CAPÍTULO DIEZ
G
abriel se transportó a la biblioteca. Edén estaba recostada contra la puerta y agrandó los ojos alarmada cuando él se materializó delante de ella.
Los largos músculos de su cuerpo felino se estiraron y encogieron al tiempo que se agazapaba, contemplando cómo el miedo hacía desaparecer el poco color que le quedaba en las mejillas. El aroma de su piel, el calor de su cuerpo, aumentaban cientos de veces de esa forma. Gruñía y mostraba los dientes mientras avanzaba sin prisa.
No podría copular con ella así. No de aquella forma.
—Gatito lindo —exclamó ella sin moverse—. Oh, Dios. ¿Gatito lindo? Si estás aquí, es que eres una mascota, ¿no es cierto? —Sus dedos buscaban a tientas el picaporte—. Atacarme sería una idea muy, muy mala.
El corazón se le había subido a la garganta y latía con ritmo entrecortado; ella lo miraba sin pestañear y Gabriel sintió un deseo irresistible de lamerla.
En un abrir y cerrar de ojos de Edén, volvió a adquirir forma humana. Era una actitud teatral, pero efectiva.
Ella se tapó la boca con la mano y abrió más grandes aún los ojos cuando él se irguió. Hasta con su forma humana, él quería conocer su sabor. Aléjate de la mesa.
—¿Convencida, doctora?
—¡Mi Dios! —Edén dejó caer sin fuerzas la mano a un costado del cuerpo—. ¿ Cómo... ? ¿ Quién... ?
—Le dije lo que soy. —No se disculpó; sus talentos especiales eran muy valiosos para T-FLAC, una herramienta más de su arsenal, igual que la pistola Glock. Él era quien era.
A ella no tenía por qué gustarle.
—Usted me dijo lo que usted cree que es. Los magos no existen. No existen.
—Mis hermanos se sorprenderían de escuchar eso —comentó secamente. Cuando ella escuchaba con atención, tenía una forma de mirar a través de las pestañas, un pequeño fruncimiento del ceño entre aquellos hermosos grandes ojos marrones, que conmovían su corazón y hacían que la sangre le bramara en las venas.
Ella se distrajo por un momento.
—¿Tiene hermanos?
—Dos. Ambos son magos. Ya se lo dije. Siempre ha habido tres hijos en nuestra familia. Es una característica transmitida de generación en generación desde el siglo XVI. Vengo de un antiguo linaje de magos.
—Usted está lleno de basura.
La miró, deseando con toda el alma que las cosas fueran diferentes y eso sólo debería de haber bastado para anular la atracción que sentía por ella. No podía poseerla, de modo que desearla, anhelarla, no tenían ni una pizca de importancia.
Edén se movía suavemente sobre los pies descalzos. Y aunque no había nada abiertamente sexy en la doctora Edén Cahill, su pelo brillante atraía sus dedos, sus vaqueros demasiado anchos pedían a gritos ser arrancados de sus largas piernas. Su boca tenaz sólo pedía que la besaran. Maldijo la estimulación de su cuerpo, y volvió al asunto que le interesaba.
Avanzó un paso, diciendo para sus adentros que no respiraría. Ese pensamiento le dio ganas de reír o de aullarle a la luna.
—Uno de nuestros presidentes más populares era mago.
—Si hace esto para asustarme, lo ha conseguido. Pero lo que no entiendo es el porqué. Le tengo terror. ¿Y eso qué? ¿De qué diablos le sirve mi miedo, Gabriel Edge? ¿De verdad piensa que puede asustarme para que haga lo que usted quiere?
—Cálmese.
—¡No me diga que me calme, demonios! Puedo hacer lo que se me dé la gana, incluso gritar a todo pulmón si quiero.
—No se ponga histérica.
—Ah, sí. No me diga. ¿Eso cree? En el término de un solo día, me han secuestrado, explorado... la mente, coaccionado, acosado, amenazado, y casi me han comido. Así que sí, claro, estoy un poco nerviosa.
—Edén...
—No me llame Edén, maldita sea.
Gabriel ocultó su extremado terror, la cara impasible como una máscara. Si ella se echaba a llorar ahora, él estaría perdido. Estaba auténticamente aterrorizada y el se sentía como un gilipollas por la responsabilidad que le cabía. Hostia. Dame lo que quiero y los dos nos salvamos.
