les tiene miedo y que tiene algo valioso que guardar, eso les incitará a venir a quitárselo.
Adams se mostró desconcertado. Ruth, callada, ahora miraba a Turlock de modo bastante revelador.
—Diablos, no se me había ocurrido...
—Piense en ello. Abra su puerta y que Ruth se quede a esta parte de la casa, sin dejarse ver. Puede que vengan y saqueen un poco, pero si sabe dominar sus nervios la pérdida será escasa. Después de todo, el suyo es un almacén de pequeña comunidad campesina, lo que contiene es de más bulto que valor, su propia apariencia no es muy boyante. Convénzales de que reunir cien dólares le cuesta grandes sacrificios...
—¡Es que me los cuesta!
—Dígaselo, convénzales. Cien dólares son dinero, pero no como para arriesgar hasta la propia vida.
—Sí, claro... De todos modos no me gusta la idea de dejarme expoliar tranquila y mansamente.
—Morir es fácil, señor Adams. Y usted mismo ha dicho que esos cinco, si se les exita, matarán con facilidad.
Aquellas eran palabras prudentes, pero que desagradaron a Ruth sin saber por qué. Tal vez porque no casaban con la prestancia física de quien las pronunciaba, o con la imagen que de él tenía ella formada. Sea como fuere, dijo algo que no meditó y de lo que se arrepintió en seguida.
—Pero dejar que unos ladrones vagabundos roben, maltraten y amenacen, sin tratar de impedírselo, no resulta demasiado viril, ¿no cree, señor Turlock?
El la miró de lleno por primera vez. No parecía afectado por la implícita condena a su consejo.
—No lo parece, cierto. Sin embargo, Ruth, la virilidad no consiste sólo en salir golpeando o disparando a la menor provocación.
Ella se sonrojó fuerte, como colegiala reprendida.
—Yo... yo no quise..., no quise ofenderle...
—No me ha ofendido. Ha dicho lo que pensaba y no se le puede reprochar, como no se puede pedir a unos i pacíficos campesinos y comerciantes que se conviertan en guerreros de la Tabla Redondo sin más ni más.
Abochornada, más que por el claro aunque suave rapapolvo, por saberse merecedora del mismo y por razones aún más subjetivas, Ruth se mordió el labio inferior y desvió la mirada, poniéndose a fregotear de modo nervioso. Adams, por su parte, estaba rumiando las palabras de Turlock.
—Es duro de tragar, sí; pero tal vez sea, a la postre, la mejor solución. Abriré el almacén, pero no antes de haber puesto a buen recaudo todo lo que pueda llamar la atención de esa gentuza... ¿Me ayuda, Turlock?
—Lo haré con gusto.
Los dos hombres pasaron a la parte delantera y Adams comenzó a seleccionar aquellas de sus mercancías que consideraba más codiciables. Turlock le ayudó a transportarlas a la parte destinada a vivienda y meterlas en un cuarto destinado a almacenar reservas, del cual hubo que sacar sacos de grano para simiente, aperos, piezas de tela y cosas así, que cubrieron los huecos dejados por las mercancías ocultadas. Toda la tarea, realizada en silencio por Turlock, entre rezongamientos por Adams, les llevó más de tres cuartos de hora. Finalmente, el almacenero consideró que podía ya abrir.
—La verdad, necesitaré de toda mi paciencia...
—Piense en Ruth.
—¿En qué cree que estoy pensando? Es demasiado buena moza y si esos granujas llegan a verla podríamos tener serias complicaciones. Me sentiré mucho más tranquilo el día en que le consiga un hombre como Dios manda, Turlock, de veras.
Lo dijo con cierta intención, pero Turlock no se dio por enterado. Todo el mundo en Saucedal sabíale refractario a los encantos femeninos. Echó una mano a Adams para abrir la puerta y desde el interior miró hacia la cantina, con una expresión reconcentrada y una mirada, más que dura, especulativa. Junto a él, Adams asomó la cara también y gruñó:
—Estarán emborrachándose y saqueando la cantina.
