CAPÍTULO VEINTE
D
os pares de pisadas resonaron en el corredor, detrás de las puertas cerradas. Años de experiencia como agente de T-FLAC le permitieron concentrarse rápidamente en el peligro inmediato.
Gabriel no se movió de su sitio, estiró las largas piernas y puso el vaso sobre su vientre chato. Relajado, a sus anchas, prodigiosamente alerta. Centrándose en él mismo al máximo.
Las puertas se abrieron.
—El amo Duncan ha llegado —declaró formal y casi inútilmente MacBain ya que Duncan estaba parado junto a él.
—Así parece.
Gabriel fijó una mirada lánguida en su hermano menor.
—Gracias, MacPain. Cierra la puerta al salir.
MacBain resopló y cerró la puerta algo enfadado.
—¿Bebes? —le preguntó Gabriel, levantándose para ir hasta la mesa donde estaban las bebidas.
—Paso.
Duncan dio una vuelta hasta el centro de la habitación. echó un vistazo a las espadas cruzadas encima de la chimenea.
—¿Todavía juegas con las espadas, hermano mayor?
Gabriel se encogió de hombros y, llevándose el vaso a la boca, miró al otro hombre por encima del borde del mismo.
—Cuando tengo tiempo.
—Éste es un buen momento —dijo Duncan suavemente, y Gabriel se encontró sosteniendo su claymore en la mano.
Gracias a Dios, Duncan estaba allí para apoyar a Gabriel. Edén vio aparecer una espada larga en la mano de cada uno de los hombres. La magia era algo maravilloso.
Los dos cargaban el peso de las largas espadas con una sola mano, a diferencia de ella cuando había tratado de podarle la cabeza al meloso Jason. Era fantástico. Realmente fantástico, pensó, sintiendo un enorme alivio.
Con toda seguridad los dos... El cerebro se le paralizó.
¿Acaso MacBain no le había dicho que si los hermanos estaban juntos anulaban gran parte de sus poderes? Oh, mi Dios. ¡Duncan! Lárgate. Vete. Sal de aquí. Mierda. Mierda y mierda. Si Jason aparecía ahora, Gabriel y Duncan estarían en un aprieto.
Reflexionó un momento. Uno de los dos acababa de usar magia para armarse con aquellas espadas. ¿Eso se consideraba un poder básico? O...
Oh, Dios. Duncan no.
Jason.
Gabriel dejó el vaso en una mesita que tenía cerca.
—Unos tiros solo.
Se quitó los zapatos, se despojó de las medias tirándolas a un lado, y tanteó el peso familiar de su espada favorita.
—Espero compañía.
Verdine, que se hacía pasar por Duncan, sonrió burlonamente.
—¿El mejor de tres?
—De acuerdo. Sí. —Gabriel le lanzó una sonrisa de tiburón mientras levantaba la espada y avanzaba en dirección a él.
Así que su adversario quería jugar con él un rato, ¿no? Hizo el saludo de rigor y sostuvo la mirada de los ojos negros del otro mago.
—Luchemos.
Verdine bajó la espada con un golpe velocísimo y con gran habilidad trabó el revés de la espada de Gabriel. Gabriel cogió la empuñadura de cuero. Estúpidamente le había ofrecido al mago la hoja de su arma, en lugar del filo. Arrugó la frente, experimentando la tremenda presión del otro acero hasta que no pudo soportarla y dejó caer la punta, dándole el triunfo a Verdine.
Los ojos del hombre centellearon.
—¿Lograste neutralizar al otro robot? ¿En Yellowstone?, ¿cierto?
—Así es. Sí —mintió Gabriel luchando contra las insinuaciones mentales de Verdine y sabiendo, maldita sea, que era manifiestamente imposible parar un corte con el revés de su espada. Pero se sintió impotente para cambiar lo que estaba haciendo. Carajo. Sal de mi cabeza, gilipollas.
—Pero no antes de que murieran más de trescientas personas inocentes —concluyó Gabriel, con la frente perlada de sudor mientras corregía el ángulo de su espada para el siguiente golpe, mediante una intensa concentración.
Una centelleante lluvia de chispas cayó alrededor de los dos hombres mientras se ponían en contacto, deslizaban y trababan las espadas, mientras sus pies se movían por el suelo de piedra. Estaba vez Gabriel consiguió parar el golpe de la forma adecuada. Y sintió que la vibración crispada de la sacudida ascendía por su brazo hasta la clavícula, probando lo cerca que había estado de errar el golpe.
Un principio básico de defensa era atacar donde menos se esperaba. Pero Verdine había usado control mental para manipularlo como una marioneta. Gabriel no le concedió siquiera una milésima de segundo de atención al retrato de Edén. Pero ella estaba allí.
No lo vería morir.
Hoy no.
Sujetando la espada con ambas manos, Gabriel atacó a Verdine con un golpe ascendente para arrebatarle el acero y cortarle verticalmente el pecho con la punta, al mismo tiempo que eludía el contragolpe. Aunque sabía que aquel hombre no era su hermano, resultaba desconcertante estar decidido a matar a quien llevaba la cara de Duncan.
—En realidad —dijo con petulancia Verdine—, estuvieron cerca de las cuatrocientas. Pero quién lleva la cuenta. Que se jodan si no pueden tolerar una broma.
Se metamorfoseó en sí mismo mientras retrocedía.
—Nadie es inocente.
Gabriel paró el movimiento de su adversario deslizando su espada hacia la guardia cruzada de Verdine, haciendo que éste se aproximara de un salto y quedaran frente a frente. Sí. Eso estaba mucho mejor, ver la auténtica cara de su enemigo. Se sentiría contento de matarlo.
