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Poesía amorosa

—¿Habéis oído la noticia? —preguntó Saburo al día siguiente, mientras cruzaba el patio corriendo.

Jack, Yamato y los demás se dirigían a la Sala del Halcón para la clase de haiku. Se detuvieron mientras Saburo recuperaba el aliento.

—¡Anoche alguien le prendió fuego a la iglesia católica que está junto al palacio imperial!

—La guerra ha empezado, entonces —dijo Kiku, y su rostro palideció un poco.

—No, fue un ataque aislado. Los senseis piensan que fue un ronin vagabundo que lo hizo camino de Edo. He oído que el daimyo Takatomi está furioso.

—¿Ha habido algún herido? —preguntó Jack, vacilante. Saburo asintió solemne con la cabeza.

—Un sacerdote quedó atrapado en el interior.

Todos guardaron silencio. Jack sintió que la soga del daimyo Kamakura se tensaba un poco más. Parecía que cada semana había otra nueva noticia de un extranjero o un sacerdote perseguido, pero este era el primer ataque religioso que sucedía en Kioto.

—¿Y qué hay del ronin? —preguntó Yamato.

—Nadie lo sabe. Pero parece que la carretera de Tokaido, al norte de Edo, está llena de samuráis y ashigaru que responden a la llamada a las armas.

—¿De dónde salen? —dijo Kiku—. El ejército de Kamakura va a ser imparable.

—No olvides que los otros cuatro regentes del Consejo tienen todos ejércitos propios —contestó Akiko, tratando de calmar a su amiga—. Juntos, superarán fácilmente en número a las fuerzas de Kamakura.

Jack estaba a punto de hacer otra pregunta cuando vio a Yori salir de la Sala de Buda.

—¿Dónde te habías metido? —exclamó.

Todos corrieron hacia Yori, que se desplomó en las escalinatas del Butsuden, con un pequeño cuenco de latón en el regazo. Los miró y ofreció una sonrisa agotada pero libre de preocupaciones.

Saburo se desplomó junto a Yori.

—Ayer te perdiste una lección de taijutsu sorprendente. ¡El sensei Kyuzo capturó una flecha con la mano! —dijo, agarrando en el aire una flecha imaginaria.

Yori alzó una ceja cautelosa al captar el entusiasmo de su amigo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Akiko, arrodillándose delante de él—. Nos tenías preocupados desde que te fuiste de la clase del sensei Yamada.

—Le he pedido disculpas al sensei —respondió Yori en voz baja.

—¿Durante un día? —Kiku intercambió una mirada de preocupación con Akiko.

—El sensei Yamada ha tenido unas cuantas palabras conmigo. Un puñado, en realidad. Luego me hizo pulir el Buda de bronce para que tuviera tiempo de pensar en lo que dije.

—¡Pero si esa estatua es enorme! —dijo Jack, inspeccionando las diminutas manos de Yori, llenas de mugre—. Es injusto. Tan solo te marchaste de su clase.

—No, me mostré enormemente irrespetuoso —le recordó Yori—. El sensei Yamada hizo bien en castigarme. Además, me siento mejor ahora que me ha explicado las cosas.

—¿Qué te ha dicho, entonces? —preguntó Yamato.

—El sensei Yamada dijo que, como samuráis, debemos dedicarnos con igual pasión a la lucha y a las artes creativas. Es nuestro deber asegurar que tenemos una paz por la que merece la pena luchar.

Yori alzó el pequeño cuenco de latón y el cojín que tenía sobre el regazo.

—También me ha dado este cuenco cantarín para que practique. El kiaijutsu no trata de lo fuerte que es el grito, sino de lo concentrado que está el ki —explicó Yori, los ojos chispeando de determinación—. El sensei Yamada dijo que incluso la brisa más pequeña puede crear olas en el océano más grande.

La sensei Nakamura le devolvió a Jack su intento de haiku. Le dirigió una única y abatida sacudida de cabeza que hizo temblar su cabellera de pelo blanco como la nieve.

