CAPITULO PRIMERO
Nadie conocía su pasado. Pero eso no significaba gran cosa, en realidad, pues a decir verdad muy pocos eran los que, en el pueblo, gustaban de relatar algo sobre sí mismos y no porque tuvieran cosas que esconder, cosas de esas que pueden llevar a uno a la cárcel, se entiende.
Tampoco nadie se interesaba por averiguarlo. No había razones para ello, pues desde que Lewis Turlock se afincó en Saucedal, y ya iban a cumplirse cinco años de aquello, no dio motivos para tales curiosidades.
Se le sabía reservado, aunque no huraño, más amigo de soledades que de compañías sin por ello despreciar el contacto con sus semejantes. Era cortés con las mujeres, echaba generosamente una mano si alguien precisaba ayuda, se ocupaba de sus propios asuntos sin meter sus narices en los ajenos, pagaba religiosamente sus cuentas y no pedía favores. ¿Qué más se le podía exigir?
Por otra parte, Saucedal era una pequeña y pacífica comunidad. En el pueblo, propiamente dicho, una treintena de edificios de vivienda. En un radio de diez millas, otras veintena más, diseminados, como era habitual. Por Saucedal no pasaba el ferrocarril, tampoco ninguna ruta concurrida. No es que estuviese aislado, sino que quedaba algo a trasmano de todo. Un beneficio y una ventaja, a juicio de casi todos sus habitantes.
Saucedal se llamaba así por el plantel de magníficos sauces que crecían alrededor del manantial de agua dulce y llegaban hasta el Clear Creek, cosa de doscientos metros más lejos, al que iban a parar las aguas del manantial. El pueblo se había fundado una docena de años atrás, por colonos llegados de Texas huyendo de varios terribles años de sequía; a lo largo de aquella docena de años fueron llegando más gentes y, como había bastante tierra para todos, se fueron quedando allí anclados.
La tierra era buena para toda clase de cultivos, pero no lo bastante amplia y abierta para sustentar ganado en abundancia. Así que allí no había rancheros, salvo Miguel Pereira, un gallego andarín que ahora tenía unas doscientas reses hacia el sur de Saucedal, y Ken Conlon, un emigrante del norte de Inglaterra que criaba ovejas, un par de miles, hacia el noroeste. Todo lo demás, salvo la consabida media docena de artesanos y comerciantes, eran granjeros.
Granjeros significa en todas partes gente de paz. También allí, en Saucedal. Ninguno era demasiado rico ni demasiado pobre, por diversas razones nadie había podido establecer una propiedad importante. Las granjas, casi todas, producían un sustancioso exceso de cosechas que tenían fácil salida llevándolas a Dodge City, la ciudad minera al otro lado de los montes, a veinte millas de distancia hacia el noreste. Con lo que los granjeros sacaban de vender sus productos adquirían todo lo que les hacía falta y aún les sobraba a algunos algún dinero para invertirlo en mejoras de sus propiedades o ahorrarlo.
Lewis Turlock poseía exactamente doce acres de excelente tierra a una milla escasa del pueblo, junto al arroyo, al pie de una colina rocosa que se las resguardaba del viento del desierto. Doce acres no eran lo que se dice una gran propiedad, de hecho quizá fuese una de las más pequeñas por allí. En cambio, era una tierra muy buena, en una posición privilegiada, con agua abundante todo el año y una hermosa arboleda de nogales, álamos y sauces junto al arroyo, también de su propiedad, que cubría otros cinco acres de extensión. De aquella tierra, Turlock sacaba no sólo para alimentarse, sino también un excedente para cubrir todos sus gastos y necesidades, que no eran muchos.
