CAPÍTULO CATORCE
E
l breve lapso transcurrido desde que había abandonado aquella habitación fue suficiente para que Edén dominara su enojo. Ella no tenía inconveniente en perder los estribos, pues siempre fue hábil para debatir y encontraba estimulante una buena discusión. Por desgracia, esos episodios coincidían con aquellas condenadas lágrimas; y ella sacrificaría el placer de debatir con Gabriel si con ello evitaba mostrar algún tipo de vulnerabilidad.
Ella tenía la sensación de que él interpretaría el llanto como señal de debilidad. Y aunque ella podía ser muchas cosas, el ser débil no se contaba entre ellas.
Gabriel Edge iba a enterarse de que ella no era fácil de convencer, por maravilloso que fuera el sexo.
Ni bien entró a la habitación, él se replegó detrás de la mesa, junto al sofá. Edén le sonrió al agente especial Dixon, extendiéndole la mano cuando él le salió al encuentro.
—Gracias por venir tan pronto.
La miró mientras le estrechaba la mano débilmente y le decía de manera significativa:
—Me alegro de que tuviera la precaución de pedir que fuera yo el que la entrevistara, doctora Cahill.
Edén sintió alivio al ver su rostro familiar. Tenía exactamente el aspecto que se suponía que debía tener un agente del gobierno: seguro, afable y discreto. Aunque no hubieran pasado unos buenos quince años de la época de apogeo de su estado físico, tampoco tenía la menor posibilidad de que alguien notara su presencia. No cuando estaba flanqueado por Gabriel y Sebastián. Gabriel lo eclipsaba no sólo por el tamaño sino por algo que tenía que ver con su actitud; la forma en que Gabriel se conducía prácticamente rezumaba confianza y seguridad en sí mismo. Dixon, vaya, parecía un tipo mediocre, suspendido en el punto medio de la escala del éxito.
—No puedo expresarle qué aliviado me sentí cuando recibí la llamada del señor Edge —dijo Dixon con voz monótona y los ojos clavados en los de ella—. La hemos estado buscando desde que... se fue corriendo ayer.
—No corrí precisamente —contestó seca.
Dixon se acomodó con un gesto repetido los mechones de pelo gris que empezaban a escasear.
—El señor Edge me explicó su preocupación por la capacidad de desarrollo que tiene el robot y que él la convenció de...
—Espere un momento, agente —respondió Edén, cruzando su mirada con la de Gabriel—. Por favor, señor Edge, ¿podría hablar un minuto con usted fuera? —Señaló con un gesto las sólidas puertas de madera.
Se dirigió hacia allí, rozando, al pasar por delante, al agente de Seguridad Interior y esperó impacientemente que Gabriel saliera al corredor.
—¿Le dijiste que yo retenía información sobre Rex? —lo increpó
—No dije nada semejante. Está a la pesca de cualquier cosa —dijo Gabriel casi ausente, la expresión sombría e inescrutable. Durante un instante, Edén vio algo en sus ojos. ¿Distracción? Al darse cuenta de que no contaba con su atención, sobre todo en algo tan importante, sintió que un ramalazo de furia le corría por el cuerpo.
—No te daré nada hasta que me convenza de que eres quien dices ser, pero eso no incluye que alecciones a Dixon antes de que tenga la oportunidad de hacerle la primera pregunta.
—No instruí a Dixon. Hice los arreglos para su viaje en avión. —Gabriel miró su reloj—. Ha surgido un problema.
Tengo una reunión dentro de cuarenta y cinco minutos. Pregúntale a Dixon lo que tengas que preguntarle para que podamos seguir con la extracción mental y terminar con esto.
Edén se estremeció. La extracción mental podía ser un procedimiento común y corriente para el señor mago, pero desde su punto de vista se parecía mucho a una gran profanación. Reclinó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos grisáceos. La determinación siempre estaba presente en ellos, pero había algo más.
Los nuevos matices de su expresión daban a entender que existía una preocupación; no, era algo más que preocupación lo que oscurecía sus ojos como tinta. El corazón de Edén dio un salto. Un mal presagio conmovía el aire que lo rodeaba de una forma casi tangible. El daño innominado hizo que el vello del cuello de Edén se erizara.
Apoyó una mano en el antebrazo de Gabriel. Lo sintió caliente y sólido. Habría sido reconfortante que él la rodeara con el brazo. Pero ella no se lo sugirió y el sólo hecho de que él no se hubiera apartado ya era bastante.