—Insistes en meter tu opinión en el poema —dijo, con tono frío como la tumba—. Mar «furioso». «Hermosa» flor. ¿Cuántas veces te he dicho que no uses palabras que impongan tu respuesta personal al momento que estás describiendo? El lector de tu haiku puede no tener tu misma reacción.

Hai, sensei —respondió Jack con un suspiro cansado. Seguía sin comprender. Creía que la poesía era cosa de amor, emoción y pasión. Por eso aquel dramaturgo William Shakespeare era tan popular en Inglaterra. «¿Habré de compararte a un día de verano? Eres más hermosa…», o algo por el estilo. Los japoneses, por otro lado, parecían tan apartados de sus emociones que ni siquiera se les permitía expresarlas en un poema.

La sensei Nakamura pasó a Yori. Con expresión agria, estudió su página.

—Buen intento. Muestras promesa —empezó a decir.

Yori sonrió esperanzado. Las alabanzas, sin embargo, fueron breves.

—Pero debes evitar decir dos veces lo mismo en tu haiku. Aquí empiezas con «frío» amanecer y luego sigues con brisa «helada». No está bien. Has desperdiciado una palabra y no le has dicho más al lector sobre tu tema. Inténtalo de nuevo.

Abatido, Yori recuperó el haiku y empezó a reescribirlo.

La sensei Nakamura caminó entre los estudiantes, reprendiéndolos por sus diversos errores y muy ocasionalmente ofreciendo débiles alabanzas.

—Kazuki-kun, recita tu haiku a la clase. Me gustaría elogiarlo.

De pie, papel en mano, Kazuki leyó orgullosamente en voz alta.

Coge un par de alas
de una libélula, harías
una pimentera.

Hubo una generosa salva de aplausos, pero la sensei Nakamura los cortó en seco con una expresión severa.

—He dicho que me gustaría elogiarlo. Pero esto no es el espíritu del haiku. El niño ha matado a la libélula. Para componer un haiku, debes darle vida. Deberías decir:

Añade un par de alas
a una pimentera, tendrías
una libélula.

Un zumbido colectivo de comprensión llenó la sala mientras Kazuki se sentaba, su momento de gloria aplastado.

—Esperaba que para el otoño los intentos de esta clase de redactar haikus fueran de mayor calidad —suspiró—. Sin embargo, la mayoría son pasables, así que me arriesgaré a organizar una kukai para el principio del invierno. Eso debería dar a los que van rezagados en clase tiempo suficiente para mejorar.

Toda la sala miró a la sensei Nakamura con expresión perpleja. Ella chasqueó la lengua, los ojos muy abiertos de exasperación por su ignorancia.

—Una kukai es una competición de haikus. ¡Invitaré al famoso poeta Saigyo-san a presidir la kukai, para asegurar que los poemas que presentéis sean solo los de mayor calidad!

Despidió a la clase con un gesto. Después de guardar los tinteros, el papel y los pinceles los estudiantes abandonaron la sala.

—Es muy emocionante, ¿no? —comentó Yori, entusiasmado, mientras se ponían las sandalias en el patio—. ¡Quiero decir, tener al gran Saigyo-san aquí, en nuestra escuela! Es mi poeta favorito.

—Creo que participaré —dijo Saburo, para sorpresa de todos.

—¿Tú? —preguntó Akiko, dirigiéndole una mirada de incredulidad—. No habrá premios a los poemas dedicados a las funciones corporales.

—¡Entonces escribiré uno sobre el amor!

—¿Qué sabes tú del amor? —rio Akiko. Saburo se ruborizó de pronto.

—Tanto como cualquiera de los presentes.

—¡Akiko! —llamó Takuan, indicándole que se acercara.

—Aunque probablemente no tanto como algunos —murmuró Saburo entre dientes, y se marchó en dirección del Chō-no-ma para almorzar.

