CAPÍTULO UNO
Castillo de Edridge
Montana
Miércoles 6:00 horas
–M
e importa un bledo si es o no un asunto de seguridad nacional —le dijo furioso Gabriel Edge al hombre que retenía a punta de espada —. No tendré sexo con esa mujer.
Los dos hombres podrían haber estado luchando con las espadas en la Escocia medieval en lugar de hacerlo en Montana, en el siglo XXI. Pero, tanto el castillo como las claymores, las pesadas espadas escocesas que los dos agentes de T-FLAC blandían con tanta destreza, eran bien reales.
Desde hacía algunos minutos, los únicos ruidos que se oían en la sala principal del castillo provenían de la respiración de ambos, del choque del antiguo acero y del suave sonido sibilante de los pies descalzos en la piedra. La esgrima era una danza bien coreografiada y ellos sabían cómo moverse para que resultara atractiva.
El acero que portaban los dos hombres se entrechocaba de manera ritual mientras daban vueltas en círculo haciendo fintas, buscando un punto débil, esperando un descuido del adversario, aunque durara una fracción de segundo. Apenas mejor dotado de reflejos para un deporte que requería a la vez fuerza y habilidad, Gabriel fingió perder el equilibrio para engañar a su oponente y, con una rápida maldición mental, esquivó la devolución de la estocada, veloz como un relámpago, de Sebastián Tremayne.
Satisfecho consigo mismo, Sebastián le lanzó una mirada triunfante.
—Tu país neces...
—La misma cantinela otra vez.
En posición de guardia alta, Gabriel atacó con un fuerte corte descendente. La hoja de su espada despidió destellos de plata bajo la temprana luz matinal que entraba a raudales por las altas ventanas abovedadas. Se movía rápido, con una gracia y una velocidad felina, obligando a Sebastián a retroceder deprisa.
La primera vez que Gabriel había fijado los ojos en la Doctora Edén Cahill sintió que una sensación de frío se apoderaba de sus entrañas.
—Encontraré otra forma —aseguró con tono resuelto.
Y lo haría, tan pronto como se le ocurriera algo que funcionara con la misma rapidez y con tanta eficacia como tener sexo con ella.
Gabriel se distrajo hasta tal punto que Sebastián casi le amputó la mano. Evidentemente, había entrenado muy bien a su amigo.
—Buen golpe.
Volvió a poner atención en lo que estaba haciendo y, casi sin respirar, detuvo su estocada a un milímetro del corazón de Sebastián.
—Estás muerto —le dijo con satisfacción.
Ambos se enderezaron y se separaron, haciendo una breve pausa para limpiarse el sudor de los ojos con el antebrazo. Hacía dos horas que practicaban cortes y golpes, pronto se detendrían, pero todavía no había llegado la hora.
—¿Preparado? —preguntó Gabriel tras unos segundos de descanso, al tiempo que volvía a colocar las dos manos en la guarnición de cuero de su espada.
—Sí.
Tremayne retrocedió con la espada alzada.
Gabriel, ágil y rápido de pies, se desplazaba en círculos. Cuanto más practicaban, más pesada parecía volverse la espada escocesa, sus cuatro kilos parecían transformarse en cincuenta después de una hora de práctica. La esgrima era un buen ejercicio tanto para el cuerpo como para la mente.
—He practicado más tiempo que tú —señaló mientras leía en el brillo de los ojos de Tremayne la consabida expresión: «esta vez te voy a destrozar». Se observaban como halcones y trazaban lentos círculos uno alrededor del otro, al acecho de una oportunidad favorable, de una brecha. Adoptando la posición de guardia colgante de la esgrima antigua, Sebastián lanzó una fuerte estocada en sentido diagonal.
—Muevo los pies más rápido que tú.
Con los nudillos blancos por el esfuerzo, Gabriel le cerró la parada.
—Tendrás que demostrarlo.
Gabriel notó con satisfacción que a Tremayne casi no le quedaba resuello; estaban igualados, sólo que él disimulaba mejor que su amigo la dificultad para respirar.
