CAPÍTULO OCHO
L
as paredes del ancho corredor que se encontraba en el piso superior estaban cubiertas con paneles de caoba tallados con intrincadas molduras. Las ventanas en forma de arco ocupaban todo el largo de la pared de la derecha y entre sus cristales se intercalaban enormes retratos familiares enmarcados en madera dorada y ricamente decorada que debían de pesar varios kilos. Curiosa respecto «al laboratorio que él le había preparado», echó un rápido vistazo alrededor para orientarse en su posterior fuga. En el castillo de Edridge todo estaba hecho a gran escala.
Incluso su anfitrión.
Sus piernas largas y grandes pies devoraban por metros los remolinos rojos, dorados y negros de la alfombra avanzando delante de ella. Demasiado lejano... Otra vez pasaban esas cosas extrañas.
¿Qué usaba el cabrón con ella? ¿Hipnosis? ¿Drogas? Ella había bebido por lo menos medio vaso de whisky y una taza de té. Se sentía físicamente bien; de hecho, mejor que bien. Estaba pletórica de energía y pensaba con claridad. Y era agudamente consciente de su presencia por más separados que estuvieran.
Nunca antes se había fijado en el trasero de un hombre, pero el de él lucía muy bien en aquellos pantalones.
Sus pies descalzos tenían un andar interesante, ágil, suave. Ella hundía los talones en la espesa alfombra mientras caminaban y tenía que redoblar el paso para poder alcanzarlo.
Edén divisó sobre una mesa lo que muy bien podía ser un huevo Fabergé o una réplica excelente. Encima de ella, había una pintura truculenta de un hombre vestido con un kilt que estaba matando un jabalí y en la que el artista había empleado una cantidad excesiva de pintura roja.
Se detuvo a observar con más atención aquel huevo incrustado con piedras preciosas que atrapaban el sol de la ventana.
¿Alguien exhibiría un objeto auténtico con tanta despreocupación? Probablemente no, pero aun así era muy bonito.
—Su casa tiene cosas muy bellas.
Y si no caminaran a tanta velocidad, le habría gustado mirar algunos de los artefactos y pinturas que veía durante aquel safari.
Tenía decenas de preguntas para hacer que no tenían nada que ver con el decorado, pero él habría respondido con otras tantas evasivas, así que para qué molestarse en hacerlas. Las autoridades lo interrogarían... si fuera por ella, ojalá que lo torturaran. Después de que ella desapareciera.
—Es mi hogar.
Había orgullo en aquellas simples palabras.
—¿En qué año fue construido? —preguntó con curiosidad, antes de recordar que no era una huésped—. Con exactitud, ¿cuánto tiempo tardaron en construirlo?
El sol que entraba por las ventanas en arco iluminaba las partículas de polvo en suspensión, dibujando rayas en las paredes del corredor. Edén caminaba alternativamente entre la luz y la sombra.
—Fue construido en las Tierras Altas de Escocia en 1321. El castillo de Edridge fue el asiento original de mi familia. Los Edridge han vivido en él durante ocho siglos.
La joven frunció el ceño.
Vaya, aquel era un nombre cuyo significado literal{1} personificaba a ese hombre. Duro. Filoso. Cortante.
—Un pariente lejano cambió Edridge por Edge a mediados de mil seiscientos.
—Un paso más allá de la ley, ¿no es verdad?
—Magnus fue maldecido.
Ella conocía esa sensación. Su matrimonio también había sido maldecido. Maldecido por su propia ingenuidad y estupidez. Se había convencido a sí misma de que había aprendido y madurado con la experiencia; de que con el divorcio había dejado atrás las inseguridades. Por lo visto no era así.
Caminó más deprisa para alcanzarlo, intrigada a pesar suyo. El hombre debía de tener ojos en la espalda porque aceleraba lo justo como para mantener siempre la misma distancia entre ellos
—¿Por qué lo maldijeron?
—Porque se enamoró de la mujer equivocada.
—¿Era casada?
—No.
