6
El jardín de Uekiya
Jack acarició la flecha clavada en el sakura.
Sus dedos rozaron las plumas y la sensación le provocó un escalofrío que le corrió por el cuerpo a pesar del pegajoso calor del verano. No podía creer que todavía estuviera aquí, perforando la corteza del cerezo como una aguja en un ojo. Su objetivo fue Ojo de Dragón, pero había escapado, como siempre.
—Masamoto-sama me ordenó que no la quitara.
Jack se dio media vuelta y se sorprendió al descubrir a Ueki-ya, el viejo jardinero, atendiendo un rosal inmaculado. El arrugado anciano parecía un árbol viejo. Era tan parte del jardín como de los buenos recuerdos que Jack tenía de Toba, el pequeño puerto al que llegó por primera vez en Japón.
Aunque el motivo para el regreso no era honorable, la bienvenida de la madre de Akiko, Hiroko, había sido cálida y reflejó el cariño que le había ofrecido a Jack durante sus primeros seis meses en Japón. Después de su preocupante encuentro con la bruja ciega, Jack, Akiko y Yamato se habían marchado a toda prisa de Shindo para realizar el último tramo de su viaje hasta Toba. El camino fue lento debido a la herida de Kuma-san y el sofocante calor lo hizo aún más arduo. A su llegada, Hiroko les proporcionó los refrescos necesarios y ordenó que llenaran el baño para que pudieran lavarse la suciedad del viaje. Mientras Yamato ocupaba el primer ofuro y Akiko se ponía al día con las noticias de su madre, Jack buscó la sombra fresca del jardín.
El anciano le mostró una sonrisa dentuda, obviamente complacido por ver a Jack en su jardín una vez más.
—¿Dio Masamoto-sama algún motivo para dejar aquí la flecha? —preguntó Jack, soltando el astil.
—Para recordarnos que nunca hay que bajar la guardia. La sonrisa de Uekiya se desvaneció mientras cortaba amablemente una flor roja sangre del arbusto y se la ofrecía a Jack.
—Planté este rosal para que me recordara a Chiro.
Jack no pudo seguir mirando al jardinero a la cara. Recordó la noche en que Ojo de Dragón intentó robarle por primera vez el cuaderno de ruta. El ataque hizo que la doncella de Hiroko, Chiro, acabara muerta y que el guardia samurái, Taka-san, resultara seriamente herido. Para Jack supuso un gran alivio al regresar a Toba ver que Taka-san estaba en la puerta, plenamente recuperado, la única indicación de su herida una fea cicatriz que le cruzaba el vientre y que mostraba con cierto orgullo. Pero la culpa por la muerte de Chiro aún permanecía.
—Bienvenido a casa, Jack-kun —añadió Uekiya, y la sonrisa regresó a su rostro mientras continuaba podando el rosal.
—Gracias —respondió Jack, sentándose a la fresca sombra del árbol sakura—. Después de tanto tiempo en Kioto, es casi como volver a casa. Había olvidado lo hermoso que es tu jardín.
—¿Cómo es posible? —dijo el anciano—. Llevas contigo una pieza del jardín desde que te marchaste.
—¿Quieres decir mi bonsái? —preguntó Jack, refiriéndose al diminuto cerezo que el jardinero le había regalado el día en que se marchó a la escuela de samuráis.
—Naturalmente, es un injerto del mismo árbol bajo el que estás sentado. No está muerto, ¿verdad?
—No —dijo Jack rápidamente—, pero sí necesita un poco de atención después del largo viaje.
Como no tenía ni idea de cuánto tiempo permanecería en Toba, había traído el arbolito consigo en su caja original, junto con todas sus otras posesiones.
—Déjame a mí —dijo Uekiya, soltando su cuchillo de podar—. Los bonsáis son muy difíciles de cultivar. La verdad sea dicha, no esperaba volver a verlo vivo. Tal vez tengas un pequeño japonés en tu interior, después de todo.
Con una sonrisa triste en su rostro arrugado, el anciano jardinero inclinó la cabeza y cruzó el puentecito de madera que cruzaba un estanque salpicado de lirios acuáticos de color rosa. Se dirigió a la casa por el sendero de piedras, dejando a Jack solo con sus pensamientos.
Jack había pasado muchas horas felices bajo el sakura. Al principio, recuperándose del brazo que se había roto al escapar del ataque ninja al Alejandría; luego, para estudiar el cuaderno de ruta de su padre; y, lo mejor de todo, para que Akiko le enseñara el idioma y las costumbres. Sentarse aquí ahora era como encontrar de nuevo un santuario.
Pero no era como regresar a casa.
Inglaterra era su hogar. Aunque después de casi cuatro años, dos de ellos en el mar, se había convertido en un recuerdo lejano. Las únicas cosas que lo unían a su tierra natal eran su corazón, su hermana pequeña Jess, el cuaderno de ruta de su padre, ahora robado, y un trozo de papel que había encontrado dentro.
Jack abrió la cajita inro que llevaba sujeto a su obi y con cuidado sacó el frágil papel. Era un dibujo que Jess le había dado a su padre antes de que zarparan hacia Japón. Como se había convertido en costumbre, sus dedos acariciaron el contorno de su padre, su hermana con su vestido de verano que le daba la mano a él, delgado como un palillo, y por fin su madre con sus alas de ángel. Tras secarse una lágrima de los ojos, Jack dijo una pequeña oración por Jess, que solo tenía una vieja vecina enferma en quien confiar. Jack tenía que regresar a Inglaterra, por ella.