Una luz blanquecina se derramaba por las ventanas emplomadas, empotradas en las paredes de tres metros de espesor. La sala principal del castillo estaba construida en áspera piedra labrada, de color bermejo, y adornada con enormes e invaluables tapices centenarios, escudos de armas, armas antiguas y otros objetos de arte.
Un antepasado lejano de Gabriel había construido el castillo para su joven prometida, Janet, en las Tierras Altas de Escocia durante la primera mitad del siglo XIV, pero las cosas no le habían resultado del todo bien. Sin embargo, Gabriel quería vivir en el castillo que había albergado a los miembros de la familia Edridge durante setecientos años porque, aunque ya no usara el antiguo nombre escocés, el castillo siempre seguiría siendo su hogar.
Un hombre con sus talentos siempre podía obtener lo que quería.
Cuando era niño quiso tener el castillo y lo había conseguido. Empleando su habilidad de mago y la fuerza de su mente, había teletransportado una por una las piedras bermejas de la casa ancestral hasta que estuvo en pie, austera y orgullosa, a cientos de kilómetros de la civilización. En algún rincón del alma de aquel niño tonto había alentado la esperanza de que, una vez la casa de sus antepasados estuviese en Montana, su padre se atrevería a abandonar su Escocia natal más a menudo para estar más tiempo con su familia.
Magnus fue incapaz de resistir el encanto de la compañera de su vida. Deseó tanto a Cait como para ignorar la maldición y, creyendo que podría cambiar su designio, se casó con ella. El primer año, al parecer, fue idílico, pero luego la cosa se trastornó por completo.
Aterrorizado ante la posibilidad de que ella muriera a causa de su proximidad, Magnus había pasado los veinte años siguientes exiliado de su amada esposa y de sus tres hijos. Una vez al año iba a verlos, pero una serie de accidentes casi fatales, o la frágil salud de Cait, siempre lo obligaban a irse.
La madre había padecido de mala salud toda la vida; se había consumido suspirando por el hombre que la había desposado y que después vivió lamentándolo siempre. La frustración e infelicidad de sus padres fue una dura lección para los tres hijos de Magnus.
Gabriel y sus hermanos estaban seguros de que sus padres habían muerto de pena. Durante quinientos años, jamás ningún Edge había logrado quebrar la maldición de Nairne. Jamás nadie podría hacerlo.
Muy bien. Gabriel había entendido el mensaje.
Podría casarse con alguien que no amara, pero jamás podría amar a la mujer con la que se casara. Diablos, nunca podría amar a nadie y basta.
No habría compañera para toda la vida.
No habría tres hijos que dieran a luz otros tres hijos.
Nada de vivieron felices y comieron perdices.
Era una mierda.
Él tenía su trabajo en T-FLAC. La organización antiterrorista era su vida, su pasión, y eso le bastaba.
Entre misión y misión disfrutaba de la soledad, de la historia antigua y de los ventosos corredores del castillo de Edridge. En un mundo lleno de muerte y traición, la vinculación con el pasado le proporcionaba estabilidad emocional.
En su vida cotidiana de agente de la sección de Fenómenos Parapsicológicos de T-FLAC, conocida como PSI, solía asociar el empleo de complejos equipos de alta tecnología militar con la antigua magia. Cuando se encontraba en la casa solariega usaba las armas que colgaban de las paredes, armas que su familia había coleccionado y usado durante siglos.
El arma elegida para el ejercicio de ese día era la espada escocesa, la claymore. Con un peso aproximado de cuatro kilos y medio y una longitud de más de un metro veinte, la espada mortífera era un arma formidable pues, a pesar de su antigüedad, podía asestar grandes cortes o poderosas estocadas, y se adecuaba muy bien al humor que tenía esa mañana. De noche había dormido muy mal, pensando en la buena doctora o, mejor dicho, tratando de no pensar en ella.