—Murieron niños.
—¿Ah, sí? Lo que sea. —Los ojos negros de Verdine relucieron mientras trataba de empujarlo y descubrió que no podía—. ¿Qué hiciste con el Rx793?
Gabriel le dio un empujón con todas sus fuerzas. El hombre voló diez metros por la habitación antes de dar un golpazo contra el antiguo revestimiento de cedro.
—No creerías que te iba a dejar conservarlo, ¿verdad, Verdine? —Gabriel se sujetó con fuerza por la pérdida de peso mientras que con un estruendo metálico teletransportaba a ambas espadas al sitio que antes ocupaban.
Del otro lado de la habitación el maestro de magos se tambaleaba.
—¿Cómo te diste cuenta de que era yo? —Como las placas tectónicas que se separan durante un terremoto, el suelo se desplazó debajo de Gabriel y se derrumbó, y ahora le tocó a él tambalearse y tropezar tratando de no perder el equilibrio, al tiempo que Verdine abría entre ellos una grieta en el piso de piedra.
La profunda sima que los separaba vomitaba llamas y un humo negro fétido, ocultando de la vista al otro mago.
Pero Gabriel sabía que el hijo de puta todavía estaba allí. Sentía latir su maldad en la enorme habitación como si fuera algo vivo. Apagó las llamas y cerró la grieta con tanta fuerza que sacudió violentamente la habitación, haciendo retemblar los cuadros de las paredes.
Dios. MacBain le iba a cortar la cabeza por aquel lío, pensó distraído Gabriel mientras contemplaba los ojos de Verdine y aguardaba el siguiente movimiento.
—Mis hermanos y yo anulamos nuestros poderes cuando estamos juntos, y por alguna razón me sentí más fuerte en tu presencia. Quién lo diría. —Mientras hablaba, Gabriel disparó un rayo verde helado y de bordes irregulares entre ellos.
Verdine desapareció con un resplandor detrás de Gabriel y el rayo chocó contra la pared opuesta, despidiendo una lluvia de fragmentos rocosos y semiesferas de llamas blancas.
Gabriel se dio la vuelta en el momento preciso, arremetiendo con un rayo todavía más potente. El aire restallaba y saltaba oliendo fuerte a pelo quemado y sulfuro.
—Quién lo diría —gruñó Verdine, levitando sobre la cabeza de Gabriel. Hizo un movimiento y éste sintió como si hormigas rojas le devoraran el cuerpo. El dolor era tan intenso que se le humedecieron los ojos, pero no había nada.
Gabriel carecía del poder para hacer aparecer un nido de hormigas rojas, pero una víbora negra le serviría. Con los dientes apretados por el dolor intenso y ardiente que se propagaba por su piel, Gabriel enroscó la serpiente alrededor del cuello de Verdine. La serpiente abrió grande su boca amarilla, con los colmillos chorreando veneno muy cerca de la yugular del mago...
Verdine la arrojó contra la pared, donde cayó, sin vida. Luego, bajó del techo y flotó varios metros encima de la alfombra ennegrecida de cenizas. Llena de humo de diferentes colores y cenizas que caían, la habitación olía a fuego y a humo y a una maldad inimaginable.
—Rex no puede ser destruido, Edge, ¿dónde está mi robot? Convertiré tu vida en un infierno hasta que me lo devuelvas.
—Ve por él, idiota. —El sudor se metía profusamente en los ojos de Gabriel mientras el dolor causado por las hormigas trepaba por su cuerpo, comiéndolo vivo—. Eso no sucederá. —Hizo que la araña de hierro forjado de tres metros de ancho y con un peso de cuatrocientos cincuenta kilos se estrellara en la cabeza del otro hombre en medio de una niebla negra y un chirrido metálico.
Esta vez, Verdine no fue lo suficientemente rápido como para quitarse del medio. Pegó un chillido terrible cuando los agudos arabescos de hierro lo atravesaron, clavándolo en la alfombra ennegrecida. La sangre le salía a borbotones enforma espectacular y Verdine, por el momento, yacía sin fuerzas.
De pronto, Edén apareció entre los dos hecha un guiñapo. Gabriel acababa de liberar una esfera de energía mortífera en dirección a Verdine, pero debió detenerla antes de que impactara en la mujer. La esfera dio tumbos por la habitación, rebotando en las paredes y obligó a Gabriel a esquivar su propia energía mortífera porque regresaba a él como un boomerang.
—Por Dios, Edén. —Sin aliento y con el corazón latiendo frenético, olvidándose de las hormigas rojas, fue corriendo a ayudarla a ponerse de pie. Edén estaba desnuda y ensangrentada, las manos y los pies brutalmente atados con una soga de cáñamo tradicional que ya se había hundido en sus esbeltas muñecas y tobillos. Sollozaba entrecortadamente, con los ojos hinchados y cerrados, la cara llena de cardenales y sangrando; el labio cortado le sangraba... Dios.
—Gabriel. —Extendió las manos amarradas hacia él, las uñas en carne viva. Ayúdame, por favor. No dejes que siga lastimándome. Oh, Dios, Gabriel. Por favor. —Sollozaba mirándolo con una expresión de impotencia y desesperación.
—Dile lo que quiere sab...
Sus palabras finalizaron en un alarido de agonía cuando Verdine tomó la forma de un látigo de cuero largo y delgado que golpeó sus hombros suaves. La piel se abrió y la sangre roja caía sobre la alfombra con una velocidad alarmante.
—Si mi doble o una proyección diabólica mía, un doppelganger, te tocara —le había preguntado enfadada, después de que Verdine había tratado de matarla por segunda vez—, ¿no serías capaz de notar la diferencia?