Jack oyó el comentario y miró a Akiko y Takuan, que conversaban.

—Vamos, Jack —dijo Yamato, corriendo tras Saburo—. ¡De lo contrario, no quedará arroz cuando el Poeta del Amor termine!

Mientras buscaba sus sandalias, Jack oyó a Takuan decir:

—Estaba pensando participar en la competición de haiku, y valoraría tu opinión.

—Es precioso —dijo Akiko, inclinándose para leer el papel que él sostenía—. La imagen de la montaña es tan clara. Puedo imaginar que estoy allí.

—Puedes quedártelo —ofreció Takuan.

Akiko se ruborizó, e inclinó humildemente la cabeza.

—Pero es tu entrada para la kukai.

—Puedo escribir otro —dijo él, colocándole el poema en las manos—. El mayor honor es que tú lo aprecies.

—Gracias —respondió ella, inclinando la cabeza de nuevo y aceptando el haiku.

—¡Vamos, Jack! —gritó Yamato impaciente desde el otro extremo del patio.

Jack lo siguió al Chō-no-ma, aunque se le había quitado el apetito.

—¿Vas a participar en la kukai? —preguntó Jack, asomado a la ventana del diminuto dormitorio de Yori y contemplando las estrellas que titilaban en el cielo nocturno.

—¡Sí! —respondió Yori con un chillidito.

—¿Crees que debería hacerlo yo?

—¡Sí! —repitió Yori.

—¿Me estás escuchando siquiera?

—¡Sí!

Yori estaba de pie en un rincón del cuarto, gritándole a un pequeño cuenco cantarín colocado en una base que había en el otro. Estaba decidido a hacerlo sonar. Desde su conversación con el sensei Yamada, estaba convencido de que el kiaijutsu era su talento por descubrir y que ese arte marcial le salvaría en la guerra inminente. Hasta ahora, el cuenco había guardado silencio.

Jack captó movimiento en el patio. Divisó a Akiko saliendo de la Niten Ichi Ryū por la puerta trasera. Sin duda iba a visitar al monje del Templo del Dragón Pacífico.

—Lo siento, Jack. ¿Qué decías? —jadeó Yori, tratando de recuperar el aliento.

—Decía que si vas a participar en la kukai.

—Supongo, si puedo componer un poema digno de Saigyo-san. Esperará algo especial. ¿Y tú?

—No tiene mucho sentido, ¿no? Soy inútil con los haikus.

Al contrario que Takuan.

Yori miró a Jack de reojo.

—No estoy celoso —insistió Jack, volviéndose—. Es que he visto a Takuan darle un haiku a Akiko.

—Si tan desesperado estás por un poema, te escribiré uno —dijo Yori, conteniendo una sonrisa.

—Sabes que no me refiero a eso —contestó Jack, picajoso—. ¿No tiene eso ningún significado en Japón? En Inglaterra, sería considerado poesía amorosa.

—No con Takuan —aseguró Yori—. Le vi componer un haiku para Emi el otro día. Probablemente ha escrito uno para cada chica. A ellas les gustan esos gestos galantes. Es uno de los motivos por los que es tan popular. Si te molesta, ¿por qué no le escribes a Akiko un haiku?

—Sabes que no me salen bien. Ella tan solo se reiría.

—No, nada de eso. Te ayudaré —dijo Yori amablemente, cogiendo un papel de un montón.

Reacio, Jack cogió el papel.

—Pero esto no es un poema de amor, ¿no?

Sintió que las mejillas le ardían y esperó que Yori no se diera cuenta.

—No, por supuesto que no —dijo Yori, su rostro la viva imagen de la inocencia—. Es solo una práctica para el kukai.

A pesar de que negaba estar celoso, Jack advirtió que sus sentimientos hacia Akiko eran algo más que simple amistad. Si era sincero consigo mismo, ella era el motivo por el que tenía dudas respecto a dejar Japón.