CAPÍTULO DOCE

L

as caderas de Edén se alzaron y su cuerpo se estremeció bajo el impacto del cuerpo Gabriel mientras llegaban juntos al clímax. La sensación producida por las contracciones de su vagina alrededor de él, que seguía empujando, le quitaba la respiración. Si él estaba completamente descontrolado, ella también lo estaba, y le hundía las uñas en la espalda, clavando sus caderas en las caderas del hombre mientras él la montaba con todas sus fuerzas.

Siguió hundiéndose en ella con poderosas estocadas mientras una lluvia de chispas candentes levantaba sus cuerpos de la cama en una lenta espiral. Edén le mordió el hombro entre sollozos y Gabriel dio un grito salvaje cuando el segundo orgasmo siguió tan de cerca al primero que apenas tuvieron tiempo de recuperar el aliento.

Empapados de sudor, danzaban un ritmo más antiguo que el mundo. Gabriel intentó pronunciar su nombre, pero tuvo que apretar los dientes porque ella se retorcía en una convulsión tan aguda, tan dulce, que se olvidó de respirar.

Volvieron a tener otro orgasmo, y nuevamente sus cuerpos se elevaron en el colchón, con una lenta rotación en contraposición directa con el calor y la intensidad del acto de amor que consumaban. Los talones y uñas de Edén se hundieron en su espalda cuando descendieron poco a poco sobre las sábanas retorcidas donde se tumbaron, todavía unidos, las extremidades entrelazadas, la piel pegada. Sus cuerpos seguían estremeciéndose y las convulsiones se hicieron cada vez más leves hasta caer exhaustos y sin fuerza uno en brazos del otro.

Gabriel, con la cara hundida en el cuello húmedo de Edén, aspiró el perfume caliente de jazmín y la frescura fragante de su piel.

Dios. Ningún refinamiento. Nada de ternura...

—¿Te encuentras bien? Nunca perdí el control de esta forma. —Su voz sonaba áspera—. Al menos no desde que era adolescente—. Alzar la cabeza para mirarla significaba un esfuerzo.

Los ojos somnolientos de Edén se cruzaron con los suyos. El sol realzaba en ellos un fuego color ámbar. Su boca inflamada se curvaba en una sonrisa ahíta, como de gato que se relame los bigotes.

—Eso no es perder el control, si hubo reciprocidad.

Gabriel dejó resbalar los dedos por el pelo empapado de ella, encantado con el aire de las hebras chocolate que se enredaban en sus dedos. La luz bañaba el cuerpo de la joven, iluminando de blanco la piel y exhibiendo el profundo color durazno de los pezones. Al mirarla y aspirar el perfume de su piel y el olor a almizcle del sexo, volvió a sentir otra erección.

Ella le devolvió una sonrisa adormilada cuando sus manos delgadas, frías como la seda, resbalaron por su espalda.

Se movió lentamente esta vez, tratando de ser más dulce, pero en cuanto ella se dio cuenta de que él comenzaba a reavivar la pasión, prorrumpió en un grito salvaje, gutural y apretó más los tobillos a la parte inferior de su espalda. Gabriel estaba perdido.

Otra vez se vinieron. Los dos juntos. No tuvo la misma intensidad de las veces anteriores, pero se asustó más por la ternura que se despertó en él.

—Gabriel —susurró, a medida que la tensión de sus cuerpos empezó a calmarse y los músculos a relajarse y desanudarse. Ella le acarició la mejilla con sus dedos que todavía temblaban levemente. Sus ojos tenían una expresión somnolienta, pero no por ello eran menos expresivos.

—Fue increíble.

Un eufemismo.

—Sí.

Respondió con voz pastosa, el corazón latiendo con fuerza en su pecho al despegarse de ella con suavidad. Vio que el cansancio se había apoderado de ella y le cerraba los párpados; apartó entonces la mano que ella apoyaba en su cara, y la depositó sobre su corazón.

Quería poseerla de todas las formas que era capaz de imaginar, e inventar otras; quería que los dos tuvieran orgasmos ininterrumpidamente durante una semana. Quería poder escapar indemne.