Quería acercarse a ella y estrecharla entre sus brazos; quería consolarla y decirle que lamentaba haberla mirado de aquella manera.
Quería rozar su boca con la de ella y sentir la suave caricia de su aliento cuando lo recibía dentro. Aceptar el valiente ofrecimiento que ella le había hecho y borrar la vergüenza del rechazo. Quería tocar su piel suave como un pétalo, y enredar los dedos en su pelo.
Quería arrancarle la ropa, sostener la redondez de sus nalgas con ambas manos y deslizar su cuerpo sobre el de ella, para poder saborear sus pechos. Quería tenderla sobre la alfombra tres veces centenaria que se extendía debajo de sus pies y hundirse tan profundo dentro de ella hasta fundirse uno en otro.
No se le escapaba la ironía de que consolarla, bien podría significar la muerte de ella.
—¿Así es cómo maneja los desafíos de sus pares en los simposios a los que asiste? —le preguntó, conservando fría la voz. Vio como ella se quedaba sin aliento tratando de sorber las lágrimas—. ¿Saca su tarjeta de identificación de mujer? ¿Grandes ojos marrones refulgentes y el labio inferior tembloroso?
—¿Esa es su versión del encanto? —lo increpó, esparciendo la humedad de sus ojos con el dorso de la mano—. Porque si es así, usted apesta. —Lo miró con los ojos entrecerrados—. ¿Le parece divertido? —Comenzó a caminar hacia él, con un destello de furia visible entre las pestañas.
El impulso de hacerla girar entre sus brazos y llevarla al piso superior (si es que era capaz de esperar tanto tiempo) se burlaba de su pretendido autodominio. Retrocedió un paso, apretando los puños para evitar que sus manos la tocaran.
—¿Qué hace?
—Quiero ver si me siento tan bien como cuando en mis sueños lo golpeo.
Vio venir el puño de ella hacia su cara. ¡Coño, si le pegaba de esa forma, se rompería todos los huesos de la mano!
Hizo lo único que podía hacer: transportarla de vuelta a su habitación antes de que ella hiciera contacto con él.
Fuera lo que fuera lo que Gabriel había hecho para trasladarla de un lugar a otro, Edén no vomitó esta vez. Pero estaba tan furiosa que apenas si podía recorrer de un lado a otro la habitación que había abandonado hacía una hora. Estaba demasiado furiosa para reflexionar sobre su forma de transporte.
Caminaba de abajo arriba, de arriba abajo, apretándose el estómago revuelto con la mano. No sabía en qué creer.
No sabía en quién podía confiar.
Conmovida por lo que acababa de suceder en la biblioteca, quedó exhausta, se subió a la cama completamente vestida y apartó las mantas. Sabía que no se dormiría nunca. Había demasiada información dándole vueltas en el cerebro.
El fuego que Gabriel había encendido en la palma de la mano podía ser el truco de un mago. Sin embargo, ver que Gabriel se materializaba en una pantera, aunque fuera una ilusión, era condenadamente real. Ella no sufría de ninguna enfermedad de la vista. Había visto lo que vio. Gabriel estaba detrás de las puertas cerradas de la biblioteca con ella, pero cuando unos segundos más tarde ella salió dando un portazo, él había desaparecido.
La pantera se había metamorfoseado en Gabriel ante su vista.
Como buena científica, estaba preparada para no descartar por completo la posibilidad de que él fuera mago, por absurda que fuera.
Cualquier cosa podía darse en el reino de las posibilidades. De hecho, hasta la muy remota probabilidad de que él hubiera dicho la verdad, era algo intrigante.
Sí, intrigante, pero ella no era ninguna tonta. Lo vigilaría como lo hacía el halcón proverbial. Mientras estuviera allí.
Aparte de eso, le importaba un ardite si se convertía en un sapo con tres cuernos mediante magia real o prestidigitación.
El resplandor de la lámpara de la mesilla de noche la obligó a entrecerrar los ojos. ¿La forma en que ella respondía físicamente ante él estaba asociada con la magia? ¿La había hechizado para poder irrumpir en su cerebro y obtener la información sobre Rex?
La idea era ridícula.
Sin embargo, allí estaba ella, en un castillo medieval, en pleno centro de Montana con un hombre que la había transportado allí... ¿de qué forma? ¿Teletransporte? Los había escuchado hablar a él y a Sebastián respecto a eso, pero no había dado crédito a lo que escuchó.
