20
Kiaijutsu
—¿Cuál es vuestro verdadero rostro, el que teníais antes incluso de que nacieran vuestro padre y vuestra madre? —preguntó el sensei Yamada, retorciendo su hirsuta barba gris entre sus huesudos dedos.
Sentado ante la gran estatua de bronce del Buda en el Butsuden, el anciano monje reposaba en su cojín zabuton como un sapo amistoso. Sonrió con picardía, disfrutando de las expresiones de asombro de sus estudiantes.
—Mokuso —instruyó, encendiendo una varita de incienso.
El olor a jazmín flotó en el aire mientras la clase se disponía a hacer su meditación del día. Sentados en la postura del loto, calmaron su respiración y dejaron que sus mentes contemplaran el koan del sensei Yamada.
La Sala de Buda quedó en silencio mientras reflexionaban.
Jack se agitó incómodo en su cojín, magullado tras sus lecciones de equitación. Nunca le habían parecido fáciles las adivinanzas Zen del maestro, pero esta parecía la más desconcertante de todas. Lo triste era que Jack ya tenía problemas para recordar cómo eran los rostros de sus padres. Cada día que pasaba perdía otro detalle, y su memoria de ellos se desvanecía como la arena con la llegada de la marea.
¿Cómo demonios iba a saber cómo era su verdadero rostro?
Jack se puso a pensar en Jess. La última vez que vio a su hermana, acababa de cumplir cinco años. Bendecida con rizos de cabello rubio y con los mismos ojos celestes que Jack, era una niña bonita, más mariposa de verano que rosa inglesa. Jack se preguntó qué aspecto tendría ahora su hermana. Después de cuatro años fuera de casa, no sería tan pequeña. Y cuando Jack finalmente regresara a Inglaterra, después de otros dos años en el mar, ¿la reconocería siquiera? Jess tendría diez años, camino de los once. Una niña mayor. Jack solo podía imaginar lo diferente que parecería. Pero claro, él tendría que parecer completamente transformado. ¡Qué espectáculo tan extraño sería en Londres, un muchacho inglés vestido de guerrero samurái!
—¡Mokuso yame! —anunció el sensei Yamada cuando la última ceniza cayó de la barra de incienso. Tras colocarse las manos sobre el regazo, esperó una respuesta a su koan.
Todos los estudiantes permanecieron sentados, mudos.
—¿Desea alguien hacer una sugerencia? —preguntó el sensei Yamada—. ¿Kiku-chan?
Kiku negó con la cabeza.
—¿Emi-chan, tal vez?
La hija del daimyo inclinó la cabeza, a modo de disculpa.
—¿Y tú, Takuan-kun? Es una buena oportunidad para que hagas tu primera contribución a mi clase.
Jack miró por encima del hombro a Takuan, que estaba sentado entre Emi y Akiko Todas las chicas de la clase lo miraban y prestaban atención, expectantes. Por una vez, Takuan no pareció cómodo con tanta atención.
Tras una larga pausa, finalmente respondió:
Una copa vacía espera:
llena hasta el borde de ideas,
demasiado llena para beberla.
Hubo algunos aplausos respetuosos ante la respuesta de Takuan, aunque a muchos les hizo gracia que hubiera respondido al koan con un haiku.
—Es una forma muy imaginativa de decir que no lo sabes —rio el sensei Yamada—. Pero buscaba una respuesta de verdad.
Las chicas dejaron escapar un suspiro de decepción. Jack le ofreció a Takuan un gesto de conmiseración. Desde que charló con Yori, ya no se sentía amenazado por Takuan. Aunque seguía molestándole cada vez que Takuan le preguntaba por Akiko, el muchacho le había ayudado con la equitación. En el último mes, Jack había aprendido a ir a medio galope y pronto, prometió Takuan, estaría galopando. No es que eso causara la menor impresión en su maestra de kyujutsu, que seguía insistiendo en que se entrenara en el caballo de madera, para su continua frustración y vergüenza.
—¿No tiene nadie una respuesta? —preguntó el sensei Yamada, mirando alrededor, esperanzado.
Como le respondió el silencio, el maestro de Zen se volvió hacia Yori.
—Yori-kun, ¿qué piensas tú?
—¿Y eso qué importa? —replicó Yori, de mal humor.
Los ojos del sensei Yamada casi desaparecieron dentro de su cabeza cuando su rostro se arrugó completamente asombrado. El monje no se esperaba que su estudiante más prometedor respondiera con tanta descortesía. Tampoco el resto de la clase, que miraba anonadado a Yori por su actitud.
—¡Vamos a ir a la guerra! ¿Qué sentido tiene responder a un koan, o componer un haiku? —continuó Yori, tirando furioso de las mangas de su kimono—. ¿No deberíamos estar aprendiendo a luchar?
El sensei Yamada inspiró lenta y largamente y unió las manos bajo su barbilla. La clase esperó ansiosa su respuesta.
