CAPÍTULO SEIS
M
acBain llegó junto a Gabriel, concediéndole apenas una mirada a Sebastián y a su problema.
—He preparado una alcoba para la doctora Cahill en el primer piso.
Gabriel le lanzó a su mayordomo una mirada de horror. ¿En su piso? De ninguna manera, maldición.
—Aquí.
Giró y le arrojó a Sebastián un tapete de mesa del siglo XVI de gran valor. MacBain, que estaba a su lado, gimió.
—Usa esto para limpiarte y dale unos sorbos de whisky . Ponla en el ala este —dijo dirigiéndose a MacBain, con los ojos fijos en la doctora Cahill.
Dios, estaba pálida. Tenía los ojos cerrados y estaba sentada otra vez en el suelo, con la espalda apoyada contra el rincón más alejado del aparador mientras Sebastián se encargaba del desastre.
Todavía tenía puestos los zapatos. Sandalias. Color rojo como el camión de bomberos. Tiras simples cruzadas en sus esbeltos pies pálidos, con las uñas pintadas de rosa brillante y el sensual anillo negro en el dedo pequeño. Le dolía la mandíbula por el ardiente deseo de prodigarle atención a sus lindos dedos.
La mujer había vomitado ignominiosamente. Debería sentir simpatía, aversión, algo, cualquier cosa menos deseo, ¿verdad? Por lo visto, nada importaba. Hostia. Se restregó la mano por la mandíbula con violencia.
Dios. ¿Cuándo podría librarse de ella?
¿Sería a tiempo para disipar la enloquecedora vehemencia sexual que le nublaba el juicio?
Junto a él, MacBain carraspeó. El pelo, el bigote y las cejas blancas le daban un aspecto señorial. Poseía el temperamento necesario para dirigir una gran casa con mano de hierro, y la astucia de una comadreja cuando se trataba de manejar gente.
Él era un caballero de caballeros y estaba con Gabriel desde hacía más de veinte años, después de haber servido a su padre. Había pocas cosas de la familia Edge que él no supiera y en las que no interviniera. A veces eso era fantástico, otras veces, como ahora, insoportable.
El anciano volvió a carraspear. Fuerte.
Gabriel apenas lo miró.
—¿Qué pasa ahora?
Unos sorbos más de su preciado whisky volverían a poner rosas sus mejillas.
—En el ala este no hay nada, señor.
Gabriel arrugó la frente fastidiado. ¿Ella le hacía esa mueca a su malta añeja única?
—Entonces te sugiero que pongas algo allí —le dijo a MacBain.
Sí, demonios. Ella apartaba el vaso de un empujón.
—Cómo no, señor, haré que vengan a instalar un aparato de aire acondicionado. Estará listo a más tardar para el próximo jueves, si les pido que se den prisa. Sacarán el mobiliario hoy por la mañana. Quizá la plomería nos dé algún problema.
La mano de Sebastián descansaba en la cabeza de Edén, los dedos enredados en sus brillantes rizos oscuros. ¿Para qué? ¿Qué iba a hacer ese hombre? ¿Empujarle la cara contra el vaso aunque ella no quisiera?
—¿Qué tiene de malo la maldita plomería, MacBain?
—Nada, señor.
No, por Dios. Le acariciaba los rizos y le hablaba con gentileza. Hijo de puta...
A Gabriel le dolía las mejillas de tanto apretar los dientes.
—¿En qué habitación quieres alojarla entonces?
—El cuarto del señor Tremayne acaba de desocuparse.
Coño. ¿Justo enfrente de su habitación?
—Estoy maldito.
Sí, lo sé, señor. Discúlpeme. Iré a buscar agua caliente y ropas para nuestros huéspedes.
—Sí, hazlo —musitó, mirando cómo Sebastián se ponía en cuclillas junto a Edén, e inclinaba otra vez el vaso en sus labios. Ella hizo una mueca, pero bebió. El desgraciado sabía como comportarse con las mujeres, pensó Gabriel con acritud. Su amigo tenía manos que parecían codillos de jamón, pero eran suaves sobre la piel de ella. ¿Cómo se atrevía a acariciarla, si él no podía?
