CAPITULO XI

Se había terminado la inquietud, los vagabundos estaban lejos, no volverían, sin duda. Hombres, mujeres y hasta niños llenaban la calle comentando lo sucedido, muchos de los primeros llenaron la cantina, donde el alicaído Sam comprobaba las pérdidas sufridas en su negocio, su esposa y su hija mayor, entre lamentaciones, atendían a la clientela.

Turlock montó a caballo y se volvió a su casa, pero sin pasar por la calle Principal. No deseaba ver ahora a nadie, tenía sus razones.

—Es demasiado hombre y tiene, sin duda, todo un pasado. La verdad es que más de una vez me dije que debía tenerlo, pero prefiero no saber cuál es. Un hombre, para mí, vale lo que sus hechos; y los de Lewis Turlock, desde que llegó aquí, son de oro.

Eso lo dijo Jo Adams mirándole alejarse desde la puerta de su corral. Su sobrina, extrañamente silenciosa ahora, nada dijo. Y el viejo almacenero tuvo la certeza de que era así porque ya había tenido ocasión de decir y escuchar cosas muy importantes para ella.

Turlock cabalgó aprisa hacia su casa bajo el sol de la tarde. Los vagabundos habíanse alejado en otras dirección, pero él no estaba demasiado seguro de que nunca volverían por Saucedal. Lo habría estado de no ser por el joven pistolero pelinegro. Así...

Todo era paz en el valle, bajo el sol en declive. Cuando llegó a sus campos vio a Otilio atareado perezosamente en el tomatar. Su mujer asomó con la misma pereza a la puerta de su cabaña, mirándole, con una labor en las manos. Le indicó por señas que fuese a su propia vivienda y marchó allí, dejando al caballo trabado ante la cuadra. Estaba dolorido, envarado, aún bajo los efectos de la paliza recibida, necesitaba descansar.

Cuando la mexicana entró y vio su aspecto se sobresaltó mucho.

—¡Virgen de Guadalupe! ¿Qué le pasó, señor Turlock?

—Sostuve una pelea. Ya me curó la señorita Sinclair, pero tengo algunos golpes en caderas y piernas que no le dije, tendrás que curármelos. Llama a tu marido para que te ayude.

Los dos mexicanos estaban habituados a no hacerle preguntas. Desde luego era la primera vez que el amo se les presentaba tan malparado, pero no era cosa de su incumbencia, se guardaron por tanto la curiosidad. La mujer de Otilio tenía manos diestras y suaves, conocía emplastos curativos. Después de una hora de trabajo, Turlock quedó bastante restablecido, luego pudo echarse sobre su cama a reposar. Y a pensar.

Sus temores eran ciertos. Los cinco vagabundos sólo se habían alejado un par de millas de Saucedal. Se detuvieron en la granja de Potts.

Jeremy Potts era hombre rudo, torpe y malhumorado, buen trabajador. Tenía una mujer y dos hijos, varón y hembra. El muchacho apenas contaba doce años, la muchacha acababa de cumplir los quince y no era ninguna belleza, pero tenía quince años.

Aquellos enrabietados vagabundos tropezaron con la granja de Potts porque quiso el diablo. Pit habíase forjado un plan de acción y se lo comunicó a los otros abiertamente en cuanto se alejaron del pueblo.

—Ahora esos cometierras se van a sentir muy tranquilos y confiados, creyéndonos en huida para no volver nunca más. Hasta se creerán irnos héroes. Pero nosotros vamos a darles el gran disgusto esta misma noche, cuando estén y se sientan más seguros.

—¿Quieres decir que volveremos?

—Claro que sí. Pero sobre seguro, nada de hacer estupideces. Ante todo vamos a buscar una granja lo bastante separada. Obligaremos a sus moradores a que nos den de cenar y también información abundante. Por ejemplo, quién tiene dinero y quién no, dónde pueden recibirnos a tiros y dónde será fácil entrar...

Se había alzado, de hecho, con el mando. Por el momento, Jake no estaba en condiciones de disputárselo, lo sabía. Y como tuvieran éxito en la excursión nocturna se podía despedir de su gran sueño de dirigir aquella partida. Pit era mejor con un revólver...

Así fue como los Potts viéronles llegar, como un mal nublado.

Ya no eran los viejos tiempos, cuando los vagabundos peligrosos abundaban más que las cosechas felices en Arizona; sin embargo, cinco jinetes de aquella catadura no podían tranquilizar a nadie, menos aún a gentes que vivían aisladas. Potts se encontraba trabajando en sus campos, con su hijo, cuando les vio llegar y lamentó en el acto tener en casa la escopeta. Pero ya era tarde para rectificar aquel error, producido por años de paz. Puso al mal tiempo buena cara y se dispuso a capear lo mejor posible el temporal.

