CAPITULO XV
Ted Miles sintió de repente pánico Era un pequeño granuja, un canalla de tres al cuarto, bueno para cualquier delito, aun los peores, siempre y cuando se sintiera arropado en un grupo. Ahora, de repente, se encontraba solo. Bien cierto que aquellos asustados campesinos, aquella, mujer, no eran enemigos. Pero, ¿y lo de allí fuera? Dos tiros de revólver hacia la casa de Mellaart, otros dos en la calle, contestando al disparo que sin duda hizo Jake...
Y él aquí, solo, expuesto a que le dispararan por la espalda... Sintió frío en la nuca. Tenía que marcharse en seguida, reunirse con Pit y Hal, al menos serían tres y podrían afrontar al desconocido atacante.
—¡Si se mueven les abraso! —aulló nervioso a los no menos nerviosos, pero súbitamente esperanzados, campesinos. Luego corrió a los batientes, oteó el exterior y, de un brinco, se echó fuera, separándose de la zona iluminada ante la puerta.
Jadeando con fuerza, miró calle arriba y descubrió a la alta figura parada en mitad de la misma, como a cien yardas de distancia, junto a lo que era, sin duda, el cadáver de Jake.
Entonces, más movido por reacciones instintivas que por otra cosa, se echó el rifle a la cara y comenzó a disparar.
Turlock estaba en todas. Sus ojos distinguieron el súbito cambio de luz allí, a la entrada de la cantina, cuando acababa de identificar a Jake, miró, vio salir a un hombre, comprendió y, ágil, saltó. Los moscardones de plomo ardiendo llegaron buscándole el bulto sin demasiada puntería y se perdieron, inofensivos, en la calle.
Miles disparó tres veces antes de comprender que había fallado. Y como estaba asustado, no hizo por atravesar el arroyo para reunirse con Pit y Hal, a la sazón ya trepando la tapia del corral del almacén. Tampoco retrocedió al interior de la cantina. Allí delante había un hombre muy peligroso que acababa de matar a Jake, tal vez también, antes, a Buck. Y que podía matarle a él.
Ahora aquel hombre venía, sin duda, hacia él, a matarle. Le falló sus disparos, descubriéndose. Y el otro venía a matarle...
El miedo es libre. Ted Miles dio media vuelta, se encogió y corrió, pasando por delante de los batientes, hacia la parte opuesta de la cantina, dobló la esquina, y por allí corrió...
Turlock, en efecto, venía hacia la cantina, pegado a la pared de otra de las casas. Y su aguzada vista distinguió la rápida huida de Miles justo cuando el asustado vagabundo pasó por delante de la puerta de la taberna. Una dura sonrisa apretó la boca de Turlock. No le fallaba un solo supuesto...
Llegóse aprisa al siguiente callejón y se introdujo por él, corriendo tanto como se lo permitían sus largas piernas. Se había descalzado las espuelas ya al descabalgar, de modo que, conocedor del terreno como era, su rápido avance no provocaba ruidos.
Le quedaban tres, pero dos estaban, seguro, muy alarmados en el corral del almacén y no tardarían en aparecer en la calle, buscando a sus compinches. El otro había cometido un error estúpido, sin duda impelido por el miedo. Podía dejar para el final a Pit y al que le acompañaba, seguramente el llamado Ted. Este que corría como liebre asustada era, sin duda, el más joven, el más ruin y cobarde, el traicionero, el que se complació torturando a las Potts... No quería dejarle escapar.
Rodeó por la parte trasera de los edificios, cuyos moradores, ahora estaban todos despiertos, pero sin intentar siquiera asomar las narices a la calle por miedo a recibir un balazo, ignorando a qué obedecía el súbito tiroteo, pero seguros de que allí fuera se tiraba a matar. Corrió veloz, calculando mentalmente los posibles movimientos del enemigo...