No había ninguna necesidad de que Tremayne le cogiera la cara mientras le vertía el alcohol en la garganta, pensó, irritado. Tampoco ninguna necesidad de acosarla así. Dale algo de aire a la mujer, ¿por qué no lo haces?
Los grandes ojos marrones se cruzaron con los suyos por encima del borde del vaso. Edén apartó la mano de Sebastián y pasó los dedos por su pelo con un gesto nervioso que se contraponía con su expresión criminal. El cabello oscuro parecía encantadoramente alborotado y tan suave como el visón. Maldita sea.
Sebastián lo había tocado. Había tocado a Edén. Su amigo había palpado con sus dedos la cálida textura satinada de su piel. Había estado tan cerca como para sentir el aliento de la mujer. Tan cerca como para sentir la caricia de su mano.
Sebastián había estado lo bastante cerca para recibir el vómito, recordó para sí Gabriel con cierta satisfacción.
¿Se siente mejor? —preguntó cortésmente, arrojando otra vez el limón en el frutero y metiéndose los dedos en los bolsillos delanteros.
—Me sentiría mucho mejor si me dijera dónde estoy y por qué me ha secuestrado.
Gabriel realmente tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para escuchar sus palabras, pues estaba muy ocupado mirándole la boca. Suave. Rosada. Húmeda por el whisky ahumado. Casi podía sentir el sabor en su lengua. Ella apretó los labios y alzó la barbilla. Terca, pensó, mientras Edén se apartaba del aparador.
Gabriel cruzó hasta la otra punta de la mesa, corrió la silla de caoba ornamentada de un tirón y se sentó.
—Ayúdala a sentarse en aquella silla que está junto a...
—Me voy a lavar —le dijo Sebastián con una sonrisa—. No te metas en nada raro hasta que yo regrese.
Edén ignoró el guiño que le dispensó el sonriente cómplice de su secuestrador cuando salía de la habitación, dejándolos a solas.
—Maldición —gruñó—. ¿No podía esperar a que él la ayudara?
—¿Por qué voy a confiar en la ayuda de cualquiera de vosotros?
Aunque estaba un poco mareada todavía, pudo ponerse de pie, y de inmediato se desplomó en la silla de respaldo alto y madera tallada que tenía más cerca. El mobiliario y todo lo que la rodeaba parecía ser auténtico, pese a que Edén no sabría diferenciar entre un original y una copia. Sus ojos lo fulminaron por encima de los candelabros de peltre dispuestos a intervalos sobre la mesa que resplandecía con la luz de las velas.
En realidad, después de mirar a su alrededor la habitación llena de antigüedades lustrosas y cuyas paredes estaban revestidas de paneles de madera oscura y cubiertas de tapices, ella juraría que estaba sentada en medio de una réplica de museo de un castillo medieval.
Un escudo de armas plateado, con un león rojo rampante y un águila negra (que le pareció vagamente conocido), pendía sobre una chimenea de piedra tan grande como para asar varias vacas. Unos óleos monstruosamente grandes en los que había representado hombres de semblante adusto y mujeres de expresión triste, vestidos con trajes de época, se alineaban en las paredes, junto con algunas armas de aspecto temible.
La habitación era estrecha y debía de tener dieciocho metros de largo por doce de ancho, pensó sobrecogida. Sólo en la mesa cabrían unas treinta personas. Y pensar que Edén no conocía ni siquiera treinta personas.
Si quería que hubiera gente en su funeral, iba a tener que salir más, pensó con algo de histeria.
—¿Mejor? —le preguntó, sentado en el otro extremo de la mesa como si ella estuviera enferma de peste bubónica. Edén sentía una urgencia ridícula de ir hacia donde estaba él, y respirarle en la cara para ver si salía corriendo. No lo creía. Parecía grande y lo suficientemente malo como para enfrentarse a la infantería de marina, al ejército y a la fuerza aérea juntos.
¿Y qué podía esperar ella de él entonces?
No tenía nervios. Lo miró por encima. Ella apostaría a que podría correr en círculos en torno al cerebro de él con los ojos cerrados y una mano atada a la espalda y que aun así él no se inmutaría.
