CAPÍTULO CUATRO
N
o parece contenta, pensó Gabriel, que tampoco se sentía muy feliz. Estaba parado a un metro sin que ella lo notara, invisible, pero todavía sentía la misma fuerza de atracción que antes en el dormitorio. Dejó que su mirada se deslizara por el cuerpo exuberante de Edén cuando se sentó delante del ordenador.
Cerró un instante los ojos mientras sus sentidos se llenaban de su fragancia, y ansiaba, rogaba, que la insoportable tensión interior se calmara. Ella lo atraía poderosamente. El buen sentido hacía sonar alto la alarma para que se alejara todo lo posible de esa mujer, antes de que fuera demasiado tarde.
Perplejo por la fuerza de la conciencia física cegadora que experimentaba con solo mirarla, Gabriel quería estar en cualquier otro lado menos allí. Quería sentir cualquier otra cosa menos el vehemente deseo que lo abrasaba por dentro.
El hecho de que él la hubiera imaginado desnuda antes de entrar en su habitación esa mañana temprano, y que ella acabara desnuda, lo inquietaba mucho. ¿ Cómo era posible que su subconsciente de repente ejecutara tareas mágicas sin que su pensamiento consciente las ordenara?
Jamás le había ocurrido antes. Tendría que estar muchísimo más atento a lo que pensaba cuando estaba cerca de la doctora Cahill.
A Dios gracias, no tendría que estar allí mucho tiempo.
Lamentablemente, estaba cerca de ella ahora.
Rememoró el espectáculo de sus hermosos pechos llenos, con los pezones erguidos en punta por la excitación, implorando por una caricia suya. Se representó la imagen de sus labios entreabiertos, y los sonidos que ella profería a medida que la excitación crecía, y apretó los dientes hasta que las mandíbulas le dolieron, deseando con todas sus fuerzas que las vividas imágenes se alejaran de su cerebro.
¿Qué sucedería si él simplemente se rindiera ante la poderosa tentación de tocarla? ¿Hasta qué punto sería peligroso tocarla? La lujuria no era amor y Dios sabía que aquello era lujuria elevada a la enésima potencia.
Era inútil tratar de resistir la compulsión de contemplarla. Imposible. Se lo había probado a sí mismo la última vez que la había mirado allí, en el laboratorio, varios días atrás, y esa mañana temprano, antes de que saliera el sol.
Esa mañana fue todavía peor. Él sabía (lo sabía) que volver a ver a esa mujer sería peligroso, ¿pero qué otra alternativa le quedaba?
La maldición.
La desgraciada e infame maldición seguía perfectamente viva, y le mordía los talones. Gabriel se sintió atraído por aquella mujer desde que puso sus ojos en ella por primera vez.
Una atracción que jamás en su vida había sentido, pero que reconoció inmediatamente y le produjo un miedo terrible.
Cuando una compañera de vida el corazón de
un hijo elija,
no habrá protección, habré vuelto a triunfar.
No dejaría que aquello fuera tan lejos. Diablos, no. Haría todo lo que tenía que hacer y se largaría pronto de allí. Además, no era su corazón lo que estaba excitado por la doctora Edén Cahill.
La miró trabajar ubicado tan cerca de ella que podía estirar la mano y tocarla. Su pelo brillaba reclamando caricias. Las hebras ensortijadas le llegaban a la barbilla, dejando al desnudo la vulnerable curva de su cuello mientras se inclinaba sobre el teclado. Y él quería posar su boca allí. Las oscuras pestañas proyectaban sombras en sus mejillas y él deseaba sentirlas acariciándole la piel. Deseaba recorrer levemente con su boca la piel suave debajo de la mandíbula que indicaba tenacidad, y saborear luego el lóbulo de la oreja. Ella estaba concentrada en lo que hacía y ajena a su presencia.
Estrictamente hablando, no era hermosa, meramente bonita, pensó con desesperación. Tenía la boca carnosa, y evidentemente acostumbrada a sonreír, aunque en aquel preciso momento tenía la frente arrugada y una expresión muy seria.
Sus pestañas eran espesas y naturalmente oscuras, tan largas que producían sombra en los pómulos. Los grandes ojos de color marrón-chocolate miraban, pensativos, el vacío. Algo preocupaba a la doctora Cahill. Y ese algo la inducía a pasarse las manos por el pelo oscuro. Edge por poco gimió; quería apartarle a un lado las manos para poder acariciárselo él. No se preguntaba qué sensación le causaría, pues imaginaba cuan suave y sedoso sería su pelo, enredado entre sus dedos.
Resistirse a ella era como tratar de no respirar. Podría contener la respiración casi tanto tiempo como lo haría si se sumergiera en lo profundo del mar, pero sólo hasta que la necesidad de aire se apoderara de él otra vez. Sentía tirante cada músculo del cuerpo. El magnetismo era sin ninguna duda sexual, pero era algo más que eso. Más fuerte aún que la lujuria.