Gabriel entrecerró los ojos y, previendo el próximo movimiento de su contrincante, calzó con ambas manos la empuñadura de cuero.
—Si yo pudiera leer la mente —dijo Sebastián con una muestra clara de desfallecimiento—, ya me habría acostado con ella.
—No me cabe duda de que lo harías.
Aprovechó la distracción de Sebastián para impulsar la réplica de su acero con un movimiento de riposte y el entrenamiento volvío a comenzar.
—Pero no puedes —le dijo a su amigo, que también trabajaba en T-FLAC, aunque no formaba parte de la sección de «fenómenos parapsicológicos». Algunos la consideraban como el grupo de élite de la organización antiterrorista, en tanto que para otros era pura charlatanería y su función era inexplicable. Estaba prohibido divulgar su existencia fuera de la organización
Pese a que todavía había unos cientos de magos conocidos en el mundo, la mayoría de la gente corriente ignoraba por completo que ellos existían. Gabriel y sus hermanos no serían magos si no hubiese sido por aquella lejana maldición.
Dios. Hablando de mujeres desdeñadas, la bruja Nairne había maldecido a su tramposo tatara-tatara-tatarabuelo, Magnus Edridge, varios cientos de años antes. Y aunque la familia Edge se había cambiado el apellido, igual seguía pagando por el desaire.
A Dios gracias, él y sus hermanos habían decidido que la maldición, así como la proverbial responsabilidad con la que cargaban, cesaría a partir de ellos.
Y no es que creyeran que hubiera algo mejor que una compañera para toda la vida, pero tampoco querían correr ningún riesgo. No era difícil mantenerse a distancia de las mujeres en su actividad. Los horarios eran muy largos y su paradero, generalmente, secreto.
Los tres habían acordado hacía mucho tiempo que sólo mantendrían relaciones casuales con el sexo opuesto, y si uno de ellos se desviaba del buen camino, los otros dos lo rescatarían del abismo.
En treinta y cuatro años, Gabriel nunca conoció a una mujer que lo hubiera tentado siquiera un poco para cambiar la regla de la relación «casual», hasta que se fijó en la bella doctora Edén Cahill.
Había estado cerca de ella en aquella única ocasión, pero fue suficiente. La había mirado una sola vez. Una sola. Y una lujuria instantánea, indescriptible, incontenible y peligrosa como el infierno lo consumía. Quería respirar su aliento, absorber su perfume inconfundible, conocer los relieves de su piel. Ansiaba probar su boca suave, recorrer con sus manos la piel sedosa. Hacía tres días que casi no podía pensar en otra cosa.
Frenó el hábil ataque de Sebastián, filo contra filo, con la incrosada, inmovilizando las armas con un ruido desapacible que estremecía hasta los huesos. La vibración le hizo temblar el brazo; el aire mismo retumbó con el chirrido agudo del acero contra el acero, haciendo eco en las antiguas paredes de piedra.
Se miraban de hito en hito. Ninguno de los dos bajó la vista. No me acosté con ella, pensó Gabriel mientras giraba rápidamente la muñeca indicándole con ello a su contrincante que debía retroceder. Una sed de sangre invadía el cuerpo de Gabriel.
No pienses en ella, dijo para sí, sintiéndose como un salvaje y sin poder dominarse bien ante el recuerdo de los brillantes rizos oscuros y los grandes ojos marrones de la doctora Cahill...
Joder. Tenía que ponerle un límite a sus pensamientos. Daría cualquier cosa por tener frente a sí, en aquel instante, un enemigo en lugar de un fiel amigo y compañero de trabajo. Había entrenado a Tremanyne lo suficiente como para saber que éste sería capaz de rechazar el ímpetu de su golpe ante el menor descuido, aunque supuestamente aquello era nada más que un ejercicio, no una lucha a muerte.
—Por qué no...
—No estoy discutiendo mi vida sexual contigo, Tremayne —dijo con frialdad, aunque por dentro sentía todo lo contrario: enfado... calor, un retorcimiento. Y, por si fuera poco, tenía un susto de mil diablos.