—Muy bien —mintió, doblando las manos sobre la mesa. La madera estaba sobada, arañada y abierta en algunos sitios por obra del tiempo. Siguió con el índice algunas hendiduras mientras pensaba con rapidez y el estómago se le asentaba. En primer lugar, tenía que averiguar dónde se encontraba.
—No, no es verdad. Todavía tiene náuseas y vértigo.
Es cierto, por desgracia. Inclinó la barbilla y lo miró con malicia.
—Usted no sabe nada de mí.
—T-FLAC tiene un excelente equipo de investigación que hizo una reseña de cierta Edén Elizabeth Cahill, de veintisiete años de edad —dijo él de forma inexpresiva—. ¿Quiere que continúe?
Ella hizo un gesto con la mano como diciendo: «anda, sigue adelante». Mientras él le recitaba dónde había nacido, el nombre de los padres, a qué escuela había ido y otras cosas más, ella se preguntaba cuántas personas vivirían en aquel lugar. Una o cien. No iría a ningún sitio antes de que se le pasara la náusea y supiera exactamente a qué se enfrentaba.
—Se casó con el doctor Adam Burnett, qué era ¿cuánto?, ¿veinticinco años mayor que usted?
Supuso que la pregunta era retórica y se quedó callada. Hizo lo posible para no pensar ni en Adam ni en su matrimonio. A veces le parecía que en el poco tiempo que había durado, los dos habían conseguido lo que querían o se merecían.
Adam se había adjudicado los éxitos que ella había obtenido y ella había aprendido que prefería estar sin compañía
—Se divorció a los veintiuno.
Tenía una voz hermosa. Suave y melodiosa. En circunstancias normales, sentiría placer de escucharlo, pero le recitaba su vida como si estuviera leyendo el texto en la pantalla de un TelePrompTer.
—Mientras estuvieron casados, el doctor Burnett se adjudicó el mérito de la mayor parte del trabajo. Después del divorcio y del MIT, usted fue a trabajar con Jason Verdine, en Verdine Industries.
Gabriel tamborileaba con el índice en el borde de la mesa al mismo tiempo que leía, un hábito molesto que en cualquier otra persona Edén habría interpretado como producto de los nervios. Pero no en el caso de ese tipo. Estaba dispuesta a apostar que nada lo inmutaba.
—La revista Popular Science la ha considerado una de las científicas más brillantes de América del Norte. ¿Cuántos años tenía? ¿Dieciséis?
—Dígamelo usted, que parece saberlo todo. —El tamborileo de los dedos era tan molesto como el tintineo de las monedas en un bolsillo. La mirada de Edén iba y venía del rostro de Gabriel al dedo ofensivo—. ¿Tiene prisa? ¿O lo pongo nervioso?
Él aplastó la mano abierta en la mesa.
—Consagrada por la revista Technical Review como la «Innovadora del próximo siglo». Diez años de experiencia en tecnología robótica, incluido el año que Verdine Industries la cedió en préstamo a los laboratorios de tecnología de propulsión a chorro de la NASA. BS en Ingeniería Mecánica y MS en Ciencia de la Computación del MIT. Premio Nobel por el procesamiento de lenguaje computacional para diálogo y traducción...
—Muy completo —lo interrumpió ella. Muy completo y escalofriante que alguien estuviera tan interesado en su vida como para andar sacando todo aquello a la luz.
—Es una mujer habituada a la soledad; una mujer conforme con su brillo propio, pero modesta respecto al aporte de sus inventos comerciales y científicos. Una mujer que por mes gasta más en zapatos, del número treinta y nueve, y perfume, le gustan los florales, que en renta. Una mujer honesta que contó la mentira más grande del siglo y ahora está arrepentida. ¿Sigo?
—Lo contempló casi todo —dijo Edén con energía. Lo único que él no había mencionado era cuántos kilos de más había pesado.
—¿Quién dijo usted que sacó todo esto a luz? —La molestia estomacal cedía. Unos minutos más y preguntaría dónde quedaba el baño. Al segundo de estar fuera de aquella habitación y lejos de él, correría sin parar.