Edén estaba a sus pies, doblada en posición fetal, tapándose la cabeza con los brazos; su gimoteo frenético le rompía el corazón, hiriéndolo más que un ejército de hormigas coloradas.
No hay nada frente a ti. ¿Me oyes, Gabriel Edge? No... hay... nada...en... el piso...frente...a...ti.
La voz que resonaba en su cabeza era histérica, pero no había duda de que esa voz dulce era la de Edén.
Ponte el anillo de la suerte de abuela Rose en el meñique y patéale el culo. Ahora. ¡Hazlo ahora!
Gabriel hizo un esfuerzo para desviar los ojos de la aparición de Edén, metió los dedos en el bolsillo de adelante del pantalón y empujó el anillo en el meñique, que quedó colgado de la punta del dedo.
Una oleada de sensaciones, emanada de su mano, subió como una espiral por el brazo. El calor y la energía daban vida a los tejidos, músculos y huesos, fenómeno que aumentaba de intensidad a medida que se propagaba por el cuerpo.
¿Qué diablos pasaba?
Los colores parecieron repentinamente más brillantes; la vista más aguda, el oído más fino.
—Créeme —le dijo Verdine, con una voz que retumbó como un trueno en la habitación—. La mataré—. Arrastró como una víbora el látigo delgado de cuero negro que restalló en el aire con un silbido—. Trae el robot. Ahora. —El cuero profirió un grito inhumano encima de su cabeza, después avanzó sobre la cabeza inclinada de Edén.
Gabriel sabía lo rápido que bajaba aquel látigo, aunque a sus ojos se movía en cámara lenta. De alguna manera sus poderes estaban súper cargados y se apoderó del látigo en el aire, cuando éste onduló hacia abajo y, con un movimiento asombrosamente rápido, enrolló el cuero alrededor de la garganta de Verdine. Una vez, otra, y otra y otra vez. Cada rotación deshacía la correa del poder de Verdine, y la reemplazaba con la suya.
Sus magias combatían en pequeños estallidos de electricidad que zumbaban y canturreaban y bailaban como si fueran pequeñas luciérnagas en toda la longitud del látigo.
Las manos de Verdine se alzaron para coger la delgada cuerda en un intento de sacársela del cuello. Trató de tomar aire, con los ojos extraviados, mientras la cara se le ponía colorada primero, luego blanca, después azul.
Los ojos se le salían de las órbitas y el mago cayó de rodillas, intentando desesperadamente meter los dedos debajo de las vueltas del látigo que apretaban inexorablemente su garganta. En un instante, se metamorfoseó en la madre de Gabriel, Cait.
Aunque Gabriel sabía que aquella no era su madre, al ver la cara amada, se sobresaltó. Ella extendió las manos, con el pelo encendido atado al cuello con la cuerda negra.
—Gabriel, querido, no —dijo entre sollozos—. Ayúdame. Por favor, cariño, ayúdame.
Gabriel siguió apretando el garrote en silencio, agradecido de que el mago adoptara su propia figura.
—No puedes matarme, Edge. —Verdine luchaba por respirar, resollando, abriendo y cerrando la boca con desesperación, incluso mientras se clavaba las uñas en la garganta—.Es imposible, lo sabes. Soy más fuerte... más poderoso de...lo que tú... jamás... soñarías.
—Pondré esas palabras en tu epitafio. El sudor caía abundante en los ojos de Gabriel mientras apretaba la soga lentamente, cada vez con más fuerza. No porque no quisiera terminar el trabajo, sino porque la magia de Verdine luchaba por imponerse a la suya a cada instante.
Supo al instante que la vida de Verdine empezaba a apagarse. Las pequeñas cargas eléctricas eran cada vez menores al tiempo que el poder del mago se debilitaba. Las hormigas rojas dejaron el cuerpo de Gabriel tan de improviso que trastabilló.
La aparición de Edén se desvaneció en el aire.
Gabriel, conmovido por lo reñido de aquella lucha, fue hasta donde Verdine había caído, sin dejar de envolver el látigo una y otra vez alrededor de su mano, sin aflojarlo. Y vio cómo la vida abandonaba aquellos malvados ojos negros.
Sostuvo con una mano el garrote y extendió la otra con la palma hacia arriba donde su espada se materializó. Sintió con agrado su peso, la levantó en alto, y la descargó en el cuello de Verdine.
La hoja produjo un gemido agudo cuando el frío acero cercenó tan limpiamente la cabeza de los hombros de Verdine como si fuera un cuchillo caliente hundiéndose en la manteca.
La habitación estalló de repente en brillantes luces blancas que se disparaban en todas direcciones con más intensidad que una exhibición de fuegos artificiales en el Año Nuevo chino. El suelo tembló y se estremeció bajo los pies descalzos de Gabriel hasta que perdió el equilibrio y se tambaleó antes de caer de rodillas. El corazón le golpeteaba como un martillo. Los ojos y la nariz le ardían mientras una luz blanca pura danzaba a su alrededor, y le atravesó el cuerpo con tanta violencia que cayó de espaldas.
Varios minutos o tal vez horas después, abrió los ojos y vio que Duncan, Tremayne y Stone lo rodeaban.
—Te patearía ese trasero perezoso por tomarte una siesta en medio del trabajo —le dijo Alex Stone con una sonrisa ofreciéndole la mano para que se levantara—. Pareces el diablo.
—Tendrías que ver al otro tipo —musitó Duncan. Sus ojos se cruzaron con los de Gabriel—. Me asusté mucho al ver que nadie podía entrar en la habitación. ¿Estás bien?
—Fue una experiencia... interesante. ¿Está muerto?