Edén aceleró el paso. No porque eso no diera exactamente igual: el hombre debía de tener un radar incorporado.
—¿Era demasiado joven? ¿Demasiado vieja?
—No y no.
—¿Demasiado linda, demasiado fea? ¿Por qué? Si era soltera, habría sido potencialmente adecuada para el matrimonio, ¿no es verdad?
—Él estaba prometido.
—¿Prometido? —Edén lo interrumpió sin poder evitar una sonrisa—. Creo que jamás escuché a nadie usar esa palabra.
Gabriel la miró por encima de su hombro.
—Comprometido. ¿Contenta ahora?
—Claro —replicó Edén con tono grave—. ¿Con quién estaba comprometido?
—Con la hija mayor del jefe del clan.
—Yo también lo habría maldecido —dijo Edén a sus espaldas. Se sorprendió de que la voz del hombre resonara con tanta gravedad como para otorgarle verosimilitud al relato. Jamás lo habría catalogado de contador de historias, pues tenía un aspecto muy prosaico. Demasiado apasionado y serio.
Todos los días se aprendía algo nuevo.
—Entonces se divertía con las dos mujeres.
Ella habría preferido un marido que tuviera una amante en lugar de uno que le robara los inventos y los patentara con su nombre. Pero desde entonces había corrido mucha agua bajo el puente.
Igual que su ex, el antepasado de aquel hombre debió de querer formar la alianza más ventajosa para él. En su caso personal, ella vendría a ser la hija del jefe del clan y, sus méritos profesionales, la chica de la aldea. Adam no se había casado porque la quería sino para avanzar en su carrera.
El doctor Adam Burnet era un científico competente que quería ser brillante. Cuando se dio cuenta de que había llegado al máximo de sus mediocres posibilidades, se casó con Edén dispuesto a coger los laureles por sus primeros trabajos e ideas.
—¿Se casó con la hija del jefe y echó a la amante?
—Nairne, la chica de la aldea, estaba encinta, pero además era bruja. Se presentó en la iglesia el día de la boda.
—Uhh. Las dos mujeres probablemente lo maldijeron.
—Una maldición fue suficiente para toda la vida. De hecho, para varias vidas.
—Cierto. Debe de haber sido una maldición muy poderosa para durar... ¿qué? ¿cuatrocientos años?
—Quinientos.
i
—¿En serio? —dijo Edén, fascinada por aquella historia ininterrumpida, e intrigada porque parecía como si aquel hombre, que aparentaba ser capaz de secuestrar y de todo tipo de hechos desagradables, de verdad creyera en las brujas y que tal bruja le hubiera echado una maldición a la familia entera. Se preguntaba cómo podría jugar eso en su favor para escapar.
—¿Qué tipo de maldición fue? ¿Maldito por siempre o la maldición común y corriente de transformarte en una rana?
—Los hijos por siempre deben elegir el deber por encima del amor.
—¿Venganza eterna por haber sido plantada? Eso es demasiado duro. ¿Usted cree en ella?
—No tengo que creerlo. Es así.
Oh, oh.
—¿Es así? ¿Quién más...?
—Tema concluido.
En efecto, le dio con la puerta en las narices. Interesante y misterioso. Edén se echó atrás, pero se reservó la información de que él era supersticioso para más tarde, cuando fuera capaz de averiguar cómo usarla en su contra.
Lo irónico era que, a pesar de su formación científica, ella también era un poco supersticiosa. Nunca pasaba debajo de una escalera ni cruzaba la calle si veía un gato negro.
Y aunque sabía que eso no tenía ningún sustento real, creía de verdad que usar el anillo de la abuela Rose en el dedo del pie le había traído suerte la mayor parte de su vida.