—T-FLAC.
Ella no tenía idea de qué era eso. Ni tampoco le importaba. Todo lo que él acababa de recitar de memoria era verdad.
Pero era imposible que él supiera lo de la mentira. ¿O sí era posible? ¿Por qué diablos no? Ella todavía no entendía cómo había llegado allí.
Mantén la calma, se recomendó. No dejes que se dé cuenta de que tienes pánico. No dejes que crea que te puede hostigar para que admitas... cualquier cosa.
Mientras le daba tiempo a su corazón para que volviera a latir a un ritmo que tuviera visos de normalidad, Edén miró un segundo por las ventanas de vidrio emplomado. Hojas perennes. Arbustos. Montañas a lo lejos. Nada de lo que veía era conocido.
—¿Dónde estamos?
—En Montana.
Edén lo miró con ojos agrandados por la sorpresa.
—¿Montana? Dios mío, ¿qué me dieron para que estuviera tanto tiempo inconsciente?
Ella, que aborrecía el ejercicio físico, sintió que su cuerpo vibraba con un exceso de energía no consumida. Sintió necesidad de correr; de trotar ocho kilómetros, de nadar varios largos o saltar de edificios altos. Tenía que huir de aquel secuestrador de ojos oscuros y mal carácter de inmediato.
—Yo no... eso no importa.
El no... ¿qué? ¿No la había narcotizado?
—¿Qué quiere de mí?
Porque por atractivo que seas, maldita comadreja, no vas a conseguir nada.
—El secuestro es un delito grave, y le aseguro que voy a caer sobre usted con todo el peso de la ley.
—Primero tendrían que encontrarla, ¿no le parece?
Ella le dirigió una mirada glacial.
—Una amenaza encima del rapto ya es demasiado.
El hombre al que le había vomitado encima un rato antes regresó y le disparó una sonrisa mientras caminaba a lo largo de la mesa, en dirección a ella.
—La ha secuestrado para protegerla, doctora Cahill.
Tomó asiento a corta distancia de ella.
No es justo, pensó, que él se haya duchado. Ella le echó un vistazo rápido. Era un buen mozo. Alto, moreno, de ojos celestes y hoyuelos en las mejillas. Pero su corazón no se aceleró al mirarlo. Él no le preocupaba, ni hacía que se sintiera amenazada. Edén volvió a mirar a su secuestrador.
—¿En serio? —Dios mío, el hombre tenía una cara de pocos amigos como jamás había visto—. Qué amable de su parte. Pero en Tempe tengo la protección necesaria. Me gustaría volver a casa ahora.
—El prototipo de su Rx793 fue robado —dijo Gabriel de forma tranquila—. ¿Sabe quién lo tiene?
Edén tomó un vaso y el botellón de cristal con el whisky que estaban en una bandeja de plata. Casi nunca bebía y menos a esa hora de la mañana. Sin embargo, no cabía duda de que aquellas circunstancias eran un atenuante. Necesitaba tiempo para encontrar una buena respuesta. Si él jugaba con ella para averiguar lo que sabía, tendría que estar en guardia.
Se sirvió medio vaso, y lo bebió casi todo de un trago. Era vomitivo y le cayó en el estómago como un tsunami. Ahora tenía el mismo sabor horrible que cuando el otro tipo se lo había vertido en la garganta. Se lo tragó como un remedio, hizo una mueca y puso el vaso en la mesa.
—Usted debe de saberlo ya que destrozó el lugar.
—No, doctora Cahill. Yo no fui. Y tampoco maté al doctor Kirchner. Permítame que le conteste mi pregunta anterior: el responsable o los responsables del asesinato del doctor Kirchner y del robo del robot son terroristas, con absoluta seguridad.
Un pterodáctilo alzó vuelo en su vientre, clamando inmediata atención.
—O un competidor de Verdine Industries —observó en un tono de voz que no traslucía su miedo.
Por favor, Dios, rezó, y no por primera vez. Por favor, que sea SpaceCo o Hazlet Toy Company la que tenga a Rex. Por favor. Theo había desaparecido, pero ella tenía que seguir aferrándose a la creencia de que Rex no sería utilizado para cometer algún espantoso acto terrorista.
