CAPÍTULO TRES

Jueves

9.35 horas

–E

ste lugar todavía parece muy extraño. ¿A ti también te da la misma impresión? —preguntó Marshall Davis, el asistente de Edén, al abrir la puerta interior.

—Es lógico que se sienta extraño sin la presencia de ellos dos —contestó Edén mientras lo precedía para ingresar en la oficina principal del laboratorio de computación de Verdine Industries, en Tempe, Arizona. El sol matinal que entraba por las altas y estrechas ventanas inundaba de luz la austera habitación.

Marshall era un joven alto, flaco y adusto, que aparentaba y solía comportarse como si tuviera muchos menos años que los veintidós que en realidad tenía. Al igual que Edén, él había seguido una curva de aprendizaje acelerado. Su pelo negro siempre lucía como si en lugar de cortárselo se lo hubieran arrancado con los dientes. Desigual e irregular, adquiría aún peor aspecto porque Marshall se mesaba el pelo cuando se concentraba en algo, así que, generalmente, se le paraba desgreñado alrededor de la cara. El acné era el azote de su existencia, y normalmente se traducía en una timidez enfermiza con las mujeres.

No consideraba a Edén precisamente como una mujer. Ella era su ídolo, su líder, su mentora.

—Extraño —repitió mirando en torno a ella.

«Extraño» era la palabra que resumía el singular sueño que la había despertado a horas tan tempranas aquella mañana. Sexo y violencia. Sueños locos y realidad brutal, cada uno de ellos profundamente perturbador a su manera.

Habían transcurrido más de dos semanas desde el asesinato de su mentor, el doctor Theo Kirchner, y del robo del prototipo de su robot secreto Rx793. No había pruebas de ninguno de los dos delitos. Los ordenadores y los equipos destrozados fueron reemplazados con vertiginosa celeridad. Las personas que buscaban pruebas en la escena del crimen desaparecieron hacía mucho tiempo. No había ningún espacio precintado en la cocinita donde Edén había descubierto el cuerpo de Theo aquella noche, ni manchones de polvo negro espolvoreado en la superficie del suelo y los muebles para recoger huellas digitales.

A ella le dijeron que se tomara dos semanas libres y las aceptó a regañadientes. Después de pasar dos días limpiando su piso, se volvió loca de aburrimiento. Tan aburrida estaba que tomó un vuelo a Sacramento y fue a ver a su madre.

La visita fue mejor de lo esperado. Por supuesto, pensó irónicamente Edén, la madre estaba interesada en el asesinato, algo que no tenía nada que ver con el trabajo de la hija. Se amaban, pero eran tan distintas que les resultaba difícil sentarse y tener una conversación verdadera, aunque siempre lo intentaban.

Edén se sintió agradecida por volver al trabajo.

El laboratorio volvió a estar como antes. No era sorprendente que su subconsciente sufriera alucinaciones. ¿Cómo podía fingir que las cosas eran normales si eran de todo menos eso?

Theo no había «desaparecido» simplemente; su mentor de ochenta y seis años había sido asesinado a sangre fría. Él tenía que haber muerto en su cama, pacíficamente. En lugar de eso, le dispararon y lo llenaron de terror; las últimas palabras que le dirigió fueron: Destruye todo. No confíes en nadie. Prométemelo.

Aunque Jason Verdine proveyó guardaespaldas para su seguridad y la de Marshall las veinticuatro horas del día, Edén estaba terriblemente nerviosa. Borró toda la información de los ordenadores como Theo le había instruido, pero el ochenta por ciento del trabajo lo tenía en su cabeza

Si alguien descubría que...

Hacía más de una década que trabajaba en Verdine Industries. Este laboratorio de computación, integrado por un equipo de élite, era el núcleo de los proyectos a larga escala de Verdine en áreas centrales de inteligencia artificial. Supuestamente el doctor Kirchner era quien los dirigía, pero en realidad eran supervisados por Edén.

El departamento contiguo de Investigación y Desarrollo estaba integrado por unas ciento cincuenta personas aproximadamente, además del personal de apoyo. El resto de los empleados del edificio eran administrativos, vendedores y empleados de la fábrica. Verdine Industries era una corporación multimillonaria. Fabricaban de todo, desde robots domésticos que limpiaban y barrían los pisos, hasta artículos innovadores para la NASA y juguetes robóticos de alta tecnología.

El equipo de élite estaba integrado por los tres: ella, Theo y Marshall. Ahora quedaban dos.