No pudo. Carecía de dotes diplomáticas, y aunque las hubiera tenido, los vagabundos venían sobrecargados de malos humores, necesitaban descargar su furia ruin sobre alguien realmente indefenso y aquella familia de campesinos les venía de perlas. De entrada rodearon a caballo a los Potts, padre e hijo, y Jake trató de recuperar su domino sobre la banda, interpelando a Potts más o menos como había interpelado a Stevens horas atrás.

Potts no estaba habituado a que le trataran así, su mal carácter se encrespó y no midió prudentemente sus respuestas. Le echaron encima los caballos y lo patearon con ellos, al tiempo que reían y se excitaban unos a otros, todos menos Pit, que se encargó de dar caza al asustado niño y retenerlo, dominándolo con un rudo golpe, a cierta distancia.

La mujer y la hija de Potts estaban dentro de la casa y no vieron llegar a los vagabundos, fueron los gritos del niño y el ruido de la salvaje diversión quienes les hicieron aparecer. Aterradas, pudieron contemplar la escena. La mujer reaccionó metiéndose en la casa, cogiendo la escopeta de su marido, cargándola apresuradamente, saliendo y disparándoles a los que lo torturaban. A aquella distancia la perdigonada resultó inofensiva, pero salvó la vida a su marido, pues los vagabundos le dejaron tranquilo de momento y, sobresaltados, se encararon con ellas.

—¡Canallas, asesinos, déjenlo en paz o los mato!

Con una escopeta de caza, una mujer nerviosa. Y tenían a su hijo. Pit le contestó, apuntando a la cabeza del niño que retenía con la otra mano:

—¡Tira la escopeta, mujer, o le vuelo a tu hijo la cabeza!

La mujer no tenía opción. Desesperada, obedeció. Y los cinco vagabundos salvajes, conscientes de tener en las manos una presa fácil, inofensiva, se tomaron su tiempo. Todo su tiempo.

Ni siquiera se ocuparon de Potts, dejándolo por muerto. Lo parecía, había recibido patadas de caballo en la cara, la cabeza y todo el cuerpo, una de ellas dejóle sin sentidos. Al aterrado niño le echaron una soga al cuello y amenazando a su madre con ahorcarlo si hacía resistencia a sus atropellos.

Lew Turlock se quedó en la cama hasta que se hizo de noche. Los efectos de la paliza se le fueron pasando lentamente, aunque no del todo sí lo bastante para que pudiera levantarse a cenar. Había estado dándole vueltas a muchas cosas importantes en aquellas últimas horas y ahora tenía entre manos un problema que no sabía cómo resolver, todo por culpa de aquellos vagabundos...

Comió, parvamente, en compañía de los mexicanos, que dándose cuenta de su estado de ánimo se abstuvieron de hablarle. De hecho no sentía apetito y sí una inquietud sorda, una comezón, una premonición, como en los viejos días que ya creyó muertos y enterrados para siempre. No había terminado la cosa, iba a suceder algo, iba a ocurrir...

Tal vez fuera aquella comezón de inquietudes la que le hizo ensillar el caballo de nuevo y encaminarse al pueblo, después de cenar.

La noche era tranquila de veras, una de esas noches que son pura paz en el campo. Soplaba una brisa fresca, no fuerte, fragante, del sur. La voz de los coyotes se escuchaba por todas partes, también canto de pájaros nocturnos. Daba gusto, de veras, cabalgar sin prisas por el camino.

Pasó por delante de la granja de los Walker. Había una luz hacia la parte delantera, sin duda estaban solazándose después de la cena y antes de irse a descansar. Buena gente, sencilla y trabajadora. Como casi todo el mundo en Saucedal y en el valle de Clear Creek. Dos centenares de personas esparcidas por cien millas cuadradas de terreno, la mayoría de ellos amigos suyos. ¿Cuántos lo seguirían siendo si llegaban a descubrir su verdadera identidad?

A lo lejos, el pueblo parecía muy tranquilo también. Le faltaban tres cuartos de milla para llegar cuando oyó venir la cabalgada.

Era noche de muchas estrellas y había cerca árboles. Rápido, se echó para un sotillo cercano y se introdujo en él. Su caballo era noble, ya algo viejo, seguro. Y estaba sintiéndose como en los lejanos, odiosos tiempos...