—Quiero todas las copias de seguridad de sus archivos, doctora Cahill. ¿Dónde están?
Edén se rió sin ganas.
—¿Usted quiere mis copias de seguridad? Dice que no ha matado al doctor Kirchner, pero me ha traído aquí contra mi voluntad. ¿Piensa que le voy a entregar algo a un secuestrador así porque sí? ¿Qué estuvo fumando?
—Las copias de seguridad existen.
—¿Me lo está diciendo o me lo pregunta? ¿Cuándo entenderá que estoy aquí bajo coacción, y que no le voy a decir... —Sintió que una oleada de calor se propagaba por su cuerpo y bajó la vista—. Na... nada. —Los pezones erguidos se revelaban a través del sostén y la camiseta.
Horrorizada, furiosa, desconcertada, alzó de inmediato la cabeza.
—¡Maldita sea! ¿Me está hipnotizando?
—¿Por qué? ¿Tiene ganas de cacarear como una gallina? Por supuesto que no la estoy hipnotizando. Dígame dónde puedo hallar la información y la devolveré a casa en un abrir y cerrar de ojos.
Ella no le creyó.
—¿Tiene una copia de seguridad el robot que robaron, doctora Cahill? —preguntó Sebastián—. ¿Hay otro?
Edén había visto bastante televisión y se preguntaba si aquellos dos estaban practicando la rutina del policía bueno y el malo con ella. Bien, no lo creía. Sólo porque era educado no significaba que no fuera tan culpable de aquel delito como el otro. Ella se ocuparía de que ambos recibieran su merecido en cuanto se escapara.
Bebió otro trago grande de whisky.
Sabía, sin el menor asomo de duda, que pese a sus modales, no había que enfadar a aquel hombre.
—¿Cuál era la pregunta?
—¿El robot?
Exacto.
—Rex era un prototipo y el asesino del doctor Kirchner destruyó la información. —Hizo un esfuerzo para sostener su mirada y respondió con voz monótona—: Había un solo Rex.
Consultó el reloj: las 9:23. Mi Dios. ¿Cuánto tiempo hacía que él la tenía recluida allí?
—¿Qué día es hoy?
—Lunes.
Era imposible que todavía fuera lunes, apenas había pasado el tiempo suficiente para que él la llevara al aparcamiento de la compañía, y menos aún para recorrer los miles de kilómetros que mediaban entre Arizona y Montana.
—¡Oh, por el amor de Dios! Todavía estoy soñando ese ridículo sueño.
—Si éste es un sueño —dijo con sequedad el otro hombre—, hace quince años que lo estoy soñando.
—Cállate, Sebastián —dijo Gabriel con frialdad—. ¿No tenías que estar en algún sitio?
—Ningún otro sitio es la mitad de entretenido que éste.
—Bueno, que pareja tan dulce formáis.
Edén se levantó un poco temblorosa todavía. Tomarse de golpe todo aquel whisky no la había ayudado para nada a recuperar el equilibro, pero estaba de pie y dotada de un repentino exceso de coraje.
—No sólo no me importa quién es usted, sino que no puedo darle lo que quiere. Así que sí va a matarme, hágalo. Si no, yo me voy de aquí.
—Es una caminata muy larga hasta Tempe —dijo Gabriel con tono impersonal.
Edén lo miró con frialdad.
—Entonces es mejor que me ponga en marcha, ¿no le parece?
—Enfadarla no hará que consigas lo que buscas, Gabriel. —Sebastián parecía divertirse con la situación—. Deja que la pobre mujer se siente y se recupere. ¿MacBain? ¿Qué te parece un poco de... ? Oh, aquí está. Un té para la dama.
El anciano depositó una bandeja de té casi más grande que él en la mesa que estaba junto a Edén.
—Me tomé la libertad de traerle algunos platillos, señora. Estoy seguro de que debe de tener hambre después del.... viaje.