Las autoridades sospechaban de uno de los rivales de Verdine Industries, pero hasta el momento no tenían ninguna prueba. La policía tenía que estar bien encaminada: el asesino, el ladrón, debía de ser un competidor.

Nadie sabía cómo habían hecho para entrar al laboratorio violando el sofisticado y complejo sistema de seguridad, pues nadie, ni siquiera el gobierno de los Estados Unidos, podía hacerlo; en especial, el de este laboratorio más pequeño.

Sin embargo, alguien pudo.

La muerte de Theo y el robo eran un caso abierto, sin cerrar. Cada cierto tiempo aparecía un nuevo funcionario de gobierno haciendo otra vez las mismas preguntas. Edén y Marshall no tenían respuestas. Edén esperaba que ellos sí las tuvieran.

Miró en derredor, al laboratorio intensamente iluminado. Ella lo había diseñado y cada detalle de la habitación le provocaba un estremecimiento de orgullo. Por lo general, éste era el momento del día que más disfrutaba, cuando la jornada acababa de empezar y estaba plena de posibilidades. Cuando en cada una de las horas que tenía por delante cabía la posibilidad de encontrar la clave de algo que una hora antes ella desconocía.

Jason recibió la recomendación de parar el desarrollo del proyecto para reemplazar a Rex, a la espera del resultado de la investigación.

Edén se sentía perdida. El asesinato del doctor Kirchner y el robo de una década de trabajo la cambiaron esencialmente y ya nada volvería a ser igual. El laboratorio nunca más sería el mismo. Nunca más sentiría la paz y la alegría de entrar allí cada mañana como lo había hecho durante los últimos diez años.

En ese laboratorio se habían hecho grandes descubrimientos que nadie conocía salvo ellos tres. Ni siquiera el propio Jason estaba enterado de la magnitud de esos avances; y ni Theo ni Marshall sabían hasta dónde había llegado Edén por cuenta propia.

Las consecuencias de que esa tecnología robótica avanzada cayera en manos sin escrúpulos eran aterradoras. Ella sabía que ampliar tanto los límites de la inteligencia artificial era peligroso; lo sabía, pero de todas formas siguió adelante hasta que ya fue imposible volver atrás. Su maldita curiosidad la había obligado a seguir luchando por el tema como si fuera un Santo Grial.

El robot Rx793 al que ellos llamaban «Rex» estaba dotado de razonamiento abstracto, lo que le permitía establecer relaciones analógicas y de orden jerárquico. Rex era capaz de interactuar sin ayuda de la comunicación.

Marshall, que era ingeniero mecánico, había diseñado las partes automatizadas del Rex mediante geometría 3D y se había pasado cientos y cientos de horas «jugando» con el robot, enseñándole conductas humanas.

Sin embargo, él no sabía hasta dónde había llevado ella su creación, pensó Edén mientras se apoyaba una mano en el estómago. No eran cosquillas lo que sentía dentro de ella sino una nube de pterodáctilos dando vueltas y un bombardero en picado.

Y ahora alguien tenía a Rex y sólo tenía que hacerle las preguntas correctas. Oh, Dios... Sintió náuseas... Ningún progreso científico merecía la pérdida de una vida humana. Sabía con todo su ser que Theo había muerto tratando de evitar que la tecnología robótica cayera donde no debía. Él había tratado de advertirle que el mundo no estaba preparado para ese paso tan adelantado, pero ella no había escuchado.

Le dolían los ojos. Había llorado a mares y no le quedaba ni una lágrima.

—Theo prácticamente me empujó por la puerta esa noche. Si me hubiera quedado media hora más...

—También estarías muerta.

Marshall extendió los brazos y la abrazó titubeante, con torpeza. Bendito sea, olía fuerte a Clearasil, el producto que usaba para el acné, y a colonia Brut. En todos esos años que habían trabajado juntos jamás la había tocado. Avergonzado, la soltó de inmediato, le disparó una sonrisa tímida y retrocedió, ruborizado.

—No quiero que te mueras, Edén. Perder al doctor Kirchner ya fue bastante malo. De verdad, no quiero que te mueras.

—Ya somos dos entonces.

Agradecía que la ley de Arizona aprobara la tenencia y exhibición de armas, lo que le permitía portar la Magnum Lady Smith 357, un revólver de cinco tiros, en la cartera. El revólver estaba debajo de la almohada cuando despertó esa mañana. También llevaba puesto el pijama estampado con mariquitas, lo que probaba que su sueño, por realista que hubiera sido, era sólo eso: un sueño.