Eso no sucedería.

Estaba jodido.

—Mmmm.

El ruido era inconfundiblemente de modorra.

Le acarició con dulzura la mejilla. Su piel arrebatada era caliente y suave como el raso bajo sus dedos.

—Duerme un rato —le dijo—. Aquí estaré.

La observó luchar contra el sueño, fascinado por su determinación de mantener los ojos abiertos, aunque era evidente que no tenía fuerzas y estaba totalmente agotada.

Al fin, los párpados se le cerraron como si las pestañas le pesaran demasiado.

Había una cierta dosis de confianza en su capacidad de dormirse tan profundo en aquellas circunstancias, pensaba Gabriel sorprendido por ello, pese a la gimnasia que habían consentido durante horas.

Después de todo, él la había secuestrado.

Físicamente, él no tenía fuerzas; mentalmente, estaba envuelto en una niebla sensual. Necesitaba tomar varias tazas del café de MacBain. Joder, necesitaba alejarse del canto de sirena de aquella mujer, cuyo perfume y sabor ahora estaban impresos indeleblemente en las células de su cerebro.

El botón rojo de la línea de emergencia del teléfono que estaba en la mesita de luz se encendía y apagaba de rojo. Un recordatorio, pensó ferozmente. A maldita buena hora. Su mirada se deslizó del teléfono a Edén que descansaba confiadamente junto a él hecha un ovillo, una mano apoyada en su corazón.

—Tengo que bajar a atender una llamada —le susurró, sin alzar la voz. Ella no le contestó. Su respiración lenta, suave, le indicó a Gabriel que permanecería dormida un rato.

Bajó de la cama y se puso los vaqueros.

Estaba vestido cuando se transportó a la biblioteca y atendió el teléfono.

—¿Qué tenemos? —preguntó sin preámbulos, metiéndose la camiseta dentro de los vaqueros y caminando descalzo hasta la especie de isla donde estaba su escritorio.

Aún sentía su sabor dulce en la boca. Aún olía su refrescante perfume a flores y era capaz de oír el suave grito de deseo que ella daba. Y se preguntaba hasta qué punto sería peligroso volver a besarla.

Y si él la besaba una vez más, ¿sería capaz de detenerse alguna vez? La situación con la doctora Cahill era mucho más peligrosa de lo que él jamás había creído. No sólo porque se sentía como narcotizado tras el apasionado episodio en que habían hecho el amor, sino porque podía sentir que caía bajo un poderoso hechizo. Un hechizo que sólo él era capaz de controlar. Y hasta el momento, su desempeño era muy pobre.

Trató de concentrarse en lo que Sebastián Tremayne le decía. Cuanto más rápido solucionara aquel asunto del maldito robot, más deprisa podría enviarla de regreso a Tempe, en Arizona, y no volvería a verla nunca más. Habían sido nada más que un par de días. Ningún daño, ninguna transgresión de las reglas.

El sexo, por increíble que fuera, era sólo sexo.

—¿Hola? ¿Estás ahí, Edge?

Tremayne esperó la respuesta afirmativa de Gabriel.

—¿Oíste hablar de Power Élite?

Gabriel se sentó en el gran sillón de cuero. Un sillón comprado para un hombre que nunca se había sentado en él. Gabriel tardó años en darse cuenta de que él encajaba muy bien en el sillón de su padre.

—¿Alguien nuevo? —preguntó, haciéndole una seña a MacBain, que traía una bandeja, para que entrara (no porque MacBain necesitara la invitación).

—Salvo que sea un grupo que se haya escindido —respondió Tremayne—. Estamos trabajando sobre eso.

MacBain depositó la bandeja en el escritorio de Gabriel. El hombre tenía un radar en lo que a él concernía, pensó Gabriel mientras su sirviente le servía una taza de fragante café de una cafetera térmica, colocaba un posavasos a la mano y lo apoyaba encima. En la bandeja había otra taza, un par de platos con sándwiches y dos porciones de pastel de manzana.