—Joder, sí. —Le aseguró Tremanyne—. Simón salió para hacer abracadabra con la cabeza del desgraciado; y Lark y Upton se llevaron el cuerpo para hacer alguna especie de cremación propia de magos.
Vaya, todo había terminado entonces.
Como trastabillaba, Duncan lo cogió del brazo.
—¿Te sientes bien?
Gabriel se encogió de hombros con negligencia. Bien era algo relativo. Se sentía... diferente. Más liviano. Más pesado. Diablos. No lo sabía. Sólo... diferente. Oía el débil parloteo de las voces apagadas en su mente, y se dio cuenta de que oía pasar a Verdine. Dios. Como si no hubiera sido suficiente porquería.
Duncan le soltó el brazo, pero enarcando las cejas, le echó a Gabriel una mirada que exigía explicaciones. Detalles. Una mirada que a la mayoría de las personas les resultaba difícil resistir. Gabriel la conocía bien, porque él se la había enseñado a sus hermanos.
Agitó levemente la cabeza como diciéndole que aquel no era el momento. Las explicaciones tendrían que esperar.
—No sé cómo diablos saliste bien de esta, gran hermano. —Duncan acusó recibo de la postergación sin pronunciar palabra, pero analizaba a Gabriel como si fuera un insecto bajo un microscopio—. Tenías todas las posibilidades en contra. Grandioso. —Clavó en Gabriel una mirada aguda, penetrante—. ¿Cómo lo explicas?
Buena pregunta. Aquella era una lucha que él no estaba capacitado para ganar. Verdine había sido mucho más fuerte, sus poderes eran mucho más fuertes que los de Gabriel, hasta el último minuto en que, de alguna forma, el equilibrio de fuerzas había cambiado.
—Verdine era el doble de fuerte que yo. Yo no le llegaba ni a los talones al hijo de puta. —El anillo de Edén brilló en su mano mientras lo apuntaba a la habitación. Entrecerró los ojos. ¿El anillo... ? Qué va. Gabriel se rascó el cuello mientras contemplaba el caos que había en el comedor—. Era imposible que lo venciera. Y sin embargo, aquí estoy.
—Me has ocultado algo, hermano. —Duncan le echó una mirada mesurada.
Gabriel se pasó la mano por la cara. Hubiera preferido enfrentar a cincuenta como Verdine en vez de hacer lo que estaba a punto de hacer.
—Le diré que se vaya.
—No a Edén —dijo impaciente Duncan—. Tus poderes.
Miró al hermano con sobresalto.
—¿Mis sentimientos eran visibles?
—Sí. Te movías más aprisa de lo que el ojo humano ve. No con tu invisibilidad cotidiana, fíjate. Casi más rápido que la velocidad de la luz. Fantástico. Eso es algo nuevo, ¿verdad?
Gabriel dijo que sí con la cabeza.
—Estaba súper cargado.
—¿De verdad? —Intrigado, los ojos de Duncan se iluminaron—. ¿Por qué? ¿Cómo?
—Tú estabas del otro lado de la puerta casi todo el tiempo. Quizá nuestros poderes no se anulan o...
—No. No es eso. Déjalo por ahora. Más tarde me darás los detalles. Pero tendremos que analizar lo que sucedió con Verdine. Nunca me he enfrentado con un mago de tanto poder. ¿De dónde lo habrá obtenido? ¿De dónde diablos vino?
—Hay alguien que está por encima de Verdine. —La sangre se le heló en las venas cuando los recuerdos de Verdine se agolparon en su mente como una marea tóxica. Jamás había sentido algo tan malévolo—. Mucho más alto y más poderoso.
—Estás seguro... Sí. Veo que sí. ¿Quién es?
—No sé cómo se llama, pero le conoceré si lo veo.
—¿Leíste la mente de Verdine?
—Por desgracia sí. —Un vértice de oscuridad que casi se había tragado a Gabriel. Tal como estaban las cosas, iba a pasarse sin dormir algunas noches hasta aceptar los recuerdos de la vida de Verdine.
—¿Alguna pista de quién o de dónde puede venir?
—Tendré que meterme en el refugio.
—Hazlo pronto, hermano.
—Sí. Te escucho.
—Lo que no entiendo —Duncan miró en derredor— es por qué no mató a Edén en vez del doctor Kirchner, en primer lugar. Siendo dueño de la compañía para la que ella trabajaba, él tuvo acceso al robot desde el principio y sobradas oportunidades de asesinarla o secuestrarla. ¿Por qué matar a Kirchner y esperar hasta ahora para intentar doblegarla a su voluntad?
—Poder. Control. La excitación de la caza. —Y mezcladas con esas emociones estaban la lascivia, la codicia y la envidia. Verdine, a su manera enfermiza, amaba a Edén.
—Él asesinó a Kirchner para atemorizarla, creyendo que al final, él sería la única persona en la que ella confiaría; que ella cambiaría de parecer respecto a fabricar el robot según sus requerimientos y que con su experiencia lo ayudaría a formar un ejército de robots.
—Pero ella confió en ti.
Gabriel sentía que le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes.
—A veces —dijo con amargura— hasta un genio elige mal.
—Ahora tendrás sus poderes, lo sabes —le dijo su hermano.
—Dios... —Él no había pensado en eso. No había tenido tiempo.
—Ahora no pienses —le dijo Duncan comprendiendo perfectamente—. Tienes otro problema que resolver.
—Edén.
El hermano sonrió.
—En realidad, me refería a MacBain. Viene para aquí. Voy a provocar una interferencia. Vete.
Gabriel miró, en el lado opuesto, el retrato donde los ojos de Edén brillaban de orgullo. Se dirigió resueltamente hacia ella.