—¿Escuchaste algo sobre Rex? ¿Ha sucedido algo malo? —Ella usó el término «malo» en un sentido amplio que abarcaba una multiplicidad de posibles pecados.
—No, ¿por qué? —Algo en la cara impasible de Gabriel hizo que un escalofrío le corriera por la espalda.
—Te noto raro. —Dejó caer la mano que había apoyado en su brazo, porque, aunque él no había hecho ningún movimiento para apartarla, tampoco la alentaba a hacer contacto—. Tengo la sensación de que ha sucedido algo.
Los labios de Gabriel se curvaron en una sonrisa
—Los poderes no se desvanecen frotando una lámpara, Edén.
—No lo digo en un sentido sobrenatural, me refiero a que puedo adivinar por la expresión de tu cara que ha sucedido algo. ¿Qué es?
—Todavía no estoy seguro. La reunión es por ese motivo. Una reunión muy importante, ¿así que podrías mover hasta allí tu lindo trasero? —Y se dispuso a volver a la biblioteca.
—No. —Alargó la mano para cogerlo del brazo, pero esta vez él se movió con rapidez para evitar que ella lo tocara.
Fue una jugada ingeniosa pero terriblemente irritante. Ella deseaba que el rechazo físico de Gabriel no la hiriera tanto—. No si tú te quedas allí dentro con nosotros.
Gabriel le dirigió una mirada amable.
—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Transformarlo en un sapo?
—¿Serías capaz? —le preguntó, distraída un instante por la idea—. No importa. Quiero que me hable sin ambages sobre ti. Según mi experiencia, las personas suelen expresar sus observaciones de manera diferente cuando el sujeto al que se refieren está a unos cuantos metros de distancia.
—Tienes una habilidad increíble para complicar las cosas. ¿Lo sabías?
Ella sonrió dulcemente.
—Así me han dicho. Hazme el gusto, Gabriel. Llama a MacBain, por favor.
—No tengo mucho tiempo. Sin duda, no el suficiente para servirle comida a un tonto. Le diré a MacBain que prepare una canasta de picnic para el agente Dixon. Se la puede llevar cuando se vaya.
—No pido que ninguno de vosotros se encargue de la comida mientras converso con él. Sencillamente quiero que MacBain, en quien confío, te vigile, aquí, mientras hablo con el agente a solas.
—¿Confías en MacBain y no en mí? —le preguntó enarcando una ceja oscura para darle más fuerza a la expresión.
—Sí. MacBain no me secuestró. MacBain no me encerró dentro del castillo. MacBain no...
—Tendría que escuchar los suaves suspiros que das cuanto te excitas.
Sobresaltada, aspiró una bocanada profunda de aire para calmarse.
—Es cierto, pero irrelevante.
Estiró la mano para comprobar lo rápido que se movía él. Rapidísimo, pensó con un asomo de diversión cuando se puso fuera de su alcance otra vez. Si la situación no fuera tan absurda como para reír, debería ponerse a llorar.
Ella sabía que él la deseaba con un ansia tan poderosa como la suya. No comprendía por qué ahora se resistía a que ella lo tocara.
Suspiró. Él no podría haber sido más explícito respecto a sus sentimientos si hubiera alquilado un avión de ésos que escriben en el cielo para convencerla de lo que sentía. Se dijo a sí misma que no estaba decepcionada en lo más mínimo, si es que sentir como si hubiera caído de cabeza de ese avión no fuera una decepción. Idiota.
—Quiero que te quedes fuera, junto a MacBain mientras hablo con Dixon. Hacer a Rex fue una estupidez y ahora está donde no debería estar. No voy a seguir instrucciones para construir otro sin estar completamente segura de que puedo confiar en ti.
Gabriel chasqueó los dedos y MacBain apareció de repente, de pie en el corredor. Parecía más molesto que sorprendido, y dejó escapar un suspiro de disgusto mientras mantenía el cuchillo de cocina sobre el rábano parcialmente cortado.
—Auch. ¿Qué quieres ahora? —dijo irritado—. Como bien podrás ver, estaba en mitad de la decoración de los canapés. Sé buen chico y mándame de vuelta a la cocina para poder terminar mis tareas.
—Lo siento, viejo, ella quiere que estés aquí.
MacBain se dio vuelta hacia Edén.
—¿Tiene algún pedido especial, doctora Cahill?
—No lo pierda de vista ni un momento.
—Sí. ¿Qué tengo que vigilar, exactamente?