Gabriel alzó una ceja al ver lo que había en la bandeja. MacBain le dirigió una mirada inocente antes de salir, arrastrando los pies.

—¿Cómo sabemos que Power Élite tiene el robot?

Gabriel bebió un poco del excelente café de MacBain. Necesitaba tomar toda la cafetera para desembarazarse de la niebla sensual que lo rodeaba. Ojalá todo se fuera al infierno.

—Tuvieron la amabilidad de informarnos —respondió Tremayne secamente—. Hace tres minutos entró una comunicación en nuestro identificador de llamadas.

Era un hecho que el seguimiento no había tenido éxito, pues de lo contrario Sebastián le habría informado el origen de la llamada. Así que lo único que tenían era un nombre: ni el tamaño del grupo, ni la ubicación, ni las intenciones.

T-FLAC consideraba auténtica toda llamada como aquella hasta que se probara lo contrario. Los grupos terroristas prosperaban generando temor por anticipado. Fanfarronear antes y después de un acto terrorista formaba parte de su idiosincrasia. Su reputación se cimentaba en la promesa de amenazas y represalias.

¿Cuánto tiempo deberían esperar para conseguir información suficiente para detener a aquellos tipos antes de que empezaran a sembrar el terror? ¿O ya habían empezado?

La puerta se cerró silenciosamente cuando MacBain salió por fin de la biblioteca.

—¿Y estos íntegros caballeros nos dijeron qué tienen proyectado hacer con esa maldita cosa? —preguntó Gabriel en tono apremiante, sentándose otra vez.

—Dijeron que pronto lo sabríamos. ¿Cómo van las cosas con la doctora?

—Te mantendré informado.

  

—Tienes que redoblar los esf...

—Avísame cuando tengas más información.

Colgó el auricular. Había estado tan ocupado con sus orgasmos, que la idea de extraer los datos de la mente de Edén se le había borrado por completo. Pensó en que ella estaba arriba, en su cama, y sintió que su cuerpo respondía con un calor que avanzaba a una velocidad imparable.

Edén abrió los ojos al sentir la fría caricia de la mano de Gabriel en su pecho. Le respondió con una sonrisa somnolienta. Le había dicho que estaría junto a ella mientras dormía y allí estaba.

—Hola —dijo, todavía adormilada y sintiendo un delicioso letargo. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero el ángulo del sol había cambiado.

—No tuve intención de despertarte.

Su voz era bronca y sensual. El pelo parecía casi prolijo para un hombre que había estado rodando en la cama durante horas; apostaba cualquier cosa a que el suyo lucía como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Cohibida alzó la mano para acomodárselo, pero él se la llevó a la boca y le besó la palma.

—Déjalo, tienes el pelo más sensual que jamás he visto. Fueron mis manos las que desordenaron esos rizos salvajes. Tienen un aire sensual, cálido.

Le mordisqueó los dedos hasta que ella se retorció entre las sábanas tibias. Sus anchos hombros estaban bronceados, una piel suave como el raso cubría sus músculos duros como una roca. Edén recorrió con una mirada apreciativa su pecho cubierto de un apretado vello oscuro. Los pequeños pezones oscuros atrajeron su boca y alzó la cabeza cerrando los labios en torno a un montículo chato y estremeciéndose con su respiración áspera, entrecortada.

Edén saboreó la piel ligeramente salada de su pecho. dejando que sus labios ascendieran hasta escuchar el latido constante del pulso en la base de su garganta. Al acariciarle con su boca la obstinada barbilla, sintió el escozor de su barba escoriándole los labios. Sonrió, dejando que sus labios erraran por su barbilla buscando la firmeza de la boca.

—Mmmm —murmuró, mordisqueándolo hasta que él gimió y se entregó. Giró en la cama, sin soltarla, hasta que dar encima de ella. Con la cabeza en el pecho de Gabriel, Edén separó las piernas sujetándolas a horcajadas en sus caderas.

Ya estaba excitado y dispuesto para ella, que alzó apenas la cabeza y abrió los ojos.

—Mmm.

Lanzó a la opulenta habitación una mirada vagamente burlona mientras se envolvía sobre él.