—Háblame sobre este lugar —dijo ella con soltura, dándole una ojeada a los retratos a medida que iban pasando por delante de ellos. Todas las mujeres estaban rodeadas por grupos de niños y niñas de variados tamaños. Todos tenían aspecto de incomodidad, fuera cual fuera la ropa de época que vistieran. Las mujeres llevaban las mismas tres piezas con forma de corazón: un collar de plata, un brazalete y un anillo que no eran especialmente atractivos ni valiosos. Debía de ser algo que se pasaba a cada nueva esposa, imaginó Edén—. ¿Qué hizo usted? ¿Hizo desmantelar el castillo original en Escocia y luego lo trajeron aquí? ¿Sabía que Robert McCulloch compró el puente de Londres en 1962, lo desarmó, y lo hizo reconstruir en la ciudad de Lake Havasu, en Arizona ? El proyecto de ingeniería llevó tres años. Pero esto... esto debe de haber tardado por lo menos tres veces más—. Se imaginó cada piedra identificada con un número. Un mecano gigantesco. A ella le encantaría poner las manos en los planos...
—No llevó tanto tiempo —respondió Gabriel, restándole importancia.
—¿Por qué en Montana? Parece un lugar extraño para plantar un castillo medieval.
—Los padres de mi madre tenían un rancho en esta tierra y ella podía hacer lo que quisiera en ella. Quiso tener el castillo aquí. Basta de preguntas personales.
La conversación, al parecer, había terminado.
—¿Tiene muchos familiares? ¿Gente que contribuya para pagar la fianza cuando lo arresten por mi secuestro?
—No.
Se paró en seco y le lanzó una mirada como para fulminarlo que, por supuesto, él no vio porque estaba de espaldas.
—Deme un respiro, por favor. Soy la prisionera, ¿recuerda? Estoy segura de que la Convención de Ginebra deja margen para una conversación cortés.
—En realidad, no.
Edén puso los ojos en blanco antes de darse prisa para ponerse a la par de él.
Imposible.
Al tiempo que caminaba miraba los retratos de hombres y mujeres que cubrían las paredes, todos vestidos con ropas formales y rígidas.
—¿Estos retratos son de antepasados suyos o de actores empleados por su decorador? —preguntó suavemente Edén, muy segura de que Gabriel Edge no había contratado un decorador para el castillo, pero sin resistir la tentación de acicatearlo sólo por placer.
Si se sentía molesto, siempre le quedaba la posibilidad de llevarla de vuelta a Tempe.
Gabriel hizo un gesto afirmativo con la cabeza hacia un retrato delante del cual pasaba.
—El primero es de Finóla, la madre de Magnus; él es el niño que está a la derecha. Y el retrato de la izquierda es el de la prometida de Magnus, Janet.
Curiosa, Edén se detuvo mientras él avanzaba un poco más por el corredor antes de detenerse también.
Ella fue a pararse debajo del retrato de una mujer de gesto adusto que sostenía un perrito blanco, de ojos negros saltones. La mujer y el perro llevaban vestidos de raso celeste haciendo juego. Acurrucados entre los innumerables pliegues de la pollera de la mujer, se sentaban tres niñitos en escalera, con el pelo negro, los ojos negros azulados, y expresión sumisa y ausente.
—¿Trillizos?
—Nueve meses de diferencia.
Edén sintió un frío repentino y se restregó los brazos.
—No es de sorprender que no tenga el semblante de alguien que disfruta de un día de campo.
Le echó una ojeada al otro retrato: una joven con cara equina que aferraba un abanico salpicado de perlas en un abrazo mortal, también rodeada por tres niños. Esta novia no llevaba ninguna alhaja. El cuello, la muñeca y los dedos parecían llamativamente desnudos sin los torzales de plata.
—Da la impresión de que Magnus no hizo feliz ni a su madre ni a su mujer.
—Según parece, no.
—Bueno, es de esperar que los hijos de Janet hayan satisfecho sus anhelos. ¿Acaso no tenían docenas de niños en aquellos días?
Edén no podía imaginar lo difícil que había sido la vida en la época medieval, en especial para las mujeres.
—Sólo los tres hijos que aparecen en el cuadro. Todas las parejas Edge tienen tres hijos.