Saber que aquello estaba más allá del deseo lo aterrorizaba hasta los tuétanos.
Había sentido atracción por muchas mujeres a lo largo de sus treinta y cuatro años. Deseo a primera vista, una o dos veces. Pero jamás como éste. Jamás sintió un golpe en el vientre tan poderoso que le provocara una erección.
Todos sus instintos de cazador le exigían que fuera por ella. Que la reclamara. Ahora mismo. Allí mismo, en su silla. Y al diablo con el asistente. Al diablo con las consecuencias.
Le bajaría la cremallera de los vaqueros, se los arrancaría y le abriría las piernas. Ay, Dios. Acalló ese pensamiento porque si se dejaba llevar por él, el débil control que ejercía sobre sí mismo se haría pedazos.
Edén vestía vaqueros y una camiseta roja lisa, con un bolsillito sobre la turgencia del seno derecho. La mirada hambrienta de Gabriel se desplazó con avidez por su cuerpo, hasta sus lindos pies de uñas pintadas con brillante laca rosada, y el anillito negro en el dedo pequeño del pie derecho. Su vientre se tensó con sólo mirar los dedos sensuales calzados en aquellas sandalias de tacón alto que exhibían sus esbeltas pantorrillas.
Quería tenerla entre sus brazos en la realidad; abrazarla y acariciar su piel sedosa. Las manos le dolían por el deseo de tocarla. Debía respirar superficialmente porque aspirar su fragancia femenina y embriagadora le hacía dar vueltas la cabeza con el deseo.
A ella le gustaban los perfumes de diferentes clases. Él había visto los elegantes frascos ordenados en fila en su baño. Ese día tenía puesta una esencia que olía a flores y a sol, y se mezclaba con el aroma de su piel de una forma que hacía que Gabriel se sintiera ebrio con sólo inhalarlo.
Él sabía que su sabor debía de ser tan delicioso como el olor que desprendía.
No vayas allí. Quería con toda su alma poder hacer aquello a considerable distancia. Unos ocho mil kilómetros estarían bien. Pero para hacer lo que debía, tenía que estar a la vista de ella. Maldición, pensó, tan frustrado que hubiera querido masticar vidrio.
Seis horas atrás no había marchado bien.
Estaba desesperado por volver a intentarlo. No podía llevarla al castillo. No podía, hostia. Estaba tan seductora y apetecible, sentada allí, en el laboratorio blanco y estéril
.
¿Qué haría, en nombre de Dios, si alguna vez volviera a verla desnuda? Recordarlo solamente casi hizo que se atragantara con su propia lengua.
Le gustaba que fuera femenina. No gorda, ni por asomo, sino magníficamente curvilínea. Tenía un trasero espectacular, largas y hermosas piernas y unos pechos dignos de fantasear con ellos.
Tenía sed de volver a verla desnuda. Deseaba amoldar con sus manos el delgado algodón a sus pechos. Quería resbalar sus dedos debajo de la camiseta y sentir su piel desnuda, suave. Sería tibia, suavemente sedosa; receptiva...
En cierto modo, esperaba que alzara la vista; le parecía inconcebible que ella no fuera tan consciente de su existencia como él lo era de la suya. Sus pulsaciones elevadas amenazaban con provocarle un sofoco. Todos sus sentidos estaban en marcada sintonía con los de ella.
En efecto, notó que a los pocos minutos de haber aparecido él, el corazón y la respiración de Edén habían cambiado. Así que ella sentía la misma e ineludible fuerza de atracción que él, aunque era imposible que ella supiera que él la estaba mirando.
Era evidente que estaba pensando en algo, con los ojos tan grandes y confiados como los de un niño, mirando al vacío. ¿Qué sucede en su inteligente cerebro, doctora?
Ella se mordió el lozano labio inferior y Gabriel contuvo un gemido. Maldita sea. Tenía que darse prisa, pero primero necesitaba sacar a Marshall Davis de la habitación. Pensó en la posibilidad de hacer evaporar al tipo, pero descartó la idea por medieval. Un método veloz, expeditivo, pero excesivamente cruel.
Una mujer tan tenaz como Edén Cahill no se permitiría soltarse hasta el extremo que él necesitaba; no lo haría con otra persona presente en la habitación.
Introdujo una sugerencia en la mente de Davis.
El joven giró en su silla.
—Hey, todavía no tomaste el té, ¿verdad? ¿Quieres que te lo traiga?
Ella pestañeó y su mirada perdida volvió lentamente a la realidad.
—Está bien, lo traeré en un minuto.
Ve a buscar el maldito té.
—No hay problema. Enseguida regreso.
Davis salió como una flecha hacia el fondo del laboratorio donde estaba la cocina. Empezó a abrir y cerrar las puertas del armario buscando las bolsitas de té. Eso le llevaría un rato, ya que Gabriel añadió un viejo, pero muy eficaz ingrediente al mensaje de texto mental que le había enviado a Marshall, borrando la definición de bolsita de té del cerebro del chico.