—Que se quede aquí—Edén señaló el lugar donde Gabriel estaba parado. No quiero que se mueva de este lugar. Ni un centímetro, ni un milímetro. Ni un pestañeo.
—Como usted lo desee.
¿Doctora Cahill? —llamó Dixon desde adentro de la biblioteca.
—Voy —respondió Edén, mirando a MacBain a los ojos—. ¿Me lo promete?
—Será como si estuviera pegado al suelo, Doctora. Continúe con sus cosas con la mente despejada.
Edén sabía que eso era improbable; y más aun cuando tenía que decirle a los de Seguridad Interior que no había sido del todo honesta con ellos desde el asesinato de Theo. Oh, sí eso incluía todo lo referido a Rex y lo que era capaz de hacer.
Volvió a la biblioteca. La figura de Sebastián Tremayne se imponía sobre la del agente Nixon.
—Fuera requieren su presencia. Cierre bien la puerta al salir.
El amigo de Gabriel tenía unas cejas muy expresivas, concluyó Edén cuando éste pasó delante de ella.
—Sí, señora —respondió desabridamente. La puerta se cerró en silencio detrás de él.
Dixon recorría con los dedos los volúmenes de cuero que tapizaban las paredes de la biblioteca.
—Una colección impresionante —murmuró dándose la vuelta y mostrando una sonrisa forzada.
Después de indicarle una silla, ella se sentó en la punta de uno de los sofás y esperó a que estuvieran frente a frente antes de empezar. ¿Por dónde comenzar? ¿Por las mentiras o por el robot? Era una pena que no existiera una tercera alternativa. Por fin decidió aspirar una bocanada de aire y largar todo en seguida. Le habló sobre Rex, le explicó que el robot era indestructible, dotado de capacidad de raciocinio y que, con los ajustes de programación adecuados, ese razonamiento podía incluir el lógico exterminio de la raza humana. Rex tenía todo lo necesario en lo referente a inteligencia artificial: razonamiento secuencial avanzado, respuesta anticipada de opciones, todo lo que cualquier máquina necesitaría para responder ante cualquier emergencia o situación. Todo, salvo humanidad.
—Puesto que Rex no incluye un factor de empatía o redención en su circuito —le dijo Edén—, un toque adecuado en el tablero de su memoria podría convertirlo en el arma perfecta de los terroristas. Una máquina de asesinar intrépida, sin conciencia e indestructible, capaz de producir la muerte en forma devastadora.
La expresión de Dixon era prudentemente neutral.
—Habla de él como si fuera un chico, doctora Cahill.
—Trabajé en Rex durante seis años, agente. Es imposible no otorgarle caracteres antropomórficos a algo que fue una parte tan importante de mi vida.
—¿Es por ese motivo que hizo indestructible al robot?
Edén lo miró sobresaltada. ¿Lo había hecho inconscientemente? ¿Había querido que Rex, de alguna forma, fuera una presencia constante en su vida? ¿El hijo que nunca tendría? ¿Había abandonado en algún momento la idea de encontrar alguna vez a alguien con quien compartir su vida? Dios, aquello era penoso.
—No —le contestó, no muy segura de nada a esas alturas—. Lo fabricamos de esa forma para que pudiera desempeñar su tarea. Costó millones de dólares y hacer que se destruyera cada vez que llevaba a cabo su función no resultaría económico. Hay una sola manera de que... el Rx793 pueda ser destruido.
Dixon pareció sorprenderse.
—¿Existe alguna? ¿Cómo?
—Otro robot.
El hombre arrugó la frente.
—Creí que me había dicho que el laboratorio estaba destruido, los discos duros, borrados y los diagramas, robados o destruidos.
—Es cierto. Pero aquí es donde aparece Gabriel Edge.
Dixon se levantó y luego empezó a caminar de un lado a otro por el pequeño espacio que había entre la silla y el sofá.
—Me alegro de que él nos haya contactado. —Se inclinó para coger la pesada Biblia que Gabriel había dejado en la mesita ratona—. Y lo mismo el señor Verdine.
Dixon hojeó algunas páginas mientras hablaba. Levantó la cabeza y se encontró con que ella lo observaba, y la expresión de sus... la desagradable expresión con que miró a Edén le puso la piel de gallina. Por qué, no podría decirlo. Él jamás la había inquietado a ese extremo.