—Aprecio tus preocupaciones, Yori-kun —dijo, dirigiendo a Yori una mirada de acero—, pero me sorprende que seas tú, de todos mis estudiantes, quien cuestione el propósito de mis clases.
Yori se sintió culpable, tragó saliva y pareció a punto de echarse a llorar.
—Dejemos clara la importancia crucial de estas lecciones. —El tono del maestro de Zen era medido pero severo, como un golpe en los nudillos—. La Niten Ichi Ryū no entrena a matones ignorantes. Estás siguiendo el Camino del Guerrero y eso implica dominar todas las artes. No eres un mercenario.
No eres un ashigaru atontado. Eres samurái. ¡Ahora actúa como tal!
Yori inclinó avergonzado la cabeza, terminada su pequeña rebelión. El sensei Yamada volvió su atención al resto de la clase.
—Esto va para toda la clase. ¡Una nación que crea una diferencia demasiado grande entre sus sabios y sus guerreros acabará con su pensamiento realizado por los cobardes y su lucha librada por los idiotas!
El maestro de Zen se levantó y se dirigió a un gran cuenco. Hecho de bronce pulido, el cuenco estaba colocado sobre un pie ornamental lacado de rojo y con un cojín. Cuando se golpeaba, el cuenco resonaba como un gong celestial, su resonancia pura y rica. Jack había oído sus tonos armoniosos durante las celebraciones Ganjitsu del Año Nuevo.
—¿Tal vez necesitáis una demostración más práctica de las artes espirituales esotéricas? —dijo el sensei Yamada, golpeando el cuenco con un gran palo de madera. Resonó alto y claro, haciendo eco una y otra vez por toda la Sala de Buda—. Tal vez es hora de que os enseñe kiaijutsu.
De repente todos los estudiantes empezaron a murmurar. Jack miró alrededor, preguntándose qué ocurría.
Saburo se inclinó hacia delante y susurró, entusiasmado:
—¡Es el arte secreto de los sohei!
Los sohei, como Jack sabía, eran los legendarios monjes guerreros del Templo Enryakuji. Se rumoreaba que usando el ki, su energía espiritual, podían derrotar a sus enemigos sin desenvainar siquiera sus espadas. Los sohei se convirtieron en la secta budista más poderosa de Japón, hasta que cuarenta años antes el general samurái Nobunaga reunió un ejército enorme y los destruyó. Se creía que ningún monje guerrero sobrevivió al ataque. Jack, sin embargo, había descubierto que el sensei Yamada fue uno de los sohei. Pero solo él, Akiko y Saburo lo sabían. Hasta ahora.
Cuando el resonar del cuenco cantarín se desvaneció, también lo hicieron los murmullos de los alumnos. El sensei Yamada pareció complacido de tener toda su atención.
—¿Qué propósito tiene el kiai en un combate? —le preguntó a la clase.
Varias manos se alzaron, todas ansiosas por responder.
—Es un grito que asusta a tu oponente —dijo Kazuki.
—Un grito de batalla que ayuda a concentrarte y refuerza tu ataque —sugirió Yamato.
—El grito confunde al enemigo —farfulló Saburo.
El sensei Yamada señaló a Akiko, que esperaba pacientemente para dar su respuesta.
—Te ayuda a superar tu miedo.
El sensei Yamada asintió, haciendo bajar las manos de todos los demás estudiantes.
—Sí, es todo eso. Pero lo que estáis describiendo es simplemente un grito: un kakegoe. Un kiai es algo más profundo. Es la proyección del espíritu de lucha en la voz.
Toda la clase pareció divertida.
—¿Cómo se hace? —preguntó Saburo ansiosamente. Jack sonrió para sí. Nunca antes había visto a su amigo tan animado durante una de las clases del sensei Yamada.
—En esencia, canalizas la energía interna, el ki, a través de un grito de batalla, y golpeas la energía espiritual de tu enemigo. Cuando se domina, el kiaijutsu puede ser un arma tan devastadora como una katana.
Aunque nadie se atrevería a poner en duda al sensei Yamada, hubo muchas expresiones de incredulidad y unas cuantas muecas de ironía.
—¿No me creéis? —preguntó el sensei, con un brillo malicioso en los ojos.
Tras dirigirse al otro extremo de la sala, el anciano monje se volvió hacia el cuenco cantarín e inspiró profundamente como si se preparara para meditar. Sin ninguna otra advertencia, un grito emergió de él. Fue tan potente e inesperado, que varios estudiantes chillaron.
Al otro lado de la sala, el cuenco resonó como golpeado por una maza.
La clase se quedó en silencio, aturdida.
—Los sohei desarrollaron mantras secretos para los kiai más peligrosos —explicó el sensei Yamada—. Os enseñaré esas palabras de poder, pero nunca deben ser utilizadas excepto en batalla. Con un kiai, atacaréis directamente al espíritu de vuestro oponente y a su voluntad de luchar. El grito literalmente lo empujará a la derrota.