Gabriel cerró los ojos e imaginó que acariciaba la tierna y suave piel de la nuca de Edén, que era extremadamente sensitiva, según había descubierto la noche anterior. Le apartó mentalmente el pelo hacia un costado y después recorrió la cerviz con sus labios. Ella inclinó la cabeza y tembló.
Se concentró en excitarla. No importaba cuánta prisa tuviera él (y Dios era testigo de que quería largarse cuanto antes), necesitaba que ella tuviera un orgasmo de doce segundos al menos. Necesitaba ese tiempo para introducirse en su mente y recoger la información.
Imaginó su mano en la redondez de su pecho, sintió su peso y su tersura. Dios... Nadaba en un mar infestado de tiburones. Su propia excitación era profunda y dolorosa; le acarició el pezón, incitándolo hasta provocarle dolor. Después cometió el error de abrir los ojos para mirarla.
Ella tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla, los ojos cerrados y hundía los dientes en el labio inferior. Gabriel la deseaba tanto que casi cayó de rodillas.
Aquello era lo más cerca que podía estar de la buena doctora, recordó para sí.
Sus pezones eran dos capullos rosados, apretados contra el delgado algodón de la camiseta y su respiración se volvió cada vez más errática. Entreabrió los labios y un rosa febril floreció en sus mejillas. Estaba cerca, muy cerca.
Dios. Aquello lo estaba matando. Gabriel dejó que su mente la acariciara como él deseaba y separó con cuidado los muslos enfundados en los vaqueros. Se representó la imagen de su mano apoyada en el monte de Venus y apretó con firmeza. Ya casi llegaba.
Unos vidrios se hicieron pedazos, rompiendo el momento, y Marshall gritó desde la cocina.
—¡Lo lamento!
Edén gimió. Abrió los ojos, aturdida y desorientada.
—¿ Qué diablos fue eso ? —susurró agitada.
—¿ Eso qué ? —preguntó Marshall al tiempo que llegaba a su lado—. Lamento haber tardado tanto. Me pasó una de esas cosas, ya sabes. Cuando entras a un lugar y te olvidas por completo del porqué estás allí. De todos modos, aquí tienes.
—Le puso a un lado una taza de café humeante—. Está caliente, así que ten cuidado.
Yo también estoy caliente, pensó Edén cogiendo la taza gigante con ambas manos. El calor le corrió por las palmas de las manos cuando la levantó para beber un sorbo. Perfecto. Salvo porque no era té, sino café, y ella nunca tomaba café. Esperaba que Marshall no le provocara un coma diabético; parecía que le había echado casi todo el paquete de azúcar en la taza, cuando lo más que ella se permitía era medio sobre de edulcorante
De todos modos lo tomó mientras consideraba la posibilidad de tener un tumor cerebral. ¿Qué otra cosa podía explicar aquellas alucinaciones y su inapropiada conducta sexual?
O quizá estaba simplemente al borde de un oportuno y pasado de moda colapso nervioso. Estaba claro que el estrés provocado por su dilema moral se cobraba su cuota. Bebiendo otro poco del dulcísimo café, miró al hombre que se encontraba junto a ella.
—¿Te parezco normal a ti?
Los labios de Marshall se retorcieron en una sonrisa.
—¿Quieres que defina qué es normal?
Edén le dio un manotazo.
—En serio. ¿Qué aspecto tengo?
Con su ceño fruncido de Sharpei chino, dio un paso atrás, la miró de los pies a la cabeza.
—Normal. Un poco sonrosada, pero normal.
Se sonrojó más todavía por el hecho de que se sonrojaba.
—¿Cómo me he comportado últimamente?
La miró desconcertado.
—¿Cómo tendría que comportarse alguien que encontró asesinado a un amigo? Triste, enojada, frustrada; y a veces como una mujer a la que le arrebataron el juguete predilecto. Enfadada.
Marshall encogió los hombros huesudos.
—No sé, Edén. Supongo que te has portado como... una chica.
Edén entrecerró los ojos.
—¿Acaso los muchachos no se entristecen, se enojan y se frustran?
—Ah, sí, por supuesto que sí. Y mucho. —Marshall se puso colorado—. Es que... Es que tú normalmente no lo haces.
—¿ Yo no ?
¿Ella no se enojaba?
—Edén, tú siempre estás tan... concentrada. El noventa y nueve por ciento del tiempo no te das cuenta de nada de lo que pasa a tu alrededor cuando estás aquí dentro.
—Sí que me doy cuenta de lo que sucede a mi alrededor.
—¿ En este laboratorio ?
—Sí. A veces.
—Como yo decía. Es lo normal.
Marshall volvió sin prisa a su escritorio
—Dijo la sartén al cazo: retírate que me tiznas —le disparó ella a su espalda, pero él ya estaba aporreando el tecleado.