Ella retorció los labios. Se moría por una taza de té en medio de aquella locura. ¿Cómo podría rechazar el ofrecimiento de un irascible mayordomo escocés con sentido del humor? Pensándolo bien, ¿qué hacía un mayordomo escocés o lo que fuera él en Montana?
Ella no estaba allí para que la divirtieran, ni para beber té. Y sin duda aquellas pastitas le sentarían como plomo en el estómago revuelto. Edén consideró las opciones limitadas con que contaba.
—Lo siento pero paso, aunque eso parece estar delicioso.
Estaba segura de que el té contenía un narcótico.
Su anfitrión se levantó del extremo de la mesa donde se encontraba. Dios, qué alto era, y qué pecho ancho y qué semblante sombrío tenía.
—Una docena de grupos terroristas podría haberle robado el robot, doctora Cahill. Es información conocida que usarán para hacer algo terrible. Pronto. Sí, y por su rostro advierto que ha pensado en las consecuencias del robo. Díganos, doctora: ¿qué puede hacer exactamente su súper robot?, ¿hasta dónde ha llegado en su investigación?
Tan lejos, pensó Edén, que si lo supieras, me torturarías para obtener la información que deseas.
—¿Sois vosotros los terroristas que lo robaron?
—Somos agentes antiterroristas, doctora —dijo Sebastián captando la atención de Edén al quitar el paño que cubría la tetera gordinflona. Sirvió dos tazas de té humeante en las tazas traslúcidas, empleando unas pinzas de plata para coger un terrón de azúcar y enarcó una ceja, en un gesto inquisitivo.
Edén asintió con la cabeza. Qué diablos. Aquel no era el momento para buscar edulcorante Sweet'N Low y si aquel tipo también tomaba el té, quizá no contenía nada que la dañara. Tremayne empujó una taza y un plato en dirección a ella. Ella miró alternativamente a uno y otro, pero era Gabriel Edge a quien quería mantener en la mira.
—¿Trabajáis para el gobierno?
Edén se sentó y comenzó a revolver el té. No, no trabajaban para el gobierno. Seguridad Interna, el FBI y quién sabe cuántos más la habían entrevistado he interrogado durante horas, días, semanas, pero ninguno de aquellos hombres se parecía en nada a éste.
Oh, Dios. ¿Por qué no había sido lo bastante valiente e inteligente como para decirle a la gente del gobierno la verdad? Lo supo, claro que lo supo, en el mismo instante en que vio a Theo tirado en la cocina, que la gente que tenía a Rex era peligrosa
Había tanta sangre. ¿Cómo podía haber tanta sangre? Un cuerpo humano contenía aproximadamente cinco litros y medio. Pero aparentaban ser muchísimos más. Después, le dijeron que Theo había recibido cinco disparos. En ese momento sintió desesperación. Había sangre por todas partes y nada de lo que hizo pudo evitar que siguiera brotando. Nada de lo que hizo alcanzó para salvarle la vida a Theo.
Ella le sostenía la cabeza en la falda mientras escuchaba las sirenas. Vamos, vamos, vamos. Deprisa, deprisa, deprisa.
—Te quiero —le dijo, fingiendo firmeza en la voz, ya que tenía una piedra atravesada en la garganta—. Por favor... Oh, Dios. Por favor, no me dejes.
—E...den.
Ella ahuecó las manos en su mejilla apergaminada, los ojos ardiendo por las lágrimas no vertidas. Las sirenas ululaban a lo lejos. Demasiado tarde. Muy tarde. Apenas podía tragar, mientras le decía con aparente calma:
—Aquí estoy.
Los ojos sin brillo parpadearon en la cara de Theo.
—Destruye... todo. No confíes en nadie. Pro...prométemelo.
Sebastián le tocó el dorso de la mano.
—¿Doctora Cahill?
Edén pestañeó y volvió a fijar la atención en los dos hombres. Quería irse a casa. Quería hacer lo que debió haber hecho la primera vez que la entrevistaron. Tenía que decirles a las autoridades contra qué tendrían que luchar. Aquellos dos hombres no eran las autoridades. Posiblemente fueran locos y muy peligrosos. Querían sonsacarle información, pero ella obtendría información de ellos.