Estaban bebiendo, en efecto, bastante. También habían saqueado el cajón donde Stevens metía el dinero de las consumiciones, pero sólo encontraron una poca moneda fraccionaria.
—Este es un pueblo mísero —se quejó Jake al sacar aquel escuálido botín—. Imagino que el tabernero no sacará ni para comer con su clientela.
El más joven del grupo estaba en aquellos momentos mirando hacia el exterior, mientras sus compinches bebían y jugaban a los naipes. Avisó:
—Están abriendo el almacén.
Era una noticia. Jake se levantó y se acercó al otro, mirando por encima de los batientes.
—Vaya, creí que lo cerraron por miedo a nosotros, pero por lo visto sólo se fueron a dormir la siesta...
Había un deje de disgusto en la voz. Los demás le miraban en silencio. Escupió con desdén y añadió:
—Vamos a damos un paseo hasta allí, a ver qué tienen de interés para nosotros. Pit, ¿nos acompañas o te quedas?
—Alguien tiene que quedarse aquí. Y en la calle también. Acuérdate de La Quebrada.
Era un pueblo a muchas millas, en territorio de Nuevo México. Meses antes, Jake había tenido allí otro contratiempo, por confiarse demasiado con la humilde gente del lugar. De hecho él aún no era el jefe, quien tenía el mando era un tipo violento y fanfarrón llamado Staples. Recibió una bala de rifle en el cuello, justo debajo de la nuca, cuando iba descuidado por mitad de la calle, seguro de haber metido en cintura a un puñado de mexicanos cobardes. De sus cuatro acompañantes, sólo Jake y Pit se escaparon con vida, de milagro. Y era otro aviso que a Jake nada le gustó.
—Tú siempre tan prudente...
—¿Qué quieres? Me gusta vivir.
Jake se llevó al más joven de sus compinches a visitar el almacén y ordenó a Buck que se dejara ver ante la taberna. Pit y el otro quedaron sentados. El pelinegro parecía malhumorado y habló en cuanto salieron los demás.
—Espero que Jake no vuelva a estropearnos la fiesta con su estúpida manera de actuar.
—Bueno, él sabe lo que se hace...
—Eso quiere que creáis, pero no es la verdad. Está demasiado ansioso por demostramos que tiene talla de jefe de banda.
—Trabajó con Ron Claske, y con Spud Hackman...
—Eso dice.
—Si te oye tendremos disgustos...
—Tendremos más si actuamos como él quiere. Tú y los otros apenas le conocéis, pero yo llevo a su lado más de seis meses. De cada cuatro negocios que emprendimos ha estropeado dos por pensar y actuar de ese modo fanfarrón.
—Bueno, algo de razón sí tienes. Pero también es verdad que gracias a él hemos salido de algunos apuros...
—En muchos de los cuales él nos había metido.
—¿Tú qué harías, aquí?
—Es muy sencillo. Recorrería rápidamente las casas de mejor aspecto y metería el resuello en el cuerpo de sus habitantes, forzándoles a entregarnos todo el dinero y objetos valiosos que tengan, pero dejaría en paz a las mujeres y tampoco me cebaría en los hombres. Lo mismo Jake que Hal son dos tipos a los que vuelven locos las faldas y eso es malo, Ted, te lo digo yo. Más de uno, y más de diez, que podían haber llegado lejos en nuestro oficio terminaron pronto, colgados o acribillados a balazos, por su afición a las faldas.
—Bueno, a mí también me gustan mucho, la verdad...