Ella acababa de decirle que había una manera de destruir al robot. Sin embargo, él había seguido hablando del tema sin que se le moviera un pelo. Trató de leer su semblante. Pero tenía el mismo don de Gabriel de mantener el semblante impasible. Un pequeño estremecimiento le sacudió las terminaciones nerviosas. Una sombra que sobrevolaba su tumba, como solía decir la abuela Rose.
—Verdine ha estado muy preocupado por usted —le dijo, bajando la vista mientras pasaba una página—. Hasta llegó a ofrecer la suma que pidieran con tal de que la devolvieran.
Esta vez, cuando él alzó la vista, Edén se dio cuenta de que aquella mirada había sido obra de su imaginación. Dixon era agente gubernamental, no estaba comprometido personalmente en el asunto.
Las circunstancias le hacían ver cosas inexistentes.
Era halagador saber que un hombre como Jason Verdine estaba dispuesto a usar sus recursos financieros personales para asegurarse de que ella retornara ilesa. Perfecto. No exactamente que ella regresa ilesa, sino su mente y sus habilidades. De todos modos...
—Dele las gracias en mi nombre.
—Déselas usted misma —insistió Dexter—. Le llevaré conmigo de regreso a Tempe.
—No es tan fácil. Repito lo que le dije hace un minuto: no hay ninguna forma, ningún elemento, ningún dispositivo que pueda destruir al robot. Nada. Si lo que todos nosotros sospechamos es verdad y los terroristas tienen a Rex, entonces hay que fabricar otro robot con más capacidad y fuerza.
Esta vez, incluiré un dispositivo de autodestrucción para que una vez que el nuevo robot haya destruido al primero, nunca más nos enfrentemos a una situación como ésta. Igual contra igual. Es la única forma de destruirlo.
Dixon tiró la pesada Biblia sobre la mesita ratona con un golpe tan fuerte que le hizo estremecer.
—Razón de más para llevarla de regreso a Tempe lo más rápido posible.
Edén dijo que no con la cabeza.
—Lo haré aquí. En el piso de arriba hay un laboratorio de última generación y, francamente, teniendo a Gabriel Edge y a T-FLAC para protegerme estaré mucho más segura que volviendo a un laboratorio al que ya han entrado a robar. Dos veces.
—¿T-FLAC? —dijo Dixon sin comprender—. Lo siento. No conoz... ¿Es la parte del robot que usted hizo?
Muy bien. Algo andaba mal. Él estaba equivocado.
Edén se paró demasiado rápido, al parecer, ya que sintió un leve mareo. Se apoyó en un brazo del sofá.
—T-FLAC. No recuerdo qué significa el nombre, pero Gabriel dijo que vosotros lo conocíais. Que conocían el grupo con el que él trabaja. Ellos... —se interrumpió para tragar saliva, a la espera de que se aliviara el persistente zumbido que resonaba en sus oídos. No desaparecía y se sentó rápido esperando no morirse. Se humedeció los labios—. Es una organización antiterrorista. Está de nuestro lado.
El agente especial Dixon la miró preocupado.
—Nunca oí hablar de ella, y si esa organización existe, querida, le puedo asegurar que yo lo sabría. T-FLAC no existe —le dijo—. Mire, conocemos muy bien a este tipo, Edge. Es un demente, doctora Cahill. Un delirante. Tenemos un archivo sobre él de medio metro de alto. Dice ser de todo desde hábil espadachín hasta mago.
Daba la impresión de que la habitación, más que girar, se derretía. Edén trató de fijar la vista, pero parecía que estaba contemplando el mundo a través del fondo de un vaso.
—Él... puede... ser... per... persuasivo.
—Es una lástima —dijo Dixon, con tono áspero—. Tenía la esperanza de que no hubiera caído bajo su hechizo, pero ya que así ha sido, no me queda otra alternativa.
Otra alternativa que hacer qué, intentó preguntarle mientras Dixon flotaba sobre ella. Edén se resistió cuando él le pasó los dedos casi amorosamente por la garganta, y le apretó despacio el cuello. Dixon se retorció, al mismo tiempo que la tiraba al suelo. Dios, qué fuerte era. Quería luchar con él, pero sentía el cuerpo increíblemente pesado y espantosamente insensible.
¡Gabriel! ¡Entra!
Sus ojos se cruzaron con los de Dixon mientras él la tenía suspendida en el aire cogiéndola de la garganta. Estaba furioso. Loco. Dios... decidido a todo. La aferraba con tanta fuerza que los oídos le zumbaban y veía como olas oscuras agitándose ante su vista.
