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La batalla de Tenno-ji

Ningún entrenamiento podría haber preparado a los jóvenes samuráis para el caos de la guerra. Miles y miles de samuráis ocupaban la llanura, los dos bandos chocaban como olas monstruosas en un océano revuelto. Todos los samuráis llevaban a la espalda un sashimono distintivo. Los pequeños estandartes rectangulares, pintados con el mon de sus daimyo, se agitaban con los efectos de cada ataque. Los sonidos de la batalla asaltaron los oídos de los estudiantes. Explosiones de cañones, el chasquido del fuego de los arcabuces, el entrechocar de las espadas y los gritos y alaridos de los samuráis llenaban el aire. El ataque de doscientos mil soldados enemigos decididos a luchar a muerte heló hasta los huesos a los jóvenes samuráis.

Su unidad se encontraba en retaguardia, ante la llanura. Eran parte de la fuerza de reserva, esperando la orden de unirse a la lucha. A su izquierda, en una colina lejana, el general principal de Satoshi daba órdenes, dirigiendo el movimiento de todas sus tropas. Las instrucciones eran transmitidas a los otros generales a través de una combinación de señales con banderas nirobi, atronadores mensajes con cuernos y tambores taiko, y corredores que llevaban el distintivo sashimono dorado de los mensajeros.

Y sin embargo, no se habían convocado a las reservas.

La espera fue lo más duro. La adrenalina que se había apoderado de ellos al salir del castillo se había consumido, dejando solo el sordo latido del miedo constante. Cada estudiante se sentía nervioso, atrapado entre la determinación de luchar y la urgencia de huir.

—¿Estamos ganando? —preguntó Yori, tratando de echar un vistazo entre Jack y Taro.

—La batalla apenas ha comenzado —respondió Taro.

—Pero ¿cómo vamos? No puedo ver nada con este estúpido casco.

—Quítatelo —sugirió Akiko, ayudándole a desatar la correa alrededor de su barbilla—. Va a hacerte más mal que bien. Yori miró atemorizado el cielo gris.

—¿Y si me alcanza una flecha?

—Estamos detrás del sensei Kyuzo. ¡Él la cogerá por ti! —bromeó Yamato.

Una risa nerviosa estalló en las filas de los jóvenes samuráis.

—Permaneced concentrados —gruñó el sensei Kyuzo, recorriendo las filas.

Taro escrutó la llanura, y comunicó a los demás los progresos de la batalla.

—Es demasiado pronto para decir quién tiene la ventaja. Pero una división de nuestras tropas está atacando el centro de la línea frontal enemiga. ¿Veis los sashimono de franjas blancas y negras? Están intentando abrirse paso hasta la guardia personal del daimyo Kamakura.

—¿Por qué demonios intentan una cosa así? —dijo Yamato—. Ahí es donde su ejército está más concentrado.

—Creo que es una distracción. Para arrastrar a sus fuerzas hacia dentro. ¡Mirad! A la izquierda hay un gran movimiento de tropas nuestras. Creo que Satoshi planea golpear desde la retaguardia las filas de Kamakura.

—Entonces… ¿el enemigo va perdiendo? —preguntó Yori, esperanzado.

—No, oponen una fuerte resistencia. Los cañones y arcabuces de Kamakura están masacrando nuestro flanco derecho.

Jack pudo ver que una oleada tras otra de sus ashigaru atacaban al enemigo, pero cada avance era diezmado por una andanada de disparos. El daimyo Kamakura había entrenado a sus tropas para disparar en filas coordinadas, asegurando que al menos una fila disparara mientras la otra recargaba. Detrás de los artilleros, una inmensa división de samuráis esperaba para lanzar un contraataque.

—Podrían abrirse paso en cualquier momento —dijo Taro. La sonrisa optimista desapareció del rostro de Yori.

La fina lluvia del amanecer regresó y empezó a caer con intensidad a medida que avanzaba la mañana. A mediodía, se había convertido en un aguacero torrencial. Los sonidos de la batalla se perdieron en el diluvio, y el fuego de los cañones y arcabuces se apagó. La llanura se convirtió en un lodazal de barro y sangre que frenaba el avance de ambos ejércitos. Los samuráis no solo tenían que combatir al enemigo, sino también al terreno que chupaba sus pies y los desequilibraba. Mientras tanto, las tropas de reserva, caladas hasta los huesos y temblando de frío, perdían lentamente sus ganas de luchar.

—¿Hemos vencido ya? —preguntó Yori, tirando de la manga de la armadura de Taro.

—No —replicó Taro, irritado—. Deja de incordiarme.

—¿Entonces por qué ha dejado de disparar el enemigo?

—Tiene razón —dijo Yamato, su visión de la llanura oscurecida por la lluvia y el humo—. ¿Se han rendido?

—No lo parece —contestó Taro, señalando un contingente del ejército del daimyo Kamakura que luchaba con uñas y dientes contra los samuráis de Satoshi—. Aunque ya no disparan a nuestro flanco derecho.

Jack hizo una mueca. El motivo le quedó claro por su experiencia de cargar el cañón a bordo del Alejandría.

—¡La pólvora no prende bien!

—¡Por supuesto! Eso debería darnos ventaja —dijo Taro, dándose con satisfacción un puñetazo contra el peto—. ¡Mirad! Nuestras tropas empiezan a abrirse paso por la línea frontal enemiga.

Jack vio que un batallón de asalto se enfrentaba al ejército personal del daimyo Kamakura. Una formación en diamante de sashimonos blancos y negros se internaba en un mar de banderas azules y amarillas de Kamakura. Pronto tendrían a su alcance a los guardaespaldas del propio Kamakura.

—¡Podríamos vencer! —murmuró Taro, incrédulo.