—Y a mí. Pero es muy peligroso meterse con las mujeres. Eso vuelve locos a los hombres, Ted, incluso a los más pacíficos. Y además te echa encima a todos los comisarios, alguaciles y la gente de todas partes. Robas una diligencia, un tren, un Banco, y si consigues escapar nadie pone demasiado empeño en darte caza, es la verdad. Matas a un hombre, o a dos, y ocurre tres cuartos de lo mismo, aguardan a que aparezcas y te descuides, o si el premio por tu captura es gordo, se lanzan tras de ti algunos hombres, de la ley o simples cazadores de recompensas. Con vista, astucia y un poco de suerte, puedes arreglártelas para burlarlos y vivir largo tiempo. Pero te pones a violar mujeres y estás listo, te has echado encima al mundo entero, no te dan cuartel, te tratan como a un perro rabioso. Es lo que Jake hizo en Big Sand, y en Drenner, y en La Quebrada... Lo que hará aquí también, si no se lo impedimos. Por eso se ha llevado a Hal ahora.
Por eso Jake se había llevado al más joven de su banda. Jake era un bandido de poca talla, fanfarrón, cruel, despiadado y duro, en apariencia al menos. Pero en su fuero interno sentíase bastante inseguro de muchas cosas, por eso se había ido rodeando de aquellos muchachos salvajes más jóvenes que él mismo, desechos sociales, carne de horca más pronto o más tarde. A fuerza de mentiras y jactancias, también porque ninguno de ellos, con la excepción de Pit, tenía mucho cerebro, había logrado convertirse en su jefe. Sin embargo, como dijera Pit, la mitad de los «golpes» que intentaran habíanles fallado precisamente por su carencia de verdaderas dotes de jefe. Y se daba cuenta de que Pit estaba poniéndole en evidencia, subiéndosele a las barbas. Naturalmente, odiaba a Pit, pero como le sabía más rápido con el revólver no sentía deseos de provocarle. Desde luego, Pit debería morir, sólo que tendría que escoger lugar, momento y ocasión adecuados. Los otros tres seguirían entonces acatándole, buscarla un par más, gente también joven, y después merodearían por la raya fronteriza, al acecho de las poblaciones mineras y su abundante trasiego de dinero...
Iban hacia la frontera precisamente ahora, tras haber logrado burlar la persecución de que fueron enconado objeto durante un par de semanas. Este apacible y pequeño pueblo de campesinos era una nueva oportunidad. Pero debería andarse con cuidado, Pit había logrado insuflar en los otros ciertas dudas. Estaba seguro de Hal, un pequeño canalla, ruin, maligno, sádico. No tanto de Buck y de Ted Miles...
Por eso habló mientras atravesaban sin prisas la calle solitaria bajo el sol, y el viento:
—Pit es un gallina y está tratando de convertimos a todos en gallinas, ¿lo has notado?
Hal Smith era, en todos sentidos, una alimaña. Se llamaba Smith no por lo que otros de su ralea, sino porque no había conocido ni a su madre, que le abandonó casi recién nacido en una zahúrda de San Luis de Missouri. A los diecisiete años mal cumplidos poseía en alto grado todos los vicios y una serie de taras morales que le hacían especialmente peligroso. Conociendo desde siempre todos los insultos peores, todas las humillaciones, hambres, ofensas, ahora que tenía armas y amigos gozaba infligiéndoselas a los hombres normales, honrados e indefensos. No había nada demasiado sucio, ruin o malvado para él. Pero nunca plantaba cara, a solas, a nadie, salvo que supiera al otro indefenso.
Ahora asintió a lo afirmado por Jake con una mirada y una sonrisa turbias.
—Te tiene envidia y quiere ser el jefe. Si le dejas, claro.
—Descuida, que no le daré esa alegría. Cuento contigo, ¿verdad?
—Seguro, Jake, seguro...
Todo lo seguro que Hal Smith podía estar. Sentíase bastante compenetrado a gustos con Jake, le prefería como jefe de la banda. Pero por otra parte sabía que Pit no anduvo descaminado en lo que dijo. Si había que disparar a traición, bueno; pero si era cosa de hacerlo cara a cara, jugándose el pellejo, dejaría que aquellos dos se las ventilaran a su modo, apoyando después al que ganara.