Gabriel.
—No puedo permitir que haga una copia del robot o que lo destruya, doctora Cahill —le dijo con rudeza—. El prototipo ya está en plena producción.
—¡No! —Ella trató de clavarle las uñas en las muñecas mientras él le apretaba implacablemente la tráquea con los dedos. Puntos negros y dorados danzaban enloquecidamente ante sus ojos y sintió que la conciencia desaparecía de su cuerpo.
—Usted debió haber muerto aquella noche con el doctor Kirchner, Edén. La investigación debería haber muerto con usted. —La presión de los pulgares era cada vez mayor. Ella daba arcadas, luchando por respirar un poco de aire—. Oferta y demanda, nena. Oferta y demanda. Ahora yo domino ambas.
Con la última gota de fuerza que le quedaba, Edén aplastó las palmas contra el pecho de Dixon tratando de empujarlo.
Las manos atravesaron su figura.
—¿Qué diablos? ¿Oís...? —Gabriel abrió de golpe las puertas de la biblioteca que dieron con estrépito en la pared e irrumpió en la habitación seguido de Tremayne y MacBain.
Había oído a Edén gritar su nombre dentro de su cabeza.
Recorrió con la vista la biblioteca bien iluminada.
Dios. Vacía.
No era posible. Había rodeado a Edén con un hechizo protector, y había sellado todas las puertas y ventanas sólo por precaución. Nadie podía haber entrado o salido sin que él lo supiera
—Aquí no hay nadie —dijo Sebastián desconcertado.
Gabriel señaló el débil resplandor que iluminaba dos siluetas entrelazadas, cerca del sofá, en el fondo de la habitación. Eran apenas un brillo transparente. La figura fláccida de Edén colgaba a unos treinta centímetros del suelo mientras Dixon la suspendía del cuello con las dos manos. El corazón de Gabriel se le subió a la garganta y el miedo lo paralizó por una milésima de segundo. Pero catorce años de entrenamiento en T-FLAC no habían sido en vano y de las puntas de sus dedos salió una poderosa corriente eléctrica que dio rienda suelta a su furia. Sin advertencia. Sin gritos. Que el hijo de puta la reciba con todo.
Fragmentos irregulares de energía, con los bordes serrados y de color verde gélido, semejantes a rayos, salieron disparados de sus manos en dirección a las figuras opacas. La corriente impactó con fuerza en el costado del hombre haciéndolo tambalear. Gritó una maldición sacudiéndose por el impacto de otro rayo, y del siguiente.
—Suéltala —gruñó Gabriel, mientras avanzaba disparando otra salva. Su puntería era certera y el hombre gritaba cada vez que un rayo le daba en la cabeza.
Gabriel lo estaba jodiendo.
Ahora la imagen era tan débil como un recuerdo.
El maldito desgraciado la iba a hacer desaparecer. Dios...
Gabriel apareció entre Edén y Dixon en un soplo, transformó su brazo derecho en la mano de una pantera, y arrasó la cara de Dixon con sus garras afiladas como una navaja.
El hombre desapareció sin hacer ningún ruido.
Gabriel giró en redondo, justo a tiempo para coger a Edén que se había materializado y cayó en sus brazos.
—Tremayne.
Cuando Sebastián llegó a su lado, Gabriel le entregó a Edén de mala gana.
—Sácala de aquí. ¿MacBain?
—Sí. La tenemos. Vete.
Todo en él clamaba por quedarse para asegurarse de que Edén estaba ilesa, pero ni Tremanyne ni MacBain eran capaces de enfrentarse con un intruso de aquella clase. El hecho de que un hechicero hubiera logrado atravesar la barrera de protección que Gabriel había levantado alrededor de Edén y del castillo era motivo suficiente para estar muy preocupado. Así que hizo un reconocimiento veloz como un relámpago de cada habitación, de cada palmo del castillo; de los veinte mil metros cuadrados, en menos de cinco minutos.
Nada.
Ninguna señal. Ningún residuo. Ni un indicio en absoluto de que un poderoso hechicero había estado dentro del castillo de Edridge.
Al volver a la biblioteca, vio que los dos hombres habían acostado a Edén en uno de los sofás y la habían tapado con una manta liviana.
Sebastián alzó la vista.
—¿Encontraste algo?