¿Y ahora? La posibilidad parecía bastante concreta y la científica que había en ella sintió por dentro un brinco de entusiasmo. Si pudiera investigar qué era lo que hacía funcionar a Gabriel como lo hacía, su trabajo podría verse favorecido.
Se quedó dormida formulando preguntas para hacerle a su misterioso anfitrión.
A la mañana siguiente, Edén tenía decenas de preguntas bulléndole en la cabeza. No sabía cómo interpretar lo sucedido la noche anterior, pensó mientras bajaba con cuidado la amplia escalera en busca de comida y una oportunidad de fugarse, no necesariamente en ese orden. Estaba expectante por si aparecía Gabriel, el hombre, el gran gato, o lo que diablos fuera.
MacBain se encontraba al pie de la escalera, como si la hubiera estado esperando, vestido con otro elegante traje negro, camisa blanca y corbata escocesa roja y negra.
—Buenos días, doctora. El desayuno se sirve en el jardín de invierno. ¿Quiere venir por aquí, por favor?
Descendió sujetándose de la balaustrada ornamentada y se puso a su lado.
—Gracias. Ocuparé una mesa para uno.
El anciano retorció los labios en una mueca.
—Está fuera, cabalgando.
Los talones hacían un ruido seco en las piedras mientras lo seguía.
—¿En qué? ¿En una escoba?
—Eso sería sí fuera una bruja.
Atravesaron el amplio vestíbulo de entrada. Las dos puertas del frente estaban completamente abiertas, y por ellas entraba una ancha franja de sol brillante y olor a pino. Edén siguió a MacBain, sin apartar la vista del paisaje. Una grava de tono beige rosado cubría el camino de entrada circular, más allá del que se extendían altísimos arbustos, una masa borrosa de montañas, y la libertad.
El camino que ella había visto, después había desaparecido, y vuelto a aparecer, tampoco estaba allí esa mañana. El otro día en la escale...
Si la huida fuera un acto tan sencillo como atravesar aquellas puertas, él no las habría dejado abiertas, Edén lo sabía. Muy bien. Un jardín de invierno debe tener ventanas.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal al pasar por delante de las puertas, camino a la biblioteca. ¿ Qué habría querido decir anoche, cuando dijo que no podía tocarla? No podía imaginar que un hombre como Gabriel perdiera el tiempo en tranquilizar a un prisionero. Y aunque dijo que no la tocaría, el calor de sus ojos indicaba que no mantendría ese voto por mucho tiempo, existiera o no una maldición.
En especial, se dijo Edén, cuando ella sentía exactamente lo mismo. ¿Cómo pudo haberse mostrado tan fácil de conseguir? Había algo en él que la atraía como una mariposa a la luz y ni siquiera saber que él podía cambiar de forma mitigaba su deseo. Gabriel obnubilaba su sentido común.
Había dormido sólo con dos hombres en su vida: una vez, a los dieciséis, por curiosidad y la otra, por amor.
Y fíjate qué bien resultaron, pensó con sarcasmo, siguiendo de cerca los lustrosos tacones de MacBain. El primero había dormido con ella por una apuesta; el segundo se había casado con ella para escalar posiciones en su carrera.
Claro que ella no iba a tener sexo con Gabriel Edge. Para empezar, ella no estaría allí dentro de una hora si podía evitarlo y, segundo, ella estaba muy segura de que dormir con él, de alguna manera, irremediablemente provocaría en ella un cambio. Con Gabriel, no sería únicamente sexo.
Edén se sentía muy a gusto con el curso que su vida había tomado en el presente. Y se sentiría aún mejor una vez que hubiera hablado con las autoridades.
Se mordió el labio. Muy bien. En el presente, su vida no era perfecta.
Su vida estaba en crisis.
Había construido un robot que, con toda probabilidad, había sido robado por un grupo de terroristas locos que virtualmente podían usarlo para hacer daño. La había secuestrado un loco que tenía una pantera por mascota o era un mago genuino y practicaba realmente la magia.
Y su secuestrador la excitaba tanto físicamente que ella sentía calor y frío al mismo tiempo cada vez que él se encontraba en la misma habitación que ella.
Fantástico, pensó, medio histérica. Mi vida está a ciento ochenta grados de ser excelente.
Quizá si tuvieran sexo, se desahogarían y después podrían seguir adelante con sus vidas, ya que en ese instante, ella pensaba únicamente en dos cosas: hacer el amor con Gabriel o matarlo.