Quizá su cuerpo trataba de hacerle saber, de forma inconsciente, que era hora de que se buscara un amante. ¿Jason?

Era encantador y guapo, y rico y...

Él no, pensó desconcertada por su propia reticencia.

Marshall corrió la silla, se sentó en su lugar de trabajo y cogió una pelota roja pequeña.

—No sé por qué la conservo todavía, como si fuéramos a necesitarla otra vez.

Habían usado docenas de juguetes como herramientas de trabajo para la enseñanza del robot: pelotas, insectos mecánicos, cubos de colores, tarjetas pedagógicas... artículos que para el ojo inexperto no eran más que una acumulación de basura.

Al parecer, quienquiera que había matado a Theo no se había arriesgado a dejar ningún cabo suelto. Se había llevado todos los discos, cada trocito de papel, todo, salvo una pelota roja que pasó desapercibida.

—Hey, nunca se sabe. —Edén se sentó en su silla ergonómica de cinco mil dólares, encendió el ordenador e intentó parecer alegre—. Tal vez Jason nos dé el visto bueno para volver a construirlo.

¿Y si yo pudiera rehacerlo?, se preguntó. ¿Realmente? En un instante. Fue el hecho más estimulante y satisfactorio de su carrera

¿Pero pensando en forma realista, ahora que sabía que alguien podía entrar fácilmente y apoderarse de la tecnología? Rotundamente, no.

—Con todos los organismos del gobierno encima, no, no lo hará —dijo Marshall contrariado.

Edén observó los diseños preliminares para la banda de voz y quiso borrarlos pulsando una tecla. ¿A quién le importaba? Sí, a regañadientes reconoció que el concepto tenía aplicaciones tanto militares como prácticas. El diagrama de líneas del ordenador rotó en el sistema 3D virtual de la pantalla. La unidad no era más grande que un reloj de pulsera común, pero este diseño permitiría el transporte del ordenador incorporado, así como la incorporación de la inteligencia artificial básica. Una vez construido, podría procesar, analizar e imitar cualquier cosa, desde las órdenes de un avezado general en una batalla hasta los dictados mundanos de una baby sitter. Edén pensaba que era un proyecto poco ambicioso. Una niñería de porquería. No era Rex, maldita sea.

Marshall le dirigió una mirada cautelosa.

—Tal vez no debiste haber sido tan evasiva respecto a Rex con aquel tipo de Seguridad Interior.

—Nunca le mentí al Agente Especial Dixon.

Aunque sí había mentido por omisión. Una vez que las autoridades se dieran cuenta de la envergadura de la tecnología alcanzada, la mierda llegaría hasta el techo.

Se apretó el diafragma con la mano: los pterodáctilos se volvieron kamikazes. Ellos no saben ni la mitad de lo que él es capaz de hacer. Por favor, Dios, esperemos que nunca tengan necesidad de averiguarlo.

—Para ser justos con Jason, es posible que no le hayan dado otra opción.

Ella tenía un dilema: admitir el amplio alcance de su investigación o rezar para que quien tuviera a Rex nunca descubriera todas sus habilidades.

Marshall gruñó.

—Detesto ser cínico, pero el señor Verdine ganará una fortuna con el seguro sin tener que molestarse en fabricar a Rex.

—Eso es ridículo. Fue él quien nos dijo que ideáramos un robot humano para que funcionara como un médico en zonas de guerra.

—Es cierto. La radio ¿está encendida o apagada? —preguntó distraídamente, concentrado ya en su ordenador.

Edén sabía que había estado a punto de decir algo más. A Marshall no le gustaba mucho Jason Verdine.

—Encendida.

Marshall sintonizó el sistema estereofónico de última generación y la excesiva quietud del laboratorio se llenó de una música de jazz serena.

Ella iba a tener que confesar a las autoridades. Lo sabía. No tenía opción. Ya había esperado demasiado. La culpa le agujereaba el cerebro y su pobre y maltrecho estómago.

Edén había cumplido con el pedido hecho por Theo antes de morir, pero tendría que romper esa promesa porque cuanto más tiempo conservara aquellos secretos peores serían las consecuencias. No podía, en conciencia, dejar de advertir a las autoridades.

Podrían encontrar o no al perpetrador del robo y recobrar a Rex, pero el doctor Kirchner ya estaba muerto. Al menos ella podría reconocerle el mérito del trabajo hecho por ella...

Ah, por Dios, pensó Edén furiosa consigo misma. Entonces acusarían al doctor Kirchner por ser un desmesurado imbécil, ambicioso, trabajador y educado... que lanzó a Rex al mundo.