Sólo se engañó en su identidad. Miles huyó por el callejón pegado al edificio de la cantina, salió al descampado y torció hacia arriba. Iba serenándose poco a poco. El desconocido y temible tirador sin duda vendría por la calle, pegado a los edificios, muy alerta, pero imaginándole agazapado delante de la taberna. Sin duda conocía la existencia de sus compañeros. Sin duda Pit y Hal vendrían a averiguar qué pasaba. Seguramente cuando salieran el desconocido les dispararía. Entonces se volvería a armar el tiroteo. Y entonces él podría salirle por la espalda al desconocido, y matarle... Tanto si alguno de sus compinches sobrevivía como si no, igual daba. En los bolsillos de Jake seguiría el botín cogido a Mellaart; antes de que salieran a mirar los campesinos, él, Ted Miles, vaciaría aquellos bolsillos. Luego cogería un par de los caballos que dejaron junto al río antes de ir a la casa de Mellaart, y a correr, todo lo aprisa posible. Para cuando las gentes de este maldito pueblo pudieran enterarse de lo sucedido ya habría puesto muchas millas entre ellos y su persona...
Falló en muchos detalles. No calculó que su enemigo pudiera haberle visto huir, ni se imaginaba su identidad, ni menos aún podía prever ninguno de sus movimientos. Encima, Ted Miles llevaba puestas sus espuelas.
Turlock le oyó llegar incluso antes de verle, por el ruido de ellas al avanzar, cuando golpearon una piedra acá, otra más adelante... Entonces se agazapó a poca distancia de una de las casas, junto a un corral cuya tapia le sirvió de resguardo.
Miles llegó cauto, presuroso, tendiendo el oído a lo que viniera de la calle. Ni sospechó dónde estaba su destino.
Turlock no podía saber que no era el que imaginaba, por eso le dejó llegar a veinte pasos antes de alzarse y llamarle por nombre equivocado
—¡Hal, rata!
Ted Miles pegó un violento respingo, revolvióse asustadísimo, descubrió a su enemigo junto a la tapia del corral, sacando sobre ella hombros y cabeza, que se siluetearon débilmente en la difusa claridad estelar, e hizo lo mismo que antes Jake, o él mismo. Disparar sin pararse a tomar puntería, alocadamente.
Se repitió exactamente lo de Jake. Un disparo de rifle, una bala que pasa, inofensiva, por el aire; luego, simultáneos, casi confundidos, dos de revólver.
Ted Miles fue alcanzado en el vientre, porque Turlock aún le creía Hal. Con un ronco gemido de dolor soltó su arma, trompicó y se le doblaron las rodillas, gimió de nuevo, se agarró con manos crispadas el vientre herido, cayó de rodillas y luego de cabeza, justo encima de una deyección de vaca, aún bastante fresca. Después, rodó de costado.
Pit y Hal acababan de alcanzar la calle cuando oyeron la nueva tanda de disparos. Y se pararon en seco, sintiendo súbito temor, sobre todo el segundo.
Turlock avanzó sin prisas hacia su nueva víctima.
Estaba sintiéndose como el que sale a cazar alimañas dañinas. Hacía doce años que no mataba hombres, creyó poder llegar a su último día sin tener que disparar sobre un semejante. Pero no había sido posible, aunque no sentía ningún pesar ni sentiría remordimientos por aquella tarea nocturna. Cazaba alimañas...
Al volver a Miles boca arriba comprendió su error. Lo sintió sólo en parte, pues sin duda Ted Miles merecía morir. Sin embargo, de los cinco había sido el más borroso... Ahora aún estaba vivo, lo bastante vivo para reconocerle. Y se lo dijo con voz estentórea:
—Usted...
—Debisteis seguir vuestro camino.
—De haber...lo... sospecha...
La sangre no le dejó decir más, perdió el conocimiento. Duraría aún una o dos horas, pero ya no lo iba a recobrar.
Quedaban dos...