Ella no entendía por qué cuánto más se acercaba él, más fuerte palpitaba su corazón. Edén se dio la vuelta y vio que estaba parado allí, a unos cinco metros de ella. Parecía que su cuerpo estuviera dotado de una antena que le permitía detectar que Gabriel se aproximaba.
Parecía inverosímil y por el momento no haría comentarios, pero en cuanto regresara a casa, revisaría las investigaciones hechas sobre feromonas{2} para ver si el tema de la antena estaba documentado, o si, por el contrario, ella sufría de una especie de síndrome de Estocolmo. No tenía necesidad de tomarse el pulso para saber que latía alocadamente.
Era fascinante.
—¿Tres hijos? Jamás había escuchado hablar de una anomalía genética tan extraña —murmuró, distraída por la velocidad de su corazón y el calor que sentía en la piel. Como él le miraba la boca, se turbó y tragó saliva antes de poder hablar—. ¿Ha... hace cuánto tiempo?
El sol se enredaba en el cabello oscuro de Gabriel y tornaba intenso y cambiante el color de sus ojos. Ella sentía un nudo de nervios en el estómago mientras que el corazón le latía con una fuerza salvaje: Dios, qué poderosa era la atracción.
Cuánto más pronto saliera de allí, mejor.
—Quinientos años.
Curvó los labios en una sonrisa, porque él no sólo parecía serio, sino... atribulado. Desconocía la razón, pero cualquier cosa que pudiera molestar a Gabriel Edge, hasta una fábula familiar rebuscada, a ella le parecía bien.
—Creo que alguien le está tomando el pelo —dijo Edén con sequedad—.
¿Quinientos años y nada más que varones? ¿Ninguna hija?
—No sólo varones, así a secas, sino tres varones.
Ella volvió a mirar rápidamente a la suegra de Janet.
—¿Es por eso que...? ¿Cómo se llamaba la madre de Magnus ?
—Finóla.
Edén se acercó más al cuadro de la mujer mayor, entrecerrando los ojos.
—¿Es por ese motivo que usa tres alhajas? Mientras caminábamos, observé que esas mismas joyas aparecen en otros retratos. ¿Las pasaban de generación en generación, una por cada hijo?
—Las alhajas se entregaban al hijo mayor, Magnus. La historia dice que primero le entregó el anillo, el brazalete y el collar a Nairne, la chica de la aldea. Pero cuando le dijo que se iba a casar con la hija del jefe de clan, ella se las devolvió.
—¿Y él las cogió y se las dio a su nueva prometida? Hombre, qué conducta chabacana, infame e insensible. No me extraña que la esposa no las use.
—En aquella época era costumbre obsequiar joyas a la prometida. Según los relatos transmitidos por generaciones, Magnus le había regalado el conjunto a Nairne y cuando ella... lo devolvió, se lo dio a Janet, siguiendo la tradición. Las alhajas eran un objeto de valor a las que no se les adjudicaba ningún sentimiento.
Edén se acercó más al retrato de Finóla para ver mejor los detalles.
—Es extraño, mi anillo de la suerte es bastante parecido. —Miró fugazmente hacia el corredor donde Gabriel había vuelto a desaparecer en el haz de sombras—. El mío es una alhaja de bisutería y probablemente no valga nada en pesetas y céntimos, pero para mí tiene un valor sentimental incalculable. —Miró con afecto el anillito negro que tenía puesto en el dedo pequeño del pie izquierdo—. Mi abuela Rose me lo regaló hace años.
—Sonrió. Cielos, ella adoraba a su abuela Rose. La abuela materna había sido siempre... feliz. Y bendita sea, Edén pensó con cariño, no le había importado nada que su única nieta fuera una bolita de grasa que no encajaba en ningún lado como una gallina en corral ajeno. Rose había muerto cuando Edén tenía quince años y todavía la extrañaba.
Gabriel avanzó hacia ella atravesando las estelas de luces y sombras, y se detuvo a unos dos metros de ella, haciendo que Edén se preguntara qué problema tenía que no podía acercarse a una mujer.