Por experiencia personal, Jack sabía que el sensei Yamada era capaz de realizar hazañas de artes marciales increíbles. Después de todo, fue el maestro de Zen quien le enseñó la devastadora patada de mariposa. Pero para el pensamiento occidental de Jack, esto era otra cosa. Una habilidad increíble.
—Sensei —dijo Jack, levantando la mano—, una persona es completamente diferente de una campana. ¿Cómo puede defenderte un kiai si te atacan con una espada?
—¿Quizá necesitas algo más para convencerte? —dijo el sensei Yamada, sonriendo juguetón—. Atácame con tu bokken.
Vacilante, Jack se puso en pie y se aproximó al maestro de Zen. Lamentó ahora haber expresado dudas por los poderes de su maestro. Al mirar al monje a los ojos, pudo ver en él el espíritu de los sohei.
—Pero ¿no dijiste que un kiai solo debería utilizarse en combate?
—Sí, lo dije, pero no te preocupes. He hecho esto muchas veces antes. No te mataré.
—¡Lástima! —murmuró Kazuki entre dientes.
Jack ignoró el comentario, demasiado nervioso por lo que pudiera hacerle el sensei Yamada.
—El primer kiai que se os enseñará es «¡YAH!» —instruyó el sensei Yamada mientras Jack desenvainaba su espada y se disponía a atacar—. Esta palabra de poder representa el sonido y la fuerza de una flecha al ser disparada. Con este kiai, se penetra en el espíritu del oponente como una flecha.
Le indicó a Jack que comenzara.
—No te contengas. —Jack atacó al sensei.
—¡YAH!
Por un momento Jack golpeó con su bokken. Al siguiente, voló hacia atrás, vaciado todo el poder de su ataque.
Jack aterrizó en el suelo del templo, aturdido. Era como si alguien le hubiera dado un golpe en el estómago. Sentía el cuerpo tenso y le costaba trabajo respirar. Recordó cuando Ojo de Dragón ejecutó contra él el Dim Mak, bloqueando y destruyendo su ki. Aquella Caricia de la Muerte había estado a punto de matarlo.
—La sensación de constricción pasará —dijo el sensei Yamada, advirtiendo la inquietud de Jack—. Me contuve y no usé un kiai completo.
—Ha sido impresionante —dijo Kazuki—. ¿Puedes repetirlo?
—¡No! El riesgo de heridas internas es demasiado grande —explicó el sensei Yamada—. Una sola demostración está bien, pero dos ataques como ese podrían matar.
Ayudó a Jack a ponerse en pie.
—Ahora quiero que todos intentéis este kiai.
Una mezcla de emoción y preocupación consumió a la clase.
—No os preocupéis —dijo el sensei, levantando la mano—. En estas lecciones, solo practicaréis con el cuenco cantarín.
Gruñidos de decepción emanaron de Kazuki y su banda.
—Recordad, esta es una habilidad para emplearla en batalla, contra vuestro enemigo. Ahora poneos en fila, para que cada uno tenga su oportunidad.
Los estudiantes formaron ordenadamente. El primero en la fila fue Saburo. El sensei Yamada lo colocó a un paso del cuenco.
—Para realizar este kiai, debes actuar como un arco y una flecha. Inhala y expulsa tu ki en el hara —explicó, indicando la zona justo bajo el estómago de Saburo—. Esta acción es como la del arquero cuando tensa el arco. Luego exhala, tensando el estómago y dejando escapar un «¡YAH!». Eso debe ser como disparar la flecha.
Saburo gritó con toda la fuerza de sus pulmones, y la cara se le puso rojo brillante por el esfuerzo.
—¡YAAAAH!
El cuenco permaneció testarudamente silencioso.
—Muy bien, Saburo-kun, lleno de intención —alabó el sensei Yamada—, pero debes asegurarte de que el sonido no salga forzado de la garganta. El kiai debe salir del hara y de esa forma contendrá tu ki.
Saburo asintió ansioso y corrió al fondo de la cola para intentarlo de nuevo.
—A medida que vuestra habilidad vaya aumentando, podréis hacer que el cuenco cante. Con la práctica, seguiréis avanzando y podréis derrotar al enemigo a distancia.
El resto de la tarde se llenó de una cacofonía de alaridos, chillidos y gritos de batalla. Cuando le tocó el turno a Jack, gritó tan fuerte como pudo. Pero al igual que con los intentos de todos los demás, el cuenco cantarín permaneció inamovible.
A continuación, Yori se colocó en posición.
Jack vio cómo su amigo inspiraba profundamente… y soltaba un chillidito.
Toda la clase estalló en risas ante el patético grito que produjo. Ni siquiera el sensei Yamada pudo dejar de sonreír.
Yori no supo dónde mirar. Encogido de vergüenza, pareció reducirse de tamaño. Como un ratón asustado, salió corriendo por las puertas de la Sala de Buda.