—¿Cuándo... sucedió... esto...? ¡Oh, Gabriel!

—Estabas demasiado ocupada para darte cuenta.

Él le restregó el cuello con la nariz, haciéndole sentir un delicioso escalofrío. Volvió a cerrar los ojos, más interesada en lo que Gabriel hacía que en el pesado decorado masculino que los rodeaba.

Se estremeció a medida que oleadas de placer la recorrían vertiginosamente cuando él la alzó para poder acariciarle los senos. Tembló cuando sus labios le rozaron el pezón, respondiendo con un calor que le retorcía hasta la propia médula. Se aferró a sus hombros; la sed desenfrenada de Gabriel invocaba su feminidad e inflamaba su propio fuego hasta sentir fiebre.

Él le susurraba en la piel palabras de admiración, palabras escandalosas, palabras tranquilizadoras que se desvanecían en el siseo suave de la marea oceánica, hundiéndola más y más en la resaca, arrastrándola por los pies debajo de la superficie de donde la sacarían sin ninguna esperanza de sobrevivir.

Edén emitió un pequeño grito suplicante cuando la punta de la lengua del hombre trazó un círculo en torno a su pezón. Él cerró los dientes sobre aquel duro capullo con admirable moderación obligándola a arquear el cuerpo sobre su boca, mientras con la otra mano, cogió el otro seno, masajeándolo suavemente, rozando con el pulgar el pezón hacia arriba y hacia abajo.

El calor de su aliento le acariciaba la piel y a medida que ella recorría con sus manos los músculos duramente esculpidos del brazo, ella sentía aumentar la tensión en su cuerpo. La piel de Gabriel era pulcra y suave, dura como un acero tensado y caliente bajo sus caricias predadoras.

Gabriel se estremeció y le cogió la mano llevándosela a los labios para morder con delicadeza la carne del pulgar.

Sus dedos largos acariciaban la piel suave de los muslos y luego se deslizaron, apenas con un roce, un poco más arriba buscando un lugar más suave, más tierno. Ella comenzó a decir algo, pero sus palabras se perdieron cuando él volvió a mover el pulgar.

Ella sintió escalofríos cuando la mágica sensación avanzó por su cuerpo como una bala. Los dedos masculinos la llevaron a la cumbre del éxtasis, la sostuvieron allí, temblorosa, a punto de liberarse.

La anticipación del deseo era insoportable. Trató de pronunciar su nombre, pero era imposible hablar en forma coherente. Él llenaba cada parte de su ser, sin dejar lugar para otra cosa que para la sensación pura, aguda.

Transcurrió largo tiempo hasta que la tormenta sexual pasó, dejándolos exhaustos y con los cuerpos mojados, entrelazados.

El sol brillaba directamente sobre la cama, acentuando en la cara de Gabriel el rastro oscuro de la barba que había irritado tan deliciosamente su piel. Sus ojos brillaban como añil cristalino: oscuro y reluciente. Edén acarició su mandíbula fuerte (adoraba la sensación de tocarlo), e hizo caso omiso del arrepentimiento que leyó en sus ojos.

Una ducha había sido suficiente para despertarla tras una larga tarde de hacer el amor. Edén sentía una sensación de pereza y letargo, pero Gabriel parecía estar nervioso. Insistió en ducharse solo. Desilusionada, ella se había dado un baño en la gran ducha de granito. Él la estaba esperando cuando regresó a la habitación. Le había conseguido una muda limpia, vaqueros, una camiseta azul pálida y las sandalias doradas de tacón alto.

Le había traído también el frasquito azul de perfume Je Reviens. Tenía ideas personales respecto adónde tenía que aplicarse un toque, y terminaron haciendo el amor otra vez.

El sol poniente atravesaba como una lanza las estrechas ventanas góticas que estaban frente a la escalera, bañando de una tenue luz dorada los peldaños cuando bajaron a cenar, una hora después.