No es que eso le importara, y en realidad, tampoco lo quería cerca de ella de ninguna manera.
Mentirosa
.
—¿De dónde lo habrá sacado?
—¿El qué? ¿El anillo? Se lo compró, o eso me dijo a mí, a una gitana en una feria ambulante durante la luna de miel en Italia.
Él la miró con viva atención.
—¿Todavía lo tiene?
Edén levantó el pie.
Gabriel bajó y volvió a subir la vista.
— ¿Ese es su anillo de la suerte ? No se Parece en nada a los de los cuadros —le dijo desdeñosamente, y se alejó.
—No dije que fuera idéntico.
Caramba, el hombre tenía mal genio. La abuela Rose le había dicho que el anillo era de plata, aunque, en realidad, a Edén le parecía más bien un torzal de metal enegrecido, con dos corazones montados, pero eso no le importaba. Nunca se lo quitaba. Lo importante no era si daba o no suerte, sino que su abuela, a la que adoraba, se lo había regalado y ella creía que daba suerte.
Mientras tanto, su anfitrión había puesto mayor distancia entre ellos. Edén sacudió la cabeza ante la grosería, y puesto que estaba de pie allí, y él ya se encontraba veinte pasos adelante, se quitó los zapatos antes de seguirlo. Aunque adoraba aquellas sandalias, eran para lucir bonita mientras estaba sentada frente al ordenador, pero no servían para hacer excursionismo a campo través. En último caso, podía emplearlas como un arma mortal.
El pensamiento la dejó helada. Nunca... nunca jamás se le había pasado por la cabeza golpear a alguien. Oh, sí, hubiera querido prenderle fuego a los calzoncillos de Adam cada vez que le decía que había engordado unos kilos. Y, la vez que descubrió que él se había atribuido el mérito por la reconfiguración del ordenador central perfeccionado por ella durante el último año que pasó en el MIT, había fantaseado con pegarle con cola las pestañas a los labios y los dedos. Pero la idea de un combate físico jamás se le había ocurrido.
Sin embargo, en aquel instante tenía algunos pensamientos muy violentos respecto a Gabriel Edge. Cuánto más pronto las autoridades averiguaran dónde estaba, más seguro estaría él.
La felpa de la alfombra protegía sus pies descalzos, pero el corredor era interminable. Más paneles oscuros, más pinturas enmarcadas en dorado, más objetos interesantes para la vista en las mesas y en los armarios de frentes acristalados. Más estelas de luz y sombra.
Ahora, todas las mujeres de los retratos estaban rodeadas únicamente por tres niños. Edén se detuvo para mirar mejor. ¿No era extraño? A partir de un determinado momento, todas las mujeres con niños tenían tres hijos casi idénticos. No le extrañaba que aquel tipo creyera en la maldición de la familia al ver todos los días aquellos retratos de familia. Se dio la vuelta y vio que Gabriel doblaba en una esquina. Tuvo que correr para alcanzarlo.
—¿Dónde está el laboratorio? ¿En el Tíbet?
—En el ala opuesta.
—El Tíbet, claro. —Edén se preguntaba siniestramente cuan difícil sería extraer sangre y materia gris del cuero de grano fino.
Gabriel caminaba más deprisa, pues de lo contrario la tocaría, y hacerlo sería una jugada mala e increíblemente estúpida. Por desgracia para él, cuánto más tiempo se resistía a tocarla, más imperiosa se tornaba la necesidad. Gabriel no era un hombre que necesitara tocar, ni era proclive a la obsesión o a rumiar pensamientos.
Pero estaba haciendo todo eso y más. ¡Cielos! Quería tocarla. Caray, sí, quería tener sexo con Edén Cahill. Poco y rápido. Mucho tiempo y sin prisa. De pie. Acostado. Sentado. De cualquier forma, de cualquier modo, en cualquier momento.