Dos ahora sintiendo el miedo en los tuétanos, mejor dicho, uno de ellos, porque el otro, Pit, era valiente. Agazapados en la entrada del callejón, entre el almacén y la casa aledaña, oteando la calle, apretando con sus manos nerviosamente los rifles. Envueltos en el opresivo silencio.
—Ha sido al otro lado de las casas, hacia arriba...
—No precisas decírmelo.
—¿Qué puede haber pasado?
—Primero dos disparos de revólver en la casa de Mellaart. Luego uno de rifle seguido por dos del mismo revólver, ahí, en la calle. Después tres de rifle ahí, delante de la cantina. Ahora, otro de rifle y en seguida dos de revólver... Nos hemos quedado solos, Hal, contra un enemigo de lo más peligroso. Estás muerto de miedo, ¿verdad?
—¿Tú no tienes? ¿Quién puede ser...?
—Uno que actúa como maestro, conoce muy bien el terreno y nos ha tomado las medidas. Un nombre me rueda la cabeza...
—¿Turlock?
—Debimos haber empezado por él. Pero aún no es demasiado tarde. Vamos.
—¿Adónde? Estará emboscado.
—Acaba de matar a Jake, o a Ted, al otro lado de las casas; por mucho que corra tardará unos minutos en volver a la calle. Vayamos hacia la casa de Mellaart. Pero muy alerta. Que no te castañeen los dientes, sólo es un hombre.
Pero a Hal siguieron castañeteándole. Y el propio Pit sentía ahora el agobiante peso del miedo, aunque fuese un miedo duro, el que sienten los valientes ante la proximidad de la muerte fulminante.
—Quítate las espuelas, no quiero que nos localice.
Avanzaron veloces, pegados a las paredes, de rincón en resguardo, el dedo en el gatillo, Y no tardaron en descubrir a Jake.
—Mira. Ahí hay uno.
—Resguárdame, voy a ver quién es.
—Pero...
—¡Haz lo que te digo!
Hablaban ronco, sibilante, entrecortado. Hal se pegó a la sombra de la pared de aquel edificio. Pit corrió, agazapado, alerta, hacia el siniestro bulto en medio de la calle.
Reconoció en el acto a Jake. No era como para sentir pesar, se dijo, pero sí para sentir, como estaba sintiendo, una aprensión reseca atenazándole. Debía ser Turlock, ningún otro en aquel pueblo y sus aledaños tendría tantas agallas. Desde el primer momento sintió que aquel duro campesino de mirada severa y voz calmosa era mucho enemigo. Más que un simple destripaterrones; ninguno de ellos era capaz de disparar así, de salir de noche solo a cazar hombres, cinco hombres... ¿Dónde estaría ahora?
Turlock había seguido calculando bien. Y acababa de salirles a la espalda, no lejos, desde una esquina distinguió perfectamente, a la luz de las altas estrellas de medianoche, a Pit junto al cadáver de su compinche. Pero aguardó.
Y obtuvo su pago. Hal, demasiado nervioso ahora hizo una sibilante pregunta a su compinche:
—¿Quién es?
—Jake.
En el terrible silencio de la noche, aquella pregunta y aquella respuesta, aunque indescifrables, llegaron a oídos de Turlock, que se encontraba a cincuenta pasos de distancia de Pit, a poco más de Hal. Le sirvió para localizar a éste.
Y cuando Pit retrocedió, mirando alerta calle abajo, él ya estaba a cubierto esperando su oportunidad.
Los dos forajidos siguieron adelante, hacia la casa de Mellaart, donde ahora había luces y ruidos abundantes.
—¿Qué hacemos?
—Buscarle. Hay que matarle.
—¿Y si nos mata él? Conoce el terreno y nosotros no. Ahora mismo puede estar emboscado en cualquier parte.
Eso también estaba pensándolo Pit. Y como el miedo es contagioso, algo del mucho de su compinche se le pegó. Deteniéndose de nuevo, volvió a otear toda la calle. Por puro milagro no descubrió a Turlock, éste tuvo el tiempo justo para meterse detrás de otra esquina.