Por supuesto que no haría nada de eso, porque dentro de poco ya no estaría allí. Pero fantasear era agradable.
MacBain la llevó a una estancia preciosa que daba a un lago pequeño, rodeado de árboles, donde dos cisnes negros daban vueltas uno alrededor del otro, igual que si fueran esgrimistas. El lugar, como todas las habitaciones del castillo, era enorme. Tenía un techo de vidrio abovedado que se erguía al menos tres pisos por encima de su cabeza, y tanto éste como las paredes de vidrio transparente, descansaban sobre una estructura intrincada de hierro forjado blanco cuya delicadeza se asemejaba al encaje.
La habitación estaba llena de árboles y flores, y olía deliciosamente a flores de azahar. Había también una mesa redonda, bastante grande como para que cupieran cuatro personas, cubierta con un mantel de hilo verde pálido, y dispuesta para una persona. Sobre ella se derramaba el sol que entraba por las ventanas francesas abiertas, ubicadas en el fondo de la habitación.
Las ventanas daban a un sendero de grava que serpenteaba cerca de las aguas azules del pequeño lago.
MacBain sacó una silla de hierro forjado para ella, y Edén se hundió en el regordete almohadón floreado mientras tomaba la servilleta que aquel le tendía
—¿Té o café?
Luego desplegó en su falda la fina servilleta de hilo.
—Té, por favor.
Edén tenía la sospecha de que Gabriel estaba esperando que ella se escapara. Así que se sentaría allí, disfrutando del sol que le daba en la cara, bebiendo el té a sorbos mientras MacBain le servía el desayuno.
Más tarde ya buscaría una ventana o una puerta que no hubieran sido abiertas intencionalmente para tentarla.
MacBain le trajo la bandeja conocida con una tetera cubierta, plato y taza, y colocó cada pieza sobre la mesa, al alcance de la mano.
—Me tomé la libertad de prepararle una variedad de platillos, doctora Cahill.
Bien, porque para su sorpresa, Edén se dio cuenta de que tenía hambre. Clavó los ojos afuera mientras él le servía el desayuno, o como se llamara eso que hacía MacBain.
Mirando las ventanas abiertas, a unos pocos metros de donde ella se sentaba, se preguntaba con tristeza qué habría hecho Gabriel para impedirle salir por allí. Algo tenía que haber hecho, de eso estaba completamente segura.
Al ver la tortilla fragante y dorada chorreando queso y la pequeña montaña de beicon crujiente que MacBain le puso delante se le hizo agua la boca. El mayordomo regresó a la mesa con una bandeja de tostadas y platitos con mermeladas y jaleas, que había estado acomodando un rato según el diseño que tenía en su cabeza.
—Alimentáis muy bien a vuestros prisioneros —comentó Edén, inhalando el sabroso vapor al tiempo que cogía el tenedor.
—Sólo a las bellas científicas. Me temo que los prisioneros de inferior condición deben subsistir en las mazmorras a base de gachas y agua salobre.
Edén sonrió ante su tono gracioso.
—Tenéis muchos prisioneros, ¿verdad?
—En este momento, ningún otro aparte de usted. Pero no hemos perdido las esperanzas.
Edén lanzó una carcajada.
—¿Puede hacerme compañía mientras como?
—Sí. Me sentiré muy honrado de ser interrogado por usted, señorita Edén. He traído mi propia taza.
Intercambiaron sonrisas, en perfecta armonía.
—¿De verdad hay mazmorras en el castillo? —le preguntó con curiosidad mientras él sacaba una silla y se sentaba con cuidado. Artritis, pensó ella. La abuela Rose también la había padecido.
—Ay, a ver —dijo con placer, acercando más la bandeja—. A mediados de los seiscientos, el mismo Cromwell le ordenó a Lord Edridge que desocupara el castillo, lo que, por supuesto, no hizo.
—Por supuesto que no —dijo secamente Edén. Si los antepasados de Gabriel se parecían en algo a él, debieron de haber combatido al enemigo que estaba a sus puertas con uñas y dientes—. ¿Qué sucedió?
MacBain llenó una taza de fragante té negro, y se lo pasó a Edén.
—¿Leche? ¿Azúcar? Traje un chorrito de limón si prefiere.