Habían pasado la mejor parte del día haciendo el amor y Edén sentía dolor en los lugares más inesperados. Era ridículamente feliz, teniendo en cuenta las circunstancias, y no sólo porque su cuerpo había sido bien amado, sino porque ningún hombre jamás la había besado prestando tanta atención al detalle. Los besos de Gabriel Edge eran como una droga. Ella amaba la forma y la textura de su boca. Dios Santo, amaba el sabor de su boca.

Ella se sentía... centrada, como nunca lo había estado. El hombre que caminaba tan alejado de ella en ese momento conocía su cuerpo íntimamente, y mucho más que cualquier otro hombre. Sin embargo, ella no sabía prácticamente nada de él, y lo poco que conocía debería darle mucho miedo, pero no era así.

Tenía la extraña sensación de que conocía a Gabriel Edge desde siempre.

Su amiga Gigi, que era artista, repetía que había que vivir cada segundo de la vida con entusiasmo y Edén había decidido seguir su ejemplo. La sensación que experimentaba en ese mismo instante no debía perderse en arrepentimiento. El sol encendía brillos metálicos en las tiras de sus sandalias e iluminaba las volutas de la alfombra de un dorado profundo. Sonrió, deslizando la mano por la baranda de cedro de la escalera mientras observaba cada peldaño que pisaba. Se preguntaba si no sería peligroso volver a mirarlo, y cayó en la cuenta de que contemplar a Gabriel Edge siempre lo sería. Siempre la atraería; siempre haría que el corazón se le acelerara en el pecho; siempre haría que ella deseara estar entre sus brazos.

Gabriel y el castillo de Edridge estaban muy alejados del parking de casas rodantes de Sacramento, en California. Esta fabulosa escalera estaba muy lejos del cajón de duraznos que su familia usaba a modo de escalera improvisada.

Gabriel, que caminaba a unos buenos metros de distancia, se dio la vuelta para mirarla.

—¿De qué te ríes?

—¿Sabes qué era lo que más quería en el mundo cuando tenía trece años?

—¿Qué?

Ella sacudió la cabeza.

—Pensarás que estoy chiflada... Muy bien. Unas escaleras de verdad. Nosotros vivíamos en una casa rodante, en las afueras de Sacramento. Un solo ambiente grande. Mi padre no era muy mañoso. El escalón había desaparecido mucho antes de que yo hubiera nacido. Por lo que yo recuerdo, teníamos un cajón; no siempre el mismo como te imaginarás, pero un cajón. No me importaba el interior de la casa, pero había visto Lo que el viento se llevó, y quería tener una escalera como —dijo, y su sonrisa se ensanchó—... como ésta. Y ahora que lo pienso bien, también quería tener aquella sonrisa de satisfacción de la mañana siguiente que Scarlett lucía.

—¿A los trece años? Qué precoz eras.

Gabriel arrugó los ojos y retorció los labios. Oh, no era una sonrisa abierta, pese a que tenía una expresión divertida.

El brillo de su mirada hizo que el corazón de Edén le palpitara con fuerza en el pecho. Era algo más complejo que el mero deseo, si es que alguna cosa en su relación podía ser sencilla. Sus ojos le demostraban que él también había sentido algo de la magia que habían experimentado juntos en el piso de arriba, que la encontraba interesante, atrayente y, a veces, divertida, y que no sólo lo atraía su mente.

La mirada de aquellos ojos oscuros también le informó a Edén de que lo que ellos habían compartido, por alguna razón misteriosa, trascendía lo físico.

Algo se conmovió dentro de ella y supo que estaba perdida. Tenía razón: el sexo con Gabriel la había cambiado irremisiblemente. Se preguntaba cómo era capaz de reconocer algo que jamás antes había sentido; cómo aquel amasijo de sensaciones de improviso se habían solidificado en... no podía ser amor, Dios santo. ¿O sí podía? Casi tropezó, pero se agarró de la barandilla justo a tiempo.

Él la miraba expectante. ¿Su cara traslucía lo que ella sentía? Dios. Ojalá que no. Puso orden del lado racional de su cerebro y siguió la conversación, con la esperanza de aparentar una relativa racionalidad.

—Pensaba que Scarlett era tan feliz porque tenía una cama tan grande.