Su compañero alzó una ceja ante la vehemencia de la reacción.
—Pero no tiene por qué ser sexo per se, ¿no es cierto?
—A riesgo de repetirme a mí mismo, te digo categóricamente: no tendré sexo con esa mujer. Lo expresé claro como el agua desde el comienzo. ¿Cuándo regresará Stone de Praga?
Aquella no era la primera vez que Gabriel había deseado con toda el alma vivir en el siglo XV, cuando cercenarle la cabeza a un hombre con la hoja afilada de una espada no implicaba tener a la policía local llamando a su puerta a los cinco minutos.
—Después de la Cumbre del Terrorismo. —Sebastián esquivó otro golpe con una amplia sonrisa mientras lanzaba un mandoble—. Dentro de tres semanas. No creo que su presencia hiciera menos gravosa para ti la situación, Edge.
Gabriel onduló la espada en un amplio arco que obligó a Sebastián a retroceder uno o dos pasos de un salto.
—Quizá no, pero tenerte a ti encima no me mejora en nada el ánimo.
—Eso se resuelve fácilmente. Extrae la información necesaria del banco de memoria de la doctora Cahill y no me verás más el pelo.
Volvió a avanzar, claramente decidido a impresionar a Gabriel con la destreza de su espada.
—Hasta que no cumplas con tu misión, seguiré siendo un huésped de tu... casa.
—Huésped, ¡un cuerno! Necesitabas otra lección. Te has vuelto perezoso.
—Podrías hacer lo mismo que hacen otros agentes: usar el maldito teléfono. —Sebastián, tan ferozmente concentrado en la lucha como Gabriel, hizo caso omiso del sudor que le entraba en los ojos—. Un castillo, sacado de las Tierras Altas de Escocia y plantado de manera incongruente en el medio de Montana no es precisamente la idea que tengo de un buen lugar para pasar las vacaciones. En los pasillos soplan corrientes de aire, tengo que recorrer dos kilómetros para llegar a mi habitación, y la electricidad no funciona bien.
—El castillo de Edridge no es un hotel, Tremayne. —Gabriel daba vueltas a su alrededor, mirándolo fijo como una cobra a una mangosta. En ese momento era imposible afirmar con certeza cuál de ellos era una u otra—. Estás en libertad de irte a la mierda cuando quieras. Éste sería un buen momento.
—Podría ser un hotel, por su tamaño. —Sebastián atacaba con una velocidad mortífera, pero Gabriel se movía más rápido aún.
—Terminemos con esta situación lo más pronto posible —dijo jadeando.
Los dos resoplaban y por desgracia los dos eran ferozmente competitivos. Ninguno de los dos se echaba atrás hasta que entró el mayordomo de Gabriel, MacBain, e hizo que arrastraran sus cuerpos medio muertos de cansancio escaleras arriba.
—Supera tu aversión —bramó Sebastián—. Ten sexo con la doctora. Cierra los ojos y piensa en Escocia si eso ayuda a tu estómago a digerirlo mejor. Hazlo y nada más.
Si fuera solo aversión, pensaba furioso Gabriel mientras paraba el golpe en diagonal de su contrincante con un contragolpe descendente, desviando la espada de Tremayne.
—Te lo voy a decir por última vez. —Para controlar el arma del otro hombre, Gabriel necesitaba afirmarse haciendo palanca. Se acercó más. Más tenso. Miró fijo los ojos de predador de su amigo—. No... tendré... sexo... con... la...doctora Cahill. Voy a conseguir lo que necesitamos de ella a mi modo. ¿Está claro?
—Clarísimo.
Los dos aceros estaban cruzados. Las espadas no tenían guardamanos y había una posibilidad real de que se rebanaran los dedos.
El entrechocar de las armas y el rumor de los pies masculinos moviéndose por el piso de piedra hacían eco en la enorme habitación.