La verdad es que ella no era muy hábil para relacionarse con la gente, pero que le dieran un ordenador en cualquier momento. Este no sólo se comportaba lógicamente, sino que no emitía juicios. Ella siempre fue una inadaptada debido a su alto coeficiente intelectual. No encajaba nunca en ningún sitio, salvo en un marco académico y en el laboratorio. ¿Era para sorprenderse que ella se sintiera emocionalmente más segura, más feliz allí?
La muerte violenta de Theo le había arrebatado algo de esa sensación. No poder continuar su trabajo con el robot contribuía a aumentar su enorme sentimiento de pérdida. Le gustaba que su vida fuera ordenada, predecible, regulada, y en ese momento no lo era.
Ella tenía la esperanza de que volver a trabajar y enfrascarse en un proyecto la pondría de nuevo al día. Y le devolvería el equilibrio de sus emociones para que pudiera enfrentarse con ellas racionalmente. Prefería pasar el día con su ordenador antes que con una persona.
Dios, pensó con humor, desaprobándose, no es extraño que no pueda echarme un polvo.
Marshall giró en su silla tras una hora concentrado en su trabajo.
—¿Puedo hacerte una pregunta hipotética?
¿Sí?
—¿Podríamos reconstruir a Rex?
Edén sacudió bruscamente la cabeza porque comprendía lo peligrosa que podía ser aquella información.
—Aunque pudiéramos, es algo que debemos callar.
Dios. Él acababa de expresar en voz alta sus peores temores.
—Imagínate qué podrían hacer las personas inapropiadas con Rex. Imagínatelo: multiplica esa sombría posibilidad por algo cien veces peor y entonces tú me dirás si debemos reconstruirlo.
Su rostro palideció por la decepción.
—Maldición, qué desperdicio de tecnología.
—Sí. Pero así es como debe ser.
Una vez que el asesino descubriera que el doctor Theo Kirchner era meramente una figura decorativa en el laboratorio, que sabía muy poco, que cualquier diagrama e información que hubieran robado de su ordenador era pura apariencia, estaba segura de que volverían por ella.
En realidad, no podía entender el porqué todavía no lo habían hecho.
Se restregó la mano, ausente, por la nuca. Tenía la sensación incómoda de que alguien la estaba mirando. Una estupidez, por supuesto. Sólo ella y Marshall estaban en el laboratorio. En ese momento todo le hacía sentir incómoda.
—No deberíamos siquiera estar hablando de esto —le advirtió ella mientras bajaba la mano. La sensación de que la vigilaban persistía, pero esta vez la ignoró.
Los ojos de Marshall brillaron y se agrandaron de asombro.
—Pero tú podrías ¿no es cierto? —dijo golpeándose la sien con el dedo índice—. ¿Lo tienes todo almacenado en la cabeza, verdad, Edén? Recuerdas hasta el mínimo detalle. Podríamos reconstruir a Rex. Sería fantástico. Dame los diagramas para empezar a trabajar y...
—Olvídalo —dijo Edén con aspereza. Luego cambió el tono, porque no era culpa de Marshall que ella hubiera hecho algo desafortunadamente estúpido—. Los diagramas llevan tiempo, y la mayoría estaban en el disco duro. Borraron completamente lo que había en los ordenadores, ¿recuerdas?
Le dirigió una mirada penetrante, que él le devolvió ausente.
—Ah, sí. —Marshall entornó los ojos—. El señor Verdine se puso de muy mala leche porque borraron los discos duros.
Sus miradas se cruzaron. Le importaba un bledo si actuaba de forma paranoica o si las paredes tenían oídos. Había anomalías que ella era incapaz de explicar. No estaba dispuesta a poner en peligro ni su vida ni la de Marshall diciendo algo sobre...
Marshall sabía que ella y Jason Verdine habían comido juntos algunas veces y debía de estar preguntándose el porqué ella había omitido mencionar que recordaba absolutamente todos los datos.
—Por supuesto.
Arrugó la frente y bajó la voz transformándola apenas en un susurro.
—¿Alguna vez le vas a decir que no se perdió todo porque lo tienes metido en la cabeza? ¿Y a ese tipo de Seguridad Interior? ¿A los policías? ¿A ninguno de ellos?
—Marshall, amigo mío —dijo Edén en el mismo tono bajo—. En este momento sólo existen dos personas en el mundo en las que confío. Tú eres una.
—Quién... ah, te refieres a ti. Sí, por supuesto. Perdona. Tienes razón. Excelente. No se lo digas a nadie. Correcto. Entendido.
Pero evidentemente él no podía entender porqué guardaba en secreto algo tan increíble. Nunca había entendido el porqué Edén jamás había querido que nadie se enterara de que tenía una memoria fotográfica.
Simplemente no lo entendía.
Y aquello le venía de perlas. La ignorancia, en el caso de Marshall, podía muy bien salvarle la vida y la de ella.
—No me asustes, Marshall.