—Eras pobre.

—Sí. Éramos pobres, en todo sentido. Papá embarazó a mi madre cuando ella tenía quince años. El deseo, no el amor, los llevó altar. Eran sólo unos chicos, y no se gustaban mucho. Entonces llegué yo, y se gustaron menos todavía, pero aguantaron el chaparron, me parece que más por apatía que por un compromiso verdadero.

—Duro para un niño.

—Duro para los dos chicos, metidos en un trailer con un bebé —añadió secamente—. De lo único que estaba segura era de que los dos me amaban. No me comprendían —añadió con el mismo tono—, pero sí me amaban de verdad.

Toda la vida ella había vivido... apartada de la gente que la rodeaba. En la escuela era años menor que sus compañeros, años menos espabilada en las cosas de la calle que los demás compañeros de clase; en la universidad, se la quedaban mirando, pero nunca la incluían en ningún grupo. Y el matrimonio con Adam la había segregado aún más. Siempre se había sentido un poco distante de la gente que la rodeaba, un caparazón que adoptaba anticipándose al rechazo. Le había permitido a Adam ingresar en la insularidad de su pequeño mundo porque era el momento justo en que precisaba una atención que no tenía nada que ver con su IQ. Se había equivocado. Y tanto.

Y mírame ahora, pensó Edén, estremeciéndose en su fuero interno. Enamorándose de un hombre tan alejado de su mundo normal que, compararlo con el error que había significado Adam en su vida, era como comparar un pececito de agua dulce con un gran tiburón blanco.

—¿Tenéis trato?

—El que pueden tener tres personas que no se entienden. Mi padre vive cerca de Las Vegas y nunca se volvió a casar después de que se divorciaron. Mi madre tuvo una sucesión de novios y dos maridos.

A su madre le gustaban los hombres ricos y tontos. El objeto actual de su pasión administraba la gasolinera local. Las altas aspiraciones de su madre eran de vuelo corto.

Bajaron al vestíbulo de entrada, que no estaba alfombrado. El amplio espacio estaba caliente todavía, cubierto por los rayos moribundos del sol. A Edén le gustó oír el tap tap de sus tacones en el antiguo piso de piedra cuando iban a la biblioteca.

—MacBain me habló un poco de tus padres. Debe haber sido muy difícil para tu madre, para ti y tus hermanos que tu padre estuviera tan lejos de vosotros.

—No conocimos otra cosa —sonrió blandamente Gabriel, empujando la puerta para que se abriera—. El matrimonio fue malhadado desde el principio. Se amaban, tuvieron tres hijos, y pasaron la mayor parte de su vida separados, esperando que la maldición se cumpliera echando abajo la puerta y mi madre cayera muerta. Hubiera sido mejor que no se casaran, igual que tus padres.

—Estoy segura de que no lo sentían así —agregó ella, cruzando hasta uno de los sofás de cuero oscuro—. Después de todo, tuvieron tres hijos.

—Un hecho del que aparentemente se olvidaban la mayor parte del tiempo —replicó Gabriel—. Estaban tan ocupados llorando la pérdida mutua, que no había lugar para algo tan prosaico como unos niños.

Las lámparas de las mesas iluminaban algunas zonas de la habitación que ya estaban en penumbra cuando el sol se puso tras las montañas. La gran pantalla de televisión, discretamente ubicada, estaba encendida y se escuchaba suave el ruido de la CNN, como trasfondo.

—Vaya, que cínico es eso —dijo Edén, no sin simpatía, aspirando el olor a viejo que despedían los miles de libros encuadernados en cuero de los estantes y el perfume dulce y picante de las flores frescas que embellecían con su gracia la chimenea de piedra.

Dijo que sí con la cabeza, cuando él levantó la botella de vino. Edén sabía que Magnus y Cait Edge habían estado separados por una especie de amor prohibido a lo Romeo y Julieta. Gabriel estaba harto del tema, a juzgar por la expresión que tenía en ese momento.

Ella se reclinó en el ángulo del sofá confortablemente blando.

—Cuéntame algo sobre la gente con la que trabajas.