Su corazonada, sus temores, no le engañaron. Eran ellos, los cinco vagabundos. Venían sin prisas, comentando en voz alta, entre risotadas, exultantes, su última hazaña y hablando de sus planes inmediatos.

—Iremos derechos a casa de ese Mellaart. Su buen dinero merece la pena de la visita.

—Yo creo que primero deberíamos ir al almacén, darle al viejo ese un buen repaso, para que escarmiente.

—No. Iremos primero a por Mellaart, luego al almacén. Y finalmente a la granja de Turlock, quiero ver la cara qué pone cuando le digamos que tenemos con nosotros a su amiga.

—¿Y si nos ha mentido la granjera? No sentirá por nosotros mucha simpatía, digo yo. Puede ir a avisarle a Turlock.

—¿Habiéndonos llevado a su hijo y amenazándole con matarlo si se mueve de su casa? No lo hará. Además, que ese Potts está medio muerto, echando sangre por la boca...

Todo ello entre risotadas, como si vinieran de una fiesta. En la silenciosa calma de la noche, cuanto dijeron golpeó los oídos del hombre oculto en el sotillo a pocos metros de distancia del camino. Y como el viento lo tenía él de cara...

Ahora Lew Turlock tenía un dogal ingrato en la gargarita, las sombras del pasado caían sobre él. Dejó que los vagabundos se alejaran lo suficiente, salió de su escondite y se lanzó al galope hacia la granja de los Potts. Sabía que aquel grupo de ruines criminales no iban a darse ninguna prisa, pero no podía perder mucho tiempo, tampoco.

Tardó veinte minutos escasos en recorrer al galope la distancia que le separaba de la granja de los Potts. Estaba silenciosa, pero no a oscuras. Y cuando entró en el patio escuchó una sollozante vos de niña:

—¡No se acerque o lo mato...!

—¡Soy Lewis Turlock, Connie! ¿Qué ha pasado aquí?

Lo que había pasado pudo verlo apenas puso los pies en el interior. Todo estaba patas arriba. Un hombre malherido que yacía en su lecho entre jadeos roncos, inconsciente; dos mujeres enloquecidas por el horror vivido, le dieron clara idea de lo que habían hecho aquellos vagabundos con una familia honrada, pacífica, indefensa.

Estuvo allí apenas diez minutos. Cuando salió, en sus ojos había una luz violenta, de una increíble dureza. Era y no era él.

Esta vez galopó a campo traviesa, sacándole al caballo todas sus energías a espolazos. El noble animal, sorprendido de verse así tratado, corrió como si lobos le siguieran de cerca. Llegó a su casa, se tiró al suelo de ágil salto y, mientras los sobresaltados mexicanos acudían a la puerta de su cabaña, preguntándose qué tejemaneje se traería su patrón, metióse en ella a toda prisa.

Había en su dormitorio un grande y recio arcón, con flejes de acero. Allí guardaba ropas. Debajo de las ropas, una caja de caoba bruñida con una cerradura, una caja grande. La abrió con una llave que sacó de un cajón de la mesa que tenía junto al lecho. Ni siquiera había encendido una luz, le bastaba con la de las estrellas que entraba por la ventana abierta.

Aquella caja contenía un cinto de balas de cuero rojo, con hebilla de plata vieja, una pistolera del mismo material y, en ella, un magnífico «Colt» de doble acción y cañón largo, un arma que ya no se usaba mucho, pero que en manos de un buen tirador era de una efectividad total.

Las manos de Lew Turlock tomaron aquel cinto de balas y se lo ciñeron con movimientos maquinales. Eran manos engarfiadas, seguras. Saliendo del dormitorio a la habitación grande encendió el quinqué, fue al armario, lo abrió en la parte de las armas largas, sacó un excelente rifle de repetición y también una caja de cartuchos. Aquellos proyectiles igual valían para el rifle que para el revólver; proyectiles blindados, por cierto, no de plomo. Volcándoselos sobre la mano izquierda comenzó a rellenar los vacíos compartimientos del cinto. Al terminar, abrió otra caja. Veinticuatro balas, doce a cada lado.

Entonces sacó el revólver de su funda y lo examinó atentamente. Un arma pavonada, con cachas de ébano. En el largo cañón, alineadas, veintiséis estrellitas de oro, pequeñas pero limpias y brillantes. Un trabajo de artesanía.

Sólo había existido un hombre en la frontera, en el Oeste, que hizo incrustar una estrellita de oro sobre el cañón de su revólver cada vez que mataba, en duelo al gran estilo, a un pistolero. Aquel hombre desdeñaba conceder una estrella a los demás que abatía a balazos...