—Solo está bien. —Edén puso el platito en la mesa, y bebió un sorbo de la taza transparente. El té estaba hirviendo y era deliciosamente perfumado. Bebió otro sorbito antes de resolver que necesitaba enfriarse un poco y lo apoyó en la mesa—. Continúe.
—Lord Edridge probó que las paredes del castillo eran inexpugnables. Si uno se dirige hacia el lado norte del castillo, podrá ver que el daño provocado por la artillería dejó marcas todavía visibles en las paredes.
MacBain se sirvió una taza de té, le agregó un chorrito de leche y seis cucharaditas de azúcar, y revolvió enérgicamente.
—Estoy seguro de que Gabriel la llevará a hacer un recorrido. Dudo de que le gusten las mazmorras. Son húmedas y dan claustrofobia, muy desagradables. Las pequeñas celdas forman un laberinto en el sótano y aún albergan los grilletes de hierro que se les ponían a los prisioneros. Algo bastante macabro, realmente. Recuerdos de las crueldades de la vida medieval.
—Haré el recorrido fin visitar el sótano, muchas gracias —agregó Edén sintiendo un pequeño escalofrío. Los pequeños lugares oscuros le molestaban y la idea de un sótano medieval era suficiente para darle urticaria—. ¿Cuántos años hace que trabaja con Gabriel?
—Casi veintiuno. Y antes de él, cuarenta con su padre. Cait y Magnus murieron cuando los chicos eran adolescentes —dijo MacBain, pellizcando la punta de una tostada y llevándosela luego a la boca. Masticó durante algunos segundos—. Siempre lo dije, corazones rotos. No podían estar juntos, no podían vivir separados. Cait falleció aquí, en el castillo Edridge, y está enterrada allí, en su amado jardín de rosas, debajo de su rosal favorito, Peace. Murieron con una semana de diferencia, Cait y Magnus. Magnus está enterrado debajo de los antiguos cimientos del castillo de Edridge, en su amada Escocia. Hasta en la muerte están separados.
—¿Cuántos años tenía Gabriel?
—Todavía le faltaba para cumplir los diecisiete. Una edad difícil para que un muchacho pierda a ambos padres.
—¿Y los hermanos?
—Caleb tenía dieciséis. Después se hizo un salvaje. Duncan, él es el serio, no era más que un muchacho de quince años. Más callado y más sobrio era nuestro Duncan.
—¿Y cómo era Gabriel a sus casi diecisiete años?
—La responsabilidad era un gran peso sobre el muchacho. Aprendió demasiado bien las lecciones del pasado, Gabriel Edge. Lo que sus padres intentaron negar, él sabía que era la verdad.
—¿Caleb y Duncan también viven aquí?
El anciano negó con la cabeza.
—No pueden estar juntos, muchacha. Se anulan uno a otro.
—¿Se anulan uno a otro?
—Pierden casi la mayor parte de sus poderes básicos cuando se encuentran a un kilómetro y medio uno de otro. —Frunció el ceño, uniendo las cejas blancas—. No es que no se reúnan de tanto en tanto, pero en su oficio es mejor no permanecer mucho tiempo sin sus facultades especiales.
—¿Me está diciendo que cree que Gabriel, y supongo que sus hermanos también, son magos?
—¿Duda de lo que ve con sus propios ojos, muchacha? Él le contó algo respecto a la maldición de Nairne, ¿no?
—Sí, me contó. Él cree en la maldición desde luego.
—No dude de ello, muchacha. La maldición de Nairne es muy real.
Pese al calor del sol, Edén sintió un frío repentino en los brazos y se los frotó con las dos manos.
—¿Qué es lo que debe darse sin límites? ¿El amor?
—El amor siempre se da sin límites, ¿no es así? Magnus y Cait se amaban apasionadamente y sin límites, pero nunca pudieron estar juntos. Ella se marchitó ante nuestros ojos, y cuando Magnus se enteró de su muerte, no lo pudo soportar. Ningún Edge ha logrado escapar nunca de la maldición de Nairne, muchacha. Nadie. Y todavía nos falta descubrir que es lo que debe darse.
—¿Estás revelándole dónde ocultamos el dinero, anciano?
Edén pestañeó cuando Gabriel apareció inopinadamente junto a la mesa. No. Ella no podía dudar de lo que veían sus ojos. Hacía un instante disfrutaba del pacífico paisaje de los jardines y del lago que se extendía a lo lejos; y al siguiente, su gran cuerpo ocupaba su visión. Arrellanado en la silla como si hubiera estado sentado allí todo el tiempo, Gabriel parecía deliciosamente mal entrazado.