—Hay que informar de inmediato a la oficina central —dijo Sebastián a su espalda, mientras Stone gritaba:
—¡Eh!, ¿adónde vas? El consejo quiere hablarte ahora mis... ¿Adónde vas?
—Por la mañana —dijo sin darse vuelta.
—¿Qué pasó con los robots? —le preguntó Fitzgerald.
—Por ahora, se encuentran resguardados —respondió Gabriel sin detenerse. Sentía una opresión en el pecho por la emoción reprimida. Habría preferido enfrentar solo y a puño limpio a cincuenta policías antidisturbios armados hasta los dientes en lugar de hacer lo que estaba por hacer—. Necesitaremos hacer análisis y estudios de probabilidad antes de que los destruyan.
Habría que rendir un parte de la operación, llenar informes, asistir a reuniones, responder preguntas.
Pero lo primero era lo primero.
Se paró debajo del cuadro e hizo bajar a Edén a su lado. En el momento en que ella se dio cuenta de donde estaba, se lanzó a sus brazos. Lo abrazó del cuello hasta casi estrangularlo. Restregando su cara contra la garganta de Gabriel dijo:
—Estaba muerta de miedo por ti.
Gabriel la abrazó del mismo modo, enterrando la cara en su pelo que olía a flores.
—Estoy bien. —Bien, pero se sentía decididamente vacilante. La sensación que había experimentado un rato antes con los fuegos artificiales era completamente nueva. Le llevaría un tiempo entenderlo.
La joven levantó la cara y Gabriel, sin hacer caso del grupo de hombres que estaban en la habitación con ellos, la besó en la boca como el hombre que aspira la última bocanada de aire antes de ahogarse. Cuando por fin se separaron, ninguno de los dos podía respirar. Todavía abrazados, ella le sonrió, con ojos recelosos. Debajo de la euforia de felicidad subyacía una sensación opuesta. Le dolía mirarla, sabiendo que debía retener cada uno de sus rasgos en la memoria para recordarlos durante los largos años estériles que tenía por delante.
Una sonrisa débil tembló en sus labios.
—Te dije que el anillo de abuela Rose haría efecto. —Gabriel le devolvió la sonrisa que no alcanzaba para esconder la seriedad de sus ojos—. Funcionó ¿no es verdad?
Apoyó la cabeza en la de Edén, aspirando su perfume limpio, a flores. Por última vez.
—Sí. Funcionó —le contestó con una ligereza forzada—. Bien por la abuela Rose. —Pero él sabía que el anillo no tenía nada que ver. Era Edén quien le había dado la fuerza y el poder para vencer a Jason Verdine; Edén la que había hecho esencial la necesidad de supervivencia; Edén cuyo corazón él estaba a punto de arrancar y pisotear.
Cerró los ojos, abrazándola muy fuerte mientras los acontecimientos de las últimas horas se dispersaban como humo alrededor de ellos.
Edén le peinó el cabello de la sien con los dedos y murmuró suavemente:
—Llévame arriba y hazme el amor.
Él notó que bajo la piel fina de la garganta, su corazón latía apresuradamente como un pájaro enjaulado. La oscuridad aterciopelada de sus ojos evidenciaba todo lo que ella sentía. Sin embargo, su mirada era firme.
Gabriel titubeó.
Un hombre condenado se merecía al menos eso, sin ninguna duda.
Edén se alzó un poco para acariciarle la comisura de los labios con su boca. Sus labios se demoraron un instante más, antes de apartarse.
—Llévame arriba, mi amor. ¡Ah, no! —dijo con una risa burlona que abrió una herida nueva en su corazón—. Sin ayuda de tu magia. Quiero que seas tú el que me lleve.
—¿Subir todos esos escalones?
Masculló, dispuesto a fingir, como ella, que podían ser alegres amantes; dispuesto a fingir, un tiempo más, que aquel no sería el último adiós.
—Por supuesto. Vamos. Tú puedes hacerlo. Si eres capaz de vencer al mago más poderoso de la tierra, puedes cargar conmigo unos cientos de escalones.
Rió alegremente cuando él la alzó en sus brazos y se dirigió precipitadamente hacia la puerta.
Los hombres se hicieron a un lado para dejarlos pasar. Edén, haciendo caso omiso de ellos, enlazó el cuello de Gabriel con sus brazos y acurrucó la cabeza contra su pecho como si lo hubiera hecho toda la vida.
Se cruzaron con MacBain en mitad de la habitación destrozada.
—¡Ah! Este desastre es desmesurado —farfulló el anciano, que veía por primera vez la destrucción. Pateó un pedazo de revestimiento de cedro que había en mitad de la alfombra con su zapato negro muy lustrado y lo mandó a un costado.
Chasqueó la lengua, recogió del suelo el vaso de whisky de Gabriel y lo puso en la bandeja de plata retorcida por el calor.
—Esto me llevará por lo menos... Ah, ay. Ese sí es un truco ingenioso. ¿Habrá llegado para quedarse? ¿Será para siempre?
Gabriel lo había pensado, y la habitación volvió completamente a la normalidad. Nada roto, nada torcido. Ninguna señal de que Jason Verdine había estado allí alguna vez. Era como si nunca hubiera sucedido nada. Ojalá.
Sorprendido, su mirada fue de MacBain a su hermano, y luego a Edén y, finalmente, se encogió de hombros.
—No tengo ni la menor idea. MacBain, acompaña amablemente a nuestros huéspedes a la puerta de entrada. Después, desconecta el timbre; no estoy en casa para nadie.
Tan pronto como la puerta se cerró tras ellos, Edén le acarició la mejilla con tal ternura que sintió dolor.