Disfrutaba del sexo. Maldita sea, le encantaba tener sexo. Pero si no se presentaba la oportunidad, se sentía bien estando solo. Su apetito sexual nunca le había preocupado excesivamente. Con frecuencia, había actividades que requerían meses de trabajo secreto durante los cuales podía resultar fatal poner la polla en otro lugar que no fuera detrás de una cremallera cerrada.
No iba a tener sexo con la encantadora doctora Cahill. Eso era un hecho. Aunque aquella imagen era por demás devoradora, él era lo bastante disciplinado, fuerte, y estaba suficientemente motivado como para no ceder al deseo. En consecuencia, en lo único que podía pensar, lo único que lo obsesionaba era tocarla.
¿Qué daño podría provocar una caricia sola? Descubrió que estaba desesperado por comer una migaja, ya que no podía comerse el plato entero.
Dios. Ahora inventaba excusas. Una caricia de Edén jamás sería suficiente.
Eso es, gilipollas. El ritmo del corazón normal. La respiración normal. Mantente así. Gabriel cerró los ojos. Como si tuviera muchas posibilidades.
Desalentado, giró hacia un corredor lateral, con Edén detrás, pisándole los talones. Mientras caminaban, hizo aparecer con un conjuro mágico el laboratorio que ella necesitaría para hacer su trabajo en un conjunto de habitaciones alejado. Había tomado nota de todo lo que contenía el laboratorio de Tempe y lo había replicado hasta el último detalle, incluida la silla ergonómica y la taza gigantesca con el lema «El IQ es Importante».
Ella lo seguía haciendo sardónicas observaciones cada tanto y Gabriel aspiraba el perfume leve de nardos, cálido y embriagador, de su piel. Se había quedado callada a mitad de camino, y Dios, cuánto lo agradecía. Poco a poco, con cada paso que daba, aumentaba la tentación de dejar que ella lo alcanzara.
Quería dar media vuelta, arrinconarla contra la pared, contra una mesa, lo que fuera, y hundir los dedos en aquellos brillantes rizos oscuros. Quería sentir su textura, necesitaba acariciar la suavidad de su piel, anhelaba respirar su olor. De cerca y personalmente.
Quería besarla, desesperadamente.
Era un hombre muerto de hambre al que le ofrecían un banquete y luego le pedían que abandonara la mesa.
Los hados debían de estar desternillándose de risa pues le habían puesto delante la tentación perfecta. Todo en Edén Cahill lo atraía: la exuberancia de su aspecto, el ingenio, la tozudez.
Maldita sea.
Aléjate de la mesa.
—Es aquí.
Abrió la puerta de un empellón, y entró en el laboratorio de última generación precediéndola unos cuantos metros. Echó un vistazo en derredor, satisfecho: había hecho un buen trabajo.
El laboratorio era el medio para logra un fin. Observó atentamente a la joven entrar y hacer un lento recorrido, aparentemente ajena a su presencia.
—Impresionante.
Gabriel escuchó la excitación de su voz, pero se distrajo mirándole los pies desnudos así que volvió a prestar atención a su cara. Ella había demostrado menos interés cuando pasaban delante de los valiosos adornos de Fabergé y los Rembrandt.
Los ojos, aquellos soberbios y grandes ojos marrones, brillaban de tentación mientras recorría la habitación, tocando los objetos.
—¿Quién trabaja habitualmente aquí?
—A partir de ahora, usted.
Si conseguía hacerle perder el control (doce segundos eran todo lo que necesitaba), podría sacarle la información que ella retenía en el subconsciente. Y con esos datos y mediante su magia, podía hacer aparecer un robot sin mucha dificultad. Si lo lograba, pensaba Gabriel, mirando cómo se enredaba el sol en su cabello, maldición, entonces no necesitaría tenerla allí.
¿Por qué tenía que ser ella su compañera de vida, la única persona cuya mente él era incapaz de leer? Hostia, el no advertiría su intromisión y jamás se enteraría siquiera de que él había estado allí dentro.
Extraerle los datos no la dañaría.
Pero quedarse allí, eso sencillamente podría matarla.