De hecho, a Turlock le ayudaba en su granja Otilio Suárez, un mexicano indolente, pero buen labrador, casado con una mexicana rolliza, risueña, excelente cocinera. No tenían hijos y habitaban una cabaña pequeña, limpia y acogedora al borde de la propiedad de Turlock. Este pagaba a Otilio Suárez seis dólares semanales por su trabajo, dándole además harina, carne y productos de sus tierras para alimentarse. La mujer de Otilio le aseaba la casa, le guisaba la comida y le limpiaba la ropa; servicios todos ellos comprendidos en el pago anterior. Otilio y su mujer estaban muy contentos con aquel patrón y aquel status.
Turlock habitaba una cabaña recia, no demasiado grande, con paredes de piedra sólidamente unidas con argamasa, techo de buenas vigas de madera curada y carrizo ligado con lechada de arcilla, sobre el cual había colocado un revestimiento de tejas por él mismo fabricadas. La cabaña tenía una habitación principal, que le servía de comedor, cocina y cuarto de estar, y otra más pequeña donde dormía; también tenía una destinada a despensa. Fuera, una pequeña cuadra para dos mulos de labor y un caballo de silla, un corral con un cerdo, unas gallinas y se acabó. Los aperos de labranza guardábanse en un cobertizo. Para irrigar sus campos había abierto una acequia aguas arriba de su propiedad en la margen del arroyo y por ella, larga de trescientas yardas, traía el agua cuando la precisaba. El agua para beber cogíanla de una pequeña fuente que emergía en el mismo extremo de la propiedad, al pie de un breve cantil donde arrancaba la falda de la colina. De hecho, aparte aquellos doce acres de terreno cultivado y los cinco de la arboleda, Turlock poseía también los yermos y quebrados alrededores en una extensión suficiente para que nadie pudiera privarlo del agua que necesitaba ni del camino al pueblo. Con todo, muy poca tierra, de acuerdo a la que otros poseían por allí sin considerarse grandes propietarios, ni mucho menos. Bien era cierto que más que suficiente para la subsistencia de tres personas frugales.
Lewis Turlock era un hombre alto, delgado pero fuerte, de facciones agradables, aunque severas, y ojos de profundo, penetrante, mirar. Tenía el cabello gris, aunque debió haber sido castaño en su juventud. No debía sobrepasar mucho los cuarenta años, aunque por su cabello y su seriedad habitual parecía algo más viejo. Nunca llevaba armas, salvo cuando salía de caza con una escopeta de doble cañón y su perro, que era también su único amigo. Vestía ropas vulgares, usadas; trabajaba sus campos varias horas al día, luego pasaba otras muchas paseándose a solas por el campo aledaño, o cazando, o pescando, o simplemente fumando y abstraído en sus pensamientos. No invitaba a nadie a entrar en su casa, tampoco asistía normalmente a fiestas en las ajenas y, si por excepción iba a una, marchábase pronto.
Por todo ello, y otras razones, Lewis Turlock era muy bien considerado en la comunidad de Saucedal.
Por aquellos tiempos la frontera estaba prácticamente liquidada, los apaches de Jerónimo habían sido recientemente acogotados y el temible jefe apache, con sus bravos, rumiaba amarguras y humillaciones muy lejos, en una reserva-prisión. También estaban tocando a su fin los días violentos y salvajes de las comunidades mineras, los ganaderos indomables, los aventureros sin ninguna ley. Alboreaba despacio una nueva era...
Despacio. Y aún quedaban muchos resabios del tiempo salvaje, al menos en el Arizona, demasiado escasamente poblado, con mucha tierra libre todavía, grandes desiertos, bosques, montañas y, además, la frontera de México. Saucedal era un remanso de paz, pero, a veinte millas de distancia, Dog City mantenía bastante bien el espíritu de la vieja frontera, por ejemplo. Mucho más al sur, más lejos, cerca de la frontera mexicana, Tombstone, Bisbee y algunas otras ciudades mineras se resistían a entrar en cintura, a convertirse en civilizadas.