Traía la fragancia del aire libre y un agradable olor a corral de caballo. El corazón de Edén inexplicable, pero no inesperadamente, latió con la velocidad de un bólido.
—¿Hay alguna forma de que me avise de que va a aparecer? ¿Quizá haciendo sonar una campanilla alrededor del cuello? —le preguntó con aspereza mientras MacBain se levantaba y comenzaba a recoger la mesa—. ¿Sucede algo? —La forma en que la miraba le disparó el pulso y el calor de sus ojos hizo que sintiera que la ropa le ajustaba demasiado. Cada vez que ella creía haberlo encasillado en una categoría, él la sorprendía con algo nuevo. Detrás de aquellos ojos evasivos se ocultaba un gran cerebro. Haría bien en recordarlo.
—¿Qué ha decidido hacer? —le preguntó él.
Se sintió atrapada, asustada, que Dios la ayudara, excitada por él.
—No he cambiado de decisión. —Lo miró por encima de la taza de té con ojos serenos—. Hablaré con Seguridad Interior para ver si están de acuerdo con lo que usted ha sugerido.
Ella hablaría con ellos, aunque lo más correcto sería decir que confesaría. Pero no tenía ninguna intención de construir un segundo Rex para nadie. La posibilidad de provocar un desastre era enorme.
—Hasta donde yo sé, en este mismo momento uno de los competidores de Verdine Industries podría estar trabajando afanosamente las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana para fabricar a Rex. Si cuenta con la cantidad de gente cualificada para hacerlo, es probable que esté listo para ser lanzado al mercado la semana próxima.
—Imposible. Aunque tuvieran todo lo necesario y al mismo Rex pasaría no menos de un año antes de que pudieran hacerlo funcionar.
—Eso es negar lo obvio. Por el amor de Dios, no puede ser tan ingenua. ¿Qué demonios esperaba, trabajando para una compañía que maneja tantos contratos gubernamentales? Verdine siempre ha sido como una fruta madura para el espionaje: desde dentro, secretos vendidos a gobiernos extranjeros, o desde fuera, grupos terroristas.
El tono acusador enfureció a Edén.
—Hacemos aparatos domésticos complejos, robots de tecnología avanzada para la industria; juguetes...
—¿Para qué cree que serviría Rex?
—No es que lo crea sino que sé exactamente para qué: sería un incansable obrero de la salud; un apéndice de los bomberos, una ayuda para rescatar víctimas de terremotos...
—Un soldado indestructible.
Oh, Dios. Sí.
—No.
—Absolutamente, y usted lo sabe. Un fabricante de juguetes no requiere el nivel de seguridad que tiene Verdine.
—La gente vendería a su primogénito sólo por tener nuestra aspiradora autopropulsada, por no mencionar todos los demás productos. Verdine está tan adelantada respecto al resto de las industrias, que los observadores sólo pueden hacer conjeturas sobre lo que hacemos. Es una corporación multimillonaria. Por supuesto que contamos con un alto nivel de seguridad.
Gabriel se limitó a mirarla.
Edén fue incapaz de sostenerle la mirada un minuto más.
—Oh, Dios.
—¿ Con quién quiere hablar en Seguridad Interna? Lucía pálida, pero decidida.
—El agente especial Dixon.
—¿Confía en él?
Edén se mordió la comisura del labio inferior.
—Sí.
La miró un momento, clavándole los ojos en la boca. Mujer tozuda. Cauta y tozuda. Sospechaba que, en una profesión como la suya, ella tenía que serlo para llegar al lugar en que estaba hoy. Él aceptaría lo que fuera y si Dixon podía motivarla, entonces que fuera Dixon. Lo que fuera.
—Me comunicaré con él, pero mientras lo hacemos venir aquí estamos perdiendo un tiempo precioso.
Se encogió de hombros; evidentemente le importaba un carajo.
—Trabajaré a toda prisa si él responde por usted.
Dixon respondería por él; por T-FLAC. Y Gabriel esperaba que el tiempo le alcanzara sí o sí.
Gabriel se sorprendió de que no se hubiera lanzado directamente a pedirle una explicación de lo que había sucedido la noche antes y se había preparado para escuchar su interrogatorio y la exigencia de pruebas.