—¿Qué hacéis para nuestro gobierno?
—Trabajamos por cuenta propia.
Edén apoyó la cucharita, ocultando el temblor de su mano.
—Mercenarios.
—Agentes antiterroristas —la corrigió él, todavía con la frente arrugada.
Desgraciado grosero. Miró a Sebastián.
—¿Eso significa que vomité encima de su «zapatófono» ? —le preguntó ella con dulzura.
—Mire, señora —gruñó Gabriel, que había llegado al colmo de su escasa paciencia—. Basta de gilipolleces. Le doy mi palabra. Somos los buenos. ¿Dígame qué demonios hará su amigo robótico para esos tipos inescrupulosos, doctora?
Estaba tentada de decirles, Dios, estaba tentada de decirles que ella había inventado un robot que hacía una excelente pedicura. La soltarían o la matarían. Tenía miedo, pero se negaba a que la intimidaran.
—Cualquier cosa.
—Denos un ejemplo de «cualquier cosa».
El Rx793, Rex, era el orgullo y alegría de Edén. Hacía más de diez años que trabajaba en el robot.
—No había probado todas las variables —les dijo de mala gana a los dos hombres—. Todavía faltaban unos seis meses, quizá más, para terminarlo.
Gabriel alzó la mano indicándole que siguiera hablando.
—Cuando esté terminado, será invulnerable... a casi todo. Al calor. Al frío. A los químicos. A las toxinas. Rex estará capacitado para ingresar a un edificio que arda con la mayor virulencia y llevar a cabo rescates que son imposibles para un ser humano. Puede utilizarse para limpiar derrames químicos, para entrar en un medio ambiente contaminado y traer muestras...
—¿En qué carajo estaba pensando Verdine? —Gabriel se apartó de la mesa de un golpe y empezó a caminar de un lado a otro—. Cualquiera que tenga siquiera una media célula cerebral debería saber que algo tan sofisticado atraería a todos los malditos terroristas del planeta.
Ella se aplastó la mano contra el estómago y dijo casi con desesperación:
—El personal de marketing de Verdine Industries habló con bomberos, organismos encargados del cumplimiento de la ley y el CDC (Centro de Control y Prevención). El robot es un avance enorme en IA y hablaré sobre él en un simposio en Berlín prox...
Los dos hombres se miraron a los ojos, y Edén sintió que un estremecimiento semejante a una premonición le corría por la columna vertebral. Tenía que informar a los organismos de gobierno de que el robot que había construido tenía una tecnología muy avanzada. Ella había hecho todo lo que les había contado a sus secuestradores, y más. Si el gobierno americano no la ponía delante de un pelotón de fusilamiento allí mismo, lo más probable era que la encerraran a perpetuidad dentro de una celda. No supo detenerse a tiempo. ¿Su posición era defendible?
—Díganos cómo destruirlo y la dejaremos ir.
Edén tenía la boca seca, pero era incapaz de coger la taza que tenía delante para beber un sorbo de té.
—No puedo.
—¿No puede o no quiere, doctora?
—El Rx793 fue fabricado para ser indestructible.
—Nada es indestructible —agregó él con gravedad—. No tenemos todo el día, doctora. ¿Qué aniquilará al robot?
—Nada.
Nada más que otro Rex igual a él. Pero como ella no permitiría que eso sucediera, no valía la pena siquiera mencionarlo.
—¿Y otro robot ? —demandó él.
Dios mío, ¿me lee la mente?, pensó horrorizada Edén. Durante unos minutos se debatió entre mentir o decirle la verdad.
—Es posible —dijo a regañadientes—. Si hubiera otro robot así, pero no lo hay.
—Lo habrá —dijo con tono grave.
Edén no se molestó en corregirlo.
—¿Qué fuente de alimentación emplea?
—Un sistema de control distribuido muy económico que actúa con un procesador de 32. Funciona asincrónicamente, sin un control central.
No. Era peor. Mucho peor. Había dotado a Rex de una célula de alimentación de hidrógeno fácilmente renovable. Lo único que precisaba para funcionar durante tres horas era una taza de agua.