No le haría eso a Theo.

Él había significado más que su propia familia; había compartido sus frustraciones, celebrado sus éxitos, y la comprendía. Algo que no podía decirse de muchos que ella conocía muy bien. Amó a su profesor como a un abuelo. Extrañaría su amable humor, su intelecto agudo antes de que la edad lo hubiera disminuido. Extrañaría las experiencias compartidas, su alegría y orgullo ante cada descubrimiento que ella hacía. Dios, lo extrañaba desesperadamente.

Se sentía más sola, más separada de los demás que nunca, de pie ante su tumba. Él no tenía familia allí. Ella y Marshall fueron «la familia» más cercana. Qué triste era aquello. ¿Y quién estaría de pie, con los ojos húmedos junto a su tumba? Daba que pensar.

Sin interés ni entusiasmo por el nuevo proyecto, la mirada de Edén volvía sin parar al otro extremo de la habitación y a la puerta de entrada de la cocina donde había descubierto a Theo, casi sin vida, aquella noche, dos semanas atrás.

«Destruye todo. No confíes en nadie. Prométemelo.»

Bien, destruyó todo lo que quedaba, y sólo Dios lo sabía, ya tenía problemas de confianza a toneladas.

Hubiera deseado compartir su culpa con Marshall y confesarle que había sido una egoísta idiota por avanzar tanto y tan velozmente con la tecnología. Marshall sin duda la comprendería. Demonios, se pondría eufórico al enterarse cuan lejos había sido capaz de llegar. Pero por más intensamente que deseara decírselo, Edén sabía que nunca pondría a Marshall en la situación de saber algo que, en el mejor de los casos significaría su arresto y, en el peor, la muerte.

Dios, qué desastre había provocado.

¿Cómo podía arrastrar a Marshall al abismo junto con ella? Sabía sin necesidad de mirarlo que fruncía la frente como un Sharpei cuando se concentraba. Era listo y obsesivo, sin habilidad para las relaciones sociales, poca autoestima y un cerebro que no mucha gente comprendía. A Edén le hacía acordarse de ella cuando tenía la misma edad.

Marshall, lo mismo que ella, tenía algunos problemas con su imagen corporal. Ella fue gorda, una tímida inadaptada hasta que se libró de unos cien kilos: veinte propios y los ochenta que pesaba su ex marido.

No extrañaba al ex ni al peso que había perdido mediante una diligencia no muy consciente, disciplina y una auténtica determinación.

Marshall se encontraría a sí mismo. Tenía nada más que veintidós años y un batiburrillo de partes del cuerpo desproporcionadas. No es que a Edén le importara un comino el aspecto del muchacho. Era gracioso y adorable, y el mejor asistente de laboratorio que jamás tuvo. Hacía tres años que trabajaba con ella y confiaba en él sin reservas, algo que no podía decir de la mayoría de los hombres que conocía.

Oyó a Marshall tecleando detrás de ella y haciendo clics con el ratón mientras sus dedos volaban por el teclado.

No hacía falta demasiado para que Marshall se involucrarse profundamente en algo.

Edén miró ferozmente el monitor y apretó con un dedo de uña corta la tecla de borrado.

Se sintió exhausta, atormentada por la culpa y al mismo tiempo estresada. Odiaba tener a aquellos guardaespaldas junto a ella las veinticuatro horas del día. Habían ido con ella a Sacramento y acamparon fuera de la casa de su madre mientras ella dormía. Aunque últimamente ella no dormía bien, lo que la llevó a volver al punto de origen del extraño sueño que no podía olvidar.

De repente, su corazón empezó a palpitar erráticamente y sintió calor. Un calor febril. Frunció el ceño. Era un maldito sueño, pero recordarlo tan solo la abrasaba e incomodaba. Relacionó las sensaciones que experimentaba con el aumento de la adrenalina. No... se parecía más a la expectativa de alguna cosa, pero de qué, lo ignoraba. Tenía la sensación de que estaba a punto de sucederle algo que, de alguna forma... alteraría su vida.

Una tontería descabellada, dijo para sí. Ella era una mujer de ciencia. El ritmo acelerado del corazón y de la respiración estaba en relación directa con sus pensamientos respecto a lo que había sucedido en las últimas semanas. Su temor era justificado. Sería una redomada estúpida si en esas circunstancias no tuviera miedo. Las repercusiones derivadas del uso sin escrúpulos de la tecnología robada eran trascendentales y de proporciones monumentales. Y ella era casi la absoluta responsable.

La culpa era una pesada carga.