—Nada de nada, maldición. —Gabriel no tenía ojos más que para Edén—. ¿Cómo está? —Atravesó la habitación dando grandes zancadas, arrodilló una pierna junto a ella y, poniéndole dos dedos en la garganta, le tomó el pulso: apenas un débil hilo, pero seguía allí. El pulso empezó a subir inmediatamente con su caricia.
—Al parecer, mucho mejor cuando tú estás por aquí —respondió Sebastián desde la mesita donde estaba sentado ante Edén—. Fíjate, la tocaste y las mejillas se tiñeron de un rosa más fuerte. Un truco genial. —Se puso de pie y agregó—: Iré a hacer algunas llamadas a la oficina central.
—Sí. Hazlo.
—Me tomé la libertad de colocar un recipiente en el suelo por si acaso. —MacBain se corrió para que Tremayne pudiera pasar—.A la muchacha no le sienta bien tanto traqueteo.
Gabriel miró su reloj. Edén hacía cinco minutos que estaba inconsciente. Le golpeó la mejilla con suavidad.
—Despierta, querida. ¿Lo usó? —le preguntó a MacBain. La sensación que él sentía en el pecho era tan poco habitual que por un instante creyó que sufría un ataque cardíaco.
Pero era miedo.
Un miedo que un rato antes casi lo había debilitado. Miedo no por él, sino por Edén.
—No, todavía no. No ha abierto los ojos. Algo no anda bien en este dudoso asunto, acuérdate de lo que te digo.
Un eufemismo.
Gabriel levantó la manta, y examinó escrupulosamente el cuerpo de Edén buscando alguna herida; gracias a Dios parecía no haber ninguna. Le desabrochó el primer botón de los vaqueros, le bajó la cremallera unos centímetros y la cubrió otra vez con la suave manta de terciopelo.
—Tu hechizo protector jamás ha fallado, ¿y ahora?
Le preocupaba mucho no haber percibido la presencia del otro mago. Aun el mago más débil, más inexperto, emitía energía, y, sin embargo, él no había captado nada, ni siquiera algo que se pareciera a un maldito destello de energía.
—Está claro que es más poderoso que yo —dijo sombrío Gabriel, descansando su mano en el corazón de la joven que latía con ritmo regular y deseando que ella abriera los ojos. ¿Quién era este mago y de dónde hostia había venido? Lo más importante en ese momento era averiguar por qué había intentado llevarse a Edén. ¿O su intención había sido matarla? ¿O era el blanco más fácil? No saber lo aterrorizaba.
—Ésa no es la única razón para que el hechizo no funcionara, ¿verdad?
—Si no fuera más fuerte, habría sido incapaz de eludir mi hechizo.
MacBain se paró al lado y se aclaró la garganta:
—«Cuando una compañera de vida es elegida por el corazón de un hijo, ninguna protección servirá, el triunfo es mío una vez.»
El dolor que oprimía el pecho de Gabriel se hizo más intenso. Joder. Era lo único que le faltaba para complicar las cosas, pensó, acuciado por el deseo de meterse los dedos en los malditos oídos y tararear una canción como hacía cuando era niño para no escuchar la teoría de mierda de MacPain{4}.
—Ella no es mi compañera de vida.
—Niégalo todo lo que quieras, muchacho. Es lo que es.
—Ni siquiera hace una semana que la conozco.
—A veces el corazón no necesita más tiempo.
—No estoy enamorado de la mujer, MacPain. Recuerda eso.
—No lo olvidaré —dijo el anciano, gracioso como siempre—. Marcaré la fecha y la hora en mi diario.
—¿No tienes nada mejor que hacer que estar encima de mí?
MacBain alzó el cuchillo de cocina y los rabanitos, enarcó la hirsuta ceja blanca.
Cuando volvió en sí, Edén dejó escapar una tos dolorida, áspera. Agitó las pestañas y las separó lentamente revelando unos ojos color chocolate, llorosos y llenos de susto.
—¿Qué...qué?
Sus dedos se entrelazaron en los de él, confiados como los de un niño.
—No intentes hablar —le indicó bruscamente Gabriel.
Ella luchaba por incorporarse apoyándose en los codos, una reacción que él debería de haber previsto, pues aquella mujer tenía un espíritu de acero y una voluntad indomable.
Su ira se reavivó al ver el rojo y morado de las contusiones que asomaban en su garganta. La mezcla especial de ira y miedo que sentía era algo completamente nuevo para él y maldito lo que le gustaba. Lástima que hubiera despachado tan rápido al mago porque hubiera preferido hacerlo explotar poco a poco, con dolor, y preferentemente con Edén a miles de kilómetros de allí.