Sin embargo, estaba atrapado por las circunstancias. Su tutor Masamoto se consideraba responsable del cuidado de Jack hasta que tuviera dieciséis años y fuera considerado mayor de edad. Además, cualquier viaje al puerto meridional de Nagasaki, donde atracaban los barcos mercantes extranjeros, estaba cuajado de peligros ahora que el daimyo Kamakura, señor de la provincia de Edo, había empezado a levantar a la población contra los cristianos y extranjeros.
Para remate, Jack tenía que enfrentarse con la constante amenaza que suponía recuperar el cuaderno de ruta de su padre de las garras de Ojo de Dragón. No podía marcharse de Japón sin el cuaderno. Era suyo por derecho, y la clave de su futuro. Tenía que recuperar el diario antes de que desentrañaran el código. Ahora el cazador se había convertido en presa. Era él quien tenía que encontrar a Ojo de Dragón.
Pero la madre ciega de Dokugan Ryu se rio ante la idea de que Jack encontrara a su hijo ninja. Ojo de Dragón era como el viento, dijo, y se movía con las estaciones, sin asentarse dos veces en el mismo sitio. A pesar de que le ofrecieron más monedas, la bruja se negó a revelar su paradero. Yamato, de todas formas, dudaba de que lo conociera. Creía que se estaba inventando toda la historia y que malgastarían el dinero en mentiras sin valor.
Bonito dibujo —comentó Yamato, rodeando el tronco del sakura, recién salido de su baño—. ¿Es el que Akiko rescató del árbol?
—Sí, lo es —murmuró Jack, sobresaltado por la súbita aparición de su amigo.
Estaba tan sumido en sus pensamientos que no había advertido que Yamato se acercaba. Jack dobló con cuidado el papel y volvió a guardarlo en su inro. Tenía mucho más cuidado con él desde que Kazuki, su archirrival en la escuela, le había arrebatado el dibujo de las manos y lo lanzó a las ramas superiores de un arce. Por fortuna, Akiko lo recuperó para él, con una sorprendente muestra de agilidad.
—He estado pensando que deberíamos continuar con nuestro entrenamiento, por si mi padre decide permitirnos regresar a la escuela —sugirió Yamato.
Jack alzó la cabeza, sorprendido. Estaba claro que el baño no solo había limpiado el cuerpo de su amigo, sino también su mente. Era la idea más positiva que Yamato murmuraba desde hacía tiempo. Jack sabía que su amigo temía a su padre. Desde la muerte de su hijo mayor, Tenno, Masamoto era un hombre difícil de complacer, y Yamato estaba desesperado por conseguir su aprobación.
Tal vez había alguna esperanza para que Yamato y Akiko regresaran a la Niten Ichi Ryū, pero Jack dudaba de que a él le permitieran volver.
—Será como en los viejos tiempos. ¿Te acuerdas de cómo solíamos entrenarnos con nuestros bokken allí mismo? —dijo Yamato alegremente, indicando un pelado terreno de entrenamiento situado detrás de la casa.
Jack asintió.
—¡Y él solía darte una paliza! —exclamó una vocecita. Jack se volvió y vio a un niño pequeño que cruzaba a la carrera el puente de madera.
—¡Jiro! —exclamó Jack cuando el niño se echó en sus brazos.
Aparte de Akiko, Jiro, su hermano, fue el único compañero de Jack en aquellos primeros meses tras su llegada. Entonces Yamato y él no eran amigos. Jiro tenía razón. Sus sesiones de entrenamiento habían sido más bien una excusa para qué Yamato le diera una paliza. Sin embargo, la dura instrucción de Yamato había ayudado a Jack a aprender los rudimentos de la lucha con espada y esto había llevado a Masamoto a invitarlo a entrenarse en la Niten Ichi Ryū, la Escuela de los Dos Cielos.
—Has crecido —observó Jack, midiendo al sonriente chiquillo de ojos marrones.
—¡Ya soy lo bastante grande para empuñar una espada! —respondió Jiro orgullosamente.
—¿Ah, sí? —dijo Jack, alzando las cejas y mirando a Yamato—. Crees que eres lo bastante mayor para desafiarme, ¿no?
—Ningún problema —dijo Jiro, los brazos en jarras.
—¡Un duelo! —exclamó Yamato, fingiendo horror—. No tienes escapatoria, Jack. Yo seré el juez. Jiro, trae tu bokken.
Entusiasmado ante la perspectiva, Jiro corrió a recoger su espada de madera. Jack recordó su propio nerviosismo cuando se entrenó por primera vez en el Camino del Guerrero. Pero la oportunidad de convertirse en samurái había sido más que puro nerviosismo. Le había dado esperanza. Pues con esas capacidades guerreras a su alcance, Jack tenía una posibilidad de sobrevivir. Tal vez incluso de derrotar a Ojo de Dragón.
—Yamato —preguntó, mientras esperaban a que regresara Jiro—, ¿por qué estabas tan convencido de que la anciana del Templo del Dragón nos mentía? ¿No es posible que Hattori Tatsuo pudiera haber sobrevivido para convertirse en Dokugan Ryu?
Yamato puso los ojos en blanco, claramente exasperado porque Jack aún continuara insistiendo en el tema después de tres días.
—Esa bruja estaba loca. Te estaba gastando una broma de mal gusto. Tatsuo murió en la guerra de Nakasendo hace diez años.
—¿Cómo lo sabes con certeza?
Lo sé porque mi padre era entonces el guardaespaldas personal del daimyo Takatomi. Vio decapitar a Tatsuo con sus propios ojos.
Jack guardó silencio, momentáneamente aturdido. Pero antes de que pudiera preguntar nada más Jiro salió corriendo de la casa, empuñando su bokken y luchando contra un enemigo invisible mientras cruzaba el jardín. Jack no podía creer que la anciana se lo hubiera inventado todo, pero tal vez estaba tan convencida en su relato como Jiro en las batallas a sus ninjas imaginarios.