Pero en Saucedal había paz. Muy de tarde en tarde se había roto aquella paz al paso de algún vagabundo, o por alguna riña de taberna entre hombres con más licor en el cuerpo que prudencia en la mente. Pero la última vez que sonaron las armas en la calle del pueblo había sido casi un año atrás, por una riña estúpida.
Ahora era primavera, todo el campo estaba verde, brillante de flores y exhalando fresca vitalidad. En las tierras de Turlock el trigo ondeaba espeso al suave viento y el maizal tenía ya la altura de un hombre, las patatas y los tomates aparecían lozanos como pocas veces. Era mediodía, hacía bastante calor, Otilio acababa de llevar a la sombra a la yunta de mulos tras arar una parcela de terreno donde luego serían plantados melones, calabazas, pimientos... Su mujer estaba atareada haciendo la comida, sin duda. El propio Turlock se encaminó, con su lento y seguro paso, hacia su propia cabaña, pero antes subió un poco hacia la falda de la colina, en compañía de su perro. Le gustaba contemplar sus campos fértiles.
Entonces descubrió a los cinco jinetes.
Ellos venían desde la cabecera del valle grande y la frondosa arboleda propiedad de Turlock les iba a impedir descubrir los campos y las dos cabañas, también el humo que salía de la chimenea. Porque la propiedad de Turlock se encontraba estratégicamente situada, formando un llano entrante en la falda de la colina, con una anchura media de ciento cincuenta yardas. El arroyo, ancho de ocho a diez pasos por aquel lado, tenía una delgada cortina de árboles al lado opuesto, además, y el camino al pueblo desde la granja iba por la parte de acá, contorneaba la falda de la colina y se unía al de otra granja algo más abajo, cruzando entonces a la orilla opuesta. Turlock había examinado mucha tierra antes de decidirse a adquirir aquel rincón del valle.
Los ojos de Turlock tenían excelente visión. A la distancia de escaso un cuarto de milla pudo no sólo distinguir a los jinetes, sino obtener una idea bastante aproximada de ellos. La suficiente para que se frunciera su entrecejo y apareciera en sus pupilas una expresión más que preocupada, pensativa.
Aquellos jinetes, desde luego, debían desconocer la existencia de su propiedad y, por otra parte, habían visto ya el pueblo a lo lejos, sin duda. En cualquier caso, pasaron de largo, alejándose hacia Saucedal.
Turlock siguióles con la mirada durante un rato, luego retrocedió hacia su cabaña. Se había quedado pensativo.
La mujer de Otilio ya le tenía lista la comida sobre la mesa sólida, excelentemente trabajada, de madera de nogal pulimentada. La habitación, con piso de tierra endurecida y rebordes de losetas de arcilla cocida, que también formaban un zócalo de como medio metro de altura en las paredes, era espaciosa, unos ocho metros por otros tantos, con las paredes de tres de altura, y la parte central del techo, en ligero declive, de tres y medio, atravesado en toda su longitud por una gruesa viga de roble. Los muebles eran ni más ni menos que los suficientes, sólidos y bien construidos. Había una alacena con vajilla de buena calidad. Y frente a ella una librería, una verdadera librería con tal vez tres docenas de volúmenes de distintos tamaños, detalle insólito en la vivienda de un granjero. También había un par de escopetas de dos cañones y un excelente rifle en el mismo armario, a un lado de los libros.
Turlock entró pausado, se quitó el sombrero y lo colgó en la percha al lado de la puerta, luego se acercó a la mesa y husmeó la comida mientras la gruesa mexicana le sonreía entre cariñosa y respetuosa.
—Huele bien tu guisado, María...
Tenía la voz sonora, profunda, viril, agradable de veras. Y su castellano era muy bueno, incluso mejor que el de la mexicana, que se esponjó a ojos vistas por el elogio recibido. En eso llegó su marido, recio, rechoncho, apacible, restregándose las manos recién lavadas y no demasiado bien. Los tres se dispusieron a comer.