—Me enviarás de regreso a Tempe, ¿no es verdad?
Hostia, aquello sería mucho más fácil si ella no estuviera tan en sintonía con él. ¿Cómo había sucedido tan rápido? Ahora que la había encontrado, ¿cómo podría dejarla?
Aléjate de la mesa.
Se detuvo en mitad del inmenso corredor de entrada. El eco de sus pasos solitarios hizo que por primera vez se percatara del desierto que lo rodeaba.
—¿Preferirías que te mandara desde aquí?
—No. No quiero irme hasta que no sea imprescindible.
—¿Una follada de despedida? —ironizó, optando por la burla, por el insulto, porque ella lo abofeteara pidiéndole que la mandara a cualquier sitio que no fueran sus brazos. Sentía orgullo del tono de su voz frío, como si no pasara nada, aunque hubiera preferido mil veces soportar una nube de hormigas.
Edén escudriñó su rostro, los ojos turbados.
—Llámalo como quieras, Gabriel Edge —le respondió con aspereza—. Sé lo que es. No ridiculices lo que sentimos, lo que somos, porque te sientes acorralado y no puedes controlar la situación.
Gabriel empezó a subir la escalera.
—Esto no tiene nada que ver con controlar. —Mentía. Por supuesto que tenía que ver, porque él tenía que recurrir a cada átomo, a cada partícula de su capacidad de controlarse para no caer arrodillado a sus pies y rogarle que se quedara.
—Aquí no —le dijo categórica cuando vio que él vacilaba—. Si ésta ha de ser la última vez que hagamos el amor, quiero que sea en tu cama. —Gabriel apretó la mandíbula y ella le acarició el pelo mientras subían. La luz del sol se colaba por las ventanas en lo alto de la escalera, iluminándolos—. Sabes, te echaré terriblemente de menos.
—¿Quieres tener sexo o no? Puedo enviarte a casa con tiempo para la cena.
—Hmm. —Con la cabeza apoyada en su corazón, Edén escuchaba el ritmo irregular con que latía su corazón—. Una cena solitaria. Macarrón envasado con queso. Un asco.
Le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes.
—Pide que te traigan algo.
—No tendré empleo.
—Eres un genio —le dijo brevemente y con un tono que no se parecía al de un amante—. Encontrarás otro trabajo.
Ella le pasó un dedo por dentro del cuello de la camiseta mientras caminaban y el cuerpo del hombre reaccionó como siempre ante el contacto. El roce del pelo de Edén en su mentón lo llenó de un deseo vehemente que él sabía que era sólo la punta del iceberg. Aunque era la décima parte de lo que sentía, ya lo obnubilaba.
—¿Heredarás los poderes de Jason?
—Sí. —Sospechaba que no tenía posibilidad de elección. A Duncan le importaba un bledo acumular poderes mágicos; a Gabriel tampoco le importaba un ardite con tal de poder hacer su trabajo, con o sin magia.
—¿De verdad? —Se quedó callada mientras subían los peldaños, y después agregó pensativa—: Tengo un proyecto de investigación fascinante en el que me gustaría hincar el diente. Personal, por supuesto. No es algo vaya a publicar nunca. Pero llevaría toda la vida...
Gabriel se paró en seco, y la alejó como si estuviera contaminada.
Ah, viejo. Ahí vamos otra vez. Edén lo miró con los ojos entornados mientras permanecían de pie en mitad del ascenso: ni al pie de la escalera, ni en la cima. Otra metáfora que venía muy a propósito, pensó.
El hombre era más terco que una mula, por Dios. Estaba por pedirle a la tátara tatarabuela, cuya mirada los fulminaba desde el retrato colgado a sus espaldas, que interviniera. Edén se sentía casi tan infeliz como parecía serlo Finóla Edridge.
Cruzó los brazos sobre el pecho y se inclinó sobre la balaustrada.
—¿Qué problema tienes ahora?
Ella sabía cuál era su problema, sólo que ignoraba la solución. Si él fuera un programa de computación, ella sería capaz de arreglarlo. Pero era un hombre de carne y hueso y Edén no tenía idea de cómo estaba programado. Qué lástima que no existiera un manual para eso.
—Mira —gruñó, al parecer con su escasa paciencia colmada—. No sé cómo expresarme más claro de lo que lo hice. Eres una hermosa mujer. Me gustas —dijo entre dientes—. Pero no tenemos futuro, ¿es que no lo entiendes?
Estaba muy serio y su semblante le provocó un dolor en el pecho. Dios. Ella era terrible respecto a estas cosas entre hombre y mujer. Terrible, y torpe, y tan... Dios. Lo amaba tanto. Decían que era una científica brillante, la mejor en su especialidad, y sin embargo, le faltaba lo necesario para retener a un hombre.
No a cualquier hombre, sino a este hombre, con sus ojos angustiados y su fe inconmovible en una maldición hecha hacía quinientos años. Los estudios académicos, la formación científica de Edén... nada de eso le haría cambiar de opinión. ¿Cómo podía refutar lo que él creía?
Se enderezó y siguió subiendo, mientras su cerebro trabajaba a mil por hora.
—¿No habrá sexo en nuestro futuro? ¿No te parece que es una actitud extrema? —le preguntó con ligereza ¿Con demasiada ligereza acaso?, se preguntó mirándole la cara; no porque su semblante revelara algún indicio de lo que pensaba. Era un hombre difícil de interpretar. No, pensó Edén, con el corazón a punto de estallar, la boca seca. Era un hombre imposible de interpretar.