Se separaron; Sebastián se recuperó deprisa mientras Gabriel lo obligaba a esquivar el corte enfrentando su acero con un golpe sólido.
—Buena.
Su amigo hizo una pausa para inhalar aire.
—Lo único que digo es que necesitamos esa información. Es un medio para alcanzar un fin. Puede salvar la vida de millones de personas.
Gabriel lo sabía, por Dios. La maldición de la familia Edridge pendía sobre su cabeza como una espada de Damocles y sintió que el aire se agitaba con el silbido de aquella espada pesada que casi le cortó el pelo.
—No he llegado a esa instancia todavía. —Apuntó el corte de su espada al medio de la hoja que se aproximaba—. Pero cuando llegue el momento, actuaré.
—Me encargaré de que lo hagas. ¿Cuándo volverás a intentarlo? No necesita estar dormida para que le provoques un orgasmo, ¿verdad?
Gabriel dejó que el acero de Sebastián llegara hasta su guarda cruzada y respondió dando una estocada con el filo de su espada, de modo que sus rostros quedaron separados unos centímetros.
—Escúchate, por el amor de Dios.
Gabriel contraatacó con la velocidad de un rayo, ondulando la espada en una posta frontal mientras daba un paso al costado y se encontraba con el acero del otro hombre en un choque de metal y chispas que volaron por el aire.
—¿En esta conversación no hay nada que te parezca fuera de lugar?
Sebastián, veloz como siempre, se encontró con la mezza espada. El acero de Gabriel se deslizó otra vez a la guardia cruzada de su amigo.
Guarniciones y ojos se cerraron.
—Te diré lo que a mí me parece. Me da la impresión de que la doctora Cahill tiene toda la información sobre el robot en su cabeza, que la única forma de obtenerla es leerle el cerebro, y que no puedes hacerlo en este caso particular a causa de una antigua y ridícula maldición. Eso es lo que a mí me parece.
—¿Crees que no lo sé?
—Eres primero y ante todo un agente T-FLAC, Edge. En segundo lugar, eres un mago de la sección PSI. Si no puedes extraerle a la doctora Cahill la información que necesitamos de la forma acostumbrada, entonces tendrás que emplear cualquier superchería...
Gabriel dio una estocada salvaje y desarmó a su oponente.
—¡Uhh! ¡Mierda! ¡Eso pica como el demonio!
La espada de Sebastián resbaló por el piso de piedra mientras se atendía la mano.
—¿Quieres mejor que MacBain te la bese?
Gabriel sabía que todo lo que Sebastián decía no era más que la verdad, pero, diablos, eso no lo hacía más fácil de digerir, ¿no?
—Dios mío, extraño a Stone.
Sebastián dejó caer las manos sobre las rodillas, con la cabeza gacha mientras trataba de recobrar el aliento.
—Nosotros también.
Gabriel había tratado de explorar otra vez la mente de la doctora Cahill en busca de la información vital que precisaba, pero había fracasado. Maldita sea. Odiaba fracasar.
Hacía tres días, se había escondido y había llegado hasta el laboratorio de computación de la doctora, en Tempe, Arizona. Necesitaba nada más que unos segundos para conseguir los datos y salir de allí. Era una tarea sencilla. Ella nunca se enteraría de que él se había introducido subrepticiamente.
Estaba sola. La sincronización era perfecta, pero, para su sorpresa, no había podido atravesar la cálida y suave oscuridad de su mente, algo que normalmente era capaz de hacer con toda facilidad cuando él quería. Y hostia bendita. Quería hacerlo.
También quería sacudirla por los hombros y preguntarle cómo diablos podía suceder eso. Pero él sabía, por instinto, por qué razón no podía extraerle de la mente los secretos que necesitaba. De alguna forma, sólo Dios sabía cómo, ella le impedía el acceso.
Él había intentado hacerle bajar la guardia (unos pocos segundos hubieran sido suficientes), pero todo resultó en vano.