—Todos estos tiros han de tener a la gente en vilo —siguió Hal, cada vez más ansioso de huir—. En cualquier momento uno de ellos puede envalentonarse y dispararnos desde una ventana... ¿Por qué no le dejamos?
Los demás está muertos y solos tú y yo poco podemos hacer...
—De acuerdo. Vamos a meternos por esa esquina, rodearemos el pueblo para ir a por los caballos.
Había demasiado silencio. Y el cadáver de Jake en mitad del arroyo... Seguramente todo el jaleo en casa de los Mellaart era porque Buck había muerto también. Hal, ahora, demostrada su verdadera talla, un estorbo más que otra cosa. Desde luego, por lo que respectaba a él, Pit Harrison, había acabado con Hal. En cuanto salieran de allí cada cual tiraría por un lado. O mejor... Sí, ¿por qué no? Los muertos no hablan. Solo cabalgaría mucho más a gusto que con este gallina traicionero...
Hal, ahora, sólo tenía miedo. Miedo al silencio, a la oscuridad, al enemigo situado en alguna parte, sin duda cerca y al acecho. Por eso mismo olvidó muchas precauciones, marchó delante hacia la próxima esquina. Pit, dos pasos a su espalda, se mantenía alerta, mirando a todas partes, pero él, Hal, sólo deseaba huir, cuando más aprisa mejor.
Todos sus movimientos habían sido observados desde la sombra del lado opuesto de la calle por Turlock, que ahora casi podía leer los pensamientos y propósitos de aquellos dos. Por eso dejó que Hal doblara la esquina. Y cuando iba a hacerlo Pit, salió y le llamó:
—¡Pit!
Su llamada golpeó al joven pistolero como un latigazo. Giró veloz, el rifle alistado, y comenzó a disparar encogido, en tanto su mirada buscaba, y seguía, los movimientos de su terrible enemigo. Actuó en una sucesión de movimientos reflejos, sabiendo que estaba jugándose la vida.
Su primer disparo salió algo desviado, pero el segundo rozó peligrosamente a Turlock. Este no sabía matar a traición, pero Pit era mucho más rápido y de nervios mejor templados que los otros vagabundos, lo demostró con aquel par de rápidos y bastante certeros disparos.
En el momento que volvía a cargar el rifle, Turlock apretó el gatillo de su revólver.
El impacto golpeó a Pit entre el hombro y el cuello, a la derecha, tirándole hacia atrás. Con las mismas, alzó el arma y apretó el gatillo, lo cual hizo que aquella bala suya saliera alta en demasía. Un instante después recibía el segundo proyectil disparado por Turlock contra él, ahora un palmo más abajo, casi en la boca del estómago. Y el tercero le llegó cuando se derrumbaba, soltando el rifle que ya no podían sostener sus manos.
Hal había oído aquella seca llamada y al pronto quedó paralizado. Luego estallaron los disparos. Otro habría girado a toda prisa para ayudar a su compañero, él echó a correr como si el mismísimo demonio le mordiera los talones. Mientras aquel hombre mataba a Pit, él podría conseguir buena ventaja, llegar a los caballos y escapar...
Turlock sabía muy bien que sus balas habían acertado el blanco. Y el hecho de que no le llegaran otras desde el callejón díjole que Hal escapaba. Era simplemente conocimiento de la psicología de los vagabundos, por eso dejó que Pit quedara atrás y Hal entrara en el callejón. Ahora avanzó veloz por aquel lado de la calle; y tan seguro estaba de no equivocarse que mientras lo hacía volvió a reponer los cartuchos gastados.
Estaba seguro de que los vagabundos llegaron a caballo hasta cerca de la casa de Mellaart, pero por aquel lado del pueblo, por eso Ted Miles trató de escapar en aquella dirección. El río corría a un tiro de piedra detrás de la casa de Mellaart, había allí árboles, era el lugar idóneo para dejar los caballos antes de llegar a la casa y comenzar su hazaña. Ahora que se había quedado solo, Hal trataría de llegar allí antes de que él se ¡o impidiera, o sospechara adónde iba.