¿El corazón podía quebrarse? ¿Literalmente hablando? Sabía, intelectivamente, que no era así. Pero ella sentía como si se le hubiera roto. Llegaron al rellano de la escalera y se dirigieron hacia el dormitorio de Gabriel. El sol entraba a raudales por las altas ventanas, dibujando remolinos en la alfombra roja, negra y dorada, y formando brillantes haces de luz y sombra en toda la extensión del corredor ridículamente largo.
Se detuvo junto al retrato de la adusta Janet Edridge.
—No hablar del elefante que está en la habitación, no significa que el problema no existe{5}, Gabriel.
—Por Dios, Edén. —Su rostro estaba apesadumbrado y sus ojos ardían al mirarla—. ¿Te comportas como si fueras obtusa? Te lo explicaré mejor: juntos no tenemos futuro. Hemos pasado unos días maravillosos dejándonos atrapar por el momento. Las reacciones extremas ocurren ante situaciones igualmente extremas.
—¿Vas a insultar mi inteligencia sugiriendo que lo que yo siento por ti es producto del síndrome de Estocolmo?
—Por supuesto que sí. —La contundencia de su voz le rompió el corazón.
No tenía sentido discutir el tema, y ni siquiera lo intentó. Le dolía respirar. No sabía qué hacer con las manos porque deseaba abrazarlo y no soltarlo nunca. Su mago. El de ella, maldición.
Él parecía tan imponente, de pie, oscurecido por un haz de sombra, mientras ella estaba iluminada por un haz de luz.
Un hombre que no debería existir, en un lugar que no debería existir.
Él la amaba. Ella sabía que él la amaba.
¿O no la amaba?
¿Podría amarla?
Sentía un dolor en el pecho de sólo mirarlo. El puente levadizo estaba alzado y las armas listas en los puestos de combate. Quizá confundía las metáforas, pero él parecía encerrado en sí mismo. Desinteresado. Desvió los ojos sin propósito fijo hacia el rostro estoico de Janet que asomaba detrás del hombro de Gabriel.
Ayúdame, Janet.
Edén arrugó la frente con un gesto de sorpresa. Había algo distinto...Volvió a mirar a Gabriel, que todavía parecía hosco.
—Creo que sería mejor si te enviara de regreso a casa ahora —dijo sin ninguna inflexión en la voz—. ¿Para qué prolongar nuestro adiós?
Ella inclinó la barbilla. El que no arriesga, no gana. Nunca se perdonaría si al menos no trataba de hacerle comprender a aquel cerebro de madera lo que ella sentía.
—Creo que sería mejor que tratásemos de empezar por decir la verdad y avancemos a partir de allí.
—¿Cuál verdad?
—Te amo, Gabriel Edge. Te amo con todo mi corazón y toda mi alma, de aquí a la eternidad. Ahí tienes. Ahora te toca a ti.
Él soltó una risa breve.
—Dios, eso es lo que amo de ti. Vas siempre directo al grano.
¿Pero él amaba algo más que su lengua mordaz?
—Olvídate de las consecuencias por un minuto. ¿Me quieres?
—No puedo olvidarme de ellas ni siquiera un minuto.
—Responde mi pregunta.
—Sí. Diablos, sí. Te quiero. Con cada aliento de mi cuerpo y cada latido de mi corazón. Pero...
Sintió que se le cortaba el aliento, se acercó a él, y temblando le dijo:
—Eso es lo único que importa.
—Pero lo que sentimos es algo inmaterial —continuó él, como si ella no hubiera hablado. No la tocó, pero tampoco retrocedió como ella esperaba—. Prefiero vivir el resto de mi vida sin ti, antes que saber que no estás segura, antes que arriesgar tu vida.
Edén sintió que un nudo le cerraba la garganta.
—¿Lo que yo piense no importa?
—No te opongas. No lo hagas.
—Tus padres estuvieron juntos dieciocho años.
—Estuvieron separados dieciocho años.
—Entonces tenemos que descubrir una forma de poner fin a la maldición.
—Durante cinco siglos los hombres de Edge lo intentaron y fracasaron. No —dijo bruscamente cuando ella extendió la mano para tocarle el brazo—, no me toques. Estoy a punto de estallar como un misil.
—¿Debo alejarme del mago?
—Debes alejarte del hombre que desea creer que todavía existe la más diminuta, la más vaga y pequeña esperanza de hacer que esto funcione, pero sabe que eso es imposible.
—¿Qué pasará si lo intentamos? Dios, Gabriel. ¿No podemos intentarlo al menos?
—Morirás.
—Estoy dispuesta a correr ese riesgo. Por favor. Moriré si no lo hacemos.
Edén jamás hubiera imaginado que aquellas palabras saldrían de su boca. No era una mujer tan dramática o tan apasionada. Pero ahora creía en ellas: sin ese hombre, ella moriría.
—No morirás. Eso es lo que importa. Sentirás que te arrancan el corazón, pero seguirás con vida y finalmente me olvidarás.
—¿Y tú qué harás? —le preguntó ella tratando de leer sus ojos oscuramente enigmáticos—. ¿Me borrarás de tu memoria?
—Tendría que estar muerto para eso.
Ella no se dio cuenta de que su cuerpo se había preparado para un rotundo: Sí, te olvidaré, y dejó escapar un suspiro profundo.
—Arriesguémonos entonces —rogó ella con suavidad—. Un poco más de tiempo juntos es mejor que vivir toda una vida separados.
—¿Y tú crees que no es eso lo que deseo?
Gabriel trazó el contorno de sus labios, primero el de arriba, luego el de abajo, como si estuviera memorizando la piel de su boca, mientras su mirada recorría sin cesar la cara de la mujer como si estuviera guardando sus rasgos para recuperarlos más tarde, cuando ella ya se hubiera ido.