El método más fácil y rápido de hacerle deponer su defensa era provocarle un clímax. Un clímax rápido y él habría entrado y salido antes de que ella se diera cuenta; unos segundos sin su blindaje emocional y él tendría todo lo que necesitaba.
Ahora iba a tener que regresar a la maldita Arizona para probar de nuevo. Si esta vez no funcionaba, tendría que llevarla allí, a un entorno más controlado. Por más que no quisiera tenerla cerca de él o del castillo, no le quedaban muchas alternativas.
Pasaría por alto los prolegómenos y la llevaría a un orgasmo rápido e inesperado. La sorpresa iba a ser el arma contra la fuerte voluntad de la doctora Cahill.
Sebastián se enderezó para mirar a Gabriel.
—No está segura en Tempe.
Cogió una botella de agua y la toalla blanca y limpia que le ofrecía el mayordomo de Gabriel, MacBain, quien tenía todo el aspecto de ser sordomudo. El cabrón astuto era cualquier cosa menos eso: tenía las orejas de un murciélago, los ojos de un halcón (pese a las gafas) y la capacidad organizativa de Atila el Huno.
Gabriel sabía, sin que nadie lo hubiera dicho, que Sebastián le daba un poco más de largas al asunto debido a la amistad que los unía desde hacía mucho tiempo. Como control temporal de Gabriel, Tremayne tenía derecho a exigirle que le arrancara a la doctora Cahill la información de la forma más expeditiva posible.
—Lo sé. ¿Piensas que la dejaría allí indefensa?
Gabriel había enviado a dos agentes de T-FLAC para que la vigilaran las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. No obstante, ellos no podían entrar al laboratorio y ése era un problema que le preocupaba profundamente.
Tanto le preocupaba que le había hecho un hechizo protector.
—¿Confiarías en alguien más para mantenerla a salvo?
—Sólo confío en mí para mantenerla con vida.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas hacerlo si ni siquiera quieres tocar a la mujer? —Tremayne bebió un trago largo de la botella, luego la colocó verticalmente sobre su cabeza dejando que el agua le mojara el pelo y la cara empapados de sudor—. La buena doctora te aterra de la hostia, ¿no?
Con la toalla en la cara, Gabriel interrumpió lo que estaba haciendo para mirar a su amigo.
—¿Estás loco?
—La has visto una vez. Pero sólo pensar en la mujer te hace arrugar la cara como el culo de un mono, Edge. Admítelo. Y el motivo por el que lloriqueas por Alex Stone es que se traga toda esta gilipollez de la maldición de Edridge. ¿Qué pasa si la tocas? ¿El pene se te pone negro y se cae?
MacBain carraspeó:
—«Cuando una compañera de vida, el corazón de un hijo elija, no habrá protección, habré vuelto a triunfar. Su dolor profundo será, presto ella morirá. Su corazón en dos se escindirá.» Es la maldición de Nairne, señor. La bruja no mencionó nada que se pusiera negro o que cayera.
Sebastián, por ser amigo íntimo, conocía el contenido de la maldición y creía que era una gilipollez. Para ser franco, Gabriel deseaba con toda su alma tener la misma certeza. Pero era terriblemente difícil refutar quinientos años de historia.
—Puesto que la doctora Cahill no es la compañera de mi vida, si tal cosa existe, lo que seriamente dudo, soy capaz de protegerla perfectamente, muchas gracias. —Gabriel le lanzó a MacBain una mirada fría— ¿No tienes deberes de mayordomo que cumplir?
Pequeño, enjuto y nervudo, con el pelo inmaculado como la blanca nieve, el mayordomo irguió su metro cincuenta y cinco de estatura y, a través de las gafas de montura negra que colgaban de su nariz ganchuda, miró con ojos escrutadores a Gabriel. Estaba vestido impecablemente con un elegante traje negro, camisa blanca recién planchada y una corbata a cuadros escoceses con el diseño de los Edridge.
—Tengo la gran dicha de atenderos en toda ocasión, señor —respondió, con las erres típicas de Escocia en la voz y la expresión inocente de un bebé.