—No quiero asustarte, Edén. Pero sigo insistiendo en que necesitas más que cuatro tipos musculosos como guardaespaldas. Quizá... un ejército. Si no, alguien, alguien malo, podría arrancarte fácilmente la información, Edén.
Era probable que lo hicieran. Ella odiaba el dolor: un padrastro en la uña y ya necesitaba un analgésico. Muy bien, hasta ese punto no, pero algo por el estilo. Por otra parte, si ella sabía que alguien quería lo que había dentro de su cabeza, sería capaz de emplear cada fibra de su ser para asegurarse de que no pudieran tener acceso a ella. Era una cuestión de dominio de la mente sobre la materia y ella se enorgullecía de su fuerza de voluntad. Una mujer que había rebajado veintitrés kilos por pura determinación, y no los aumentó durante años, podía lograr cualquier cosa que se propusiera.
—Huy. Tienes esa expresión en la cara. No apostaría dinero a ella
—Marshall, escúchame. Nadie debe saber que tengo una memoria fotográfica. Júramelo.
—Lo juro, pero me estás metiendo mucho miedo, Edén.
—Entonces somos dos —le dijo sombría, deseando que aquella inquietante sensación de ser observada desapareciera. Ya estaba bastante asustada como para volverse encima paranoica—. De ahora en adelante no quiero que lo discutamos, ni siquiera entre nosotros dos, ¿entiendes?
Aguardó su gesto de enfático asentimiento.
—El asesino no tardará en darse cuenta de que no fue el doctor Kirchner quien hizo a Rex. Lo sabes, Edén.
Edén frunció el ceño con ferocidad. Bendito él, ella adoraba a Theo, pero Marshall tenía razón. Theo se había vuelto despistado y olvidadizo después de cumplir los ochenta años. En una época había sido un brillante científico y matemático. Fue un auténtico pionero en el campo de la inteligencia artificial, probándole a sus pares y a ella que el comportamiento autónomo de un robot era factible, mucho antes de que a alguien se le ocurriera que no era sólo una idea en un tablero de dibujo.
Muchos años atrás, su primer proyecto de inteligencia artificial, por su experiencia y capacidad, lo colocó por encima de todos los colegas del campo. Cinco años después, preparó a un estudiante de diecisiete años recién egresado del MIT para que siguiera sus pasos. Pero durante muchos años, fue Edén, su ex estudiante, la que había hecho los sorprendentes descubrimientos en ese terreno.
Su mente brillante, unida a una memoria fotográfica y (según Theo solía decir) a su retención paquidérmica, le habían permitido a Edén catapultar la IA a una órbita completamente nueva.
Ella había permitido que su mentor recibiera todas las condecoraciones y créditos. Se los merecía.
Pero ahora estaba muerto.
Enderezó los hombros.
—No sé nada —le dijo a Marshall, más para calmarse a sí misma que para tranquilizarlo a él.
—Salgamos de...
Cuando sonó el timbre del portero eléctrico, alertándolos de que alguien había entrado, ella se giró rápido en redondo y miró la puerta
La puerta interior giratoria se abrió.
—¿Jason?
—Buenos días —respondió éste, con su cara guapa mostrando signos de preocupación y dirigiéndose hacia ella con las manos extendidas—. Llamé a tu casa para ver si querías desayunar conmigo y me dijeron que habías venido a trabajar. No podía creerlo.
Ella le dirigió una mirada azorada.
—¿Quién pudo decirte eso? Vivo sola. ¿Y por qué no lo podías creer? Trabajo aquí.
—Por supuesto, pero te dije que te reacomodaras a tu rutina sin prisa. Has sufrido un trauma y la respuesta a tu pregunta es que tengo a mi personal de seguridad vigilando tu casa. El doctor Kirchner fue asesinado brutalmente hace trece días —le recordó sin ninguna necesidad—. No quiero correr riesgos contigo.
Parecía genuinamente preocupado y Edén se conmovió.
—Pero estoy aquí, detrás de una puerta cerrada, con toda la seguridad apostada dentro y fuera del edificio. Nadie puede llegar hasta mí, Jason, gracias a ti.
—Me gustaría que aceptaras hacer el crucero que te ofrecí. Tómate unos meses de descanso. Recupera el equilibrio y deja que las autoridades metan entre rejas al asesino de Theo.
—Eso significaría un crucero muy largo —respondió Edén suavemente. Jason podía ofrecerle vacaciones, pero ambos sabían que el único lugar donde él quería que ella estuviera en ese momento era allí, en el laboratorio. Jason sabía cómo decirle a la persona que tenía enfrente lo que esa persona quería oír. Pero Edén comprendió bien el texto subliminal.
A él le interesaba el resultado final
—Sabes a qué me refiero. Me preocupas mucho, Edén. Odiaría que te sucediera algo.
Ya eran dos, pensó Edén algo confundida porque Jason la rodeaba con sus brazos. Se preguntó si se había dado cuenta de que Marshall estaba sentado a tres metros de ellos. Era probable que no.