—¿Por... por qué Dixon trató de matarme? —preguntó con voz ronca y llevándose la mano a la garganta. En ese momento, sonó el teléfono y MacBain lo atendió—. Me parece que me puso un tópico paralizante —dijo desfalleciente.
Gabriel la miró sobresaltado.
—¿Por qué crees eso?
—Debió de haberme narcotizado o algo por el estilo. Estábamos hablando cuando de repente todo se volvió borroso y un segundo después me estaba estrangulando. ¿Por qué diablos hizo todo eso?
—Porque no era Dixon —le explicó MacBain—. Fue control telefónico. Dixon tuvo un accidente camino al aeropuerto de Sky Harbor, en Tempe. Hace una hora que lo declararon muerto. Este es un asunto feo. —Arrugó el ceño—. ¿Puedo volver a la cocina, ahora que estás de regreso?
—Sí.
Gabriel teletransportó distraídamente al anciano y sus rábanos a la cocina.
—Dios, cada vez que haces eso me pone los pelos de punta. —Edén se frotó con cuidado el cuello y arrugó la frente—. Me entrevisté varias veces con el agente especial Dixon y estoy segura de que el que estaba aquí conmigo era él.
—No —le contestó expeliendo aire—. Creo que estamos frente a un metamorfo.
Gabriel conocía un solo hombre capaz de hacer lo mismo, y ese hombre había muerto en España esa mañana.
—¿Un qué ?
—Un metamorfo —repitió Gabriel—. Algunos magos pueden metamorfosearse tomando prestado un cuerpo o una identidad cualquiera. Es raro, pero se han conocido casos.
—Tú puedes hacerlo.
—Sólo en un animal. Un metamorfo puede copiar a cualquiera y tomar en préstamo un cuerpo o una identidad. —Arrugó el ceño—. Conozco una sola persona con esa capacidad.
—Ah, bueno. Entonces sabes quién es este tipo.
—A Lindley lo mataron esta mañana.
—Dios santo. ¿Tienes alguna idea de lo terriblemente absurdo que suena eso? Y el que yo esté acostada aquí, hablando de eso casi con normalidad es... Bueno, no importa. ¿Por qué querría matarme ?
Una buena pregunta, para la que Gabriel también querría tener una respuesta.
—¿De qué hablasteis?
—¿Me puedes dar un poco de agua ? —Gabriel le sirvió un vaso lleno hasta la mitad y esperó a que lo bebiera todo—. Gracias —dijo devolviéndole el vaso vacío.
—Dixon mencionó que Jason Verdine había ofrecido una recompensa si me devolvían sana y salva y entonces le hablé sobre Rex y de lo que es capaz de hacer. Le mencioné que estaba pensando en la posibilidad de construir uno para ti, como una forma de enmendar el error haberlo creado. Le pregunté por ti, por T-FLAC.
— ¿Y?
—Me contestó que T-FLAC no era real. Ah, sí, y mencionó que tú eras un chiflado, lo que, francamente, no me sorprendió mucho. —Edén esbozó una pequeña sonrisa, que no mitigaba en absoluto el temor reflejado en sus ojos y se estremeció—. Luego, me volví visible e invisible alternativamente, y después el hijo de puta me estranguló.
Gabriel la miraba con ojos pensativos y con una intensidad que él notaba que la ponía más nerviosa aún de lo que ya estaba, pero no podía evitarlo. Sentía el olor a miedo mezclado con flores que ella desprendía. Una combinación insostenible, pensó sintiéndose primitivo, rabioso.
Los ojos parecían más grandes, más oscuros en su rostro pálido. Observó los moretones en la garganta blanca y grácil. Una grácil garganta blanca que ahora estaría quebrada como una rama si él hubiera llegado un segundo después y él hubiera logrado transportarla antes de que él entrara en la habitación.
Sintió otra oleada de furia.
Y de miedo. Un terror primordial, profundo.
El hechizo con el que la había protegido hasta ahora, de repente no funcionaba. ¿Por qué diablos no? ¿El otro mago era tan poderoso que un conjuro tan fuerte no servía para disuadirlo?
Rechazó de plano la teoría de MacBain. Enamorarse era totalmente imposible. Hacía años, él y sus hermanos se habían puesto de acuerdo para evitar esa aflicción.
—En el futuro inmediato —le dijo Gabriel tenso—, no quiero que te alejes de mi vista. —Su tono era sombrío e implacable—. ¿Entiendes?