Todos los movimientos de Edén carecían de afectación, pero eran seductores. La sangre de Gabriel ardía y el corazón latía a toda velocidad. Cada vez le costaba más mantener las manos apartadas de ella. Y aunque estaba tan cerca que podía acariciarla, se metió las manos en los bolsillos y se aseguró de respirar superficialmente. No hubo ninguna diferencia, porque igual podía sentir el olor de su piel.
Ella vestía unos vaqueros y una camiseta con bolsillos lisa, e idéntica a la docena de camisetas que tenía en su guardarropa. La de hoy era verde césped. El tono le sentaba bien, pensó distraídamente Gabriel, cada célula de su cuerpo vivamente consciente de su presencia. Debería haberse sentado frente a ella en lugar de hacerlo tan cerca, pero no habría habido ninguna diferencia. Ella podía ser irritante, pero su deseo por aquella mujer no había disminuido de un día para otro; y por desgracia, nunca lo haría.
El sol que se colaba por las ventanas brillaba en su pelo de una forma que lo distraía. Apartó la mirada. Edén había cruzado las piernas mientras hablaba con MacBain, y su atención se quedó presa del balanceo de su pie. Los zapatos que calzaba consistían en tres tiras delgadas verde manzana que cruzaban sobre los lindos dedos, y daban vuelta alrededor del empeine y el tobillo. Una mariquita roja diminuta adornaba la parte en que las tiras se cruzaban y desentonaba con la brillante laca rosa de las uñas. El metal oscuro del anillo de la «suerte» hacía que su piel, por contraste, pareciera más blanca.
—La dejaron en paz durante años —dijo con voz monótona, respirando superficialmente adrede. Dios todopoderoso. Olía a jazmines. La fragancia, mezclada con el perfume conocido de su piel tibia, inundaba su torrente sanguíneo como el vino fino—. La dejaron en paz —repitió ásperamente, mientras empujaba la silla unos centímetros hacia atrás para aumentar más la distancia entre ellos— Porque sabían en qué trabajaba y esperaban que usted perfeccionara el prototipo. Después entraron y se lo llevaron.
—¿ Cree que la persona que mató al doctor Kirchner y robó a Rex trabajaba con Jason Verdine?
—¿Usted no?
Edén asintió con un gesto.
—Sí. Pero Theo y yo estábamos separados del resto de los equipos de R y D sólo por la máxima seguridad que existía sobre el proyecto. Nos facilitaron nuestro laboratorio propio para trabajar de forma independiente sobre el Rx793 hace seis años. Aparte del equipo que firmó el acuerdo de no competencia e hizo los controles, sólo un puñado de gente sabía lo que hacíamos.
—¿Qué significa un puñado?
—Jason Verdine; el presidente de marketing, Tom Reece; el presidente de ventas, Steven Absalom; Héctor González, vicepresidente de R y D y, por supuesto, Marshall Davis, nuestro asistente.
—Todos tenían mucho que ganar si robaban el prototipo.
—Lo dudo. No me imagino a ninguno de esos hombres entrando y matando a Theo a sangre fría. Y para serle franca, quienquiera que tenga a Rex, no podrá gastar el dinero obtenido de la venta durante veinte años o más, porque se delataría. Sin mencionar además que se necesita una gran inversión de capital. Para una persona común y corriente, sería prohibitivo. Ya se lo dije: costó más de trescientos millones de dólares crear a Rex. Quien lo tenga, debe de contar con un enorme capital inicial para fabricar aunque sólo sea una unidad, por no hablar de varias. Y sin mis notas de trabajo, la información y los diagramas...
—Cualquiera que tenga algo de cerebro, con mirar sus notas y su programa se daría cuenta, como yo, de que usted tiene una memoria fotográfica, Edén. Trataron de llevársela a usted después.
—Eso no es cierto. De verdad. Nadie se me acercó.
—Sí se acercaron a usted —dijo con tono grave—. Demasiado. O por lo menos lo intentaron; hubo dos intentos de secuestro en los últimos veintiocho días. El único motivo por el que no tuvieron éxito se debió a que la noche que mataron al doctor Kirchner la protegí con un hechizo.
—Al fin de cuentas, usted resulta el afortunado ganador de las apuestas por el secuestro de la doctora Cahill.
—No querían protegerla.
—Correcto. Querían chupar la información de mi cerebro. Ah, aguarde. Eso es exactamente lo que quiere hacer usted, ¿o no?