—¿El brazo requiere un procesador paralelo?
—No. Todos los procesadores están incorporados en el robot. —Se había creído tan inteligente que había hecho a Rex casi autónomo. Ahora el miedo le hacía sentir como una estúpida. Oh, Dios. Debería de haberse interrumpido el año anterior, cuando su instinto y su conciencia se lo indicaban. Jamás antes se había considerado vanidosa. Pero, demonios, quiso probarse a sí misma que todos aquellos honores, todos aquellos prestigiosos premios científicos, todas las adulaciones y lisonjas, eran tan válidas entonces como lo habían sido hacía diez años, lo que probaba que ella no era ni con mucho tan evolucionada como pensaba.
No importaba qué pátina había adquirido con el correr de los años, no importaba qué usaba, ni qué artículos ni ponencias muy elogiados escribía, no importaba la brillantez de sus invenciones... ya que la niña insegura, obsesiva y gorda todavía vivía dentro de ella. Y aunque ella siempre supo que jamás podría comunicarle a nadie los increíbles adelantos que había conquistado, también sabía que estaba muy lejos de pensar como la manada. Aquella vanidad estaba a punto de volverse contra ella igual que una serpiente que se muerde su propia cola
—¿De qué tamaño es?
—Como un niño de cinco años —dijo levantando la mano hasta cierta altura del suelo.
Un humanoide casi perfecto que podía atajar una pelota y diferenciar entre derecha e izquierda, que podía consumir un vaso de agua y seguir funcionando como el conejito del anuncio de las pilas.
La mano le temblaba al coger la delicada taza de porcelana. El té estaba frío, pero igual lo bebió. Un desayuno inglés. Su mirada iba de un hombre al otro.
—El prototipo fue robado y no hay archivos de resguardo. No entiendo cómo puedo ayudarlos.
—¿Cuánto tiempo le supondría reconstruir el robot?
Nunca.
—No puedo.
—Lo construyó una vez. Puede volver a construirlo.
Negó con un gesto de la cabeza.
—No, no puedo. Me robaron todas las no... notas.
—Pero usted no las precisa, ¿verdad, doctora Cahil? —repitió con frialdad y dureza, mirándola a los ojos y aferrándose con las manos al alto respaldo de la silla. Su mirada directa era desconcertante—. Lo tiene todo aquí. —Apuntó el dedo a su propia cabeza y se dio un golpecito; y Edén sintió que una ráfaga helada le corría por la espalda. Era imposible que él lo supiera.
—Usted tiene una memoria fotográfica, doctora. Y aquí tiene un laboratorio de computación completamente equipado. Puede reconstruir lo que se llevaron.
Edén lanzó una carcajada y se aseguró de que pareciera sincera.
—Usted debe de estar bromeando. La memoria fotográfica es una ficción. Tengo buena memoria. Una memoria muy buena. ¿Pero reconstruir de cero, miles de horas de ecuaciones y diagramas intrincados y complejos? ¿De memoria? No es posible.
Era muy posible, por desgracia, y precisamente era lo que más la destacaba. Era la única entre miles de millones de personas que podía retener todo lo que leía. Se abstuvo de juguetear con la delicada taza que tenía entre las manos, y mantuvo firme la mirada. Si ya no tuviera el estómago vacío, volvería a vomitar.
Destruye todo. No confíes en nadie. Prométemelo.
Edén se sentía como una rata pequeña en un laberinto muy intrincado.
Gabriel Edge era el gato enorme que la acechaba en el otro extremo.
—Cualquier cosa es posible, doctora —le dijo él—. Si aplica en ella su mente.
Edén miró a Gabriel a los ojos. ¿Por qué había puesto tanto énfasis en aquella palabra? Otra de las cosas que él había dicho le martilleaba con fuerza en la cabeza: teletransporte. El frío se había apoderado de ella por dentro, y tenía la frente salpicada de gotas de sudor. Aquellos hombres estaban locos, y ella se metería en un fregado si les daba lo que querían. Les diría la verdad en la medida de sus posibilidades. El resto permanecería en secreto.
Le debía eso a Theo.