En cuanto a besos se refería, Jason besaba muy bien. Pero un beso en la boca de Jason Verdine no se acercaba ni un poquito a las sensaciones evocadas por el hombre del sueño que ni siquiera la había tocado. Edén casi sonrió. La imaginación era algo asombroso.
Por placentero que fuera el beso, ella se preguntó, y no por primera vez, por qué no sentía ni siquiera una chispa de interés sexual por Jason. Era curioso también que, teniendo en cuenta sus amorosos y frecuentes intentos de llevarla a la cama, ella sospechara que él no sentía nada por ella.
Cualesquiera que fueran los motivos, aquel no era el lugar ni el momento apropiado. Él llevaba una especie de collar o medallón debajo de la camisa que se le clavaba en el pecho cada vez que la abrazaba, como en ese momento. No le gustaba que los hombres usaran ninguna clase de joyas, y eso era un demérito, pequeño, pero demérito al fin.
Edén consiguió desprenderse de sus brazos con delicadeza y sonrió.
—Buenos días.
Jason tenía el rostro delgado e inteligente. Cada vez que se reía se le formaban arrugas alrededor de sus atractivos ojos azules, aunque en ese momento no reía. Parecía serio y apasionado; el pelo era rubio oscuro, espeso, y bien cortado y peinado. Vestía bien; siempre usaba trajes muy elegantes, camisas de seda, zapatos caros.
Dirigía su multimillonaria empresa de investigación y desarrollo como una máquina bien engrasada y parecía ser exactamente lo que era: rico, elegante, acostumbrado a hacer lo que quería y como si acabara de salir de las páginas de una revista.
Lo que para Edén apenas era un problema. Generalmente ella daba la impresión de que se había vestido sin encender la luz y la única vez que se peinaba era al salir de la ducha. El pelo se le rizaba y ondeaba hiciera lo que hiciera y, puesto que dominarlo consumía demasiado tiempo, lo dejaba a su aire.
Las dos únicas concesiones que le hacía a la moda eran los zapatos de muy buena calidad y el buen perfume. Lo mejor que ella podía decir de su ropa era que estaba limpia, por lo general. Ese día se había puesto su habitual uniforme de vaqueros y camiseta, y llevaba sus sandalias favoritas, color rojo escarlata y de marca, con la intención de alegrarse el humor. La única joya que usaba siempre era el anillo de la suerte de la abuela Rose en el dedo pequeño del pie.
—¿Qué sucede? —le preguntó a su jefe. La expresión no era elegante pero ahorraba tiempo.
—El agente especial Dixon de Seguridad Interior vino otra vez
.
Jason se puso a caminar por el laboratorio, observando todo pero sin tocar nada. Ella se preguntaba si al mirar las cosas él se decía: «Esto es mío. Esto es mío. Esto es mío».
¿Pensaba lo mismo cuando le puso las manos encima? ¿Esto es mío?
La idea la fastidió un poco, lo que no auguraba nada bueno para la relación que empezaba entre ellos, reflexionó ella.
Jason le echó una ojeada a Marshall, que los observaba como quien presencia un partido de tenis.
—Te están esperando en la sala de conferencias número siete. Adelante.
Marshall parpadeó varias veces como si quisiera orientarse.
—Ah, pero... Edén... Ella me necesita para... —Jason le dirigió una mirada inflexible; Marshall se puso escarlata.
La nuez de Adán le subía y bajaba mientras tragaba saliva.
—Está bien. Lo siento. Iré ahora.
Edén esperó hasta que la puerta se cerrara detrás de su asistente.
—Lo intimidas.
—Apenas le dirigí la palabra.
—Exactamente. Le haces sentir despreciable.
—Es despreciable —dijo Jason demasiado cerca para lo que Edén consideraba una distancia cómoda. Se miraron de hito en hito; su aliento olía a los caramelos de regaliz que comía todo el tiempo.
—Estoy enterado de la falta de equidad de este departamento desde hace años —le dijo gentilmente—. Todos sabemos quien genera la mayoría de los productos de la compañía y no son precisamente Kirchner y Davis.
—Ah, por favor. Eso no es para nada cierto.
Ella y Marshall trabajaron juntos en docenas de los productos de IA más vendidos por Verdine Industries.
Jason le acarició el labio con la punta del dedo, pero ella apartó la cara.
—No quiero pelear contigo, nena.
¿Ah, sí? ¿Entonces por qué vilipendiaste a mi amigo y a mi mentor? Y tampoco me llames nena de esa forma irritante y condescendiente.
—El doctor Kirchner ha sido... fue mi mentor durante una gran parte de mi carrera. Todo lo que sé lo aprendí de él —le dijo fríamente—. Marshall Davis es una de las personas más inteligentes que conozco —agregó—. Su valor es incalculable para la compañía y para mí.
Edén no era sutil cuando se desbordaba.
—No sólo trabaja conmigo, sino que me considero afortunada de considerarlo un amigo.