—Ojalá —musitó Gabriel, pues MacBain hacía más o menos lo que le daba la gana.
—¿Por qué te molestas en trabajar con este filisteo? —le preguntó Sebastián con una sonrisa—. Mi oferta todavía está en pie, MacBain.
Las espesas cejas blancas de MacBain se fruncieron profundamente debajo de los anteojos.
—Usted vive en un condominio, señor.
—Menos polvo que limpiar. Una gran pantalla de televisión. Ninguna maldición.
—Los incentivos son enormes, pero lamento tener que rechazar vuestra tentadora oferta. Le prometí al padre del muchacho que lo cuidaría y aquí es donde me necesitan.
—¿Por qué no desapareces y vas a cuidar a Duncan o a Caleb? —le preguntó Gabriel mientras decidía lo que iba a hacer. Probaría otra vez con la doctora Cahill, pero sospechaba que sería imposible atravesar sus barreras mientras ella permaneciera en Arizona y dentro de su pequeña zona de seguridad.
—Mientras cavilo en esa enigmática pregunta —respondió en tono de burla MacBain—... ¿se puede preguntar qué intenciones tiene respecto a esa doctora Cahill?
Su intención era hacer lo que tenía que hacer los más deprisa y humanamente posible; y luego mantenerse lejos de Arizona hasta que nevara en el mismo infierno.
—Voy a hacer una última tentativa —les respondió a Sebastián y a MacBain con un tono de lo más sombrío—. Si no funciona, la traeré aquí y haré que funcione.
Aquí en su territorio, donde él era el más fuerte.
Tremayne alzó una ceja.
—¿La secuestrarás?
Sin quitar los ojos de Sebastián, Gabriel le lanzó el espadón a MacBain quien, afirmándose para recibir el peso, la cogió con destreza. Era endemoniadamente fuerte para ser un viejo enjuto.
—Si no queda otro remedio.
—¿Cuándo te irás?
—Ahora —respondió con tono grave Gabriel.
Se formó un remolino de aire, su imagen se hizo borrosa y desapareció.
Sebastián miró a MacBain.
—Odio cuando hace esa jodida cosa.
El mayordomo de Gabriel se aclaró la garganta.
—Claro. Igual que yo, señor, igual que yo.
—Maldita sea. ¡Está desnuda!
El susurro contrariado y áspero del hombre atravesó la oscuridad de la habitación de la doctora Edén Cahill. A pesar de que el lugar todavía conservaba el calor del día anterior, la voz le congeló hasta los huesos. Ella abrió los ojos de golpe mientras su cerebro pasaba de un salto del sueño profundo a la conciencia total.
¿Una sacudida mioclónica? No. Ella estaba segura de haberse quedado dormida hacía horas. ¿Se había despertado por el calor sofocante? Lo más probable es que fuera su subconsciente que revivía los sucesos de su vida.
Fingió estar dormida y contuvo la respiración, expectante. ¿Había escuchado realmente la voz? ¿O lo había soñado? No podía oír nada... No... Era indudable que había alguien allí. Apenas respiraba; por supuesto, no se movía, pero estaba allí. Cerca. Sintió el calor y la energía del intruso cuando surgió sobre su cama. El débil olor de su piel, a jabón, a hombre, parecía envolverla con una ansiedad extraña que era incapaz de descifrar.
Agudas espinas de miedo se clavaban en la piel desnuda de Edén mientras su corazón se aceleraba y su mente se ponía a trabajar a toda máquina. Sin lugar a dudas, había alguien en la habitación. Podía sentir su presencia. ¿Eran dos o él hablaba consigo mismo? Por más que se esforzó, lo único que pudo escuchar fue el suave murmullo del aire acondicionado que funcionaba con dificultad en la otra habitación.
Se sorprendió al advertir que estaba desnuda. Por lo general dormía sin ropa, pero desde hacía un par de semanas usaba pijama debido a que el personal de seguridad ocupaba la otra habitación. Frunció el entrecejo; estaba segura de que anoche se había puesto el pijama con estampado de mariquitas antes de meterse a la cama... ¿No fue así?