—Por supuesto que entiendo —respondió Edén con el mismo tono—. Hablas mi idioma.
—Porque el hombre que estuvo aquí vino a matarte —dijo seguro como si ella hubiera preguntado.
Edén se estremeció.
—Casi lo logró.
—Nunca más volverá a acercarse tanto.
Gabriel leyó en sus grandes ojos marrones el miedo al rechazo y la duda sobre qué pasaría si ella estiraba la mano, si se quedaría donde estaba o retrocedería más aún.
—Me alegra mucho saberlo —contestó ella.
La agitación y el miedo se mezclaban en sus ojos cuando ella lo miró. Después, la bravuconada se filtró en su voz.
—Lamento que te hayas asustado —dijo ella suavemente, ahuecando la mano en la mandíbula de Gabriel.
Gabriel le cubrió la mano con la suya, presionando los dedos fríos contra su mejilla.
—No me asusté. Estaba furioso... Sí, muy bien. Furioso y aterrado. —Cerró los ojos, luchando, por primera vez en su vida, por analizar y enfrentar de una manera sana y racional las intensas emociones que lo embargaban.
La necesidad, el deseo, la maldita urgencia de tomarla en sus brazos y abrazarla fuerte, de acariciar con sus manos cada milímetro de su delicioso cuerpo para constatar la existencia de alguna herida... le causaban dolor. Al diablo con la promesa que se había hecho a sí mismo de no volver a tocarla.
Atrayéndola más hacia él, la envolvió en un abrazo, y las manos de Edén resbalaron de inmediato alrededor de su cintura.
—No fui yo al que atacaron —dijo aspirando la dulce fragancia floral de su pelo mientras la apretaba dulcemente contra él.
Él tenía que protegerla. Maldición, había creído que podía hacerlo. Saber lo cerca que había estado de perderla hizo que se le contrajeran los músculos, y sintió que el corazón era una roca dura en el pecho.
Tras unos instantes, se separó de ella sintiendo la ausencia del calor de su cuerpo como un desgarro en el alma. Paseó sus ojos por la cara y la garganta de Edén. Aquel maldito hijo de puta le había dejado moretones en la piel sedosa.
—Muéstrame dónde te duele. —La cólera que no había alcanzado a diluirse, instantáneamente reapareció y estalló. Esta vez contra sí mismo. Ella había estado a segundos de la muerte mientras él estaba detrás de la maldita puerta.
Edén inclinó la cabeza para que él pudiera verle mejor el cuello.
—No estoy muy segura de querer que un hombre con aspecto de asesino me revise las heridas. No fue culpa mía.
Con los dientes apretados, Gabriel volvió a pasarle ligeramente la palma de la mano por el cuello, revisando los moretones oscuros con meticulosidad y deseoso de que su caricia borrara las marcas y el recuerdo del ataque. Pero no era tan hábil.
No había cortes ni raspones, ni sangre... Gracias a Dios.
—Por supuesto que no fue tuya, sino mía. —Ella estaba lo suficientemente cerca como para probar en sus labios el terror, pero refrenó el impulso.
—Pensaste que era Dixon.
Le tocó levemente el pelo, y notó que le temblaba la mano. Se puso de pie, mientras en sus entrañas repercutía la decepción que vio en los ojos de Edén. Quería estrujarla contra él y transportarse al piso superior con ella. Deseaba tener el mismo talento de su hermano Caleb para manipular el tiempo, y hacerlo retroceder... ¿hasta cuándo? ¿Una hora atrás? ¿Ayer? ¿Antes de conocer a la doctora Cahill?
¿Se habría sentido un hombre completo de no haberla conocido nunca? No lo creía.
—Debería de haberlo sabido.
—No sé de qué forma.
—Todavía estás temblando. Te traeré algo de beber. ¿Quieres whisky?
—No quiero nada, Gabriel. —Sus ojos oscuros tenían aspecto triste—. Estaba aterrorizada, pero gracias a Dios llegaste justo a tiempo. Todo lo que quiero ahora es que me abraces. ¿Puedes?
Dijo que no con la cabeza apesadumbrado, aunque lo deseaba tanto como Edén.
—¿Puedes levantarte?
—Si debo hacerlo.
—Tengo que ir a una reunión, y por mucho que deseara que estuvieras lejos, aquí es dónde debes estar.
Ella se incorporó apoyándose en el codo.
—¿Una reunión sobre Rex?
—No. Algo muchísimo peor.