Otro demérito para el señor Verdine. Los estaba acumulando a toda velocidad. ¿Cómo pudo haber pensando anoche que él era el hombre de su fantasía?
—Te agradeceré que le otorgues el mismo respeto que a mí. Lo digo en serio, Jason.
Él le dirigió una mirada apreciativa.
—Intimido a mucha gente, pero a ti no.
—En lo más mínimo —le contestó tratando de mantener serena la voz. ¿A qué se refería? ¿A su negativa respecto a los frecuentes pedidos de que se acostara con él? ¿O a que la había presionado durante dos años para que se encargara de perfeccionar a Rex para adaptarlo a aplicaciones militares?
Todavía no estaba decidida sobre lo primero, pero las perspectivas no eran buenas, y se negaba a hacer lo segundo. No estaba dispuesta a cambiar ninguna de las dos posturas.
Ya había llegado más lejos de lo que hubiera deseado, sólo por propia curiosidad. Pero, por más que Jason le pagaba bien, no le confiaría esa información.
—Comprendo que hayas quedado destrozada con la muerte del doctor Kirchner, pero ya que te niegas a tomar un descanso, quiero que retomes la investigación sobre el Rx793 lo más pronto posible. No hace falta que te recuerde que tenemos un contrato bastante importante con el gobierno. Ya nos ha adelantado diez millones de dólares por el prototipo, y que nos hayan robado el robot no significa que no tengamos que entregarle lo que le debemos.
Cuando Edén iba a responderle, alzó la mano para hacerla callar.
—¿Quieres escucharme, por favor? Ya hemos hablado de esto una docena de veces, Edén. Sabes perfectamente bien que es una aplicación práctica y, al fin y al cabo, humana de una tecnología que has desarrollado bien. Un robot semejante a una persona, que entra en zonas de guerra para tratar de recoger soldados heridos, salvará miles de vidas humanas. No entiendo tu reticencia actual, cuando ya has hecho la mayor parte del trabajo. Sé que has experimentado con una piel de silicona flexible que puede darle apariencia humana. Todo lo que necesitas es hacer unos cuantos ajustes más. Nos han pagado ya para producir una docena de androides que tengan aspecto de seres humanos adultos.
—El problema no es el dinero —le respondió Edén deseando que su maldito ego no hubiera estado tan ávido de inventar un artefacto con grandes posibilidades de ser mal empleado—. Ya tenemos un modelo de percepción de movimiento que utiliza la potencia de filtros sensibles al desplazamiento espacio temporal con Rex.
Jason frunció el ceño intrigado.
—El espectro de potencia ocupa un plano inclinado en el dominio de frecuencia espacio temporal —le explicó Edén, notando la mirada vidriosa de sus ojos. Recargó un poco más las tintas.
—El Rx emplea filtros Gabor 3D para probar la gama de su potencia de movimiento en un cuerpo 3D fijo rígido; los valores de profundidad se utilizan como parámetro para una línea que cruza el espacio de velocidad de la imagen...
Jason tenía aquella expresión anodina que ella solía ver en el rostro de la gente cuando empezaba a hablar de lo que la apasionaba. Jason no era científico y ella generalmente trataba de explicar lo que hacía empleando términos más accesibles, pero en esta ocasión no lo hizo.
Su investigación se dirigía al ámbito del circuito, pero ella se había diversificado por cuenta propia. Era fantástico que Jason no entendiera ni una sola palabra de lo que ella le estaba contando.
La inteligencia artificial era un conglomerado compuesto por ciencias cognitivas, psicología, matemáticas, lingüística y ciencias de la computación. Esa área científica había aguardado la aparición de aquel relámpago de genio que le insuflara un soplo de vida nueva.
Edén le había dado vida a esa forma.
—No importa —le dijo, deseando que se fuera y no siguiera insistiendo en algo que ella no tenía intención de hacer. Nunca—. Lo que digo es que Rex era casi lo que tú quieres. Ahora él y todas las notas y archivos han desaparecido. Copiar lo que ya teníamos hecho llevaría otros seis o siete meses.
—Y lo que yo estoy diciendo, doctora —dijo con desánimo, había desaparecido el amante—, es que lo hiciste una vez, y que no sólo puedes volver a hacerlo, sino más grande y mejor. Mi Dios, obtuviste elogios por el robot móvil que se usa en Afganistán para explorar por control remoto cuevas y sacar bombas. Decían que no se podía hacer. Pero tú lo hiciste. Una máquina que reconoce y recupera bombas. Un hallazgo sorprendente y brillante.
El problema, pensaba Edén, era que ella estaba muy orgullosa de sus logros. Muy orgullosa. El gobierno le había solicitado un portaviones con una carga explosiva versátil y ella le había agregado a ésta un platillo o cabeza inclinada y visión nocturna. Cargas explosivas de químicos, gas, radiación y un desactivador de bombas. Aquel robot se comportaba muy bien.