Era exactamente la intención de Hal, y corrió tan aprisa como su juventud, su miedo, le permitían. Corrió volviendo la cabeza atrás con frecuencia, para convencerse de que no era perseguido, llegó a la altura de la casa de Mellaart, ahora llena de luz y movimiento, pero sin que nadie se atreviera a asomar las narices a la calle comprobó aquello, y que tampoco se veía venir al matador de sus compinches por ella, cruzó en cuatro brincos rápidos al otro lado y siguió, jadeando, hacia donde horas antes dejaron los caballos.
Lew Turlock no podía correr tan aprisa como el joven forajido, pero no lo había necesitado tampoco, pues tuvo que recorrer mucha menos distancia, aproximadamente la mitad. Su conocimiento del terreno y de la psicología de sus enemigos de nuevo se aunaron para hacerle acertar; descubrió a los caballos atados debajo de los árboles a orilla del arroyo, a unas cien yardas escasas del domicilio de Mellaart. El mismo estaba allí justo cuando Hal aparecía por detrás de la casa del alcalde, viniendo a la carrera. Y como Hal miraba más hacia atrás que adelante no le vio meterse aprisa bajo la sombra del arbolado de la orilla.
Hal llegó jadeando espasmódicamente junto a los caballos, metió el rifle en la funda de la silla de montar del de Pit, que era el mejor y más veloz de todos, para tener las manos libres, y luego fue a desatarlo. En su nerviosa premura se enredó...
Y estaba desatando al caballo cuando oyó la voz terrible a sus espaldas, aquella voz que para él era como una llamada de ultratumba, semejante a la trompeta del Juicio Final.
—Déjalo estar. Tú ya no vas a ningún sitio.
Al pronto, Hal se quedó rígido, presa de un miedo total. Agarrotados sus nervios, incapaz de reaccionar, resollando como un animal.
—Vuélvete. Ni siquiera a las alimañas de tu clase las mato por la espalda.
Le iba a matar. Estaba perdido, le iba a matar... De repente, Hal se derrumbó. Estremeciéndose, comenzó a sollozar incoherencias, a suplicar con chillona, entrecortada voz, piedad a su terrible enemigo. Allí, bajo los árboles del arroyo, el ruin individuo suplicó lo mismo que antes le suplicaran sus víctimas, aún de modo más abyecto que Mellaart. Se mostró tal y como era, una rata venenosa y cobarde.
—¡No, no me mate...! ¡Le juro que no le habría atacado, Jake y Pit me obligaron, sí, me obligaron...! ¡No me puede matar, sólo tengo diecisiete años, soy un chiquillo, no voy a defenderme, sería un asesinato...!.
—La hija de Potts sólo tiene quince. Y su padre estaba arando su campo cuando le atacasteis
—¡Fueron ellos, no yo...!
—He hablado con la madre y La hija: me dijeron quién las trató del modo más innoble y cruel.
—¡No me mate...! ¡Piedad!
—La que tú has tenido con los Potts.
—¡Lléveme a la cárcel, que me juzguen...!
—Ya estás juzgado. Y sentenciado. Perdonarte la vida ahora sería matar más adelante a otros inocentes. Tú eres de los que no escarmientan.
Dos fogonazos casi simultáneos, dos estampidos secos, un alarido agónico confundiéndose con ellos. Un revuelo de caballos sobresaltados, coces, relinchos...
Y luego un hombre alejándose con paso firme y rápido de la orilla del arroyo, bajo las altas y puras estrellas de la madrugada, mientras dentro de todas las casas de Saucedal sus habitantes se estaban preguntando, en su mayoría con la nariz pegada a los cristales de las ventanas de sus dormitorios, pero sin sacar por si acaso la cabeza, qué estaría ocurriendo allí, en el exterior.