—Lo que más deseo en el mundo es estar más tiempo contigo. Pero, no. El coste es demasiado alto.
El sol se desplazaba, cambiando los dibujos de luces y sombras del corredor y Edén parpadeó cuando la cinta de luz brillante empezó a moverse sobre ellos, bañándolos con una cálida luz amarillo dorada. Qué estupidez. Si la conversación seguía siendo tan triste y deprimente, preferiría seguir hablando en la sombra
—Estoy dispuesta a arriesgarme.
—Yo no. —Él arrugó la frente con tristeza, acariciándole la mejilla con el nudillo—. ¿Qué sucede? Te has vuelto color ceniza.
—Oh, mi Dios. ¡Gabriel! ¡Mira el anillo de abuela Rose! —Ella le cogió la mano donde algo brillaba bajo la luz cambiante—. Mira el anillo. ¡Mira el anillo!
—Sí, iba a devolvértelo.
—Míralo. —Edén prácticamente vibraba de emoción, con los dedos doblados sobre los de él mientras levantaba las dos manos entrelazadas. Gabriel miró el anillo de plata tan diminuto que no pasaba del primer nudo del dedo meñique, y con la otra mano empezó a quitárselo.
—Querida, lo último que quiero ahora... Muy bien. Muy bien. —Alzó la mano—. Ah. La película negra desapareció. Parece de plata. Un par de corazones... ¿qué es lo que tengo que mirar? —Gabriel levantó la cabeza para contemplarla, perplejo—. Es parecido a... —Los dos se dieron la vuelta al mismo tiempo, con las manos unidas frente al retrato de Janet.
—Parecido no. Es exactamente igual. Fíjate en su dedo, mi amor.
Gabriel miró el retrato de Janet cuyo dedo pálido ahora lucía los dos corazones de plata entrelazados. Era exactamente el mismo anillo que Gabriel llevaba en su mano.
—No puede ser. —Pero su corazón latía tan violentamente como para que él creyera que aquel milagro era posible, con Edén junto a él.
—Sí puede. La maldición está destruida. —Sus dedos apretaron los de Gabriel— ¿Cómo dice el final? «Sólo cuando sea voluntariamente entregado, esta maldición acabará. Para quebrar el hechizo, tres deberán trabajar como si fueran uno.»
—Yo te di el anillo de abuela Rose voluntariamente. ¿Te das cuenta de qué poderes obraron para dejar que mi abuela encontrara el anillo de tu familia en una feria de París, hace sesenta años? ¿Y qué fuerte es para unirnos en estas extrañas circunstancias? Es increíble.
—¿Increíble? Es más bien un milagro.
Gabriel contempló sus manos entrelazadas donde la plata del anillo reflejaba el sol.
—Está caliente.
—Fíjate. Está al rojo vivo.
—«Tres deberán trabajar como si fueran uno.»
—Eso significa que cada uno de tus hermanos debe recibir una de las otras alhajas para destruir completamente la maldición.
Gabriel ya tenía el teléfono en la mano. Edén lo cogió de la muñeca.
—¿Qué haces?
Llamar a Duncan y a Caleb...
—No puedes. Debe ser dado voluntariamente, ¿recuerdas?
—¿Cómo sabrán que es la joya que destruirá la maldición de Nairne? ¿Cómo diablos encontrarán a la persona que la posee ? Tengo que...
—No lo harán. Tú no lo hiciste. No puedes decirles nada, Gabriel. Ni una palabra. Nairne tomó todos los recaudos para que vosotros tres trabajarais juntos para destruir la maldición. —Ella envolvió los brazos alrededor de su cuello—. Me parece que ella quiere decir al mismo tiempo. Deja que cada uno halle la compañera de su vida a su modo. Deja que Nairne tenga la última palabra y que su maldición acabe para siempre.
—¿Cómo aprendiste a ser tan sabia?
—¿Acaso por desesperación? —Su tono era de burla. El sol entraba por encima de sus cabezas, iluminando el retrato de Janet. A Edén le pareció como si la boca de la mujer se hubiera curvado apenas en una sonrisa. Miró a Gabriel.
Gabriel se transportó con ella en un instante a la habitación y aparecieron los dos boca abajo en la cama. Edén abrió los ojos con una sonrisa petulante, tan pronto como Gabriel hizo que sus ropas se desvanecieran. Bañada en la luz amarilla del sol, parecía tan perfecta como un deseo.
—Dios —dijo alegremente, anidando su cuerpo desnudo y cálido en el de él—. Me encanta esta forma de transporte. Me encanta estar desnuda contigo. Te amo.
—Te amo, doctora Edén Cahill. Te amo más que a la vida misma.
Edén acercó la sonrisa de sus labios a la boca de Gabriel y lo besó con todo el amor que tenía dentro de sí.
No podía respirar y no le importaba. Quería que el beso durara más y más. Podría haberle partido un rayo allí mismo, y no le hubiera importado. La boca inteligente, tan inteligente de Gabriel, casi la incineraba. Sintió el placer mientras su lengua acariciaba la de ella, deslizarse y resbalar.
Gabriel separó la boca, respirando tan hondo que su pecho se apretó contra los senos doloridos. Edén lo acercó para darle otro beso que partía el alma.
—No había terminado de decirte cómo me siento.
Él le acarició y vio cómo sus soberbios ojos marrones capturaban la luz cuando alzó la vista para mirarlo y supo que nada, ni siquiera la magia, podría acercarse nunca a la perfección de aquella mujer que tenía entre los brazos.
—Tenemos el resto de nuestras vidas, cariño. Tenemos el resto de nuestras vidas.
—Lo sé. ¿Cuánto de mágico hay en eso?