Jason avanzó sobre Edén, obligándola a dar un paso atrás.
—Hacerlo evitará que incontables médicos pongan en peligro sus vidas. Un doctor en inteligencia artificial si así quieres —le dijo presentando el desafío con aire razonable, como si agitara una zanahoria frente a ella—. Piénsalo, Edén. Para eso estuviste trabajando durante años.
—Ya hemos discutido esto hasta hartarnos —le dijo Edén cansada.
Ya había hecho lo que él le pedía con Rex. Ideas nuevas, emocionantes y frescas, y las soluciones la habían mantenido despierta por las noches.
Pero a la luz de la muerte de Theo, se iba a olvidar de todo lo que sabía, de todo lo que había aprendido. Tenía que hacerlo.
Ella no había ignorado que seguir adelante, rendirse a la curiosidad, le causaría problemas.
Era probable que eso hubiera hecho que mataran a Theo. Demonios, ella no había esperado que nadie, y menos Theo, pagara el precio de su curiosidad intelectual.
La IA requería tres cosas: inteligencia, razonamiento y estrategia. La estrategia era el único elemento que había faltado. Edén ahora estaba muy segura de haberla adquirido también.
Ella le dirigió una mirada desapasionada
—Por más tentadora que sea la idea, no puedo hacerlo. Todavía no hemos llegado a ese nivel.
Era una mentira que detestaba, pero estaba decidida a decirla bien y a repetirla con frecuencia.
La semana siguiente iba a asistir a un simposio sobre IA en Berlín como la ponente más destacada. Según las estadísticas y la opinión de sus colegas, ahora ella era la principal experta en esa disciplina.
Se pondría de pie allí y mentiría categóricamente.
Una vez que las máquinas se tornaran más inteligentes que los humanos sería imposible controlarlas. Por más que quisiera liderar la revolución de la IA, se negaba a cruzar esa línea, al menos públicamente.
Si un aparato con inteligencia artificial lograba tener una conciencia, podría muy bien comenzar a tomar sus propias decisiones. En teoría, podría rebelarse contra sus creadores y el peligro que eso conllevaba era demasiado horrible de contemplar.
—No lo harás.
—Es lo mismo —agregó ella sin expresión—. Podrás despedirme y conseguir otra persona que lo intente.
Apretó los labios y los ojos pálidos adquirieron una expresión dura.
—No hay nadie como tú. Has llegado a lo más alto.
—Cierto.
Y esa carga le producía un maldito dolor de cabeza.
Él suspiró.
—Lamento haberte molestado. —Le tocó la mejilla con dos dedos y suavizó la mirada—. ¿Me perdonas? —Sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta con una mano que mostraba una cuidada manicura. —Por ahora, mantendremos esta conversación archivada en un cajón. Esto te gustará. —Se lo extendió—. Hice una lista de cosas que ya han sido ordenadas para seguir trabajando con el robot. Si necesitas algo, sea lo que sea, házmelo saber.
Fuera lo que fuera, Jason tenía un enorme encanto. Tardó más de un año en minar la firme resolución de Edén de no aceptar una cita con el jefe. La había sorprendido con su persistencia. Lo que a Edén le interesaba realmente, como a cientos de otras mujeres, eran los millones de Jason y lo que su dinero podía comprarle. Pero a diferencia de ellas, Edén no quería joyas, o pieles, o autos, o casas. Edén quería carta blanca para trabajar en el laboratorio. Acceso rápido al equipo increíblemente caro que requería su trabajo. Ella sacó el papel del sobre y lo desdobló para revisar la lista rápidamente.
Perfecto. Le devolvería algunos de los deméritos que le había restado. Su laboratorio, y todos los pitos y flautas que se le ocurrieran, valían lo suficiente para que relajara un poco sus normas.
—Pensaste en todo.
—Eso creo. —Levantó el puño de la camisa para mirar su Rolex—. Ahora no me queda tiempo para el desayuno. A las diez tengo una reunión. ¿Te gustaría ir a comer a algún sitio más tarde? Para entonces ya habrás terminado también con la entrevista de seguridad.
—No, gracias. Creo que iré a casa a dormir una siesta. El día ha sido muy largo.
—Son las nueve y cuarto de la mañana —señaló Jason.
—Parece que fuera más tarde.
Inclinó la cabeza y le dio un beso ligero.
—Te llamaré por teléfono.
Edén le vio marcharse mientras aferraba el papel.
—No voy a dormir contigo, Jason Verdine —dijo en voz alta después de que ambas puertas se abrieran y se cerraran automáticamente con llave detrás de él—. No importa cuántos juguetes nuevos y encantadores me ofrezcas.
Sacudió la cabeza, sonriendo compungida.
—No debo de tener nada dentro de la cabeza para no quererlo, pero ahí lo tienes.
Regresó a su escritorio.
Edén vaciló y se quedó paralizada de repente.
Allí, apoyado en el escritorio, había un hombre extraño.