Era evidente que no, ya que tenía el trasero desnudo debajo de la sábana.
No perdió tiempo en preguntarse cómo ni por qué, ni qué estaba o estaban haciendo en su piso; ni cómo había logrado atravesar los cerrojos de las puertas y ventanas, y pasado por delante de los tipos de la seguridad sentados en la sala, a unos metros nada más de la puerta cerrada con llave de su dormitorio. Tampoco perdió tiempo en imaginarse lo que él quería hacerle. Con un poco de suerte, más tarde tendría tiempo de reflexionar sobre esas cuestiones.
Respirando apenas, deslizó subrepticiamente la mano debajo de la almohada. Allí. Sus dedos se cerraron sobre la culata fría de una Lady Smith pequeña.
¿Por qué no lo habían detenido los guardaespaldas? La respuesta le heló la sangre: porque estaban muertos. Retiró el seguro del arma con un chasquido y dijo fríamente:
—Tengo un revólver y estoy apuntando a cualquier parte del cuerpo que esté a la altura de mi vista. Retroceda.
Se sorprendió de que su voz no sonara como un débil graznido. No sólo estaba desnuda, protegida nada más que por la parte sustancial de una sábana delgada, sino acostada boca arriba. Si él tuviera el arma y hubiera luces encendidas se sentiría más vulnerable.
La imagen del doctor Kirchner apareció sobre el austero piso blanco del laboratorio, el recuerdo horrible de la sangre roja y brillante formando un charco debajo de su cabeza hizo que la mano de Edén adquiriera la firmeza de una roca.
¿Estaba aterrada? Sí.
Decidida a apretar el gatillo. Absolutamente.
Apretó el dedo...
—No querrá dispararme, doctora Cahill.
Detrás de la advertencia casi tranquila del hombre había algo perturbador, algo que apuntaba a una clase de daño diferente. El método intimidatorio del puño de hierro calzado con un guante de terciopelo.
Edén volvió a apuntar el cañón corto del revólver hacia él, sin soltar el gatillo.
—No apueste a ello, amigo. —Una pequeña presión y estaría muerto—. Está tan cerca que es imposible errar el disparo.
¿Dónde diablos estaba él para que ella pudiera tener la seguridad de que sería así? Notó vagamente que ni siquiera contaba con la ayuda del débil resplandor del visor del reloj que estaba junto a la cama para determinar dónde se encontraba exactamente. La conciencia de que él había logrado desconectar el reloj antes de que ella se hubiera dado cuenta de su presencia se apoderó lentamente de ella.
¿Qué más había tenido tiempo de hacer?
Deseaba que la luz estuviera encendida... No. Mejor no. Fuera quien fuera aquel tipo, no iba a verla desnuda antes de morir; no, si ella lo podía evitar.
Confiaba en impedírselo.
Gracias a su jefe, Jason Verdine, con el que a veces salía, cuatro guardaespaldas fornidos la acompañaban a todas horas desde hacía un par de semanas. Si ellos no habían podido evitar que el hombre entrara, lo más probable es que tampoco pudieran impedirle que saliera. Y la única explicación lógica para que el intruso estuviera en su piso era que había asesinado a los guardias, igual que había asesinado a Theo.
Ahora me matará a mí.
—Aléjese de la cama y siga caminando. Le daré una ventaja antes de llamar al nueve uno uno. —No. Era imposible que él supiera que el teléfono junto a la cama tenía el novecientos once conectado en marcado rápido.
La que vacila está perdida. No esperó a ver si él empezaba a retroceder. Afirmándose para oír la respuesta en voz alta y el grito de muerte del asesino, Edén apretó el gatillo.
No hubo ni bing bang ni un relámpago de luz.
—¿Qué pasó con la ventaja?
La voz de él era seca y bien viva.
—Mentí.
Edén hizo otro disparo.